—¿Qué te parece si tú y yo encendemos un buen fuego, cariño?, ¿uno que haga que este caluroso día de verano parezca un gélido día invernal?
Dhamon Fierolobo no respondió. Contempló con fijeza a la mujer, capturando con sus ojos oscuros los pálidos ojos azules de ella y reteniéndolos. Tenues líneas parecidas a patas de gallo se alejaban de los ángulos exteriores, las pestañas lucían una gruesa capa de khol y llevaba los párpados pintados de un brillante tono morado, lo que le recordaba ligeramente a Rikali, una semielfa con la que había convivido y que era más habilidosa y llamativa en lo relativo a pintar su rostro, mucho más joven. Finalmente desvió la mirada, y la mujer parpadeó y sacudió la cabeza como si quisiera despertar de una pesadilla.
—Eres un tipo raro. ¿Sabes que podrías ser un poco más amable, corazón? Vamos, dedícale una gran sonrisa a Elsbeth para que pueda verte los dientes. Me gustan los hombres que tienen toda la dentadura.
La mujer se inclinó hacia el frente para besar con suavidad la punta de la nariz del otro, en la que dejó una mancha roja procedente de la pasta con la que se había embadurnado los labios. Hizo un puchero al ver que la expresión estoica del hombre no variaba.
—Ni siquiera has mostrado la más diminuta de las sonrisas, cielo. ¿Qué tal si me dedicas una pequeñita? —gorjeó—. Harás que crea que he perdido mi encanto. Todos los que pasan el rato con Elsbeth sonríen.
Dhamon permaneció impasible.
Entonces, la mujer realizó un sordo resoplido, desviando el aliento hacia arriba con el labio inferior y haciendo que la colección de rizos que colgaban sobre la frente revolotearan y volvieran a posarse.
—Bien, supongo que podría estar alegre por los dos. ¡Aguarda! Sé lo que hace falta. Una pizca más de Pasión de Palanthas. Eso hará que hierva tu sangre.
Se acercó despacio a una bandeja colocada sobre un estrecho guardarropa, balanceando las amplias caderas. Tomó un frasco de cristal azul, se aplicó generosamente un poco del perfumado aceite en el cuello y detrás de las orejas, y dejó que un hilillo descendiera por el escote en pico de su vestido. Luego, se dio la vuelta para estudiar a Dhamon Fierolobo.
El hombre estaba sentado en el borde de una cama hundida que olía a moho y a cerveza rancia. Toda la habitación olía a madera vieja y a sudor, y a varías fragancias de perfumes baratos, incluido entonces el potente y almizcleño Pasión de Palanthas. Todos los olores guerreaban para captar su atención, y el ron con especias que había estado bebiendo hacía que le diera vueltas la cabeza. Había una jofaina con agua sobre una mesita unos pasos más allá, y por un instante consideró la posibilidad de introducir el rostro en ella para despejar sus sentidos y refrescarse; hacía tanto calor ese día. Pero aquello implicaba levantarse de la cama, y la bebida había entumecido sus piernas y había convertido en plomo el resto de su cuerpo.
También había un gran espejo amarillento colgado de la pared por encima de la jofaina, y podía contemplar su reflejo en el combado cristal. Los pómulos aparecían marcados y hundidos, lo que daba a su rostro un leve aspecto macilento; también había sombras bajo los oscuros ojos, y una fina cicatriz en forma de media luna surgía justo de debajo del ojo derecho y desaparecía en el interior de una mal cuidada barba, tan negra como la enmarañada masa de cabellos que le caía sobre los amplios hombros. A pesar de su aspecto desaliñado, tenía una apariencia juvenil e impresionante, y por entre la abertura de la túnica de cuero el pecho aparecía delgado, musculoso y tostado por el sol.
—Vamos, amor mío. Sonríe para la hermosa Elsbeth.
