7 Escamas

El terreno cenagoso se agarraba a los tacones de las botas de Dhamon mientras éste avanzaba penosamente a través de un espeso bosque de cipreses. Varek y Maldred iban unos metros por delante de él, hablando, y en la voz del hombre más joven se detectaba un tono de decidida urgencia. De vez en cuando, Maldred se volvía y decía algo a Dhamon, aunque éste no respondía, pues prestaba menos atención a las palabras de sus compañeros que al persistente zumbido sordo de la nube de insectos que los envolvía. Dhamon pensaba en la misteriosa sanadora que indicaba el mapa mágico.

—El tesoro pirata primero —musitó para sí—, si es que existe. —Usaría gran parte de él, todo si era necesario, para pagar el remedio de la hechicera—. Si es que ella existe —añadió, aunque no había sido su intención hablar en voz alta.

—¿Qué has dicho, Dhamon?

La pregunta provino de Maldred, que se había detenido al borde de un claro enlodado.

—He dicho que haré la primera guardia —replicó el aludido—. El sol empieza a ponerse. No me gusta la idea de viajar por esta ciénaga en la oscuridad, en especial porque carecemos de antorchas.

Tenues estrellas comenzaban a aparecer ya cuando Varek y Maldred se durmieron. Dhamon, sentado con la espalda apoyada en una larguirucha corteza peluda, escuchaba los ronquidos de Maldred, un coro de grillos y, desde un álamo envuelto en musgo, un papagayo que los regañaba en voz baja por penetrar en su territorio.

Por un brevísimo instante, Dhamon consideró la posibilidad de robarle a su grandullón compañero el mapa encantado y dedicarse a la búsqueda del tesoro y de la hechicera; tal vez ambas cosas resultarían fantasías sin fundamento.

—Que Maldred y Varek encuentren a Riki —murmuró—. No necesitan mi ayuda para esa tarea. No tengo por qué perder el tiempo… ¡Por todos los dioses desaparecidos; por favor, ahora no!

Había empezado a notar punzadas en la pierna derecha, suaves en un principio, pero tras el paso de unos cuantos minutos, el dolor se tornó intenso y su cuerpo febril. Se puso en pie con paso inseguro y se alejó, tambaleante, del pantanoso claro. Siguió la senda de un pequeño arroyo en dirección este durante casi un kilómetro y medio hasta sentir tal opresión en el pecho y tan entumecidas las piernas que no pudo continuar andando. Descendió a trompicones por una pequeña pendiente y penetró en las aguas enfriadas por el aire nocturno; luego, se aupó con un tremendo esfuerzo hasta la fangosa orilla. Apretó las manos sobre el muslo, sintiendo, a través de la desgastada tela de los pantalones, el contacto de la escama dura como el acero.

—¡Maldita sea esta cosa! —exclamó en voz baja—. ¡Y maldita sea mi persona!

Frías oleadas palpitaban hacia el exterior desde la escama, como si Dhamon hubiera sido arrojado a un mar helado. Sus dientes castañeteaban, y se enroscó sobre sí mismo, aunque no consiguió más calor por estar en aquella posición.

La sensación persistió hasta que sintió que no podía soportarlo más y estuvo a punto de perder el conocimiento; luego, empezó a disiparse despacio, y tras unos instantes que le parecieron interminables, volvió a sentir calor. Se llenó los pulmones con el aire de finales de verano y se esforzó por incorporarse, pues el resbaladizo lodo se empeñaba en hacer que cayera. Rastreando, sus dedos localizaron una enredadera y, con su ayuda, consiguió ponerse en pie.

Por un instante, pensó en regresar junto a Maldred y Varek, a pesar de que le repugnaba la idea de aparecer desvalido ante ellos, pero de improviso sintió un mayor acaloramiento. Sacudidas de calor acuchillaron su pierna allí donde estaba incrustada la escama; eran regulares y palpitantes, como el latido errático de un corazón que no era el suyo. El calor se intensificó, y en un esfuerzo por negar su padecimiento, apretó los puños, de modo que las uñas se clavaron con fuerza en las palmas. Sintió sangre en las manos, pero no dolor, pues las heridas que se infligía a sí mismo eran insignificantes en comparación con lo que la escama le estaba haciendo.

—No —musitó—. Detén esto.

Siguió avanzando, tambaleante, a lo largo del arroyo sin dejar de canturrear las palabras, como si éstas pudieran ahuyentar el dolor. Tras unos cuantos pasos más, se desplomó; resbaló sobre una grasienta parcela de juncias y cayó de espaldas. A continuación, se deslizó de cabeza por la empinada orilla, hasta que un tacón se le enganchó en una raíz. Sus cabellos quedaron colgando sobre el agua.

El calor se fue incrementando, y las sacudidas se aceleraron hasta dejarlo sin aliento. Las extremidades le temblaban, pero era incapaz de controlarlas, y sus brazos aleteaban de un lado a otro mientras rezaba para que le llegara la inconsciencia, la muerte, cualquier cosa que aliviara el dolor. Rodó por el suelo hasta que su rostro quedó en el agua, y vomitó, vaciando su estómago de la poca comida que había consumido durante el día. A continuación, hizo acopio de todas las energías que tenía, alzó la cabeza y la descargó con fuerza contra una roca; se hizo un corte, que añadió un dolor sordo a sus sufrimientos. Volvió a levantar la cabeza, notó cómo la raíz se soltaba y sintió que recorría resbalando el resto del trecho hasta la parte inferior de la orilla, donde se giró hasta quedar con la espalda sumergida en el agua.

