—Es una estupidez hacer esto por la noche —refunfuñó la semielfa—. Empieza a oscurecer ahí arriba, el sol se pone, y todo eso. Y aún está más oscuro ahí abajo. No tenemos ningún farol. Tampoco tenemos una cuerda, y por si eso fuera poco, no podemos ver el tesoro. ¿Cómo vamos a llegar hasta él?
—Debe haber una distancia de unos seis metros hasta ahí abajo —estimó Varek.
—Nueve —corrigió el sivak, sacudiendo la cabeza.
Rikali golpeó el suelo con el pie.
—¡Cerdos! Vaya ladrones estáis hechos, Dhamon, Mal, yendo a la búsqueda de un tesoro sin ir preparados. ¿Cómo voy a bajar ahí? —Empezó a pasearse nerviosamente alrededor del agujero—. Ni siquiera una antorcha.
—Yo puedo ver con suficiente claridad —declaró el draconiano tras unos instantes—. No necesito un farol.
—Pero no puedes volar hasta ahí abajo, Ragh —continuó la semielfa—. Ni tampoco nosotros.
«También yo puedo ver bastante bien», se dijo Dhamon. Distinguía las formas de cinco naves, ninguna de ellas intacta por completo. Había otras formas más atrás; podía ser que se tratara de rocas o incluso de más barcos. Además, escuchaba algo en el fondo; se trataba de un sonido débil y difícil de distinguir por encima de la charla de sus compañeros. «Arena que cae del techo de la caverna, guijarros que rebotan sobre los barcos —decidió al cabo de un rato—. Un movimiento de piedras…, todo producto del hechizo de Maldred».
Rikali dejó de pasear y dirigió una ojeada al hombretón.
—¿No podrías crear unos cuantos peldaños con tu magia? Podríamos descender y…
—Ya sabes que mi magia no es tan precisa, en especial con el… barro —repuso él, negando con la cabeza.
—¿Y alguna luz?
—Eso lo puedo hacer —respondió—, aunque no durará mucho.
—Bien…, las ropas serán de ayuda.
Dhamon se alejó en dirección a sus exiguos suministros y extrajo pantalones y camisas de recambio de las mochilas, y un vestido largo de la bolsa de Riki. No obstante las protestas de Varek y de la semielfa, empezó a rasgar las prendas para conseguir gruesas tiras, que luego ató entre sí. Enrolló una pequeña tira alrededor de una rama seca que recogió del suelo.
—No es una antorcha exactamente —indicó a Maldred, entregándosela—. No durará mucho, pero tendrá que servir.
Disponían de una sola manta, que Varek había cogido en el poblado de los dracs para Riki, y Dhamon la hizo jirones también para dar más longitud a su cuerda. Cuando hubo terminado, aseguró un extremo alrededor de unas rocas situadas algo más allá y comprobó la resistencia.
—Debería funcionar —anunció.
Maldred sostenía la improvisada antorcha cerca del tórax, acariciándola al mismo tiempo que le farfullaba cosas. Por un instante, el calor palpitó en su pecho, y luego, en su brazo; de pronto, la tela que envolvía el extremo de la rama se encendió.
Dhamon dirigió una mirada al sivak.
—Tú eres el que pesa más, de modo que serás el último, pero también vienes.
«Así podremos vigilarte», añadió en silencio.
—Yo soy liviano. Iré el primero —se ofreció Varek.
Maldred dio un paso para impedírselo, pero Dhamon posó una mano en el hombro de su amigo.
Dirigiendo a Riki un saludo con un movimiento de la cabeza, el joven agarró la antorcha y se introdujo velozmente en el agujero.
—Tu magia aflojó la tierra, Mal —indicó Dhamon en voz baja—. No pasa nada si nuestro muy excitado amigo es el primero en comprobar lo firme que está el suelo ahí abajo.
Observó cómo el muchacho llegaba al final de la soga de ropa y saltaba, después, los tres metros restantes. Varek describió un cerrado círculo antes de hacer una seña a los otros para que lo siguieran.
—¡No veo gran cosa! —gritó—. ¡Quizás uno de estos barcos tenga un farol!
