4. Kalessin

«Espera», le había dicho Ogion, que ahora se llamaba Aihal, poco antes de que el hálito de la muerte lo hiciera estremecerse y lo liberara de la vida. «Se acabó… ¡Todo ha cambiado!», había musitado, y luego: «Espera, Tenar…». Pero no había dicho qué debía esperar. El cambio que había visto o que había sentido, quizá; pero ¿qué cambio? ¿Se refería acaso a su propia muerte, a su propia vida que se acababa? Había hablado con alegría, jubilosamente. Le había ordenado que esperara.

—¿Qué más tengo que hacer? —se dijo, barriendo el piso de la casa de Ogion—. ¿Qué más he hecho en mi vida? —Y, hablando con su recuerdo de Ogion:— ¿Debo esperar aquí, en tu casa?

—Sí—dijo Aihal el Silencioso, silenciosamente, sonriendo.

Barrió entonces la casa y limpió el hogar y aireó los colchones. Tiró algunas ollas de barro rotas y una cacerola agujereada, pero las tomó con cuidado. Incluso apoyó la mejilla en un plato gastado cuando lo sacó de la casa para llevarlo al basurero, porque era un testimonio de la enfermedad del viejo mago durante el último año. Había sido un hombre austero, había vivido con tanta sencillez como un pobre campesino, pero cuando tenía la mirada clara y era un hombre fuerte jamás habría usado un plato roto ni habría dejado de reparar una cacerola. Estas señales de su debilidad la entristecieron, haciéndole desear haber estado con él para cuidarlo. «Me habría gustado hacerlo», le dijo al recuerdo de Ogion, pero él no dijo nada. Nunca había dejado que nadie lo cuidara. ¿Le habría dicho a Tenar «Tienes mejores cosas de que ocuparte»? Tenar no lo sabía. El estaba en silencio. Pero estaba segura de que hacía bien quedándose en su casa, ahora.

Shandy y su anciano esposo, Arroyo Claro, que habían vivido en la granja del Valle Central más que ella, se ocuparían de los rebaños y del huerto; la otra pareja que vivía en la granja, Tiff y Sis, guardarían lo que se cosechara. Lo demás tendría que seguir su propio curso por un tiempo. Los niños de los vecinos sacarían las frambuesas de las matas. Era una lástima; le encantaban las frambuesas. Allá arriba en el Acantilado, donde el viento soplaba sin cesar, hacía mucho frío para cultivar frambuesas. Pero en el viejo melocotonero de Ogion que estaba en el rincón cubierto del muro de la casa que daba al sur había dieciocho melocotones, y Therru no dejaba de mirarlos como un gato pendiente de un ratón hasta que un día entró en la casa y dijo en su voz ronca y poco clara: —Dos melocotones están todos rojos y amarillos.

—¡Ah! —dijo Tenar. Fueron juntas hasta el árbol y sacaron los dos primeros melocotones maduros y se los comieron allí mismo, sin pelarlos. El jugo les corría por el mentón. Se lamieron los dedos.

—¿Puedo plantarla? —dijo Therru, observando la rugosa semilla del melocotón.

—Sí. Éste es un buen lugar, cerca del viejo árbol. Pero no muy cerca. Así los dos tendrán espacio para sus raíces y sus ramas.

La niña escogió un lugar y cavó la minúscula tumba. Colocó la semilla dentro y la cubrió. Tenar la observaba. Sentía que en los pocos días que llevaban viviendo allí, Therru había cambiado. Seguía teniendo una actitud indiferente, ni enfadada ni alegre; pero desde que estaban allí, su impresionante actitud vigilante y su inmovilidad se habían suavizado casi imperceptiblemente. Se había interesado por los melocotones. Se le había ocurrido plantar la semilla, aumentar el número de melocotones en el mundo. En la Granja de los Robles había sólo dos personas que no le daban miedo, Tenar y Alondra; pero aquí se había acostumbrado fácilmente a Brezo, la pastora de cabras de Re Albi, una amable muchacha gritona y tontuela de veinte años que trataba a la niña casi como si fuese otra cabra, una niña lisiada. Eso estaba bien. Y Tía Musgo estaba bien también, a pesar de cómo olía.

