21 El regalo de Raistlin

—¿Ahora adónde vamos, anciana?

El draconiano estaba parado al pie de la escalera. Tres estrechos túneles circulares se extendían ante él, y cada uno estaba iluminado por antorchas parpadeantes que no desprendían el menor humo, aunque sí provocaban que las sombras danzaran tan alocadamente por la mampostería que parecía como si los túneles estuvieran repletos de serpientes.

—¿Cuál de estos senderos seguimos?

Maab arrojó la esfera de luz al aire y la apagó de un soplo, como si se hubiera tratado de una vela.

—¡Oh, sí, querida hermana! Sé que fueron los enanos —declaró con aire satisfecho—. Unos enanos muy capaces. —Contemplando con fijeza el espejo que Dhamon sostenía, la mujer aproximó la oreja a pocos centímetros de éste—. ¿Qué es lo que dices? Sí. Sí. Eso lo sé, también. Los enanos construyeron este castillo y las dependencias que hay bajo él. Hay más bajo tierra que encima. Buena albañilería enana. ¡La mejor que pudimos pagar! —Rió disimuladamente—. Sí, querida hermana, recuerdo que fue idea tuya. Construyeron estos túneles secretos también, éstos que nuestros nuevos amigos ven…, y más que no pueden ver y nunca verán.

—¿Por qué? —preguntó Dhamon.

—¿Por qué razón todos los túneles? —repuso la mujer, ladeando la cabeza.

Dhamon quería decir por qué tan desmesurada cantidad de espacio, pues sospechaba que ese lugar era tan grande o más grande que la Torre de Wayreth, en la que Palin Majere residía en ocasiones. Pero asintió afirmativamente a su pregunta.

—Queríamos los túneles por si acaso nuestros enemigos venían a nuestro castillo y lo ocupaban. Siglos atrás…

«¡Siglos!», pensó Dhamon. A lo mejor la mujer era tan vieja como insinuaban las historias de Maldred.

—… hace muchos siglos, puede ser que aún hoy, existían aquéllos que odiaban a los Túnicas Negras. Nos odiaban debido a nuestro poder. Es envidia, en realidad. No existen hechiceros tan poderosos como los Túnicas Negras. Mi hermana y yo queríamos los túneles para ir y venir sin que nos descubrieran; para vigilar a los intrusos, y golpear cuando quisiéramos; para escapar si era necesario. Uno de los túneles, no te diré cuál, se prolonga mucho más allá de esta ciudad. Kilómetros.

El sivak profirió un suspiro de exasperación.

—Tus enemigos han ocupado tu castillo, anciana. Hay dracs por todas partes. También draconianos. De vez en cuando, los agentes de la hembra de Dragón Negro reptan por esta ciudad.

La mujer agitó un huesudo dedo en dirección a él y bajó la voz hasta dejarla en un susurro.

—Sé exactamente qué hay en mi castillo, criatura insolente. Con mis poderes mágicos puedo escudriñar cada palmo de él cuando me viene en gana, cada rincón de esta ciudad en descomposición. Eso es justo a lo que me refiero. Nuestros enemigos no conocen la existencia de todos estos túneles y no pueden encontrarnos aquí. Nadie con vida los conoce.

—Los enanos tienen una vida muy larga, Maab —rió entre dientes Dhamon—. Los que construyeron este lugar podrían recordar todavía dónde se encuentran todos los túneles. Te olvidas de ellos.

La anciana le dedicó una sonrisa malévola.

—No los que construyeron este castillo. Ésos no tuvieron una vida muy larga. Mi querida hermana mató a todos y cada uno de esos hábiles enanos para que no pudieran contar a otros los secretos de nuestro hogar.

—¿Y qué hay de nosotros?

Un escalofrío recorrió la espalda de Dhamon. Mostró la intención de decir algo, pero el sivak se le adelantó.

—Empiezo a perder la paciencia —dijo éste—. Quiero a la naga más de lo que Dhamon desea curar. Si el remedio que afirmas que puedes ofrecer no llega pronto, os dejaré a los dos e iré a esperar su llegada.

—A los tres —resopló Maab—, bestia malhumorada.

—¿Qué camino sigo? —repitió Ragh—. ¿Qué camino conduce a tus libros y polvos, y a todo ese disparate de un remedio que Dhamon se ve obligado a perseguir?

La mujer volvió a agitar el dedo ante él.