La semielfa alargó la mano para sujetar la cuerda de tela.
—Las damas a continuación —dijo.
—No. Tú te vas a quedar aquí arriba —le indicó Dhamon, quitándole la soga de las manos—. Alguien tiene que vigilar por si aparecen caballeros de la Legión de Acero, o por si viene el granjero a quien pertenece esta tierra.
La mujer estrelló el pie contra el suelo, enfurecida.
—No ha aparecido nadie en todo el tiempo que llevamos aquí, aunque tú tampoco lo sabrías, Dhamon, ya que no has parado de corretear por ahí. Lo que sucede es que no quieres que vea lo que hay ahí abajo, ¿no es cierto? No quieres que tenga la parte que me corresponde del tesoro. Quiero lo que me toca, Dhamon Fierolobo. No vas dejarme atrás otra vez y…
—No quiero que te suceda nada, Rikali —la atajó él, posando un dedo encallecido sobre los labios de la mujer—. ¿Ves a Varek ahí abajo? La cuerda no llega hasta el suelo. Tuvo que saltar. —Bajó el dedo hasta el redondeado estómago de la semielfa—. No estás en forma para hacerlo.
—No quieres que me suceda nada —repitió ella en voz baja—. Entonces, ¿por qué me dejaste tirada en Bloten?
—Riki, yo…
—No sabía que te importaba, Dhamon Fierolobo. —Su tono era escéptico—. No sabía que te importara nadie, excepto tú mismo.
El hombre abrió la boca para replicar; luego, se lo pensó mejor. Al cabo de un instante, desapareció en el interior del agujero.
—¡Cerdos! Pero en cambio sí que estaba en forma para salvaros a ti y a Maldred de las ladronas —bufó Rikali, colérica—. Salvé tu despreciable vida. Estoy embarazada. No soy ninguna inválida. Puedo saltar, Dhamon Fierolobo, y puedo…
—Obtendrás más que la parte que te corresponda de cualquier tesoro que hallemos, Riki —dijo Maldred—, si es que hay algún tesoro.
Se aseguró de que Dhamon había abandonado la cuerda antes de empezar a descender y frunció el entrecejo al ver que habían arrojado al suelo la improvisada antorcha y que ésta se extinguía.
—No te dejaremos fuera. Lo prometo. Ahora, vigila bien.
La mujer contempló cómo el hombretón descendía velozmente por la soga. Cada vez más enfurecida, esperó hasta que el sivak se deslizó torpemente tras Maldred. La cuerda hecha de pedazos de tela se tensó y amenazó con desgarrarse.
—No quiero que vuelvan a abandonarme —refunfuñó en voz lo suficientemente baja como para que los hombres del fondo del agujero no pudieran oírla—. No quiero que nadie vuelva a dejarme atrás jamás.
Sus compañeros se fueron alejando de la abertura mientras la antorcha se apagaba. La mujer dejó de verlos, y la luz del sol que se ponía empezó a desvanecerse.
—Nunca jamás.
Aspiró con fuerza, aguardó unos instantes, y luego, los siguió.
—¡Por mi padre! —exclamó Maldred, sorprendido.
Había construido otra antorcha y la había encendido, y la débil luz revelaba que los tres hombres y el sivak se encontraban en una caverna tan grande que no podían verla por completo.
—Se extiende unos cuantos metros en aquella dirección —les informó el sivak.
Mientras avanzaban, la luz que sostenían hacía que las sombras danzaran sobre las paredes de piedra y tierra, y por encima de los cascos de madera de las naves.
—Barcos —dijo Varek, atónito, y su voz se quebró—. Veo una docena de ellos, creo. Podrían hacer falta días para registrarlos todos.
Estaba de pie, inmóvil, paralizado por la visión de tantas naves antiguas, de modo que no oyó cómo la semielfa saltaba al suelo de la cueva y se acercaba hasta colocarse junto a su hombro; tampoco la oyó cuando lanzó una ahogada exclamación de sorpresa.
Riki tenía los ojos abiertos de par en par y estaba boquiabierta. Se esforzaba por absorber toda la escena mientras su mente se llenaba de posibilidades cuando Maldred dejó caer la antorcha y contempló cómo se apagaba.
