5 Recordando Bloten

Dhamon, Maldred y los esclavos liberados de las minas de plata se hallaban ante una desmoronada pared que tenía quince metros de altura en algunas partes. Las zonas más altas eran los tramos en mejor estado. En algunas secciones, la pared se había desplomado por completo, y las aberturas habían sido rellenadas alternativamente con rocas amontonadas y sujetas con argamasa, y con maderos hundidos profundamente en el suelo rocoso y sujetos con tiras de hierro oxidado y gruesas sogas. Se habían clavado lanzas en la parte superior de la pared, con las puntas inclinadas en distintas direcciones para mantener fuera a los intrusos.

En lo alto de una barbacana particularmente deteriorada se encontraba un trío de ogros bien acorazados. Tenían las espaldas encorvadas y estaban cubiertos de verrugas; las grisáceas pieles se veían llenas de furúnculos y costras. El de mayor tamaño mostraba un diente roto, que sobresalía en un ángulo extraño desde su mandíbula inferior. Gruñó algo y golpeó su garrote de púas contra el escudo; luego, volvió a gruñir y señaló a Dhamon y a Maldred, para a continuación alzar el arma con gesto amenazador y escupir. El guardia se sentía receloso. Conocía a Maldred, pero no reconoció al mago ogro de piel azulada bajo esa apariencia humana.

El otro respondió al guardia en la misma lengua gutural, y prácticamente gritó, mientras acercaba una mano al pomo de la espada, y la otra, a la bolsa de monedas colgada de su cinturón. Tras un momento de vacilación, la desató y la lanzó al centinela. El ogro entrecerró sus ojillos redondeados, dejó en el suelo el garrote e introdujo un dedo rechoncho en la bolsa para remover el contenido. Aparentemente satisfecho con la tasa —o soborno—, gruñó a su compañero, que abrió la puerta.

En el interior, varios ogros deambulaban por la calle principal. Con unas estaturas que oscilaban entre los dos metros setenta y cinco y los tres de altura, diferían bastante en aspecto, aunque la mayoría lucían rostros amplios con enormes narices gruesas, algunas decoradas con aros de plata y acero y huesos de animales. La piel que los cubría iba de un tono marrón claro —el color de las botas de Dhamon—, a un caoba brillante. Había algunos que mostraban una enfermiza coloración de un verde grisáceo, y una pareja que paseaba cogida del brazo por la calle tenía un color ceniciento.

—Rikali podría seguir aquí —indicó Maldred a Dhamon mientras penetraban en la ciudad—. Al fin y al cabo, le dijiste que ibas a regresar a buscarla. El sanador Sombrío Kedar sabrá si todavía anda por ahí, y su establecimiento no está muy lejos.

El gigantón ladrón indicó en dirección a la zona sudeste de la ciudad de los ogros.

—Mal, si Riki fuera lista, no me habría esperado —repuso el otro, sacudiendo la cabeza—. Si se molestó en esperar…

Hizo una pausa mientras se frotaba el cuello para eliminar la tortícolis.

»Bueno, entonces es que no es muy lista, y es culpa suya si no se ha marchado. Espero que se sienta feliz aquí. ¿Yo? Me marcharé enseguida. Nuestra intención es entrar y salir de este lugar en un par de horas, ¿no es cierto?

Al mirar hacia una callejuela lateral, Dhamon observó la presencia de una docena de ogros que cargaban grandes sacos de lona en carretas. Los trabajadores llevaban ropas harapientas y andrajosas pieles de animales, y cubrían sus pies desnudos con sandalias. Cada uno de ellos tenía un aspecto mugriento, tan terrible en todos los sentidos como los esclavos liberados, que seguían avanzando pesadamente detrás de él y de Maldred.

—No quiero estar aquí —musitó, asustado, uno de los pocos humanos liberados, pero el agudo oído de Dhamon captó el comentario y mentalmente le dio la razón.

—Es mejor que las minas —replicó el enano que iba a su lado—. Cualquier cosa es mejor que aquel agujero infernal. No veo a nadie encadenado aquí.

El humano y el enano prosiguieron su apagada conversación. El suelo por el que andaban estaba húmedo, como si hubiera llovido intensamente un poco antes, algo insólito en esas tierras montañosas, normalmente áridas. El cielo estaba muy cubierto; amenazaba lluvia y proyectaba una palidez tenebrosa sobre un lugar ya de por sí lúgubre.

—Es una ciudad encantadora —reflexionó Dhamon con ironía.

—Desde luego —respondió Maldred, y lo decía en serio.

Al cabo de una hora —tras una breve parada para adquirir unas pocas jarras de la potente cerveza de los ogros a la que Dhamon se habían aficionado—, se encontraban sentados ante la enorme mesa de comedor de la mansión de Donnag. Los guardias del gobernante se habían llevado a los esclavos liberados a otra parte, después de haber asegurado a Maldred que se les trataría adecuadamente.