—A la izquierda. Nuestro laboratorio se encuentra justo al final del túnel. Ahora muévete, criatura. Hay humedad aquí abajo, y eso es malo para los huesos ancianos. Además mi hermana echa en falta nuestro confortable aposento de ahí arriba. Tiene ganas de comerse una rata gorda.

El sivak emitió un refunfuño, y tomó el pasillo que Maab había indicado; se colocaba de costado en ocasiones, cuando el corredor se estrechaba. Tras varios cientos de metros —bien lejos de los límites del edificio construido encima—, el túnel se ensanchó, pero el techo descendió y tuvo que agacharse para seguir avanzando. El aire era puro allí, como lo había sido en la habitación de la hechicera, y el tenue aroma de flores silvestres primaverales estaba presente. Dhamon se preguntó si la anciana llevaba el aire y el olor con ella para no respirar la viciada atmósfera que, de lo contrario, inundaría ese malsano y húmedo lugar.

Siguió a Ragh de cerca, con el espejo inclinado en consideración a la anciana. Observó que los túneles estaban iluminados por antorchas que no despedían humo; en ellas no había la menor indicación de que el fuego consumiera la madera. Avanzó más deprisa, chocando contra las correosas alas de drac de su compañero.

—¡Deprisa! —indicó al draconiano.

La escama de la pierna de Dhamon volvía a calentarse, y sabía que pronto las dolorosas sensaciones se tornarían insoportables.

Ragh lanzó un gruñido y apresuró el paso, sin soltar de todos modos la espada de Dhamon.

—Anciana —dijo mientras se aproximaban al final del túnel y pasaban junto a una antorcha que estaba sujeta en lo alto del hocico de un lobo—, si tú y tu hermana sois unas hechiceras tan poderosas…

—Nos contamos entre los más poderosos de los pocos Túnicas Negras que siguen con vida en Ansalon. Mi hermana afirma que somos las más poderosas. Dice que ni siquiera Dalamar ni…

—¿Por qué no te limitaste a chasquear los dedos y expulsar a todos estos dracs y draconianos de tu castillo? ¿De esta ciudad? Entonces, no tendríamos que vernos obligados a abrirnos paso a duras penas por estos malditos túneles.

La mujer lanzó una risita tonta.

—Criatura, somos ancianas, mi querida hermana y yo. Y muy sabiamente, no sentimos el menor deseo de abandonar nuestro hogar. Estos… dracs…, como tú los llamas, nos ofrecen algo interesante que contemplar. Los más pequeños capturan jugosos ratones que nuestros sirvientes nos traen, y a mi hermana le gusta escuchar los gritos de las criaturas que torturan en las otras estancias situadas debajo de nuestro hogar. Los gritos son música para sus oídos. Le gusta especialmente cuando las criaturas hacen… más dracs… de algunos hombres. Los sonidos que nos llegan entonces son… —Se detuvo hasta que hubo decidido qué palabras utilizar—. Son inquietantes y de lo más agradable. Interesantes.

El sivak meneó la cabeza, entristecido.

—Además, nos han dejado tranquilas. Maté a los pocos que nos molestaron, y el resto guardan las distancias.

—Este túnel es un callejón sin salida —espetó Ragh con brusquedad—. Tendremos que dar la vuelta e intentar otro camino.

—Criatura, eres ciega.

Maab se abrió paso junto a Dhamon, que giró sobre sí mismo para que pudiera seguir mirando al espejo si lo deseaba. Los dedos del hombre se cerraron con fuerza sobre los biselados bordes, preparándose para resistir el dolor, que estaba seguro que empeoraría. Una puñalada de frío gélido salió disparada hacia arriba desde la escama y se clavó en su pecho. Hacía mucho tiempo que la escama no le había provocado dolores por dos veces en un mismo día.

—¿Ahora qué? —siseó.

La mujer tocó algo en la pared y avanzó pesadamente hacia el sivak, que apretó la espalda contra el muro y lanzó un gruñido mientras ella se abría paso junto a él. A continuación, la anciana dio golpecitos en las piedras que había al final del túnel, hasta encontrar una que era más blanda y la presionó. Una delgada sección de la pared giró sobre sí misma, y la hechicera penetró en el interior; se envolvió bien en su capa apolillada e indicó a su hermana que la siguiera.