Cuando Tenar había vivido en Re Albi por primera vez, hacía veinticinco años, Musgo no era una bruja vieja sino una bruja joven. Siempre ocultaba la cabeza y se inclinaba y sonreía forzadamente ante la «joven dama», la «Dama Blanca», la pupila y discípula de Ogion, hablándole siempre con el mayor respeto. Tenar había sentido entonces que ese respeto era falso, una máscara que ocultaba una envidia y una antipatía y una desconfianza que le eran muy familiares, por parte de las mujeres ante las cuales la habían colocado en una posición de superioridad, mujeres que se consideraban vulgares y que la consideraban alguien especial, privilegiada. Como sacerdotisa de las Tumbas de Atuan o como pupila forastera del Mago de Gont, había ocupado una posición distante, superior. Los hombres le habían dado poder, los hombres habían compartido su poder con ella. Las mujeres la observaban desde fuera, a veces con rivalidad, a menudo con un asomo de mofa.

Ella había sentido que era la que quedaba fuera, excluida. Había huido de los Poderes de las tumbas del desierto, y después había renunciado a los poderes de conocimiento y maestría que le ofrecía su tutor, Ogion. Le había dado la espalda a todo aquello, había atravesado al otro lado, se había ido al otro cuarto, donde vivían las mujeres, para ser también una de ellas. Una esposa, la esposa de un granjero, una madre, una ama de casa que ostentaba el poder para el que nace una mujer, la autoridad que le asignaba el orden impuesto por la humanidad.

Y allí en el Valle Central, Goha, la esposa de Pedernal, había sido bien recibida, dentro de todo, por las mujeres; indudablemente forastera, de tez blanca y con un acento un tanto extraño, pero una extraordinaria ama de casa, una excelente hiladora, con hijos de buenos modales y bien criados y una granja próspera: respetable. Y para los hombres era la mujer de Pedernal, que hacía lo que debía hacer una mujer: compartir su lecho, criar, hornear, cocinar, limpiar, hilar, coser, servir. Una buena mujer. Le daban su aprobación. Pedernal había escogido bien después de todo, decían. «¿Cómo será una mujer blanca?, ¿tendrá todo el cuerpo blanco?», preguntaban con la mirada, observándola, hasta que se hizo mayor y dejaron de verla.

Aquí, ahora, todo había cambiado, no había nada de eso. Desde que ella y Musgo habían velado juntas a Ogion, la bruja había dejado bien en claro que iba a ser su amiga, su acompañante, su sirvienta, lo que Tenar quisiera que fuese. Tenar no estaba en absoluto segura de qué quería que fuese Tía Musgo, porque le parecía impredecible, indigna de confianza, incomprensible, apasionada, ignorante, solapada y sucia. Pero Musgo se llevaba bien con la niña quemada. Tal vez era Musgo la que estaba produciendo ese cambio, esa leve serenidad en Therru. Con ella, Therru se comportaba como con cualquier otra persona: inexpresiva, retraída, dócil como puede ser dócil un objeto inanimado, una piedra. Pero la vieja se había mostrado persistente con ella, ofreciéndole pequeños dulces y tesoros, sobornándola, engatusándola, halagándola. —¡Ven con Tía Musgo ahora, queridita! Ven conmigo y Tía Musgo te va a mostrar el lugar más hermoso que existe…

La nariz de Musgo se curvaba sobre sus mandíbulas desdentadas y sus labios finos; en la mejilla tenía una verruga del tamaño de una semilla de cereza; sus cabellos eran un amasijo gris y negro de nudos mágicos y mechones; y tenía un olor tan fuerte y desagradable y profundo e intrincado como el olor de una guarida de zorros. —¡Ven al bosque conmigo, queridita! —decían las brujas viejas en los cuentos que les contaban a los niños de Gont—. ¡Ven conmigo y te mostraré un lugar muy hermoso! —Y entonces la bruja encerraba a la niña en el horno y la asaba bien asada y se la comía, o la arrojaba a un pozo, donde se quedaba brincando y croando melancólicamente por siempre jamás, o la encerraba en una enorme piedra para que durmiera allí durante cien años, hasta que llegara el Hijo del Rey, el Príncipe Mago, que hacía añicos la piedra con una sola palabra, despertaba a la doncella y mataba a la bruja malvada…

—¡Ven conmigo, queridita! —Y se llevaba a la niña al campo y le mostraba un nido de alondra que había entre el heno verde, o la llevaba a los pantanos a recoger díctamo blanco, menta silvestre y arándanos. No tenía que meter a la niña en el horno ni convertirla en un monstruo, ni encerrarla en una piedra. Ya lo habían hecho.