Dhamon suspiró, y en un esfuerzo por conseguir que callara le ofreció una mueca afectada y torcida. Ella gorjeó, se deshizo hábilmente de sus ropas y le dedicó un guiño; a continuación, giró como una bailarina para que él pudiera admirar sus largos y dorados cabellos brillando a la luz de la puesta de sol que se derramaba por la ventana del segundo piso. Terminada la exhibición, avanzó hacia él con un exagerado paso majestuoso, al igual que un gato; colocó las manos sobre los hombros del hombre y lo echó de espaldas. Después, le cogió las piernas y las balanceó a un lado, de modo que quedara totalmente tumbado sobre la cama. Le quitó las botas de un tirón, arrugó la nariz y agitó la mano para ahuyentar el olor, que, según Dhamon, no podía ser ni con mucho tan ofensivo como los otros hedores que se mezclaban en la habitación mal ventilada.
—Deberías pagarte un buen baño, y luego conseguir unas botas nuevas —dijo ella, moviendo un dedo ante él—. Estas botas tienen más agujeros que una raja de queso de Karthay.
Deslizó juguetonamente las largas uñas por las plantas de los pies del hombre e hizo una mueca de disgusto cuando él no reaccionó.
—Corazón, vas a tener que relajarte o, de lo contrario, no te divertirás.
Se tendió a su lado y jugueteó con los cordones de la túnica.
—Elsbeth, creo que has perdido tu chispa.
Las palabras procedían de una joven excesivamente delgada y de largas piernas, que estaba tumbada al otro lado de Dhamon; tenía los negros cabellos tan cortos que parecían un casquete sobre su cabeza. Era de piel oscura, una ergothiana por su acento, y sus pequeños dedos trazaban dibujos invisibles sobre la mejilla del hombre.
—Tal vez seas un poquitín demasiado vieja para él, Els. Creo que prefiere mujeres más jóvenes, que no estén recubiertas de tanta carne.
La otra profirió un sonido enojado y, con un suspiro, mediante el que fingía sentirse herida, se echó la rubia melena por encima del hombro.
—Satén, de ese modo hay más parte de mí a la que amar. Y ya sabes que acabo de cumplir los veinte.
La joven de largas piernas se echó a reír, y el sonido musical de su risa recordaba campanillas de cristal movidas por el viento.
—¿Veinte? Els, ¿a quién crees que engañas? Puede ser que sean veinte años perrunos. Dijiste adiós a los treinta hace ya unos cuantos meses.
Las dos mujeres se golpearon juguetonamente la una a la otra por encima del pecho de Dhamon, riendo y turnándose en tirar de la túnica del hombre. Finalmente, consiguieron quitarle la prenda y arrojarla al suelo.
—Hay muchos músculos —declaró Satén en tono apreciativo, al mismo tiempo que sus dedos descendían para recorrer una irregular cicatriz sobre el estómago de Dhamon—. Tú tal vez quieras a un hombre con todos sus dientes, Els. ¿Yo? Yo siempre prefiero a un hombre con músculos, incluso aunque esté un poco flaco.
Se inclinó sobre él y le musitó algo al oído. Entonces él sonrió, aunque fue algo efímero, y enseguida su rostro recuperó aquella expresión impenetrable.
—¿Cuál dijiste que era tu nombre, cariño? —Elsbeth estudiaba entretanto la cicatriz del rostro de Dhamon—. No soy muy buena recordando nombres.
—La edad hace estas cosas —intervino Satén—. Te estropea la memoria.
—Dhamon Fierolobo —se escuchó decir a una voz profunda procedente del otro extremo de la habitación—. Su nombre, señoras, es Dhamon Evran Fierolobo: luchador a lomos de dragón, verdugo de dracs y extraordinario buscador de tesoros. No encontraréis a un granuja más apuesto en todo Krynn, excepto, claro está, a un servidor.
Quien hablaba era un hombre más musculoso aun que Dhamon, que medía casi dos metros diez de estatura y estaba tumbado sobre el otro lecho, uno de mayor tamaño que amenazaba con derrumbarse bajo su considerable peso… y el de las tres mujeres apenas vestidas que estaban abrazadas a su cuerpo. Las pálidas pieles de éstas destacaban violentamente sobre la figura sudorosa y bronceada por el sol, y dos de ellas saludaron con la mano al unísono a Dhamon, que había alzado la cabeza para contemplar a los otros. La tercera mujer estaba ocupada enroscando los dedos en los cabellos castaños del hombretón y cubriéndole el rostro anguloso de besos.
