11 Ragh de la muerte

Dhamon estaba sentado en el exterior ante la puerta de la choza, escuchando cómo Maldred y Varek roncaban, un bronco que le era imposible apartar de la cabeza. También Riki dormía profundamente; se había despertado una sola vez hacía ya una hora. Incorporándose sobre los codos, la mujer había divisado a Dhamon cuando éste echaba una ojeada por encima del hombro, y sin una palabra se había tumbado de nuevo y había seguido durmiendo.

El hombre contemplaba el otro extremo de la desolada aldea, con una espada larga que había pertenecido a un Caballero de Solamnia sobre el regazo. ¿Había sido el caballero uno de los dracs que había matado? Era imposible saberlo.

Varios aldeanos estaban despiertos, a pesar de ser pasada la medianoche. También ellos habían montado guardia por turnos. Había cuatro sentados en esos momentos cerca de una pequeña fogata, que habían encendido para obtener luz únicamente, ya que la temperatura seguía siendo muy alta.

Observaban a Dhamon con suma atención.

Escuchando sus cautelosos cuchicheos, Dhamon captó varias de las palabras que pronunciaron: la señora Sable, Nura Bint-Drax, extranjeros. Prestó más atención y descubrió que podía oírlos con la misma claridad que si estuviera sentado entre ellos. El portavoz planteaba entonces qué debían hacer con los cadáveres que habían amontonado en una pila: ¿arrastrarlos al interior del pantano para que los caimanes dieran cuenta de ellos, o dejar que siguieran pudriéndose allí, como apestoso testimonio, para que Sable pudiera contemplarlo en caso de que la señora suprema se dignara honrar al poblado con su escamosa presencia? A pesar del enjambre de insectos que los cuerpos ya habían atraído, parecía que la mayoría de los habitantes estaban a favor de la última opción.

Dhamon sabía que normalmente no podría haber escuchado la conversación de los aldeanos, pues éstos se encontraban demasiado lejos, y sus voces eran muy apagadas. El fuego chisporroteaba, las serpientes que alfombraban el lugar no dejaban de sisear, y sus compañeros, situados a poca distancia a su espalda, roncaban. Aunque una parte de él se maravillaba de su capacidad para captar todos esos sonidos, una parte aún mayor temía que todo estuviera relacionado con la enorme escama de su pierna, y todo lo que deseaba era volver a ser normal. El chasquido de algo en el fuego lo apartó de sus meditaciones. Uno de los aldeanos había arrojado un tronco demasiado húmedo a las llamas, y la madera siseaba a modo de protesta.

También oía otras cosas cuando se concentraba: el suave susurro de las hojas de los árboles que rodeaban el pueblo; un sordo gruñido que el sivak draconiano profería, tal vez su versión de un ronquido, y el arrullo de un ave de la ciénaga.

Notó cómo un insecto reptaba por su brazo. Era un escarabajo de color naranja en forma de perla. Tras apartarlo de un manotazo, Dhamon retiró la mirada de la fogata y de los aldeanos, y alargó el cuello para mirar con atención hacia el sur. Sus ojos sondearon la oscuridad, distinguiendo cadáveres en descomposición y, a varios metros de distancia de ellos, el sivak. La criatura estaba enroscada alrededor de la base del árbol, igual como dormiría un perro. Y Dhamon no debería haberla visto con tanta claridad. No había luna esa noche, y las sombras eran espesas; pero incluso podía distinguir que la bestia se removía como si soñara intensamente. «¿En qué podría soñar?», se preguntó. No importaba; no habría más sueños para el sivak —ni pesadillas, tampoco— después de esa noche, una vez que Maldred se saliera con la suya. El gigantón pensaba matarlo en cuanto se hiciera de día para impedir que Nura Bint-Drax lo usara para crear más monstruosidades.

«Monstruosidades como yo —pensó Dhamon—, que me siento menos humano con cada semana que pasa».

Retiró los vendajes y echó una mirada a las heridas de las piernas y el pecho, que sanaban excepcionalmente bien. Tampoco se notaba cansado, a pesar de haber disfrutado tan sólo de unas pocas horas de sueño tras la prueba por la que había pasado. Las extremidades ya no le dolían, y se sentía estupendamente.