—¡Cerdos, ahora no puedo ver nada! —dijo al mismo tiempo que su mano se movía en el vacío hasta tocar la carne de alguien; al cabo de un instante, sus dedos habían descendido velozmente para agarrar una mano—. ¿Dhamon?
Él no hizo ningún movimiento para soltarla.
—Te dije que te quedaras arriba.
La mujer se soltó de un tirón y tanteó hasta localizar a Varek.
—¿Ragh?
Dhamon atisbo en la oscuridad. Maldred estaba a cuatro patas, palpando el suelo en busca de un pedazo de madera seca, mientras el draconiano se alejaba de ellos en dirección al barco más próximo.
—¡Ragh!
En un santiamén, la criatura había desaparecido dentro del casco.
—¡Maldito draconiano!
Pocos instantes después, Maldred ya tenía un trozo de madera que ardía con energía.
—Esto no funcionará, Dhamon —anunció.
Hubo un fogonazo, y la madera se convirtió en una larga ascua refulgente.
—La madera aquí está tan seca que prende como astillas. Tendremos que volver sobre nuestros pasos, ir a Trigal y conseguir algunas antorchas y faroles. También podríamos hacernos con el carro cuando estemos allí y…
Sus palabras y los últimos vestigios de luz se apagaron.
—¡Cerdos, no me gusta nada toda esta oscuridad! Resulta tétrica. Y hace mucho frío.
Dhamon se dio cuenta de que la semielfa tenía razón. Había estado tan absorto en el descubrimiento de los barcos que no había prestado atención a nada más. La caverna resultaba notablemente más fría que el terreno situado arriba. El aire era francamente helado, lo que provocaba que se le pusiera la carne de gallina en las zonas que la ropa no cubría. Merced a la agudeza de sus sentidos, notó cómo el vello de sus brazos era acariciado por una leve brisa, como si la cueva respirara. Era una sensación desconcertante, que la oscuridad agudizaba. Al cabo de un rato, comprendió qué lo provocaba: el aire más caliente de lo alto se deslizaba al interior y desplazaba el aire más frío. «En cierto modo —se dijo—, la cueva sí que respira».
—¡Cerdos, no me gusta esto! —exclamó la semielfa.
—En ese caso, deberías haberte quedado arriba.
La severa respuesta llegó de Maldred, que instantes después había conseguido ya que un largo tablón empezara a arder.
Entretanto, el draconiano había regresado con un farol oxidado, pero ardiendo, colgado alegremente de una zarpa. En el otro brazo, llevaba por las asas otros tres faroles sin encender.
—Tienes un animalito muy útil, Dhamon —declaró la semielfa, que se apresuró a tomar uno de los faroles que llevaba el sivak—. ¡Cerdos, esto está mugriento!
—Había unos cuantos barriles pequeños de aceite en la bodega de aquel barco —dijo Ragh a Dhamon, le entregó uno de los faroles apagados, y los otros dos, a Maldred y a Varek—. No había muchas más cosas de valor entre lo que pude ver.
Rikali sostuvo su farol en alto y tomó aire con fuerza.
—Mirad todo esto. Tendré algo maravilloso que contar a mi bebé —musitó, asombrada—. Todos estos barcos, metidos bajo tierra y tan lejos del mar. Esto es…, bueno, es… increíble. —Avanzó hacia el frente despacio, con la mano extendida—. ¡Qué relato para contar a mi bebé, en especial si encontramos un tesoro en todos y cada uno de esos barcos! Gemas y también collares de perlas. Crecerás en una casa magnífica.
—Riki —advirtió Maldred—, espéranos. No podemos saber hasta qué punto es estable el suelo.
Al sur había una nave de aspecto achaparrado, una que parecía casi tan ancha como larga. Se trataba de un antiguo barco de transporte con un palo mayor casi intacto por completo. La parte más elevada se había desprendido, y la bodega estaba profundamente enterrada en la arena y el barro.
—Por aquí —dijo Dhamon al mismo tiempo que avanzaba hacia la embarcación.