—Nos estamos satisfechos de que ayudaras en el regreso de nuestra gente, Dhamon Fierolobo, Nos satisface mucho. Tienes nuestra más profunda gratitud.

El caudillo ogro estaba sentado en un sillón que podría haber pasado por un trono, si bien los brazos acolchados estaban desgastados y deshilachados, en especial allí donde sus dedos en forma de zarpas enganchaban los hilos.

Maldred dirigió una veloz mirada a su padre; luego, devolvió su atención a la suntuosa comida que tenía delante y atacó las bandejas. Dhamon mantuvo la atención puesta en Donnag, pues no le apetecía demasiado comer en la mansión de un ogro, aunque le satisfacía que el gobernante ogro hubiera despedido a sus guardias para hablar con Dhamon y Maldred, su hijo, en privado.

—Me debéis más que vuestro agradecimiento, su señoría —repuso Dhamon con un evidente dejo mordaz en su voz.

Los anillos que perforaban el labio inferior del caudillo tintinearon, y sus ojos se abrieron, autoritarios.

—De hecho, vuestra deuda resulta considerable, abotargada apología de…

—¡Esto es un ultraje! —Donnag se puso en pie, y un agolpamiento de color apareció en su rostro rubicundo, que enrojeció aún más si cabe, al mismo tiempo que alzaba la voz—. Nuestro agradecimiento…

—No es suficiente.

Dhamon también se puso en pie, y por el rabillo del ojo vio que Maldred había dejado el tenedor sobre la mesa y paseaba la mirada del uno al otro.

El caudillo gruñó. Dio una palmada, y una sirvienta humana que había estado aguardando en una oquedad de la pared trajo un enorme morral de cuero. Estaba vacío. Los ojos del hombre se entrecerraron.

—Nos anticipamos que el amigo de mi hijo podría querer algo más tangible —manifestó Donnag, su lengua se movió como si las palabras resultaran desagradables en su boca—. Nos llamaremos a nuestros guardias, que te escoltarán hasta nuestra cámara del tesoro; allí podrás llenar la bolsa tanto como desees. Luego, Dhamon, puedes marcharte.

—Tomaré eso, lleno con vuestras mejores gemas, como pago por liberar a los esclavos —respondió el otro, sacudiendo la cabeza negativamente—. Pero todavía estáis en deuda conmigo.

Los dedos de Dhamon aferraron el borde de las mesa, los nudillos se tornaron blancos.

Maldred intentó atraer la mirada de su amigo, pero los ojos de Dhamon estaban clavados en los del caudillo.

—Nos no comprendemos —farfulló el ogro, enojado, se volvió hacia la criada—. ¡Guardias! Cógelas ahora. —En voz más baja, siguió—: Nos habíamos esperado que no necesitaríamos a los guardias, que en esta ocasión los tres podríamos conversar.

—No —interpuso Dhamon—. Sin guardas. —Se volvió hacia la muchacha y le dirigió una mirada fulminante—. Tú te quedas aquí de momento.

La joven permaneció quieta como una estatua.

—Joven insolente —dijo Donnag—. Aunque eres un simple humano, nos hemos sido más que generosos contigo. Nos te hemos tratado mejor de lo que hemos tratado jamás a otros de tu raza. Esa espada que llevas…

Wyrmsbane. Redentora —siseó él.

—… Es la espada que en una ocasión perteneció a Tanis el Semielfo. Nos te la dimos.

—Me la vendisteis —corrigió Dhamon— a cambio de una auténtica fortuna.

—Se trata de una espada de un gran valor, humano.

Los ojos de Donnag eran finas rendijas.

—Una espada sin valor. Apuesto a que Tanis jamás poseyó esta cosa. Jamás la tocó. Nunca la vio. Nunca supo que esta maldita cosa existía. Me estafasteis.

Antes de que el ogro pudiera decir nada más, Dhamon se apartó de un salto de la mesa, volcando la silla, desenvainó a Wyrmsbane y corrió hacia el caudillo ogro.

—¡Guar…! —fue todo lo que Donnag consiguió decir antes de que el puño del otro se hundiera en su estómago, derribándolo de nuevo en su asiento.

—No es algo sin valor —jadeó el ogro, intentando inútilmente alzarse—. Créeme, no es cierto. En realidad…

—Es un pedazo de mierda —escupió Dhamon—, al igual que vos. Su magia no funciona, Donnag.

El ogro sacudió la cabeza, entristecido, y se recostó de nuevo en su sillón, intentando recuperar la dignidad. Miró a su alrededor buscando a su hijo, pero el cuerpo de Dhamon no le dejaba ver a Maldred, que lo contemplaba todo fríamente, sin dejar que se entrevieran sus emociones.