—¿Y vos, señor, sois…? —inquirió Elsbeth, siguiendo la mirada de Dhamon hasta el otro extremo de la estancia—. No creo haber oído vuestro nombre tampoco.
El gigantón no respondió y se limitó a echar la sábana por encima de él y sus compañeras.
—Ése es Maldred —indicó, por fin, Dhamon; su voz sonaba espesa debido al ron, y sentía la lengua torpe en la boca—. Maldred, príncipe heredero de todo Bloten. No es en absoluto más apuesto que yo. De hecho, en realidad es de color azul y…
—¡Eh! —intervino rápidamente el otro, sacando la cabeza de debajo de las sábanas—. Cuidado con lo que dices, amigo mío. Dhamon, ¿es qué no tienes nada mejor que hacer que hablar? Venir aquí fue idea tuya, al fin y al cabo.
Todas las mujeres rieron por lo bajo.
—No me importa si habla, príncipe heredero de Bloten. —La voz de Elsbeth era entonces sedosa, y sus dedos acariciaban los nudos de los cabellos del hombre—. Tú y él podéis hacer lo que os plazca. Hablar o…
El príncipe heredero no la escuchaba. Había vuelco a desaparecer, perdiéndose por completo en los brazos de las tres damas, mientras la sábana se agitaba e hinchaba como una vela al viento.
Elsbeth devolvió su atención a Dhamon, e hizo una mueca al ver que Satén estaba abrazada a él y que los dedos del hombre se movían despacio sobre las suaves facciones de la ergothiana.
—Conozco a un ergothiano —le explicaba Dhamon—, un antiguo pirata. —Hipó y arrugó la nariz al oler su propio aliento agrio—. Su nombre es Rig Mer-Krel. ¿Has oído hablar de él?
—No. —La mujer ladeó la cabeza y le tiró de la corta barba al mismo tiempo que intentaba inútilmente pegarse más a él—. Ergoth es un lugar enorme, gran verdugo de dragones.
—Verdugo de dracs —corrigió Dhamon—. Nunca he matado a un dragón.
«Bueno, hubo aquel dragón marino, Piélago —se dijo—, pero obtuve una ayuda considerable para conseguir aquella hazaña».
—Nunca oí hablar de tu Rig Mer-Krel —prosiguió ella.
—Estupendo —repuso él—. Tampoco te gustaría Rig. Es un fanfarrón y un loco. Nunca me ha gustado mucho.
—Tú me gustas —replicó la joven, consiguiendo insinuar una mano bajo su cuello—. ¿Qué tal si ahora te quitas esto? —Le tiró de los pantalones con la otra mano.
Él sacudió la cabeza y volvió a hipar.
Elsbeth dedicó a Satén una mirada pagada de sí misma y se inclinó sobre Dhamon.
—¿Y si te los quitas por mí, cariño? Tal vez aprecias a una mujer con unos cuantos años, una que no esté tan huesuda. La experiencia es mejor que la juventud, ya sabes. Como el buen vino, mejoro con la edad.
—Y luego se convierte en desagradable vinagre —susurró la ergothiana en voz tan baja que sólo Dhamon la oyó.
—No. —Sacudió la cabeza con tozudez e hizo intención de levantarse de la cama, pero Elsbeth lo mantuvo tumbado—. Creo que seguiré con los pantalones puestos, muchas gracias.
La mujer de más edad profirió un sonido gutural, que fue rápidamente copiado por Satén.
—Eres un tipo raro —musitó la joven—. Tú mantenlo quieto —indicó a Elsbeth—, y yo iré a traerle a nuestro verdugo de dracs algo que le libere de sus inhibiciones. Le gustaba aquel ron especiado, ¿verdad? A lo mejor al príncipe heredero y a nuestras hermanas de allí también les gustaría otro trago.