Su sentido del olfato era más agudo de lo normal, lo que le provocaba un cierto malestar. La empalagosa hediondez agridulce procedente de los cuerpos en descomposición se mezclaba con la porquería del corral, el sudor de sus camaradas y el de los aldeanos, los charcos de sangre seca y medio seca, y el mal olor de la ciénaga.

Dhamon se puso en pie, teniendo buen cuidado de no despertar a los otros; no porque le preocupara su bienestar y necesidad de descanso, sino porque no quería tener que tratar con ellos en aquellos momentos. Sin dejar de vigilar a los aldeanos sentados junto a la hoguera, se encaminó con paso resuelto en dirección a una choza situada unos metros más allá; se introdujo en el interior y sacó una caja. Mientras los aldeanos, sorprendidos, observaban y murmuraban, él desenvainó su larga espada y forzó la tapa para tomar un buen trago del contenido. El vino inundó sus sentidos con un intenso sabor a moras.

Se enderezó y escuchó cómo el portavoz del poblado protestaba, indignado, ante sus compañeros. Les dijo que había que detener a Dhamon, que no se le debía permitir que cogiera nada de las cabañas, pues no tardarían en ser ocupadas por dracs, los preciados hijos de Sable. Nura Bint-Drax se preocuparía de que Polagnar se repoblara con aquellas criaturas; ella se cuidaría de que el profanador de cabellos negros y sus amigos fueran castigados.

Para fastidiar a aquel hombre, Dhamon volvió a entrar en la cabaña y sacó varios paquetes más. Hurgando en su interior a la vista de los aldeanos, encontró ropas que le iban bien, y se puso unos pantalones y una túnica solámnica que estaban desgastados pero bien confeccionados. Volvió la túnica del revés para que no se viera el emblema. Introdujo, luego, unas cuantas mudas de ropa dentro de una mochila de cuero blando, incluidas dos camisas que parecían prácticamente nuevas. Se echó la bolsa al hombro y, a continuación, se encaminó hacia la fogata.

En un santiamén, los hombres se pusieron en pie, intercambiando nerviosas miradas, aunque dejaron de murmurar en cuanto Dhamon dejó caer la mano libre sobre el pomo de la espada.

—En alguna parte, tenéis suministro de agua potable aquí. —Se dirigía al portavoz, clavando la mirada, amenazador, en los ojos del hombre—. Hay al menos una docena de odres vacíos en esa cabaña. —Señaló con la mano la construcción que había estado saqueando—. Los quiero todos llenos de agua potable antes del amanecer. Quiero dos morrales de comida. Frutas y nueces a ser posible, nada de esa carne de serpiente que parece que os gusta tanto preparar.

—Nnno haremos tal cosa. —El más joven de los reunidos hinchó el pecho—. ¡Nnno vamos a ayudar a gente como tú, que va en contra de Nura Bint-Drax! ¡Al infierno contigo!

Dhamon desvió su mirada amenazadora hasta el hombre.

—Os ocuparéis de ello ahora, muchacho. O tal vez te gustaría compartir el destino de esos otros. —Indicó con la cabeza en dirección a los cadáveres y dio un golpecito con el pulgar sobre el pomo de su arma—. Os ocuparéis de nuestras provisiones, y nos marcharemos enseguida. Vosotros mantendréis el pellejo intacto, y Polagnar volverá a ser vuestro. Podréis limpiarlo todo para el próximo grupo de dracs que aparezca.

—Nura Bint-Drax os dará caza —replicó en voz baja el hombre más joven; su voz temblaba pero sus ojos mostraban una expresión desafiante—. Os hará pagar por lo que habéis hecho. Os servirá a la hembra de dragón como alimento.

—Tal vez sea yo quien dé caza a Nura Bint-Drax —respondió Dhamon mientras se terminaba el vino y dejaba caer la botella vacía a sus pies—. Sólo faltan unas pocas horas para el amanecer. Yo me daría prisa con esas tareas si estuviera en tu lugar.

Giró sobre los talones y registró las chozas que no había visitado aún; se tomó su tiempo, y de vez en cuando, dirigía ojeadas a los hombres de la aldea para asegurarse de que realmente reunían las provisiones que había solicitado. Encontró otros varios escudos y armas de Caballeros de Solamnia, así como capotes y capas que habían sido convertidos en ropa de cama. Todo lucía los emblemas de la Orden de la Rosa y de la Espada. Sólo había unas cuantas piezas de armadura intactas, y éstas eran piezas de las piernas y los brazos llenas de marcas del ácido de los dracs. Encontró también otras prendas solámnicas infestadas de agujeros y cortes efectuados por zarpas más que por espadas. Era evidente que una o dos unidades de Caballeros de Solamnia habían combatido contra los dracs, y tal vez los que sobrevivieron fueron transformados en tan horrendas criaturas.