Musgo era bondadosa con Therru, pero su bondad era interesada, y cuando salían juntas daba la impresión de que le hablaba mucho a la niña. Tenar no sabía lo que Musgo le decía o le enseñaba, si debía dejar o no que la bruja le llenara la cabeza de ideas a la niña. «Débil como magia de mujer, maligno como magia de mujer», había oído decir cien veces. Y en realidad había visto que la brujería de mujeres como Musgo o Hiedra solía ser débil y que a veces era deliberadamente maligna o resultaba serlo por ignorancia. Aunque conocieran muchos sortilegios y hechizos y supieran algunas de las grandes canciones, las brujas de las aldeas jamás aprendían las Altas Artes o los principios de la magia. Ninguna mujer recibía esos conocimientos. La hechicería era una tarea de los hombres, algo que los hombres sabían hacer. Nunca había habido una maga. Aunque unas pocas se hacían llamar hechiceras, su poder era el poder de alguien inexperto, poder sin arte ni saber, semifrívolo, semipeligroso.

Una vulgar bruja de aldea, como Musgo, se ganaba la vida con unas cuantas palabras de la Lengua Verdadera que las brujas más viejas le transmitían como valiosos tesoros o los hechiceros le vendían a un alto precio, y algunos sortilegios ordinarios para encontrar y arreglar cosas, muchos ritos sin sentido y actos misteriosos y parloteos, y mucha experiencia como partera, ensalmadora, y curandera de enfermedades de los animales y los seres humanos, un buen conocimiento de las hierbas mezclado con un revoltijo de supersticiones… Todo eso basado en cualquier don innato que pudiera tener para curar, cantar, transformar o urdir sortilegios. Esa mezcla podía ser buena o mala. Algunas brujas eran mujeres violentas, desagradables, dispuestas a hacer daño y que no tenían ninguna razón para no hacerlo. La mayoría de ellas eran parteras y curanderas gracias a unas pocas pociones de amor, hechizos de fertilidad y, además, sortilegios de vigor y una buena cantidad de sereno cinismo. Unas pocas, sabias pero sin preparación, usaban su don sólo para hacer el bien, aunque no sabían, como sabía cualquier aprendiz de hechicero, por qué lo hacían, y parloteaban sobre el Equilibrio y el Camino del Poder para justificar lo que hacían o dejaban de hacer. —Hago lo que me ordena el corazón —le había dicho a Tenar una de esas mujeres, cuando era pupila y discípula de Ogion—. El Señor Ogion es un gran mago. Te honra enormemente al enseñarte. ¡Pero mira y ve, niña, si lo único que te ha enseñado no es en realidad a hacer lo que te ordena el corazón!

Incluso entonces Tenar había pensado que la sabia mujer tenía razón y, sin embargo, no estaba del todo en lo cierto; eso dejaba algo de lado. Y seguía pensando lo mismo.

Al ver a Musgo con Therru ahora, pensaba que Musgo estaba haciendo lo que le ordenaba el corazón, pero era un corazón sombrío, indómito, extraño, como un cuervo que seguía su propio camino para ocuparse de lo suyo. Y pensaba que Musgo podía sentirse atraída por Therru no sólo por bondad sino por el dolor de Therru, por el daño que le habían hecho: por la violencia, por el fuego.

Sin embargo, nada de lo que Therru hacía o decía demostraba que estuviese aprendiendo algo de Tía Musgo, salvo dónde hacía su nido la alondra y dónde crecían los arándanos y cómo hacer figuras con cuerdas con una sola mano. El fuego había consumido de tal manera la mano derecha de Therru que, al curarse, había quedado transformada en una especie de maza, con un pulgar que sólo se movía como una tenaza, como la pinza de un cangrejo. Pero Tía Musgo tenía una maravillosa variedad de figuras con cuerdas para cuatro dedos y un pulgar, y de versos que las acompañaban…

¡Revuelve, revuelve, todas las cerezas!

¡Quema, quema, entierro, todo!