—Ya he dicho que no había nada de valor en ese barco —indicó el sivak, entrecerrando los ojos.
Dhamon no respondió durante unos segundos, limitándose a hacer una seña a Maldred.
—No pasa nada si todos le echamos un vistazo —dijo, por fin, al sivak—. Además, me iría bien un poco de aceite en este farol.
Adelantó, presuroso, a todos ellos, pues no quería que vieran la extraña sonrisa que había aparecido en su rostro y la excitación que había estado ausente durante tanto tiempo de sus ojos.
Los tablones agrietados de la popa facilitaban el ascenso a la nave, y en cuestión de minutos, ya se encontraba sobre una cubierta que crujía con cada paso que daba. La madera era tan vieja y débil que las planchas se doblaban bajo su peso, y Dhamon comprendió que podía precipitarse sobre las cubiertas situadas más abajo en cualquier momento.
Divisó la escotilla que conducía al compartimento de carga, que se hallaba parcialmente cubierto por una vela cuadrada por completo amarillenta, y avanzó despacio hacia ella, apartando la tela y las cuerdas podridas para avanzar con más facilidad. Detectó marcas de zarpas en la puerta y el tirador, obra del sivak. El draconiano había estado allí primero.
Una escalerilla descendente se perdía en la oscuridad, y Dhamon contuvo el aliento para, a continuación, iniciar el descenso con suma cautela, contando con la buena suerte para que los peldaños no se partieran.
—Si resistieron el peso del draconiano —musitó para sí—, entonces tendrán que…
Sobre su cabeza la cubierta crujió de manera amenazadora, lo que indicaba la llegada de sus compañeros. Las pisadas más sonoras y fuertes procedían del sivak.
—¡Aquí dentro! —les gritó mientras proseguía el descenso—. ¡Tened cuidado!
—La búsqueda podría llevarnos días, ¿verdad, Varek? —Maldred lanzó una carcajada mientras se encaminaba hacia la escalerilla—. Ya lo creo, espero que nos lleve muchos días. ¡Semanas! —Una sonrisa se extendió por su curtido rostro, al mismo tiempo que sus oscuros ojos brillaban alegremente—. Y si existe algún tesoro que encontrar…, ¡oh!, y desde luego que debe haber un tesoro…, ¡ojalá haya tantas riquezas que no tengamos que volver a robar en toda nuestra vida, ni una vez en todo lo que nos quede de nuestras espero que muy largas vidas!
Registraron la bodega durante casi una hora. Hallaron varios faroles más y el aceite del que el sivak les había hablado. Llenaron todos los que llevaban con el combustible, pero decidieron encender sólo uno cada vez, para conservar el aceite lo mejor que pudieran.
No había nada más de valor en el barco, y Ragh dedicó a Dhamon una mirada que venía a decirle: «Ya te lo dije». Había gran cantidad de huesos, y barriles que contenían alimentos tan petrificados que parecían piedras de colores curiosos. «Debió haber doscientos esqueletos en esta nave de inmensa bodega», se dijo Dhamon, fijándose en los cráneos, todos hechos pedazos cerca de cadenas para los tobillos sujetas a vigas y columnas.
—Un barco negrero, desde luego —anunció Dhamon con un lúgubre movimiento de cabeza—. No sabía que los piratas traficaban con mercancía humana.
—Al menos los negreros perecieron con ellos —observó Ragh.
Dhamon y los otros se apresuraron a explorar las otras dos cubiertas del barco, donde hallaron otra docena más de esqueletos. Sólo había algunas chucherías que valía la pena coger: una cadena de oro, un broche adornado con alhajas, unos cuantos botones y hebillas de cinturón. Tal vez, la riqueza que transportaba la nave habían sido los esclavos, y el capitán no tuvo tiempo de venderlos antes de que ocurriera el Cataclismo. O a lo mejor alguien había bajado allí ya, décadas atrás, y se lo había llevado todo.
Los únicos sonidos eran los que producían ellos al mover cajas y cofres, al hacer tintinear objetos metálicos, al pisar maderas que se partían ahí y allá bajo su peso, al conversar apagadamente. Cuando se detuvieron y se quedaron inmóviles, la atmósfera fantasmal del lugar se instaló entre ellos.