Dhamon se encogió de hombros, alejó todas aquellas ideas como algo que no era de su incumbencia y siguió hurgando entre las pertenencias de los caballeros. Descubrió media docena más de medallones de plata de Kiri-Jolith, y decidió quedarse uno que llevaba diamantes. Había casi veinte anillos todos de oro, con rosas grabadas, y uno tras otro fueron a parar al interior de las bolsas. Se ató una bolsa al cinturón y luego introdujo otra en su bolsillo, esta última llena a rebosar con monedas de acero.

Realizó un viaje de vuelta a las cajas de vino. Guardó seis botellas cuidadosamente envueltas para que no se rompieran en una mochila, y se llevó una séptima de regreso a la cabaña donde estaban sus compañeros. Arrancó el tapón con los dientes y bebió un buen trago, agradecido de que diluyera el hedor del lugar. Se acordó, de repente, del morral lleno de vino que había dejado caer tras el matorral de guillomo, pero sabía que no existía motivo para ir a recogerlo teniendo tanta cantidad allí.

Maldred y Varek seguían roncando. Rikali volvió a despertarse y se dedicó a observar mientras Dhamon recogía un pequeño cofre que se encontraba al pie de la cama. El hombre le hizo una seña para que saliera al exterior, y ella lo siguió, teniendo buen cuidado de no despertar a Varek al pasar.

El cielo empezaba a clarear, y cuando la semielfa alzó la mirada se encontró con un trío de garzas azules que sobrevolaron el claro y se perdieron de vista.

—El alba —susurró—. Creo que ésta es la hora que más me gusta. El cielo aparece todo rosado durante un breve espacio de tiempo, como un beso. Luego, el cielo se torna azul por completo.

Rikali bajó la mirada hacia Dhamon, que estaba sentado en el suelo e intentaba abrir la cerradura del cofre con una daga de empuñadura de coral.

Con un leve esfuerzo, consiguió abrir la tapa y empezó a revolver las gemas que encontró en el interior. Rikali le había enseñado cómo descubrir defectos en las joyas, y extrajo las de más valor: principalmente, granates, zafiros y esmeraldas. Un jacinto del tamaño de un pulgar atrajo su mirada. Atiborró la bolsa vacía con todo ello, luego la ató a su cinturón, y tras llenar el otro bolsillo con las gemas más pequeñas, agarró una muñequera de oro batido tachonado de piezas de jade y turmalina, y lo encajó en su brazo. Una gruesa cadena de oro no tardó en colgar de su cuello.

—Son bonitas. —Riki contemplaba con fijeza las gemas como si estuviera hipnotizada, pero no hizo el menor gesto para tomar nada—. No son demasiado valiosas, en realidad —continuó.

Su compañero sostuvo en alto un topacio casi del tamaño de una ciruela.

—Sí, es bonito, pero a todas luces imperfecto. No obstante, nunca se tienen demasiadas gemas. Y por lo tanto…

Ésa y varias otras piezas las añadió a la segunda bolsa de monedas que colgaba fláccida a su costado. Tropezó con un brazalete de plata batida con incrustaciones de pedacitos de jade, y se lo arrojó a la semielfa.

—De nada sirve dejar esto aquí. Los aldeanos no lo necesitan.

«Ni lo merecen», añadió para sí.

Riki sostuvo el brazalete casi con reverencia, dándole vueltas y más vueltas en sus dedos marcados por el ácido, antes de colocárselo en la muñeca. Lo oprimió para cerrarlo un poco más e impedir que cayera.

—Todos podríamos haber muerto aquí, Dhamon —dijo en voz baja—; todos nosotros.

—¿Cuántos años tiene, Riki?

La pregunta de su compañero la desconcertó.

—¿Qué?

—¿Cuántos años tiene Varek?

—Tú no ibas a regresar a buscarme, Dhamon Fierolobo. Yo quería tener a alguien a mi lado. Y él me ama. Mucho. Se gastó hasta la última moneda que tenía en un hermoso anillito para mí.

Rikali agitó la mano ante él.