La habitación situada al otro lado estaba ocupada por sombras que huyeron a los rincones más alejados en cuanto Maab hizo aparecer otra esfera de luz en la palma de su mano. El lugar era como una caverna, pero tan desordenado que parecía exiguo. Estantes y más estantes cubrían cada centímetro de pared, y descansando sobre ellos, se veían libros medio desintegrados, tubos de hueso que protegían rollos de pergamino y montones de papel pergamino con un aspecto tan delicado que parecía como si fueran a disolverse si eran tocados. Cráneos, algunos humanos, servían como sujetalibros. El cráneo de lo que debió haber sido un enorme y magnífico minotauro descansaba sobre un pedestal cerca del centro de la habitación.

Había animales disecados colocados en otros pedestales y repartidos por las estanterías superiores. Un cuervo con las deterioradas alas extendidas por completo se cernía como si fuera a emprender el vuelo, y lagartos, ardillas y varias ratas de gran tamaño estaban atrapados en el tiempo como si corrieran eternamente. Un lince pequeño sujetaba un conejo hecho pedazos entre sus paralizadas mandíbulas.

De todas partes, colgaban telarañas.

El aroma a aire puro y flores silvestres que parecía seguir a la anciana se enfrentó a los innumerables olores que enturbiaban el ambiente de esa habitación: los animales en descomposición, mezclas a las que ni Dhamon ni el draconiano podían dar un nombre, sangre seca y madera podrida. Crecía moho en algunas de las patas de las mesas y en unas cuantas estanterías; también había zonas con cieno en el suelo, y a lo largo de una parte del techo, colgaba tenuemente una fea enredadera.

Cuando la esfera de luz adquirió más intensidad y un mayor tamaño, Maab la arrojó hacia el techo, donde se quedó flotando e iluminando una zona más amplia de la estancia. El techo, y los pedazos de pared que resultaban visibles, estaban llenos de mosaicos que representaban hechiceros Túnicas Negras realizando distintas actividades. Justo encima, se veía un trío de hechiceros convocando a una bestia de innumerables tentáculos, que quedaba parcialmente oculta por la desagradable enredadera.

Había mesas en el centro de la habitación de un extremo al otro, y la mayoría tenían sobre ellas vasos de laboratorio, redomas y cuencos de extrañas formas, todo cubierto con una gruesa capa de polvo. Otras sostenían jarras enormes, en las que flotaban cerebros y otros órganos. Sobre una se veía la figura disecada de un lechón de cinco patas; en otra, la cabeza de una joven kender. Debajo de algunas de las mesas, había grandes baúles de marinero, cubiertos con un manto de telarañas y polvo. También había escudos apoyados contra algunas mesas; uno lucía el emblema de la Legión de Acero, dos habían pertenecido a caballeros negros, y un cuarto escudo no mostraba marcas ni el menor rastro de polvo en su superficie.

—Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que estuvimos aquí, querida hermana —cloqueó la anciana—. Echo tanto de menos este lugar y todas nuestras cosas maravillosas. Después de todo, tal vez fue una buena cosa que vinieras, Dhamon. Ahora, respecto a ese remedio…

Avanzó arrastrando los pies hacia el estante más cercano, tan absorta en hojear los libros que no se dio cuenta de que el otro no la seguía de cerca con el espejo. Sacó un libro tras otro de los estantes a los que su altura le permitía llegar y regresó a una mesa de superficie de pizarra, donde los depositó con devoción. Había algunos libros que no alcanzaba, y para obtenerlos, chasqueó los huesudos libros e indicó al sivak que los cogiera para ella.

—El rojo —le indicó—. No ese rojo. El que tiene un lomo del color de la sangre fresca. Sí, ése es. El color de un Dragón Rojo. Los tres de color negro de la parte superior. Libros muy preciados. Ten cuidado con tus zarpas y no arañes las encuadernaciones.

Poniendo los ojos en blanco con exasperación, Ragh hizo lo que le pedía. Unos cuantos libros habían sido encuadernados con lo que parecía ser piel de dragón, y uno estaba cubierto con carne humana disecada y carbonizada.

—Ponlos sobre la mesa. Ahora, sé una criatura buena y ocúpate de que mi hermana venga hasta aquí.

El draconiano lanzó un gruñido y fue hacia Dhamon.

—Ragh…

La voz del hombre se ahogó en su garganta.

—Puedes recuperar tu espada —le indicó el sivak—, después de que coloques ese condenado espejo allí, junto a la estantería, de modo que ella pueda verse.

El draconiano dedicó a Dhamon tan sólo una mirada superficial, pues se hallaba demasiado absorto en lo que contenía la habitación: un pedestal que sostenía una porción de un huevo de Dragón Plateado, y una percha en el otro extremo de la estancia cubierta con parte del pellejo de un Dragón Rojo. Pasó junto a Dhamon en dirección a una vitrina de curiosidades que exhibía zarpas y también globos oculares.