La sensual ergothiana se arrastró fuera de la cama, agarró la túnica de Dhamon y se la puso. Dirigió una ojeada al lecho situado al otro extremo de la habitación; luego, se volvió para guiñar un ojo a Elsbeth antes de desaparecer por la puerta.
Elsbeth acarició la mancha de pasta roja que había dejado sobre el hombre.
—Serías muy guapo, señor Dhamon Evran Fierolobo, si te limpiaras un poco. Todo elegante con esa bonita espada… —Se volvió para contemplar el arma enfundada en la vaina que colgaba de la cabecera de la cama. La empuñadura de la espada tenía forma de pico de halcón—. Apuesto a que es valiosa.
Bajó la mano hacia un morral que había sido empujado a medias bajo la cama.
—También esto. Lo oí tintinear cuando lo dejaste caer, como si hubiera muchas monedas en su interior.
—No son monedas —respondió Dhamon, tajante—. Son gemas. Hay una buena cantidad de ellas.
—También tenemos una buena gema aquí —se escuchó decir a una voz aguda desde el otro lado de la estancia, pero quien hablaba quedaba oculto por la sábana—: el príncipe heredero y lo que lleva puesto. Tiene un enorme diamante colgado alrededor del cuello.
—La Aflicción de Lahue —susurró Dhamon.
Recordó que el diamante recibía su nombre de los bosques de Lahue, en Lorrimar, donde fue encontrado, y que poseía un valor incalculable. Se lo había quitado al caudillo ogro Donnag y lo había arrojado sin pensárselo dos veces a los pies de Maldred haría unos tres meses.
Elsbeth se recostó hacia atrás, manteniendo las manos firmes sobre el pecho del hombre.
—Así que realmente eres un fabuloso buscador de tesoros, Dhamon Fierolobo. Tu amigo, también. Tesoros ocultos bajo mi cama. ¡Y collares de gemas!
Dhamon se encogió de hombros, y el inesperado movimiento arrojó a la mujer al suelo.
—De todos los piojosos…
Pero Elsbeth se detuvo y sonrió. Luego, correteó a reunirse con Dhamon. Le pasó una pierna por encima y se sentó sobre su pecho para mantenerlo inmóvil.
—También yo poseo algunos tesoros, poderoso verdugo de dracs. ¿Qué tal si intercambiamos algunos?
—A lo mejor os daremos a vosotras, señoras, unas cuantas gemas antes de que nos vayamos —dijo Dhamon, alzando los ojos hacia la mujer. Y en voz más baja añadió—: A lo mejor las usaremos para conseguir salir de este país olvidado de los dioses.
—¿Nos daréis joyas?
—Sí; os daremos algunas joyas. —«Pero no las mejores del lote», añadió para sí, pues el ron no había afectado sus sentidos hasta ese punto—. También puedes quedarte mi maldita espada, por lo que a mi respecta. Empéñala en alguna parte y cómprate un perfume mejor. Esa arma no ha hecho ningún buen servicio.
La mujer depositó sobre la frente y mejillas de Dhamon una ávida lluvia de besos, esparciendo gran cantidad de pasta roja.
—Cariño, por aquí no pasa mucha gente como tú y el príncipe heredero de ahí. Normalmente, son tramperos, ladrones, en su mayoría ogros y sus hermanos mestizos; ninguno de ellos con más de unas pocas monedas en los bolsillos, ninguno de ellos con tantas joyas hermosas. —Se balanceó sobre las caderas y clavó los ojos en un punto de la barbilla del hombre; luego, bajó la mirada hacia una gruesa cadena de oro que colgaba de su cuello—. Así que qué os trajo a ti y al príncipe heredero…
—Nos dirigimos fuera de Blode —explicó Dhamon—. Estamos hartos del territorio ogro. Somos ladrones, querida Elsbeth, como la mayoría de los que pasan por aquí. Pero no quisiera divulgar demasiados secretos del oficio.