—¿Qué edad tiene? —insistió el hombre.

—Diecinueve.

—Es un muchacho, Riki. ¿En qué pensabas?

—¿En qué pensaba? —Bajó la voz—. Desde luego ya no pensaba en ti, ¿no crees? Tú jamás te hubieras casado conmigo, Dhamon Fierolobo.

Él no captó el dejo de tristeza en su voz.

—Ni siquiera habrías echado raíces a mi lado durante un corto espacio de tiempo.

—No —admitió—, no lo habría hecho.

—En ese caso, ¿por qué debería importarte lo que hago? —La tristeza había desaparecido, reemplazada por una cólera controlada—. ¿Por qué debería importante cuántos años tiene?

—Eres mayor que yo; casi le doblas la edad. Piensa en ello, Riki… Creándole responsabilidades tan joven, no tan sólo con una esposa, sino con una familia, no durará.

Ella sacudió la cabeza, y sus rizos captaron la luz y centellearon.

—No es un muchacho, Dhamon Fierolobo. Es un hombre joven, un hombre joven que me quiere mucho, mucho. Además, ¿a ti qué te importa?

—No me importa. —Recogió un jacinto agrietado, lo examinó, y lo desechó—. En realidad, no me importa, Riki.

La semielfa se colocó en cuchillas junto a Dhamon y removió las gemas con un dedo; a continuación, miró con fijeza el interior del cofre, contemplado, sin duda, algo que no tenía la menor relación con las defectuosas chucherías.

—Será un buen padre, ¿no crees? —dijo, y deslizó el pulgar sobre la superficie de un trozo de jade desportillado.

—Riki…

La mujer inclinó la cabeza hacia atrás e hizo una mueca cuando la brisa cambió y trajo la hediondez de los cadáveres hacia donde se encontraban ellos. Tras unos instantes, su mirada sostuvo la de él.

—Será mejor que vaya a despertarlo, ¿eh? Marcharemos de este lugar horrible pronto. Oí cómo Maldred hablaba de una especie de botín de piratas en sueños. Me apetece ir tras un tesoro auténtico. —Hundió un dedo en las defectuosas joyas—. Este material no merece que le dedique mi tiempo.

Desapareció en el interior de la choza mientras que Dhamon contemplaba fijamente a los aldeanos que se aproximaban.

Los habitantes del poblado habían desmontado uno de los cobertizos para construir una pequeña litera sobre la que descansaban varios morrales llenos de comida, junto con una docena más o menos de odres de agua y la mochila de Dhamon llena del embriagador vino elfo.

El hombre inspeccionó la parihuela y las provisiones, fijándose sólo vagamente en el contenido de los morrales. Sus compañeros se habían despertado, y Varek, Maldred y Riki hurgaron entre las prendas solámnicas para localizar algo que ponerse.

El gigantón lanzó un bufido e indicó con un movimiento de cabeza al sivak, golpeando el suelo con el pie.

—Es hora de ocuparse de esa cosa.

Alargó la mano hasta su espalda y desenvainó el espadón, que había conseguido recuperar del interior de una cabaña. La luz del sol centelleó en el filo.

El sivak se puso en pie, contemplando con atención a Maldred y sin mostrar la menor señal de miedo mientras el hombretón se aproximaba. No había realizado el menor movimiento para atacarlos, a pesar de que su cadena era a todas luces lo bastante larga como para llegar hasta ellos. Aquello indicó a Dhamon que la criatura no iba a defenderse.

—No querían que pudieras volar, ¿no es cierto? —inquirió captando la atención del sivak—. ¿Temían que pudieras escapar con mayor facilidad?

El draconiano se acercó más al tronco.

—Así que te cortaron las alas.

—Esa cosa no te va a hablar, Dhamon. —Maldred se detuvo—. Mira esa herida de su garganta. Probablemente, no puede hablar y…

—Fue el precio que pagué por decir que no —respondió el sivak.

Había un dejo susurrante en el tono de voz del draconiano, lo que le proporcionaba una ronquera sorda y desagradable.

Acercándose más, Dhamon detectó un aroma que no había notado cuando divisó por primera vez al ser. Le recordó a metal caliente y humo, a una espada recién forjada; como si la criatura hubiera nacido en el taller de un herrero. ¿Olían así todos los sivaks?

—¿Nura Bint-Drax te hizo esto? —insistió.