«Silencioso como una tumba», pensó Dhamon. Y a decir verdad se trataba de una tumba enorme. El ambiente resultaba sorprendentemente seco, a pesar de que el aire poseía un fuerte aroma rancio, y hasta que se acostumbraron a respirar el aire de la parte inferior, todos regresaban sobre sus pasos para colocarse bajo el agujero y llenarse los pulmones del aire más cálido y puro que penetraba lentamente por él.
Maldred eligió la siguiente embarcación que exploraron. Ésta era un sohar de tres mástiles, en el que aún se apreciaban algo sus finas líneas, no obstante los maderos rotos que sobresalían de ella. El barco tenía una longitud de casi treinta metros, y los costados habían estado pintados de verde, aunque sólo quedaban trocitos de pintura, que daban al caso el aspecto de escamas secas de pescado. Había un enorme agujero cerca de la proa, donde algo había golpeado la nave.
—Trae la luz, Riki —pidió Maldred—. Apenas veo nada.
Se aseguró de que todos lo seguían antes de deslizarse hacia el interior de la hendidura abierta en la bodega.
Hizo falta más de un día para registrar a fondo los primeros barcos, y Dhamon imaginó que el sol se había vuelto a levantar, a juzgar por la luz que se filtraba por el agujero de lo alto. Habían tenido un éxito moderado en su registro del sohar y de una carabela, pues encontraron un cofre pequeño pero pesado, lleno de monedas de oro, en vez de las monedas de acero que se habían estado usando como moneda corriente en Ansalon durante al menos las últimas dos docenas de décadas. Las monedas eran finas y redondas, con agujeros en el centro. En una cara, había erguidos tallos de trigo; en la otra, una escritura que ninguno de ellos consiguió descifrar.
—Muy viejas —declaró sencillamente Maldred—. Valiosas por su antigüedad, aparte de por el metal.
También había un tonel repleto de raras especias, que de algún modo habían conseguido resistir el paso del tiempo. El fornido ladrón las reclamó para sí, indicando que pensaba contratar a un cocinero experto que las usara para prepararle las comidas.
Varek y Rikali encontraron una pequeña caja de plata batida llena de esmeraldas diminutas, y Dhamon sospechó que la semielfa había encontrado más cosas y se había llenado los bolsillos con ellas. Varek reunió unos cuantos mapas antiguos que habían sido reproducidos sobre tela, muy seguro de que algún coleccionista pagaría sus buenas monedas por aquellas antigüedades.
Ragh los siguió obedientemente a todas partes, levantando aquellas cosas que le señalaban o le arrojaban y amontonando todos los artículos recuperados en un mismo lugar. No pensaban subirlo todo a la superficie, tan sólo los objetos más selectos y de mayor valor. Maldred declaró que sellaría la entrada y que siempre podrían regresar a por más.
Había delicados jarrones de cerámica para rosas que habían sido protegidos en una caja profusamente acolchada, algunos de ellos casi tan finos como el pergamino, y que la semielfa había etiquetado como «vendibles». También hallaron reproducciones de figuras en miniatura talladas en jade, que representaban dragones y caballeros; un sextante adornado con perlas; hebillas de cinturón hechas en marfil; frascos de perfume; unos cuantos cuadernos de bitácora del capitán, que Maldred guardó; una pareja de bocks cubiertos de alhajas; dagas con empuñaduras de jade, y muchas más cosas.
En aquellos momentos, dos docenas de faroles iluminaban el creciente tesoro, encendidos gracias a frascos y pequeños toneles de aceite que habían encontrado en otro barco de carga. Por lo que parecía, no tendrían que preocuparse por no tener luz suficiente para sus registros. El problema sería el modo de transportar sus hallazgos.
Era el mediodía del cuarto día cuando Dhamon desapareció en el interior de la bodega del sohar con el pretexto de buscar una caja grande. Maldred lo siguió y se encontró con su amigo enroscado sobre sí mismo en la oscuridad, mostrando los dientes y con la mano apretando su muslo.