¡ Ven, dragón, ven!

… y la cuerda se convertía en cuatro triángulos que se transformaban rápidamente en un cuadrado… Therru nunca cantaba en voz alta, pero Tenar la oía musitar la canción mientras iba haciendo las figuras, sola, sentada en el peldaño de la entrada de la casa del mago.

Y Tenar se preguntaba qué lazo la unía a esa niña, más allá de la compasión, más allá del simple deber para con el desvalido. Alondra se habría quedado con ella si Tenar no se hubiese hecho cargo de la niña. Pero Tenar se la había llevado sin preguntarse jamás por qué. ¿Había hecho lo que le ordenaba el corazón? Ogion no le había hecho ninguna pregunta sobre la niña, pero había dicho «… le temerán». Y Tenar había respondido «Le temen…», y con razón. Tal vez ella misma le temía a la niña, así como sentía temor ante la crueldad, la violación y el fuego. ¿Era el temor el lazo que las unía?

—Goha —dijo Therru, sentándose sobre los talones bajo el melocotonero, contemplando el sitio donde había plantado la semilla de melocotón en la tierra dura del verano—, ¿qué son los dragones?

—Criaturas enormes —dijo Tenar—, como lagartos, pero más largos que un barco, más grandes que una casa. Con alas, como los pájaros. Y que lanzan llamaradas.

—¿Vienen aquí?

—No —dijo Tenar. Therru no preguntó más.

—¿Tía Musgo te ha estado hablando de los dragones?

Therru negó con la cabeza. —Tú me hablaste —dijo.

—¡ Ah! —dijo Tenar. Y en seguida—: El melocotonero que plantaste va a necesitar agua para crecer. Una vez al día, hasta que empiecen las lluvias.

Therru se levantó y desapareció trotando tras la esquina de la casa, en dirección al pozo. Tenía las piernas y los pies perfectamente sanos, sin heridas. A Tenar le gustaba verla caminar o correr, apoyando los oscuros, polvorientos y hermosos piececitos en la tierra. Therru regresó con la regadera de Ogion, sosteniéndola con dificultad, y echó un pequeño chorro de agua sobre la semilla recién plantada.

—Así que recuerdas esa historia que hablaba de cuando la gente y los dragones eran una sola cosa… Te conté que los seres humanos llegaron aquí, yendo hacia el este, pero que todos los dragones se quedaron en las islas remotas del oeste. Hace mucho, mucho tiempo.

Therru asintió. Parecía no prestar atención, pero cuando Tenar apuntó al mar al decir «las islas remotas», Therru volvió la cara hacia el alto y brillante horizonte que se divisaba entre las plantas de habichuelas afirmadas con estacas y el establo.

Una cabra se asomó en el techo del establo y se puso de perfil, balanceando la cabeza con elegancia; al parecer, se consideraba una cabra montañesa.

—Sippy se volvió a escapar —dijo Tenar.

—¡Ea, ea! —gritó Therru, imitando a Brezo cuando llamaba a las cabras; y la misma Brezo apareció junto al cerco del sembrado de habichuelas, gritándole «¡Ea!» a la cabra, hacia arriba, pero la cabra la ignoró, contemplando pensativamente las habichuelas.

Tenar las dejó a las tres jugando el juego de atrapar a la cabra. Se echó a andar pasando delante del sembrado de habichuelas, hacia la orilla del precipicio y a lo largo de la orilla. La casa de Ogion estaba alejada de la aldea y más cerca que todas las demás de la orilla del Acantilado, que allí era una ladera empinada, cubierta de pastos, quebrada por salientes y rebordes rocosos, donde se podía llevar a pastar a las cabras. A medida que se avanzaba hacia el norte, el declive se hacía cada vez más pronunciado hasta caer abruptamente; y las rocas del ancho reborde se asomaban a través de la tierra del sendero, hasta que, más o menos a una milla al norte de la aldea, el Acantilado se convertía en una plataforma de arenisca rojiza suspendida sobre el mar que le roía la base doscientos pies más abajo.