—Ragh.

Se escuchó un estrépito, y el sivak y Maab giraron en redondo. Dhamon se había caído sobre el espejo y lo había hecho añicos. Se retorcía, con el rostro y las manos llenos de cortes debido a los cristales, y su piel aparecía rosada y febril.

—¡No! —gimió la mujer—. ¡Mi hermana! ¡Ha ahuyentado a mi querida hermana!

La anciana cayó de rodillas y se puso a aullar, y el sonido se tornó tan potente y agudo que los matraces de cristal empezaron a estremecerse en los soportes. El sivak soltó la espada de Dhamon y se llevó las manos a los oídos, mirando a su espalda en busca de la puerta por la que habían entrado. Todo lo que vio fueron estantes y estantes de libros y artefactos.

La esfera de luz adquirió más brillo y cambió su tono de amarillo a naranja, y luego a un rojo que lo pintó todo con un resplandor abismal. La forma del drac se disipó del cuerpo del draconiano, pues éste ya no podía concentrarse en mantenerla.

El aire se tornó caliente y seco, y resultaba muy difícil respirar.

—¡Mi hermana! —chirrió Maab—. ¡Estoy totalmente sola sin mi hermana! ¡La has ahuyentado! ¡Ahora morirás!

El agudo oído de Ragh captó otros ruidos, como un pataleo de pies en lo alto. Sin duda, lo que fuera que había en la calle sobre sus cabezas o en otros edificios había oído el gemido de la mujer y se alejaba del siniestro sonido. Oyó cómo un matraz se hacía añicos a su espalda, y luego otro, y otro más, y se escuchó el sordo golpeteo de los azulejos de los mosaicos del techo al chocar contra el estremecido suelo.

Dhamon lanzó un quejido.

—El escudo —consiguió decir—. Muéstrale el escudo, Ragh.

El otro tardó un minuto en comprender de qué hablaba su compañero y unos pocos minutos más para alargar la mano bajo la mesa y agarrar el escudo sin marcas.

La capa de Maab se onduló a su espalda, mecida por un abrasador aire caliente que había surgido de la nada. Cabellos blancos finos como hilos de araña se erizaron en un rostro arrugado de expresión enfurecida, y sus ojos, entonces rojos, brillaron, desorbitados; había desaparecido por completo la película azul que los cubría, y el gemido se había transformado hasta convertirse en una indescifrable retahíla de palabras. Los huesudos dedos se retorcían violentamente en el aire, iluminados y distorsionados por la esfera de color rojo sangre que seguía creciendo pegada al techo.

Ragh se abrió paso hasta ella, forcejeando a través del aire, que se había vuelto palpable, tan espeso que sentía como si éste lo estuviera sofocado y cociendo.

—¡Tu hermana! —gritó el sivak, y su ronca voz fue captada de algún modo por la anciana—. ¡He encontrado a tu hermana! ¡Mira, mira aquí!

Al instante, el aire se aclaró, y la esfera roja se tornó amarilla, luego blanca de nuevo y empezó a encogerse. La mujer seguía temblando, y sus dedos se dedicaron a alisar sus ralos cabellos al mismo tiempo que los ojos azul hielo se clavaban en la superficie pulida como un espejo del escudo que Ragh sostenía frente a él.

—Mi hermana —declaró, suspirando aliviada.

Se incorporó despacio y tocó los bordes del escudo, moviendo el rostro de un lado a otro, de modo que pudiera ver su reflejo con más claridad. Apretó el oído contra la superficie.

—¿Qué dices, Maab? ¡Oh!, estuviste aquí todo el tiempo, simplemente te perdí de vista. Sí, fue un error dejarse llevar por el pánico. Fíjate qué desorden he creado. Todos estos cristales que limpiar. ¿Qué? Desde luego nos ocuparemos de la curación de ese joven primero. Ven conmigo.

La anciana avanzó pesadamente hacia Dhamon, que yacía tan inmóvil que parecía muerto.

—No veo que respire —farfulló—. Este viaje aquí abajo tal vez fue por nada.

—Dhamon respira —le dijo el sivak—. Apenas.

La mujer agitó los dedos en dirección a Ragh y señaló la mesa con la superficie de pizarra.

—Ponlo ahí encima. Ten cuidado de no herirte con todos esos cristales.

La criatura deslizó el escudo a su brazo derecho y se echó a Dhamon sobre el otro hombro.