Maldred no dijo nada; únicamente se quedó de guardia hasta que el ataque pasó.
—El mapa nos condujo hasta Riki y este tesoro. Nos conducirá también hasta la sanadora —tranquilizó a su amigo.
Dhamon tenía los cabellos pegados a los lados de la cara debido al sudor, y sus dedos se movían con torpeza mientras intentaba contar el creciente número de escamas más pequeñas de su pierna.
—Dijiste que era cara, Mal.
—Las esmeraldas deberían complacerla.
—Tal vez.
El fornido ladrón extendió una mano para ayudar a su compañero a ponerse en pie.
—Todavía queda un buen trozo de caverna que registrar y un barco que no hemos explorado.
—Sí, a lo mejor aún encontraremos algo magnífico.
Cuando abandonaron la nave, vieron a Varek y a Rikali hechos un ovillo sobre un lecho preparado con mantas. El sivak dormía profundamente a poca distancia. Nunca lo habían visto dormir demasiado, pero le habían hecho trabajar muy duro durante los últimos días.
—Me sorprende que siga con nosotros —dijo Maldred en tono pensativo.
Bostezó y buscó con la mirada un pedazo de suelo atractivo en el que tumbarse.
—Probablemente, no tiene nada mejor que hacer —respondió Dhamon—. Duerme un poco, Mal. Lo necesitas.
—¿Y tú? No creo que hayas dormido en dos días.
—No estoy cansado. ¿Ves ese carguero pequeño? ¿El que no hemos tocado? —Dhamon señaló hacia el fondo de la cueva—. Descansaré cuando haya terminado allí. Hay un túnel ahí detrás, también. A lo mejor conduce a algo.
«Puede que a algo más que lo que hemos encontrado hasta ahora», añadió para sí.
Pareció que Maldred tenía la intención de discutir con su compañero, pero cambió de idea y se acomodó sobre la espalda. Se había quedado ya profundamente dormido antes de que Dhamon se hallara a mitad de camino del barco.
Dhamon no estaba cansado, a pesar de no haber dormido mucho durante las pasadas jornadas. Lo cierto era que se sentía lleno de vigor, si bien se decía que se trataba de energía nerviosa debido al hallazgo efectuado. Se encaminó hacia el fondo de la caverna, y luego trepó a la cubierta del buque de carga. Las letras de la proa estaban tan descoloridas que tuvo que concentrarse para leerlas: «T_MP_ST_D DE ABR___», fue todo lo que consiguió distinguir. Se dirigió rápidamente hacia una escotilla abierta y consiguió llegar al alojamiento de la tripulación. La cocina estaba repleta de esqueletos y mostraba también un banquete petrificado, esparcido sobre la mesa y el suelo, que la tenue luz del farol al moverse sobre la escena dotaba de un aspecto horripilante. Era como si los hombres se hubieran reunido para tomar una última comida y no hubieran tenido tiempo de terminarla antes de que se abrieran los infiernos… y los dioses se vengaran del Príncipe de los Sacerdotes. Había platos y copas por todas partes, y los bancos aparecían volcados, pero todavía quedaba una enorme bandeja de plata en el centro de la mesa. Algunos esqueletos lucían anillos y cadenas entre los huesos, pero Dhamon pasó por alto esas joyas, tal vez porque no deseaba perturbar a ningún espíritu que pudiera seguir aferrado a los cadáveres. De todos modos, probablemente Riki se apoderaría de aquellas chucherías al día siguiente.
Se encaminó hacia una bodega de carga que estaba llena sólo a medias y cuyo cargamento se componía de piezas de seda embaladas, demasiado acribilladas por los insectos para tener ningún valor. En cierta época, habrían alcanzado un precio alto prácticamente en cualquier ciudad portuaria de Ansalon; pero entonces se desmenuzaban como telarañas cuando las tocaba. Pasó más tiempo del que pretendía en las dependencias de la tripulación, rebuscando entre baúles de marineros podridos que contenían ropas, jarras, recuerdos personales y unos pocos instrumentos musicales. Dejó todo eso atrás y se dirigió al camarote del capitán.