—La magia funciona de un modo distinto ahora que cuando se forjó la hoja. A lo mejor ahora…

—Creo que sabíais desde el principio que esta cosa no servía.

El caudillo alzó una mano temblorosa, como si quisiera argüir algo, y a modo de respuesta, Dhamon clavó la rodilla en la barriga del ogro y apuntó con la espada a su garganta. Detrás de ambos, Maldred se levantó despacio y se apartó de la mesa cautelosamente.

—Dhamon… —advirtió el hombretón.

—¡Inútil! Aunque supongo que esta espada podría resultar útil para poner fin a vuestra mezquina existencia.

El hombre dirigió una ojeada a las runas elfas que discurrían a lo largo de la hoja, que llameaban como si la espada supiera que se hablaba de ella, con un fulgor ligeramente azulado. Sin embargo, no sabía leerlas. ¿Qué importancia tenía para él su significado? Todo lo que sabía era que Wyrmsbane, la auténtica espada de Tanis el Semielfo, había sido forjada por los elfos y se decía que había tenido muchos propietarios y nombres a través de las décadas. Se la consideraba hermana de Wyrmslayer, según sabía también Dhamon, el arma que el héroe elfo KithKanan empuñaba durante la Segunda Guerra de los Dragones.

La leyenda contaba que la espada había sido legada por armeros silvanestis al reino de Thorbardin, y que de allí fue a Ergoth, donde cayó en manos de Tanis el Semielfo. Se decía que estaba enterrada junto con el gran Héroe de la Lanza, y Donnag afirmaba que la había conseguido a través de un ladrón de tumbas.

—Realmente, debería mataros —declaró Dhamon—. Le haría un favor a este país.

—Maldred, hijo —jadeó Donnag—. Detenle.

El hombre se puso alerta, esperando que su amigo hiciera algo para proteger a su padre.

Maldred se mantuvo inmóvil, observando con frialdad.

—Déjanos —ordenó Dhamon a la criada, que permanecía petrificada contra la pared—. No se te ocurra decirle nada a nadie. ¿Lo comprendes?

Sus ojos eran como el hielo, y la muchacha salió apresuradamente de la habitación, dejando caer una bandeja llena de copas de vino. Dhamon permaneció inmóvil, escuchando cómo se alejaban las pisadas y asegurándose, al mismo tiempo, de que nadie se aproximaba.

—No valéis nada, Donnag —prosiguió con ferocidad—, ¡del mismo modo que esta espada no vale nada! La única diferencia es que esta arma no respira ni roba el aire a personas que merecen vivir más que vos. ¿La espada de Tanis el Semielfo? ¡Ja! Lo dudo mucho. Habría que fundir esta cosa y vertérosla por la garganta.

El rostro del hombre estaba rojo, y la cólera marcaba profundamente sus facciones. Los ojos, tan oscuros y abiertos, contemplaban al ogro como pozos sin fondo.

El caudillo intentó decir algo, pero la mano libre del otro salió disparada hacia lo alto y lo sujetó por la garganta. El ogro palideció. Su tez, por lo general rubicunda, mostrando entonces una lividez cadavérica.

—Os concederé que esta espada me mantuvo a salvo del aliento de los dracs; su ácido no me quemó. Eso os lo concedo.

—Dhamon… —advirtió Maldred, aproximándose unos pasos más.

—Pero se decía que la espada de Tanis encontraba cosas para quien la empuñaba. Localizaba tesoros y artefactos. En ese caso, eso resultaría algo realmente valioso.

Los ojos de Donnag le suplicaban, pero los dedos de Dhamon se clavaron más en su garganta y la rodilla apretó con más fuerza.

—Certificaré también que la espada pareció elegir la Aflicción de Lahue de entre todas las chucherías de vuestro tesoro cuando le pedí algo que valiera la pena.

—Dhamon…

Maldred se encontraba entonces justo detrás de él.

—No encontró lo que yo realmente deseaba…, una cura para la maldita escama de mi pierna. Visiones de la ciénaga fue lo que me proporcionó: extrañas visiones nebulosas. Me tomó el pelo, Donnag. Se burló de mí como una arpía malévola. ¡No vale nada!

Maldred se colocó junto al sillón de Donnag, dirigiendo una breve ojeada a su padre antes de atraer hacia sí la lívida mirada del humano.

—Es mi padre, Dhamon —dijo el ogro con apariencia humana en voz baja—. No siento un gran cariño por él, pues de lo contrario viviría aquí en lugar de andar viajando contigo; pero si lo matas, el gobierno del país me corresponderá a mí. Eso es algo que no eludiré, pero preferiría que no ocurriera en mucho tiempo.