Lo único que crecía en ese extremo del Acantilado eran liqúenes y hierbas y, aquí y allá, una margarita celeste, aplastada por el viento, como un capullo arrojado sobre la piedra rugosa y carcomida. Al norte y al este de la orilla del precipicio, sobre una angosta faja pantanosa, se alzaba la enorme ladera de la Montaña de Gont, cubierta de árboles casi hasta la cumbre. El precipicio estaba a tal altura sobre la bahía que había que mirar hacia abajo para ver las costas más lejanas y las difusas tierras bajas de Essary. Más allá de ellas, hacia el sur y el oeste, lo único que había era el cielo sobre el mar.

A Tenar le gustaba ir allí cuando vivía en Re Albi. A Ogion le encantaban los bosques, pero a ella, que había vivido en un desierto donde los únicos árboles que había a una distancia de cien millas eran los nudosos melocotoneros y manzanos del huerto, regados a mano en los larguísimos veranos, donde nunca crecía nada verde y fresco y fácilmente, donde no había más que una montaña y una extensa planicie y el cielo…, a ella le gustaba más la orilla del precipicio que los bosques que rodeaban el lugar. Le gustaba que no hubiese nada sobre su cabeza.

También le gustaban los liqúenes, las hierbas grises, las margaritas sin tallos; le eran familiares. Se sentó en la plataforma rocosa a unos pocos pies de la orilla y contempló el mar como solía hacerlo en otra época. El sol era cálido pero el incesante viento le enfrió el sudor de la cara y los brazos. Se recostó apoyándose en las manos, sin pensar en nada, pictórica de sol y viento y cielo y mar, volviéndose transparente al sol, al viento, al cielo, al mar. Pero su mano izquierda le hizo recordar que estaba viva y miró en torno para ver qué le arañaba la palma de la mano. Era un cardo diminuto, oculto en una grieta de la arenisca, que elevaba apenas sus púas descoloridas hacia la luz y el viento. El cardo se agitaba sin doblarse ante el embate del viento, resistiéndolo, enterrado en la roca. Se quedó contemplándolo por largo rato.

Cuando volvió a mirar hacia el mar vio, azul entre la niebla azul allí donde el mar se unía con el cielo, la silueta de la isla: Granea, la isla más oriental de todas las Islas Interiores.

Observó esa difusa silueta de ensueño, en una ensoñación, hasta que un pájaro que volaba por sobre el mar desde el oeste atrajo su mirada. No era una gaviota, porque su vuelo era parejo, y volaba muy alto para ser un pelícano. ¿Era un ganso salvaje, o un albatros, el enorme y extraño viajero de alta mar, que venía desde las islas? Observó el lento batir de alas, muy lejos y en lo alto del cielo deslumbrante. Entonces se puso en pie, alejándose un poco de la orilla del precipicio, y se quedó inmóvil, con el corazón agitado y el aliento aprisionado en la garganta, contemplando la silueta sinuosa, color de hierro, impulsada por las largas alas membranosas rojas como el fuego, las garras abiertas, las espirales de humo que se desvanecían a sus espaldas en el aire.

Volaba derecho hacia Gont, derecho hacia el Acantilado, derecho hacia ella. Vio el brillo de las escamas color herrumbre y el resplandor del ojo rasgado. Vio la lengua roja que era una lengua de fuego. El viento se impregnó de olor a quemado cuando el dragón, con un rugido silbante, dándose vuelta para posarse en la plataforma rocosa, lanzó un suspiro de fuego.

Sus patas chocaron contra la roca. La cola filosa se retorcía y se sacudía, y las alas, de color escarlata allí donde el brillo del sol las atravesaba, se agitaron y crujieron al cerrarse contra los flancos escamosos. Dio vuelta lentamente la testa. El dragón miró a la mujer que estaba de pie al alcance de sus garras cortantes como guadañas. La mujer miró al dragón. Sintió el calor de su cuerpo.

Le habían dicho que los hombres no debían mirar a un dragón a los ojos, pero eso no le importaba. El dragón la miró de frente con los ojos amarillos cubiertos por una dura coraza, apartados de la nariz estrecha y de los ollares llameantes y humeantes. Y ella lo miró de frente con su rostro suave, pequeño y sus ojos oscuros.

Ninguno de los dos habló.

El dragón volvió un poco la testa para no aniquilarla al hablar, o tal vez lanzó una carcajada…, un enorme «¡Ah!» de fuego anaranjado.

Entonces se agachó y comenzó a hablar, pero sin dirigirse a ella.