La hechicera mantuvo la vista puesta en su reflejo unos instantes más. Luego, se escabulló a toda prisa para coger unos cuantos libros más y buscar entre los tubos de hueso hasta encontrar uno especialmente grueso que estaba ennegrecido en un extremo.

—El regalo que Raistlin nos hizo a mí y a mi querida hermana —musitó.

Regresó apresuradamente a la mesa, que era tan larga que pudieron tumbar a Dhamon sobre ella, con los libros dispuestos en un semicírculo alrededor de su cabeza. El volumen más delgado, uno encuadernado en piel de Dragón Verde, estaba infestado de agujeros de polilla.

—Los insectos se han comido demasiadas palabras útiles —anunció, desechando el libro para alargar la mano hacia otro—. ¡Ah!, éste debería servir.

El sivak miró por encima de su hombro. A pesar de todos los años que llevaba en Krynn, Ragh no había aprendido a leer jamás, pero sentía curiosidad por lo que hacía la mujer. Ella lo apartó de un codazo, asegurándose de que podían seguir contemplando su reflejo.

—Tienes que ayudar a Dhamon —imploró Ragh.

—Compasión por un humano. Eso resulta extraño en tu raza.

—No me importa un comino —replicó él—. Simplemente, quiero que se cure. Estoy seguro de que me ayudará a matar a la naga, a Nura Bint-Drax. Me contarás cosas sobre ella cuando hayas terminado, ¿verdad?

—¿Y si por algún motivo no puedo ayudar a tu amigo? —se preguntó Maab en voz alta.

—Cogeré la espada de Dhamon y la encontraré; lucharé contra ella solo. A lo mejor eso es lo que debería estar haciendo ahora. Dime lo que sepas sobre Nura Bint-Drax.

La anciana meneó la cabeza, y sus cabellos flotaron como una aureola.

—¿Una criatura contra la naga que se desliza por la ciénaga del dragón? No tienes la menor oportunidad, bestia. No, no te contaré nada ahora. Puede ser que no te cuente nada nunca. No tienes con qué pagarnos.

El sivak apuntaló el escudo contra una librería, enfocándolo hacia la anciana, de modo que ésta pudiera echarle ojeadas.

—En ese caso, moriré intentando localizarla y matarla.

—Vives para vengarte —repuso ella con una leve risita—. Mi hermana dice que la vida carece de significado para un sivak sin alas. ¿Tiene razón?

Durante las horas siguientes, Ragh dormitó ligeramente mientras Maab seguía pasando páginas de libros, tomando notas en el aire con los dedos y murmurando en voz baja en un curioso lenguaje. Cuando el ser despertó, la mujer estaba de pie sobre uno de los baúles marinos, a pesar de que no debería haber sido capaz de extraerlo de debajo de la mesa si se tenían en cuenta su tamaño y los muchos años. Había varios cuencos pequeños de cerámica alineados junto a Dhamon, cada uno lleno con polvo de un color distinto. Uno estaba repleto de lo que, tras una primera inspección, parecían ser cuentas pero que, según el sivak descubrió, se trataba de diminutos ojos de lagarto. Había una jarra pequeña llena de un viscoso líquido verde y, cerca de ella, la garra crispada de un cuervo. El draconiano sacudió la cabeza. Hacía ya tiempo que había decidido que los atavíos de un hechicero resultaban insondables.

Contempló cómo la mujer disponía los materiales, consultaba unas cuantas páginas que habían caído de un libro y luego miraba por encima del hombro al escudo.

—Estamos listas, hermana. —Dirigiéndose al draconiano, añadió—: Tendrás que desgarrar sus calzas por mí. Ya no tengo demasiada fuerza en las manos.

El sivak no contestó, sino que se limitó a pasar una zarpa por la tela y la rompió del tobillo a la cadera, dejando al descubierto las escamas de Dhamon.

—A mí me parece negra —declaró Maab, contemplando su reflejo en las escamas—. Procedente de un Dragón Negro.

—Era de un Dragón Rojo.

—Ya te oí… y a él… la primera vez —replicó ella—. Locos estáis los dos. De todos modos, no importa de qué color era el dragón. Esto debería servir.

Soltó un profundo suspiro, que sonó a hojas otoñales persiguiéndose por un terreno reseco.

—La magia era tan sencilla antes. Se podía ver con tanta facilidad la energía en el aire, en el suelo, sentir cómo te envolvía como una manta por la noche. Ya no queda demasiada, querida hermana, pero con el regalo de Raistlin podríamos encontrar la necesaria para ayudar a este joven. Aunque desde luego, le cobraremos un precio exorbitante por nuestros servicios.