La mandíbula de Dhamon se movía mientras relajaba ligeramente la mano que sujetaba la garganta de Donnag.

—Debería atravesaros con esta cosa inservible, despreciable señoría.

Olió algo entonces, y aquello hizo que apareciera una tenue sonrisa en sus labios. El caudillo ogro había mojado sus regias vestiduras.

—Dejaría esta maldita espada aquí, pero sólo serviría para que encontrarais a otro idiota al que vendérsela. No quiero que le saquéis provecho una segunda vez.

—¿Queeeé qu… qu…? —balbució el caudillo ogro, haciendo esfuerzos por respirar.

—¿Que qué quiero? —El humano apartó la mano de la garganta del ogro, y mientras éste aspiraba hondo, Dhamon permaneció callado unos instantes—. Quiero…, quiero… ¡No quiero volver a veros jamás! —respondió, enojado—. No volver a estar jamás en vuestra encantadora ciudad. Respecto a eso, no volver a poner los pies en la vida en este maldito país. Y… —Una auténtica sonrisa apareció en su rostro al observar el morral vacío que descansaba sobre el suelo—. Y quiero dos morrales llenos con vuestras joyas más exquisitas; uno para mí y otro para vuestro hijo. También me llenaré los bolsillos. Y me cubriré muñecas y brazos de cadenas y brazaletes. Y eso no es todo. Quiero algo más.

—¿Qu…, queeé más?

Dhamon se encogió de hombros, pensando, mientras Donnag miraba, impotente, a su hijo, que hizo como si le importara muy poco su suerte.

—Una carreta llena de riquezas. Dos carretas, Donnag. ¡Diez! ¡Quiero diez veces lo que pagué por esta maldita espada!

El caudillo respiraba con dificultad, frotándose la garganta.

—Nos podríamos darte lo que quieres, pero todo ello te lo robarían antes de que abandonases estas montañas. Tú y nuestro hijo no sois los únicos ladrones de este país. Hay bandoleros en cada camino, y aunque los dos sois formidables, su número inclinaría la balanza en contra de vosotros.

—Su número, o los asesinos de mi padre —musitó Maldred.

Dhamon golpeó el puño sobre el brazo del sillón del caudillo, y la madera se astilló por el impacto.

—Quiero…

—Hay algo mejor que nos podemos ofrecer.

—¡Ja! ¿Otra de las espadas de Tanis? ¡Ja, ja!

—Nos tenemos mapas de tesoros —se apresuró a responder Donnag—. Nos pensamos en un par de ellos en particular. Son trozos de pergamino que se pueden ocultar con facilidad. Si te roban, ¿qué? Entrega las joyas. Tendrás mapas excepcionales que te guiarán hasta riquezas mayores. Nadie lo sabrá. Deja que nos te mostremos nuestra auténtica gratitud. Nos te daremos gemas y carretas, pero lo mejor de todo ¡es que nos te entregaremos excepcionales mapas de tesoros!

—Cualquier mapa que tengáis será tan falso como esta espada —dijo, y agitó la punta frente a los ojos del ogro.

Donnag sacudió la cabeza, y los aros del labio inferior repiquetearon nerviosamente.

—No, no; nos…

—Veamos esos mapas. —Fue Maldred quien intervino entonces—. Yo puedo saber si son genuinos, Dhamon —aseguró a su amigo—. Recuerdo que hace años alardeó ante mí de su colección de mapas de antiguos tesoros. Podría haber algo de verdad en sus palabras.

—Sí —asintió Donnag—. ¡Dejad que nos os los mostremos! —Sus ojos estaban apagados, como si Dhamon hubiera ahuyentado para siempre cualquier rastro del fuego y la dignidad que había poseído en el pasado—. Están abajo, en nuestra cámara del tesoro, con todas las otras gemas y cosas. Nos haremos venir a…

—¡A nadie! —gritó Dhamon—. Nos escoltaréis a vuestra cámara del tesoro vos solo. No quiero a ninguno de vuestros guardas, ni criadas, ni porteadores; sólo vos. Y no os quiero fuera de nuestra vista ni siquiera un segundo. No quiero trucos.


Donnag les mostró tres mapas, todos tan viejos y quebradizos que los bordes se habían desprendido y el resto amenazaba con convertirse en polvo.

—Éste es de los Dientes de Caos, las islas situadas al norte de Estwilde y Nordmaar. No me gusta la idea de tener que viajar tan lejos —indicó Maldred con desaprobación—. Y resulta impreciso respecto a lo que encontraremos.

Dhamon asintió con un gesto de cabeza, mostrando su acuerdo con él.