Ahivaraihe, Ged —dijo, muy suavemente, arrojando humo, con un aleteo de la lengua ardiente; e inclinó la testa.

Entonces Tenar vio por primera vez al hombre echado a horcajadas sobre su lomo. Estaba sentado en la muesca que había entre dos de sus enhiestas púas cortantes alineadas a lo largo del espinazo, bajo el cuello y sobre los hombros de donde salían las alas. Tenía las manos aferradas a la armadura color herrumbre que cubría el cuello del dragón y la cabeza apoyada en la base de la púa cortante, como si estuviese dormido.

—¡Ahí eheraihe, Ged! —dijo el dragón, un poco más fuerte, con las anchas fauces que parecían sonreír constantemente, mostrando los dientes tan largos como el antebrazo de Tenar, amarillentos, con puntas blancas, aguzadas.

El hombre no se movió.

El dragón dio vuelta la testa alargada y miró nuevamente a Tenar.

Sobriost —dijo con un susurro de acero sobre acero.

Tenar conocía esa palabra de la Lengua de la Creación. Ogion le había enseñado todo lo que había aprendido de esa lengua. «Trepa —le haoía dicho el dragón—: ¡trépate!» Y ella vio los peldaños que tenía que subir. La pata terminada en una garra, el codo doblado, la coyuntura del hombro, los primeros músculos del ala: cuatro peldaños.

Ella también dijo «¡Ah!», pero sin reír, sólo tratando de tomar aliento, el aliento que aún tenía aprisionado en la garganta; e inclinó la cabeza por un instante para disipar el mareo. Luego empezó a avanzar, pasando junto a las garras y las anchas fauces sin labios y el alargado ojo amarillo, y se trepó al hombro del dragón. Cogió el brazo del hombre. El no se movió, pero evidentemente no estaba muerto, porque el dragón lo había traído y le había hablado. —Ven… —le dijo y luego, al ver su rostro mientras abría el puño aferrado de su mano izquierda—, ven, Ged. Ven…

Él alzó un poco la cabeza. Tenía los ojos abiertos, pero la mirada perdida. Ella tuvo que dar una vuelta alrededor de su cuerpo, arañándose las piernas en la piel ardiente y escamada del dragón, y le desprendió la mano izquierda de una protuberancia punzante en la base de la púa aguzada. Logró que se cogiera de sus brazos y así pudo hacerlo bajar a rastras esos cuatro extraños peldaños que conducían a la tierra.

El se reanimó lo suficiente como para tratar de aferrarse a ella, pero no tenía fuerzas. Se dejó caer del dragón echándose sobre la roca como un saco abandonado, y se quedó allí.

El dragón dio vuelta la enorme testa y en un gesto absolutamente animal olió y olfateó el cuerpo del hombre.

Levantó la testa y sus alas también se extendieron a medias con un profundo sonido metálico. Alejó las patas de Ged, acercándose a la orilla del precipicio. Haciendo girar la testa sobre el cuello dentado, clavó nuevamente la mirada en los ojos de Tenar y con una voz que parecía el ronco rugido de las llamas de una fragua dijo: —Thesse Kalessin.

El viento marino silbaba en las alas semiextendidas del dragón.

Thesse Tenar —dijo la mujer con voz clara, temblorosa.

El dragón desvió los ojos y miró hacia el oeste, por sobre el mar. Sacudió el largo cuerpo con un tintineo y golpeteo de escamas de hierro, luego extendió bruscamente las alas, se agachó y saltó al aire desde el precipicio. Al arrastrarse, la cola chamuscó la arenisca. Las rojas alas se inclinaron, se levantaron y se inclinaron, y ya Kalessin estaba lejos de la tierra, volando sin desviarse, volando hacia el oeste.

Tenar lo siguió con la mirada hasta que su cuerpo quedó del tamaño de un ganso salvaje o una gaviota. Hacía frío. Cuando el dragón había estado allí hacía calor, un calor como el de una fragua, por el calor que encerraba su cuerpo. Tenar tiritó. Se sentó en la roca al lado de Ged y se echó a llorar. Escondió la cara en las manos y lloró con fuertes sollozos. —¿Qué puedo hacer? —gritó—. ¿Qué puedo hacer ahora?