El sivak retrocedió, observando con atención cómo vertía un polvo tras otro sobre la pierna de su compañero; no dejó de farfullar ni un solo momento. La mujer se detuvo, tomó un puñado de ojos de lagarto y se los metió en la boca antes de proseguir con su ritual y conseguir que no se distinguiera ni un centímetro de la escama bajo la colorida mezcla.

—Exorbitante.

Se echó a reír entrecortadamente mientras alargaba las manos hacia las páginas y empezaba a leer; el papel se disolvía mágicamente a medida que lo leía. Cuando no quedó nada, agarró el tubo de asta y retiró el extremo con el pulgar; inclinó el recipiente, de modo que algo se deslizó hasta la palma de su mano.

El sivak lo contempló con fijeza. El objeto era un pedazo de jade del tamaño de una ciruela grande, tallado en forma de rana, y sus ojos eran agujeros por los que se había ensartado una tira de cuero. La anciana se lo pasó alrededor del cuello, y éste se quedó colgando hasta casi la cintura. El draconiano fue hacia el otro lado de la mesa para ver mejor.

Maab volvía a hablar, veloz, y sólo unas pocas palabras eran distinguibles: Lunitari, Solinari, Nuitari, las lunas que ya no estaban presentes en los cielos de Krynn; Túnicas Negras; Malys; Sable, y nombres que no significaban nada para el sivak. Mientras ella seguía con su parloteo, la rana que colgaba de su cuello vibró como si respirara, y cuando el sivak la miró, vio que sus piernas se movían y la cabeza giraba. La boca de la talla de jade se abrió y mordió a través de la túnica de Maab, hasta abrir un agujero por el que se coló para penetrar en su piel. Desapareció en el interior sin dejar detrás otra cosa que la bamboleante tira de cuero. En unos segundos, la herida producida por la figura se cerró, y la tela se zurció por sí sola, mágicamente.

—Siento la magia en lo más profundo de mi vientre —murmuró la mujer—. Se dirige a mi corazón.

Bajo las manos de la anciana, Dhamon empezó a moverse.

—Siento el poder del regalo de Raistlin. Una parte del veneno de dragón empieza a abandonar ya a tu amigo; se aleja.

El cuerpo de Dhamon estaba sobre la mesa, pero su mente se encontraba muy lejos de ese laboratorio subterráneo de la hechicera y muy lejos también de aquella ciudad. Se vio a sí mismo en un bosque al sur de Palanthas, combatiendo con un Caballero de Takhisis, e iba ganando. Varios caballeros yacían a su alrededor, eliminados por él y por sus compañeros. Un hombre era el único enemigo que quedaba, y el corazón de Dhamon latía con el alborozo de la batalla. Sus golpes eran precisos, pulidos por los años pasados entre los caballeros oscuros y, luego, bajo la tutela del anciano solámnico que había salvado su vida. Tras unos mandobles más consiguió herir de gravedad al adversario, y al cabo de un minuto se arrodillaba junto al moribundo. Dhamon sostuvo la mano de su enemigo y ofreció consuelo durante aquellos últimos hálitos de vida. Como recompensa, su enemigo se arrancó una escama de Dragón Rojo del pecho y la colocó sobre el muslo de Dhamon.

El dolor lo abrumó, pero al mismo tiempo la hembra de Dragón Rojo ocupaba toda su visión, tan poderosa que se hizo con el control de su mente y su cuerpo. Dejó que pensara que la había derrotado durante un tiempo y se mantuvo oculta en lo más recóndito de su pensamiento, aguardando su oportunidad para reafirmarse. Aquel momento llegó cuando se hallaba ante la presencia de Goldmoon, y la Roja le ordenó que matara a la afamada sanadora. Dhamon casi lo consiguió, pero Rig y Jaspe, Feril y los otros hicieron todo lo posible por impedírselo…, y lo consiguieron.

Otros dragones revolotearon por su mente calenturienta; un misterioso Dragón de las Tinieblas, que inmovilizó a Dhamon bajo una garra inmensa, y una hembra de Dragón Plateado. Ambos se afanaron en romper el control de la Roja. Su mente regresó al laboratorio, se posó en el techo y, desde allí, inspeccionó todo lo que había abajo, incluido él mismo.