—Porque no quise ayudarla voluntariamente —contestó él con un asentimiento.

Maldred, dando un paso alrededor de Dhamon, escudriñó con los ojos al sivak.

—No tiene sentido que no quisieras ayudar a Nura Bint-Drax. Los de tu especie sirven a los dragones.

El otro no replicó.

—Sospecho que no le importaba servir a Sable —observó Dhamon—, y antes que ella, a Takhisis. Pero esta Nura…

La criatura paseó la mirada de un lado a otro entre Maldred y Dhamon.

—Sivak, yo pensaba que únicamente los señores supremos dragones podían crear dracs —manifestó Dhamon.

El ser clavó los ojos en un punto del suelo.

—Nura Bint-Drax podía hacerlo, ¿no es cierto? Creaba dracs.

—Sí —respondió la criatura tras un instante de vacilación.

El draconiano ladeó la cabeza para escuchar algo situado más allá del perímetro de la aldea, aunque no se dio cuenta de que Dhamon también lo oía. Se giró ligeramente y atisbo a través de una abertura en el monte bajo una pantera enorme que se escabullía en dirección al norte.

—¿Qué es ella? ¿Qué es exactamente Nura Bint-Drax?

La respuesta surgió veloz esa vez.

—Una naga, un ser que no es ni serpiente ni humano, pero que se parece a ambos. Creo que Takhisis los creó no mucho después de darnos la existencia a nosotros.

—Cuéntame más.

—No sé mucho más aparte de eso. —El draconiano se encogió de hombros—. En todos los años que serví a Sable, sólo vi a dos de esos seres…, y Nura Bint-Drax era el de mayor tamaño. Incluso algunos de los dragones de Sable le temen. Las nagas son poderosas, y Nura Bint-Drax es especialmente hábil.

—Se la puede matar —insistió Dhamon.

—Se puede matar a todo lo que respira. —El sivak aspiró con fuerza—. Como tú me matarás a mí.

—No creo que pongas objeciones a eso.

—A mí no me importa si pone objeciones —declaró Maldred, carraspeando—. Venero la vida, pero no veo que tengamos elección en este caso. No podemos soltarlo. —Entonces se dirigió sólo al sivak—. Lo haremos rápidamente. No sentirás nada.

Maldred cerró la mano con más fuerza alrededor de la empuñadura, dio unos cuantos pasos al frente y levantó la espada por encima de su cabeza.

—No. —La mano de Dhamon salió disparada, impidiendo que su compañero descargara el golpe—. Necesitamos al sivak, Mal.

—Sí, igual que necesitamos un…

—Puede ayudar a transportar nuestras provisiones.

Dhamon indicó la parihuela que los aldeanos habían montado.

—No sé qué decirte, Dhamon. —Maldred meneó la cabeza—. Incluso sin alas, esta cosa es peligrosa.

—No tan peligroso como yo. —Miró con fijeza al draconiano, y luego se volvió hacia su camarada y dijo—: O tú, amigo mío.

Lanzó una sombría carcajada, pero transcurrió un tenso momento antes de que Maldred respondiera con una risita forzada. El hombretón bajó el arma.

—Bien, ¿puede ese mapa mostrarnos el camino más rápido para salir de esta maldita ciénaga y llegar hasta tus colinas Chillonas, o valle Vociferante, o como quiera que se llame? Hay un tesoro pirata que buscar, y…

—… y a la sanadora después —finalizó Maldred.

El gigantón introdujo la mano en el bolsillo en busca del tubo de asta; sacó con sumo cuidado el mapa del interior y lo desenrolló por completo bajo la luz solar. Empezaron a danzar imágenes sobre la superficie mientras pedía al hechizado pergamino que indicara una ruta.

—Encuéntranos un lugar donde conseguir caballos y una carreta en el camino —añadió Dhamon—. Espero que haya tanto tesoro que no podamos transportarlo nosotros solos. —Se aproximó más al sivak, sacó su larga espada y usó la punta para cortar la cadena que rodeaba el cuello del draconiano.

—¿Tienes un nombre? —le preguntó a la criatura.

—Ragh —respondió—, Ragh de los Señores de la Muerte.

—Lo que significa que serviste a Takhisis en los Señores de la Muerte —indicó Dhamon.

El otro asintió.

—Bien, Ragh de la Muerte, me sirves a mí ahora.

El sivak le miró con frialdad, pero no dijo nada.

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