—Pero éste es de los Yermos Elian —dijo—, la isla situada al este del territorio de la señora suprema Roja. De nuevo, bastante lejos, pero no tanto, y no tengo ganas de quedarme por aquí. Sugiere la presencia de objetos mágicos, y eso vale mucho en la actualidad.

Maldred estaba entonces escudriñando el tercero, un mapa más pequeño, más viejo incluso que los otros dos, cuya tinta estaba tan descolorida que resultaba prácticamente imperceptible.

—Éste no conduce tan lejos como los otros. No nos haría falta encontrar un barco de vela. Y desde luego parece genuino.

Dhamon se reunió con él para mirar por encima de su hombro al mismo tiempo que no quitaba ojo a Donnag, que aguardaba, nervioso, en la escalera.

—Desde luego, éste sí que resulta intrigante, mi voluminoso amigo.

—El territorio ha cambiado, pero esto tienen que ser las Praderas de Arena —indicó el hombretón—. Derecho al sur desde aquí a través de la ciénaga de la hembra de Dragón Negro. ¡Bah! Puede decirse que este mapa se está cayendo a pedazos. Vamos a arreglarlo un poco para que sea algo más resistente.

Puso en marcha su magia, tarareando una cancioncilla gutural que se elevaba y descendía mientras los dedos se movían sobre el mapa. Los ojos de Maldred se iluminaron en un tono verde pálido, pero el color se fue intensificando y descendió por los brazos hasta los dedos, para finalmente cubrir todo el mapa.

—¡Hijo! ¿Qué estás…?

—Estoy arreglando un poco el pergamino, padre. Sólo se lleva un poco de mi poder, tan poco que jamás lo echaré de menos. —El resplandor se desvaneció al mismo tiempo que los hombros de Maldred se hundían, y éste sacudió la cabeza—. La magia es tan difícil —musitó sin aliento—. Parece más ardua ahora que apenas hace unos meses. Es una suerte que haya conseguido dominar por completo mi conjuro de camuflaje. Adoptar el aspecto de un humano es el único hechizo que todavía me resulta fácil.

Transcurrido un instante, volvía a parecer el de siempre. Enrolló rápidamente el pergamino y lo guardó en un pequeño tubo de hueso, que introdujo en un bolsillo profundo de sus pantalones.

—Dhamon, tú y yo le echaremos una atenta mirada a este mapa más tarde, cuando nos hallemos lejos de aquí. Veremos si podemos descifrar algo de la escritura. —Hizo una seña con la cabeza a su padre—. Dejaremos los otros dos mapas. No los vendas a nadie. Dhamon y yo podríamos quererlos más adelante. Regresaremos si no conseguimos nada de éste.

—Todavía sigo queriendo dos morrales llenos de gemas —intervino Dhamon, que se estaba llenando ya los bolsillos hasta rebosar, mientras se colocaba una gruesa cadena de oro alrededor del cuello y un brazalete en la muñeca.

—De acuerdo —respondió Donnag, dirigiéndole una mirada corva.

—Luego —siguió el hombre—, quiero que nos escoltéis fuera de la ciudad. No quiero teneros ni un instante lejos de nosotros para que tengáis la oportunidad de llamar a vuestros generales o a vuestra cuadrilla de asesinos. Será mejor que no hagáis que ninguno de vuestros esbirros nos siga. ¿Lo comprendéis?

El otro asintió de mala gana.

Dhamon ni siquiera permitió al caudillo que se cambiara de ropa.


Desde luego, la historia que contó a las mujeres no incluía el hecho de que Maldred fuera un mago ogro disfrazado de humano gracias a un conjuro de larga duración en el que era un experto, ni que Maldred fuera el hijo de Donnag. Por supuesto, también dejó fuera el lugar al que conducía el mapa del tesoro. Además, tampoco hizo mención alguna de la escama de su pierna. Dhamon se limitó a decir que la espada no funcionó de modo como se le había prometido que lo haría y que había recibido dos morrales de joyas y un mapa del tesoro de Donnag por sus molestias y por haber liberado a los esclavos.

—De modo que hemos terminado con Bloten —finalizó Maldred—; al menos, por el momento.

El gigantón había apartado a un lado la sábana; el cuerpo le brillaba de sudor, y los movimientos eran torpes por culpa del alcohol. Sus tres compañeras seguían festejándolo. Una de ellas tomó un buen trago de ron con especias; luego, besó a Maldred y depositó la bebida en su boca, a lo que éste contestó dándole un cariñoso golpecito para obtener otro trago.

—De todos modos, no estaríamos seguros allí en estos momentos —dijo, y lanzó una sonora carcajada.

—¡Exacto!

Dhamon también se echó a reír, y volcó la jarra. Recuperó el equilibrio recostándose contra el desvencijado cabezal de la cama; después le entregó la jarra vacía a Elsbeth.