Estaba amueblado de un modo imponente, con una cama de caoba pulida y un sillón de respaldo alto, diestramente tallado y con incrustaciones de latón en los brazos. No obstante el estado del resto de la nave —y de las otras embarcaciones que Dhamon había visitado—, parecía como si esa habitación hubiera quedado congelada en el tiempo. Había un escritorio atornillado al suelo y un taburete volcado. No había ni un rastro de polvo en ninguna parte, y el pulimentado suelo de madera por el que andaba era resistente y no crujía.
Dhamon depositó el farol sobre el escritorio y enderezó el taburete, en el que se sentó. Empezó a revolver papeles, si bien había esperado que se desmenuzarían con sólo tocarlos. Sin embargo, tenían un tacto rígido, como si fueran nuevos. Había un diario en una hornacina, y lo extrajo con cuidado. Por qué razón le interesaba no lo sabía con certeza; había prestado muy poca atención a todos los otros documentos y mapas que había encontrado. Sin embargo, lo sopesó, y descifró y trazó las palabras de la tapa, que habían sido reproducidas en pan de oro.
«El diario de la Tempestad de Abraim», leyó Dhamon. Abrió el cuaderno por la mitad, donde una cinta de color rojo vino marcaba la página. Posando un dedo sobre la primera línea, empezó a leer, pero se detuvo apenas un segundo más tarde cuando escuchó el grito de un ave marina. Giró en redondo para mirar con fijeza por una portilla enmarcada en latón —que estaba abierta—, en la que aparecía un cielo de un azul refulgente. Se veían gaviotas volando a poca altura sobre las olas, y sus gritos tenían un tono musical.
Farfulló algo y se puso en pie. Luego, fue hacia la portilla, y sacudió la cabeza cuando la visión desapareció. El silencio de la caverna y de la nave lo envolvió, y volvió a oler la rancidez de la atmósfera.
¿Había imaginado simplemente las aves y el olor a agua salada?
—Estoy cansado —se dijo en voz baja.
No obstante, regresó al taburete y al libro. Echó de nuevo un vistazo a la página y le pareció que la nave se movía otra vez bajo sus pies, como si surcara las olas en un mar embravecido por la fuerza del viento.
—Imposible —declaró.
Los maderos del buque crujían suavemente con cada movimiento del oleaje, y una lámpara que colgaba del techo se encendió de improviso y empezó a balancearse con cada ascenso y descenso de la proa. Dhamon cerró el libro de golpe, y la habitación recuperó su antigua soledad.
—La Tempestad de Abraim —repitió.
El título del cuaderno se correspondía con las letras de la proa. ¿Era Abraim el capitán de ese buque? ¿Era un hechicero? ¿O simplemente había adquirido un magnífico libro mágico? Dhamon regresó de nuevo al diario; en esa ocasión, empezó por las primeras páginas. Inmediatamente escuchó el chasquear de velas hinchadas por el viento en la cubierta superior.
—El libro revive el viaje de la nave —musitó—. Extraordinario.
Se acomodó en el lecho. La luz que procedía del farol situado sobre su cabeza era más que suficiente para poder leer, y el colchón, cómodo.
El sonido de las gaviotas aumentó de volumen, y el crujir de los maderos y el chasquido de las velas se unió a ellas. Se escucharon pisadas en la cubierta y cómo alguien gritaba órdenes: «¡Orienta la vela mayor! ¡Navegamos a gran velocidad, muchachos! —Y luego—: ¡A virar, camaradas! ¡Conducidla hacia el viento para cambiar de rumbo!».
Dhamon se concentró en las proezas de La Tempestad, sintiéndose como si formara parte de la tripulación; abordando barcos mercantes con los vientres tan repletos que navegaban muy hundidos en el agua; transportando el cargamento a las bodegas de la nave pirata; encontrando secretos placeres en los brazos de una moza tras otra, o permaneciendo en pie sobre la proa y volviendo el rostro para recibir las salpicaduras del agua marina.
Transcurrieron las horas, y él seguía leyendo, saltándose páginas ahí y allá, pero jurando siempre que volvería atrás y lo leería todo más tarde. Un libro mágico como ése podría alcanzar un precio increíble.