Súbitamente se secó los ojos y la nariz en la manga, se echó hacia atrás los cabellos oscuros con las dos manos y se volvió hacia el hombre tumbado a su lado. Estaba tan quieto, tan tranquilo sobre la roca desnuda como si hubiese podido quedarse allí eternamente.

Tenar suspiró. No podía hacer nada, pero siempre había algo que hacer a continuación.

No podía cargarlo. Tendría que pedir ayuda. Para eso tendría que dejarlo solo. Le parecía que estaba muy cerca de la orilla del precipicio. Si intentaba levantarse tal vez se cayera, débil y mareado como debía de estar. ¿Cómo podía moverlo? No se reanimaba cuando ella le hablaba y lo tocaba. Lo cogió por debajo de los hombros y trató de arrastrarlo y, ante su sorpresa, logró hacerlo; aunque era un peso muerto, no pesaba demasiado. Con resolución, lo arrastró a unos diez o quince pies del precipicio, alejándolo del desnudo promontorio rocoso hasta dejarlo sobre un trozo de tierra donde los secos espicanardos daban cierta ilusión de amparo. Tendría que dejarlo allí. No podía correr, porque le temblaban las piernas y aún sollozaba al respirar. Caminó lo más rápido que pudo hacia la casa de Ogion, llamando a gritos una y otra vez a Brezo, a Musgo y a Therru a medida que se acercaba. La niña apareció por el costado del establo y se detuvo, como acostumbraba hacer, obedeciendo a la llamada de Tenar, pero sin adelantarse a saludar o dejar que la saludara.

—Therru, corre al pueblo y pídele a cualquier persona que venga… A cualquier persona fuerte… Hay un hombre herido en el precipicio.

Therru no se movió. Nunca había ido sola a la aldea. Estaba inmovilizada entre la obediencia y el miedo. Tenar se dio cuenta y le dijo: —¿Tía Musgo está ahí? ¿Brezo? Entre las tres podemos cargarlo. Pero date prisa, Therru, date prisa. —Sentía que si dejaba a Ged desamparado sin duda moriría. Cuando regresara habría desaparecido: habría muerto, se habría caído, los dragones se lo habrían llevado. Podía pasar cualquier cosa. Debía darse prisa antes de que sucediera. Pedernal había muerto de un ataque en sus sembrados y ella no estaba a su lado. Había muerto solo. El pastor lo había encontrado tumbado junto al portón. Ogion había muerto y ella no había podido evitar que muriera, no había podido darle vida. Ged había vuelto a casa para morir y ése era el final de todo, no quedaba nada, no había nada que hacer, pero ella tenía que hacerlo.— ¡Date prisa, Therru! ¡Trae a alguien!

Se echó a andar temblorosamente hacia la aldea, pero vio que la vieja Musgo se acercaba corriendo a través de la pradera, avanzando torpemente con su gruesa rama de espino. —¿Me llamaste, queridita?

La presencia de Musgo la alivió de inmediato. Empezó a recobrar el aliento y a poder pensar. Musgo no perdió tiempo haciendo preguntas pero, al oír que había un hombre herido al que había que mover, cogió el pesado cobertor de lona que Tenar había puesto a airear y lo llevó a rastras hasta el extremo del Acantilado. Entre ella y Tenar envolvieron a Ged con el cobertor e iban arrastrando dificultosamente el bulto hacia la casa cuando Brezo apareció trotando, seguida por Therru y Sippy. Brezo era joven y fuerte, y con su ayuda lograron levantar la lona como una litera y llevar al hombre a la casa.

Tenar y Therru durmieron en el nicho que había en el muro del oeste del único cuarto. Sólo había una cama, la cama de Ogion, en el fondo, cubierta ahora con una gruesa sábana de lino. Allí acostaron al hombre. Tenar lo cubrió con la manta de Ogion, mientras Musgo musitaba sortilegios en torno a la cama, y Brezo y Therru se quedaban quietas y mirando atentamente.

—Dejadlo en paz ahora —dijo Tenar, llevándolas hacia la entrada de la casa.

—¿Quién es? —preguntó Brezo.

—¿Por qué estaba en el Acantilado? —preguntó Musgo.

—Lo conoces, Musgo. En otra época fue el pupilo de Ogion…, de Aihal.