—Ya te hafffía advertido que podría no quedar nada si esperabas.

—Estás borracho.

—Sí, señora.

Ella frunció el entrecejo, pero enseguida se animó.

—Empieza a oscurecer en el exterior. Iré a buscar otra botella. A lo mejor después de algunos sorbos más, querrás…

Dejó que las palabras flotaran en el aire mientras se apartaba de él, tras darle un veloz beso en la mejilla y antes de salir a toda prisa por la puerta.

—Así pues, ése es el motivo por el que tienes prisa por abandonar Blode —dijo Satén—. ¿Por el modo como amenazaste la vida del caudillo ogro?

—Sí, de nuevo —respondió Dhamon—. Ffeguro que hay una orden de detención contra mi fersona corriendo por todo este maldito país ahora, emitida por Donnag, y también por parte de unos caballeros de la Legión de Acero con los que nos cruzamos anteriormente. Y aunque todo hombre tiene que morir en algún momento, yo preferiría no haferlo en esta asquerosa tierra, essspecialmente a manos de los homfres de Donnag. Además, lo fierto es que odio estas montañas. Es hora de un cambio de faisaje.

—Eres un tipo curioso pero valeroso.

Satén se acurrucó, pegándose aún más a él.

—Hace tanto calor —dijo Dhamon, que deslizó un dedo por el brazo de la mujer, decidiendo que su piel tenía el mismo tacto que su nombre: satén—. Calor —repitió.

—Es el ron lo que te hace sentir calor. Este verano no está resultando tan malo. En realidad —ronroneó—, hemos padecido épocas peores. Puedo hacer que sientas más calor, y sé que no te importará en lo más mínimo.

Sus dedos se movieron en dirección a lo pantalones del hombre, sin embargo frunció el entrecejo cuando, de nuevo, él los apartó de una palmada.

—¡Eh!, todavía no ha ofcurecido —dijo—. No ha…

Vio que Elsbeth regresaba con dos jarras más en las manos. Maldred abandonó el lecho para apoderarse de una y volvió otra vez a toda velocidad con las mujeres.

—Cerveza —indicó Elsbeth al observar la expresión del rostro del hombretón—. Ya no hay ron con especias. Os bebisteis lo último que quedaba. Lo siento.

Dhamon aceptó su jarra sin comentarios y tomó un buen trago. Al igual que el perfume de las mujeres, la cerveza era barata y tenía un olor molesto, pero era fuerte. Su visión se había nublado lo suficiente como para que las patas de gallo que rodeaban los ojos de la mujer hubieran desaparecido. Entonces ya no parecía tan regordeta, sino más suave, más bonita. Dhamon tomó otro buen trago; luego, pasó el recipiente a Satén. Alargó las manos, agarró los cabellos de Elsbeth y acercó su rostro para a continuación besarlo. El olor a Pasión de Palanthas ya no resultaba tan fastidioso, y además parecía complementar lo que fuera que Satén llevara puesto.

Las muchachas le murmuraban al mismo tiempo que le desabrochaban los pantalones y tiraban de ellos. Su mente registró que aún no había oscurecido lo suficiente; una débil luz se filtraba por la ventana, y alguien había encendido una vela, probablemente una de las compañeras de Maldred. «Debería estar oscuro», se dijo, pero el alcohol y el perfume eran embriagadores, su lengua estaba demasiado entorpecida para protestar y los dedos se ocupaban en enroscar los cabellos de las mujeres.

Escuchó un fuerte golpe seco y un gruñido, y después fricción de sábanas; supo que el estruendo provenía del extremo de la habitación donde se hallaba su compañero. Sin duda, el hombretón se había caído del lecho. Abrió los ojos y ladeó la cabeza, y por entre un resquicio en los rizos de Elsbeth, vio a Maldred en el suelo, tumbado sobre el estómago, con la jarra de cerveza caída más allá de sus dedos inertes.

Dhamon habría reído de no ser porque su boca quedaba cubierta alternativamente por los labios de Satén y los de Elsbeth; en un respiro, la abrió para tomar otro largo trago de cerveza barata. Habría dado palmas, divertido, si no se hubiese dado cuenta de que las tres mujeres forcejeaban para devolver a Maldred, boca abajo, a la cama, y que una de ellas ataba las manos del hombretón al armazón del lecho.

—¡Eh!

Dhamon alargó el cuello. Las mujeres habían atado también los pies de su amigo, y entonces empezaban a vestirse.

—Algo no va bien.

Dhamon intentó seguir hablando, pero las palabras se perdieron en alguna parte entre su mente y su lengua. Quiso quitarse a Elsbeth de encima, pero ésta resultaba terriblemente pesada, y sus dedos parecían gruesos y torpes e incapaces de desenredarse de los cabellos de la mujer. Se sentía como una roca, imposibilitado para moverse, clavado en su puesto por la robusta rubia.