Contempló cómo la anciana loca se cernía sobre su cuerpo, realizando dibujos en los polvos que había extendido sobre la pierna. Eran sensaciones curiosas: observar a la mujer, examinar ese viejo laboratorio, espiar al sivak. Dhamon sintió dolor, pero no debido a lo que la mujer hacía, sino por las alternativas sacudidas de calor y frío que lo traspasaban. Otras imágenes se superpusieron a las de Maab: la del Caballero de Takhisis que lo maldijo con la escama; la de Malys, y la del Dragón de las Tinieblas, que se fue tornando más grande y oscuro. Su cuerpo se volvió negro, sus ojos mates, con un fulgor amarillo.

Sintió una opresión en el pecho, como si lo exprimieran en un torno, y su respiración se tornó entrecortada. Escuchó una voz que se inmiscuía en su dolor, un susurro áspero. El sivak.

—¿Vivirá? ¿Curará?

—Es demasiado pronto para saberlo —respondió Maab—. Mi conjuro no está completo, y no se ha abierto paso aún a través de la magia que lo aflige. Ves, algunas de las escamas más pequeñas han desaparecido. Esperemos que mi hermana y yo tengamos éxito. Dejemos que el hechizo prosiga. Hemos determinado un precio por nuestra ayuda.

Las visiones del Dragón de las Tinieblas y de la Roja se esfumaron, y el laboratorio regresó a la oscuridad. Dhamon notó cómo su mente era atraída de vuelta al interior de un cuerpo febril, que no podía moverse. Todo lo que veía por entre los cerrados párpados era una luz apagada procedente de la brillante esfera del techo, y todo lo que escuchaba era a su corazón martillando en sus oídos.

Maab se sentó en un viejo baúl de marino junto a la mesa donde estaba Dhamon. La mujer clavó la mirada en el draconiano, que permanecía sentado en el suelo y le devolvió la mirada. La rana había regresado a su puesto en la tira de cuero. Ragh sostenía la espada frente a él; la empuñadura resultaba un poco pequeña para encajar cómodamente en su mano. Bajó los ojos a la hoja y vio que le devolvía una parte del reflejo de su rostro.

—La naga, anciana —dijo—. Nura Bint-Drax. ¿Qué sabes de ella? ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

Transcurrieron varios minutos antes de que la mujer rompiera el silencio.

—Conozco a Nura Bint-Drax. Conocí a la naga hace años, cuando mi hermana no insistía en que permaneciera a su lado. La encontré grosera. ¡Qué pena que se la espere en la ciudad mañana! Estoy segura de que sigue siendo una… maleducada.

—Nura Bint-Drax —insistió el sivak—. ¿Dónde puedo encontrarla cuando regrese?

Al ver que Maab no respondía, el draconiano se movió hacia la pared. Eligió un punto entre dos librerías, y Maab descendió del baúl y se aproximó despacio hacia él.

—Es por aquí por donde entramos. Lo sé.

—Criatura, tú no vas a ir a ninguna parte. Tu compañero humano…

—Sí, le esperaré —repuso Ragh—. Apresúrate y acaba tu hechizo. Me estoy cansando de esto. Quiero su ayuda para matar a la naga. Es sorprendentemente formidable para ser un hombre. Termina tu hechizo, ¿quieres? —dijo palpando la pared.

—Está casi terminado. Unos minutos más, y estará libre de todas las escamas, incluso de la grande. Para hechiceras con la habilidad que poseemos mi hermana y yo, no ha sido tan difícil contrarrestar la magia de dragón.

—Puedes enviarlo al vestíbulo cuando haya terminado.

Los dedos del draconiano encontraron una grieta.

—He dicho que no vas a ir a ninguna parte, bestia.

El sivak se volvió. Maab se hallaba sólo a unos pocos pasos de distancia, con una mano huesuda posada sobre la cadera; la otra gesticulaba en el aire. Las uñas de dos de sus dedos despedían un pálido resplandor verde.

—He decidido un precio por curar al humano… y ese precio eres tú. Criatura, serás un magnífico criado, mejor que los que corretean por mi castillo. Eres fuerte y listo, a juzgar por el modo como hablas. El humano debe renunciar a su bien adiestrada mascota. A mi hermana le gustas; me lo acaba de decir. Hemos decidido que tú eres mi precio por curar a Dhamon.

El resplandor se extendió a sus otros dedos; luego, toda su mano adaptó una macilenta tonalidad verdosa, que avanzó lentamente por el brazo y desapareció bajo la manga.

—No volveré a ser esclavo de nadie —siseó el sivak.

—Lo siento, criatura. Serás mía. No será tan malo. Puedes atrapar grandes ratas rechonchas para mi hermana.