La bruja sacudió la cabeza. —Ése era el muchacho de Diez Alisos, queridita —dijo—. El que ahora es Archimago en Roke.

Tenar asintió.

—No, queridita —dijo Musgo—. Se parece a él. Pero no es él. Este hombre no es un mago. Ni siquiera un hechicero.

Brezo miraba ora a una, ora a la otra, divertida. No entendía casi nada de lo que decía la gente, pero le gustaba escuchar.

—Pero yo lo conozco, Musgo. Es Gavilán. —El pronunciar el nombre, el nombre común de Ged, despertó en ella cierta ternura, de modo que sólo entonces pensó y sintió que era él en realidad, y que todos los años que habían pasado desde que lo viera por primera vez eran el lazo que los unía. Vio una luz que parecía una estrella en la oscuridad, subterránea, nacía mucho tiempo, y su rostro iluminado por la luz.— Lo conozco, Musgo. —Sonrió y luego sonrió más abiertamente.— Es el primer hombre que vi en mi vida —dijo.

Musgo masculló algo y cambió de tema. No le gustaba contradecir a «la señora Goha», pero no había cambiado en absoluto de parecer. —Hay trucos, disfraces, transformaciones, cambios —dijo—. Más vale que tengas cuidado, queridita. ¿Cómo llegaste al lugar donde lo encontraste, allá lejos? ¿Alguien lo vio pasar por la aldea?

—¿Ninguna de vosotras… vio…?

La miraron fijamente. Trató de decir «al dragón» pero no pudo. Sus labios y su lengua no podían articular la palabra. Pero una palabra tomó forma en ellos, pronunciándose a través de su boca y su aliento. —A Kalessin —dijo.

Therru tenía los ojos fijos en ella. Una ola de tibieza, de calor, parecía surgir de la niña, como si tuviese fiebre. No dijo nada, pero movió los labios como si repitiera el nombre, y el calor febril ardió en torno a ella.

—¡Trucos! —dijo Musgo—. Ahora que nuestro mago se ha ido, vendrán por aquí embusteros de todo tipo.

—Viajé de Atuan a Havnor, de Havnor a Gont con Gavilán, en una barca descubierta —dijo Tenar secamente—. Musgo, tú viste cuando me trajo aquí. No era Archimago entonces. Pero era el mismo, el mismo hombre. ¿Hay acaso otras cicatrices como éstas?

Viéndose enfrentada, la vieja se quedó quieta, serenándose. Le echó una mirada a Therru. —No —dijo—. Pero…

—¿Crees que no lo reconocería?

Musgo retorció la boca, frunció el entrecejo y se frotó un pulgar contra el otro. —En el mundo hay cosas maléficas, señora —dijo—. Cosas que adoptan la forma y el cuerpo de un hombre, pero su alma desaparece…, se la devoran…

—¿El gebbeth?

Musgo se contrajo al oír esa palabra pronunciada abiertamente. Asintió. —Dicen que una vez el mago Gavilán vino aquí, hace mucho tiempo, antes de que vinieras con él. Y que con él venía una cosa sombría que lo perseguía. Tal vez lo siga haciendo. Tal vez…

—El dragón que lo trajo —dijo Tenar— lo llamaba por su verdadero nombre. Y conozco ese nombre. —Su voz retumbaba de cólera ante la obstinada sospecha de la bruja.

Musgo se quedó muda. Su silencio era mejor argumento que sus palabras.

—Tal vez la sombra que lo cubre sea su muerte —dijo Tenar—. Tal vez se esté muriendo. No sé. Si Ogion…

Volvió a conmoverse al recordar a Ogion, pensando que Ged había llegado demasiado tarde. Se tragó las lágrimas y se acercó a la leñera a buscar ra-mitas para encender el fuego. Le pasó la tetera a Therru para que la llenara, acariciándole la cara mientras le hablaba. Las cicatrices cerradas y en capas ardían al tacto, pero la niña no tenía fiebre. Tenar se agachó a encender el fuego. Alguien en ese hogar tan especial —donde había una bruja, una viuda, una lisiada y una boba— tenía que hacer lo que se debía hacer, y no atemorizar a la niña con llantos. Pero el dragón se había marchado, ¿y nunca llegaría hasta allí nada más que la muerte?

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