Lanzó una carcajada hueca, pasándose la mano por la frente. Le dolía la cabeza; llevaba demasiado tiempo sin tomar un nuevo trago de ron. El calor de ese verano resultaba abrasador; eso, y el calor del cuerpo de la mujer frotándose contra él le impedían respirar con facilidad. Deseaba otro trago.
—Ladrones apuestos.
La mujer jugueteó con un fino aro de oro que colgaba de la oreja del hombre. Después, sonrió ampliamente y se acurrucó más sobre él.
—Ahora, respecto a esos pantalones…
—No —respondió Dhamon de manera tajante, y le sostuvo la mirada hasta estar seguro de que ella se sentía más que un poco incómoda—. Cuando oscurezca —añadió al cabo de unos instantes—. Entonces, me quitaré los pantalones.
—Un ladrón y un caballero —gorjeó ella, dirigiendo de nuevo la vista a la cadena de oro que rodeaba el cuello del hombre—. ¿Y a quién le robaste todas esas joyas, cielo?
—Ésas las gané —repuso Dhamon con una carcajada.
—¿Las ganaste? ¿Quieres contármelo?
Él negó con la cabeza.
—¿Qué tal si nos lo cuentas a cambio de algo de beber? —Satén se encontraba de pie ante la pareja, con una jarra de cerámica de cuello largo en cada mano—. Ron con especies, ¿de acuerdo? —Se movía tan silenciosamente que Dhamon ni siquiera se había dado cuenta de que había regresado.
Se sentó en la cama y alargó la mano hacia la que parecía la más grande de las dos jarras. Quitó el corcho con el pulgar y bebió copiosamente, dejando que el potente licor resbalara por su garganta. Ardió allí un instante, y luego se convirtió en un agradable calorcillo, que se extendió hacia su cerebro y ahuyentó el dolor de cabeza y el resto de males. Tomó otro buen trago y ofreció la jarra a Elsbeth.
—¡Oh, no!, cielo —gorjeó ella—. Ya beberé después.
—Tal vez no quede nada más tarde —replicó él.
Tomó otro buen trago y sostuvo el recipiente bajo su nariz. El aroma del licor con especias era preferible al de Pasión de Palanthas y a cualquiera que fuera el nauseabundo perfume dulzón que Satén se había echado por encima.
La ergothiana alargó la segunda jarra en dirección a la otra cama. El brazo de Maldred salió disparado hacia el exterior desde debajo de la sábana para sujetar el cuello del recipiente. Farfulló un «gracias» mientras introducía la jarra bajo las ropas.
—Sí, después, señor Fierolobo —ronroneó Elsbeth—. Tomaré un poco después de que nos cuentes la historia de esas gemas. Y después de que oscurezca —añadió mientras volvía a tirar, juguetona, de sus pantalones.
Satén se unió a ellos, trepando por encima de Dhamon para ir a tumbarse junto a él, en el otro lado.
—Si tu historia es buena, querido, iré a buscar otra jarra de ron. O dos.
Los oscuros ojos del hombre centellearon. No era de los que acostumbran a jactarse o a explicar historias, pero todavía había luz en el exterior y quedaba mucho tiempo. Pasó el pulgar por el borde de la jarra, bebió casi la mitad del contenido de otro largo trago y empezó.
—Mal y yo teníamos que llevar a cabo una misión para el gobernante de Blode, un feo ogro llamado Donnag. Nuestra tarea consistía en rescatar a unos esclavos de unas minas de plata para su señoría y transportarlos, una vez liberados, de vuelta a Bloten. Un lugar muy animado, Bloten.
—Era las minas de plata de la hembra de Dragón Negro Sable —contribuyó Maldred desde debajo de la sábana—. Las minas estaban custodiada por dracs. —Se produjo una pausa—. Pero como dije, Dhamon es muy bueno matando dracs, aunque no es tan bueno en sus tratos con las gentes de Bloten. Sigue, Dhamon. Cuéntales nuestro viaje a la ciudad de los ogros…