Ragh actuó con tal rapidez que cogió a la hechicera por sorpresa; levantó la espada y la proyectó en sentido horizontal con todas sus fuerzas. El arma alcanzó el cuello de la mujer en el mismo instante en que el brillo verde surgía de sus dedos y fluía en dirección al sivak. El draconiano se acuclilló, y la hoja hendió el cuello y seccionó la cabeza de los hombros. Una neblina verde quedó suspendida justo por encima de la cabeza de la criatura, y ésta se arrastró por debajo de ella.

—Odio a los hechiceros —masculló al mismo tiempo que limpiaba la hoja en la capa apolillada de la mujer—, hasta tal punto que no pienso adoptar tu aspecto, anciana. Mi querida anciana, no eras tan poderosa, al fin y al cabo. Sólo estabas loca.

El sivak fue hacia el baúl de marinero y lo abrió; estaba vacío. Introdujo el cuerpo y la cabeza en el interior, y se colocó la rana de jade alrededor del cuello; a continuación, limpió apresuradamente la sangre, y entonces recordó el escudo.

—Querida hermana, será mejor que le hagas compañía.

Depositó el escudo encima del cuerpo y deslizó el baúl debajo de la mesa donde estaba Dhamon. Después regresó a la pared, teniendo buen cuidado de no tocar la neblina verde, aunque intentó localizar el mecanismo que podía abrir la puerta secreta.

—Me siento como si un elefante me hubiera pisado la cabeza.

Ragh giró en redondo y encontró a Dhamon incorporado sobre la mesa, con las ropas y la piel veteadas con un arco iris de colores producto de las mezclas de Maab. Tenía la cara sofocada y brillante, un recordatorio de su fiebre, y todo lo sufrido le había dejado el rostro macilento. Tomó unas cuantas bocanadas de aire y sacudió la cabeza, apartando la enmarañada melena del rostro.

—¿Cómo te encuentras?

—Como si ese mismo elefante se hubiera sentado también sobre mi pecho. Me sentiría mejor si me devolvieras la espada.

Pasó las piernas con cuidado por encima del borde de la mesa, arrojando al suelo unos cuantos de los cuencos de la anciana y haciendo una mueca dolorida cuando éstos se estrellaron con estrépito contra el suelo de piedra.

—Sigo oyendo mejor de lo que debería —masculló—. En cuanto a la escama…

Cerró los ojos y soltó un profundo suspiro. Cuando los abrió contempló su pierna y empezó a frotar los polvos de colores y la arena. Éstos estaban húmedos y terrosos, y tardó un tiempo en conseguir eliminarlos.

Había una gran escama debajo, pero el grupito de escamas más pequeñas había desaparecido.

Dhamon contempló con fijeza la carne y sofocó un sollozo.

—Debería haber sabido que no existe cura —dijo—. Debería haberlo sabido.

—Es por eso por lo que se fue… con su hermana —indicó el sivak—. Temía que te enojaras al ver que no podía ayudarte. Dijo que se moría de ganas de comerse sus ratas.

Dhamon dio unos golpecitos a la pierna, que estaba dolorida allí donde habían estado las escamas de menor tamaño.

—Al menos, consiguió algo —farfulló; se le hizo un nudo en la garganta, y echó la cabeza hacia atrás—. Debería haber sabido que no había esperanza. Todo esto fue una pérdida de tiempo. Tendría que haber…

—Yo todavía tengo la esperanza —le interrumpió el sivak— de que mientras estemos aquí en la ciudad podamos encontrar y matar a Nura Bint-Drax.

Dhamon saltó de la mesa y fue hacia el draconiano con la mano extendida.

—La quiero muerta tanto como tú, pero no voy a ir tras ella. Tengo que localizar a Mal. Ante todo, los dos debemos salir de este lugar.

Ragh le entregó la espada con cierta renuencia, y Dhamon se apresuró a envainarla.

—Veamos si podemos encontrar el modo de subir hasta la calle. Me pregunto qué hora es.

Dhamon paseó la mirada por la habitación y observó la presencia de una neblina verde que se desvanecía y que la esfera de luz del techo empezaba a perder brillo y a liberar las sombras de los rincones.

Pasó junto al sivak para dirigirse a un hueco entre librerías, y sus dedos apretaron los ladrillos, hasta que encontró uno que se movió. La pared se abrió, y penetró en el estrecho pasillo del otro lado.

—¿Vienes? —dijo volviendo la cabeza para mirar a Ragh.

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