—Limítate a permanecer echado, cariño —lo arrulló la mujer.

—Bebe un poco más —le instó Satén.

La mujer le echó la cabeza hacia atrás y le vertió un poco más de cerveza por la garganta. La bebida era fuerte, demasiado fuerte, y cuanta más consumía más le parecía notar un sabor que no era el que debía tener.

—¡Nnno! —farfulló, intentado escupirla.

—Cariño, deberías estar dormido hace tiempo. Hemos puesto los suficientes polvos en esas jarras como para dejar sin conocimiento a un pequeño ejército. Una jarra de ese ron con especias debería haber sido más que de sobra para vosotros dos. Parece como si tuvierais la constitución de dos elefantes machos. Satén…

La delgada ergothiana dio vuelta a la jarra de nuevo, pero Dhamon consiguió apretar bien los dientes, y la mayor parte de la cerveza se derramó por el exterior de la boca. Notaba la cabeza alternativamente pesada y ligera. Intentó otra vez apartarse de Elsbeth y Satén, en esa ocasión con cierto éxito. Rodó junto con la primera, cayeron al suelo y quedó sobre ella, enredado con la sábana y los pantalones. Intentó levantarse, pero los brazos y las piernas estaban entumecidos.

Elsbeth, arrastrándose, consiguió salir de debajo de él y lo empujó de espaldas sobre el suelo. Su compañera los miró desde el borde de la cama.

—¡Satén, mira su pierna! Hay una…

—La veo, Els. Es una cicatriz muy rara. La examinaremos mejor luego. Toma, sujeta la jarra. ¡Hazlo!

Con los ojos cerrados, Dhamon se concentró. «¡Muévete! —se dijo a sí mismo—. ¡Muévete infeliz!». Finalmente, consiguió liberarse con esfuerzo de la sábana, subirse los pantalones y apartarse un poco más de Elsbeth. Pero el alcohol adulterado había embotado de tal modo sus sentidos que olvidó la presencia de las otras tres mozas en el extremo opuesto de la habitación, y varios pares de manos lo sujetaron, inmovilizándolo en el suelo. Al poco rato, oyó que alguien se acercaba arrastrando los pies. Con un considerable esfuerzo, consiguió ladear la cabeza y descubrió a Elsbeth de pie junto a él, con la jarra vacía en la mano. El recipiente descendió veloz y con fuerza, le golpeó en la frente y lo dejó inconsciente.

Despertó minutos más tarde, o al menos eso le pareció. No debía haber transcurrido mucho tiempo, ya que la habitación no parecía más oscura que antes, y la cabeza le dolía terriblemente allí donde la mujer lo había golpeado. Satén llevaba puesta su túnica, ceñida con la cuerda de la cortina para impedir que resbalara por su delgada figura. También Elsbeth se había vestido; estaba ocupada rebuscando en el morral y profería exclamaciones de asombro ante las gemas y las joyas. Vio que las otras tres mujeres se habían apoderado ya de las posesiones de Maldred y que cada una llevaba un cuchillo de hoja larga sujeto a la cintura.

Satén se aproximó despacio y tomó la espada de Dhamon de la cabecera de la cama.

—¿Inútil, eh? —La desenvainó y pasó el pulgar por el borde; se estremeció al hacerse un corte superficial y, a continuación, introdujo el dedo herido en la boca y la succionó con avidez—. Puede ser que no te sirva de nada a ti, pero apostaría a que podría conseguir una buena cantidad de monedas de acero por ella en alguna parte. Debes saber que también nosotras nos vamos lejos de Blode, ahora que poseemos riquezas más que suficientes para hacerlo. Y todo gracias a vosotros.

Elsbeth se había puesto una mochila a la espalda y se inclinaba entonces sobre Dhamon. También ella llevaba un cuchillo de larga hoja sujeto a la cintura. Las armas eran todas idénticas; tenían los mangos envueltos en piel de serpiente marrón y un símbolo cosido en ellos que las señalaba como miembros de algún gremio de ladrones.

—Vosotros no sois los únicos ladrones en este poblacho lastimoso —indicó Elsbeth—, y está claro que nosotras somos mucho mejores robando que vosotros.

Dio la vuelta al cuchillo y le golpeó violentamente el esternón con el mango. Asestó unos cuantos golpes más, y luego dirigió la hoja hacia el estómago, hasta que apareció una fina línea roja.

—Puesto que la droga no te ha dejado totalmente inconsciente —explicó—, apuesto a que puedes sentir esto; al menos, eso espero.