—Un libro excepcional —murmuró.
Eso sería lo que entregaría a la sanadora, y sin duda sería suficiente para cubrir sus honorarios por curarlo.
Pero primero leería un poco más, para saborearlo. «Sólo una página más», se dijo mentalmente, pero a ésa siguió otra y otra. Con la siguiente anotación se sintió como si lo hubieran arrojado al Abismo.
Se encontró mirando directamente el rostro de Abraim, un hombre de nariz ganchuda, cruelmente curtido por el mar y el sol. El marino agitaba los brazos de manera frenética, ordenando a sus hombres que recogieran velas y sujetaran los barriles de agua. El viento había arreciado sin advertencia previa mientras navegaban por el río en dirección al puerto pirata.
—De modo que eras un pirata, Abraim —murmuró Dhamon—, y este libro es tu mayor tesoro.
A los hombres les preocupaba la posibilidad de encallar, pero Abraim tomó el timón y dedicó todas sus energías a mantener el rumbo de la nave. Sus labios empezaron a moverse, y Dhamon reconoció la formación de un conjuro. El capitán-hechicero intentaba calmar el viento alrededor del barco, y durante varios minutos pareció como si lo hubiera conseguido, de modo que la tripulación de la cubierta se tranquilizó.
El viento volvió a arreciar y adquirió una velocidad aún mayor.
—¡Invierta el rumbo, capitán!
El hombre negó con la cabeza y continuó con su magia, una mano sobre la cabilla del timón, y la otra describiendo ademanes en dirección al cielo. El viento volvió a calmarse, pero no por mucho tiempo.
El vendaval cayó entonces sobre La Tempestad con la fuerza de una galerna, y el capitán se dio cuenta demasiado tarde de que debería haber invertido el rumbo y dirigido la nave de vuelta al mar. Dhamon sintió cómo el miedo del hombre se elevaba por su propia garganta, notó cómo le martilleaban las sienes, cómo las manos sujetaban con más fuerza las aspas del timón.
—¡Mi magia no puede oponerse a esto! ¡A la bodega! —gritó el capitán a la tripulación.
El brutal temporal estaba provocado por los enfurecidos dioses, y ningún hombre —no importaba cuánta magia dominara— podía enfrentarse a él. Cuando empezaron los terremotos y el río se encabritó como un ser enloquecido, cuando la borrasca los persiguió río arriba, el capitán se dio por vencido. Al darse la vuelta, vio un muro de agua que se alzaba por encima y por detrás de la nave.
Dhamon escuchó el atronador rugido de las aguas y los débiles chillidos de los hombres arrojados por la borda. Oyó cómo la madera se astillaba al partirse el palo mayor; oyó el tremendo retumbo de la tierra a ambos lados del río.
Escuchó y vio sólo agua encima de él y tierra debajo, allí donde el río se abría; sintió una enorme fuerza que presionaba su pecho, y lo sumergía en una oscuridad eterna. Dhamon lanzó una exclamación ahogada y sacudió la cabeza.
Quedaban unas pocas páginas más en el libro, pero estaban en blanco. La historia finalizaba con la muerte de Abraim y de La Tempestad. El camarote volvió a oscurecerse, únicamente la luz del farol brillaba tenuemente sobre el escritorio, con el aceite agotado casi por completo. Dhamon se levantó de la cama y se tranquilizó; introdujo con cuidado el libro bajo el brazo, y fue a reunirse con sus compañeros. «Este libro pagará con creces a la sanadora», se dijo.
Él y Mal podrían marchar por la mañana en busca de la mujer. Una sonrisa tiró de las comisuras de sus labios, y dio una palmada al volumen. Podría librarse, por fin, de la maldita escama. Rikali y Varek —y también el sivak bien mirado— podían quedarse y explorar el resto del lugar durante tanto tiempo como quisieran.
Descendió de La Tempestad y dirigió la vista a la pared trasera de la cueva, donde estaba el estrecho túnel que él y Maldred habían descubierto por primera vez hacía apenas dos días. Él y Maldred podrían marcharse por la mañana…, pero quizá valdría la pena echar una rápida mirada ahí abajo primero.