Lo abofeteó con fuerza; después, retrocedió un paso para admirar su trabajo antes de abofetearlo de nuevo una y otra vez.

Dhamon intentó forcejear con las sogas que lo sujetaban a la cama, pero todo lo que consiguió fue mover débilmente los brazos. Las cuerdas estaban apretadas, anudadas con tanta habilidad como podría haberlo hecho un marinero. Estaba seguro, no obstante, de que podría haberse librado de ellas de haber dispuesto de toda su fuerza y agudeza mental; por desgracia, el alcohol adulterado le había desprovisto de ambas cosas. Dejó caer la cabeza a un lado, observando cómo Satén se dirigía a inspeccionar a Maldred, que yacía de espaldas, sin sentido.

—Cuando mencionaste que había una recompensa por ti, consideré la posibilidad de hallar un modo de obtenerla, pero soy una ladrona no una caza recompensas —dijo Satén, echando una veloz mirada hacia atrás en dirección al hombre.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer con ellos? —le preguntó una de las otras mujeres.

—No debe haber testigos, chicas —indicó ella—. Ya sabéis que jamás dejamos testigos.

Elsbeth chasqueó la lengua.

—Mala cosa, señor Dhamon Evran Fierolobo; me gustabas un poco. Habría preferido jugar un rato más. Pero Satén tiene razón: dejar testigos no resulta nada saludable.

Alargó la mano por detrás del cuello de Dhamon y soltó la cadena de oro, que a continuación colgó de su propio cuello; el brazalete de oro del hombre la siguió rápidamente.

—Sencillamente no podemos permitirnos dejar a nadie con vida que pueda contar lo que hacemos. Lo comprendes, ¿verdad?

Dos de las mujeres se habían sujetado a la espalda las mochilas de Dhamon y Maldred, y salían ya por la ventana.

Otra sopesaba el espadón de Maldred, intentando averiguar el mejor modo de transportarlo.

Satén lucía la Aflicción de Lahue y se había dado la vuelta a propósito para que Dhamon pudiera ver cómo colgaba de su garganta. Le llegaba casi a la cintura; la cadena de platino reflejaba la luz de las velas y centelleaba como estrellas en miniatura. La mujer introdujo el diamante de color rosa bajo la túnica y sonrió, maliciosa.

—Este hombretón de aquí…, Maldred lo llamaste, es mío —declaró.

Sostuvo a Wyrmsbane en alto por encima de la espalda del caído, dirigiendo la punta hacia la parte central de la columna vertebral, sin dejar de mirar a Dhamon.

—Lo mataré con tu inútil espada. Será rápido. Puede ser que ni siquiera note nada.

—En ese caso, imagino que me tocas tú, Dhamon Fierolobo.

Elsbeth desenvainó su largo cuchillo y se aproximó.

El hombre ya no podía ver a ninguna de las mujeres, pues tenía la visión borrosa. Todo lo que conseguía distinguir era una convulsionada masa de color gris y negro. Había un punto de luz —quizá se tratara de la vela encendida—, pero todo lo demás era un remolino de grises.

—Tengo que admitir, sin embargo, que estoy segura de que me habría gustado pasar la noche contigo, cariño. Y habría sido agradable para ti obtener algo a cambio de todas estas riquezas que nos estáis entregando.

—Yo primero, Els —ronroneó Satén.

La delgada ergothiana guiñó el ojo a su compañera, alzó todo lo que pudo el arma por encima de la espada de Maldred y luego, sobresaltada, giró apartándose de la cama en el mismo instante en que la puerta era abierta violentamente de una patada. La hoja de madera golpeó la pared con tanta fuerza que el espejo cayó y se hizo añicos en el suelo.

—Pero qué…

Elsbeth se dio la vuelta, con el cuchillo sujeto frente a ella, para contemplar con ojos entrecerrados a la mujer que se encontraba en lo que quedaba del marco de la puerta.

La luz del farol que penetraba desde el corredor mostraba a una semielfa esbelta, cubierta con un voluminoso vestido color verde mar y una alborotada melena de cabellos de un blanco plateado desplegándose hacia atrás desde su rostro. Sostenía dagas de hoja ondulada en cada mano y lucía una mueca despectiva en los labios color rosa pétalo.

—No «pero qué» —corrigió la semielfa—; quién, pero quién. Mi nombre es Rikali Aldabilla, y en realidad no me importa si matáis a esos dos gusanos que tenéis maniatados. Liberar al mundo de ellos significaría hacernos a todos un gran favor. Podéis hacerlo despacio y con minuciosidad, y también dolorosamente por lo que a mi respecta. Pero mientras lo hacéis, deseo una parte de las riquezas que os estáis llevando. Es totalmente justo. Sólo me hace falta vuestra insignificante cooperación.

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