Esa zona no era profunda, de modo que el agua sólo le bañaba hasta la altura de los hombros y le cubría el lado posterior de la cabeza. Una parte de él se dio cuenta de que resultaba agradablemente fresca, aunque no servía para eliminar el calor devorador. En aquellos momentos, Dhamon temblaba ya de pies a cabeza. Se maldijo a sí mismo por perder el control del dolor, y maldijo al caballero negro y al dragón que lo habían llevado a ese estado de vulnerabilidad y tortura.

Su mente lo propulsó de vuelta a un claro de un bosque en Solamnia. Se hallaba arrodillado junto a un caballero negro, al que había herido mortalmente; le sujetaba la mano al mismo tiempo que intentaba ofrecerle todo el consuelo posible en los últimos momentos de la vida de aquel hombre. El moribundo le hizo una seña para que se acercara más, aflojó la armadura de su pecho y mostró a Dhamon una enorme escama color rojo sangre incrustada en la carne. Con dedos torpes, el caballero consiguió arrancar la escama, y antes de que Dhamon comprendiera lo que sucedía, la había apretado contra el muslo de éste.

La escama se ciñó a su pierna como si fuera un hierro candente presionado contra la carne indefensa. Fue la sensación más dolorosa que Dhamon había experimentado en toda su joven existencia, y peor que el dolor fue el deshonor: Malys, la hembra de Dragón Rojo y señora suprema a quien pertenecía la escama, usó ésta para poseerle y controlarle. Transcurrieron meses antes de que un misterioso Dragón de las Tinieblas, junto con una hembra de Dragón Plateado, llamada Silvara, utilizara magia arcana para romper el control de la señora suprema. La escama se tornó negra durante el proceso y, poco después, había empezado a dolerle periódicamente.

En un principio, el dolor era poco frecuente, breve y tolerable, y desde luego preferible a estar bajo el control de un dragón. Poco a poco, los ataques empeoraron y fueron durando más. Había buscado un remedio en numerosas ocasiones, recurriendo a místicos, sabios y ancianos que vendían botellas llenas de toda clase de apestosos brebajes. Había buscado la espada de Tanis porque se decía que localizaba para su dueño cosas perdidas y difíciles de conseguir. Dhamon le había pedido que le encontrara una cura, pero en su lugar lo había maldecido con visiones insondables.

—Debería matarme —siseó con los dientes bien apretado—; matarme y acabar con todo esto en vez de esperar como un idiota a que la sanadora de Mal exista.

Había jugueteado con la idea del suicidio en varias ocasiones, pero o era incapaz de encontrar el valor para hacerlo, o hallaba una razón para esperar que las cosas cambiaran; siempre encontraba alguna idea a la que aferrarse, como la misteriosa sanadora de Mal en las Praderas de Arena.

—Si existe.

Había creído en la posibilidad de que los ataques hubiesen acabado por fin, pues habían transcurrido casi cuatro semanas desde el último episodio. No obstante, una parte de él sabía que no era así, y el de esa noche era el peor que había padecido. En el pasado, el dolor persistía hasta que perdía el conocimiento, pero en esa ocasión parecía que no se le iba a conceder aquella gracia.

En el fondo de su mente, centellearon imágenes de la enorme hembra Roja llamada Malys, del Dragón de las Tinieblas y del Plateado. También vio otras imágenes, escamas y alas de color bronce y azul, y se preguntó si eran todo imaginaciones de su mente o si dragones de aquellos colores pasaban en esos momentos por encima de su cabeza, ya que la escama le concedía la capacidad de percibir si había dragones en las proximidades.

Permaneció postrado en el río, presa de enormes dolores, durante casi una hora, con lágrimas manando incontenibles de sus ojos, la respiración entrecortada y aspirando el fétido aire del lugar, mientras visiones de dragones de bronce, azules y negros nublaban sus pensamientos. Cuando las oleadas de fuego y hielo se tornaron irregulares por fin y disminuyeron en intensidad, se arrastró fuera del agua y trepó por la orilla hasta encontrar un terreno llano y más elevado. Se tumbó sobre la espalda y contempló con fijeza las innumerables estrellas que podía distinguir a través de una abertura en el follaje, haciendo todo lo posible por suprimir el martilleo de su cabeza. Cuando el aire cálido terminó de secarlo, se incorporó y manipuló con dedos torpes los cierres de los pantalones.

Se bajó los calzones y se inclinó al frente para estudiar su pierna. La gran escama negra del muslo derecho reflejaba débilmente la luz de las estrellas e iluminaba varias escamas del tamaño de monedas de acero que habían brotado alrededor de los bordes. Contó las pequeñas protuberancias —once—, dos más de las que tenía unas semanas atrás.

—¿Qué me está sucediendo? —musitó.

Mal conocía la existencia de la escama grande, la que había pertenecido a la señora suprema Roja. Palin Majere, Feril y un montón de otras personas sabían también que llevaba aquella escama; pero nadie estaba enterado del creciente número de otras más pequeñas, pues había conseguido ocultar a todo el mundo esa desdichada evolución de su problema.

Reflexionó sobre si debía regresar al campamento y robar el cuchillo de Maldred, ya que era tan sigiloso como cualquier ladrón. La semielfa había sido una buena maestra. Podía abandonar a Maldred y a Varek, escabullirse lejos y poner fin a su vida con un tajo del cuchillo, así acabaría con ese sufrimiento.

—Debería hacerlo —dijo en voz baja.

Echó la dolorida cabeza hacia atrás para estudiar de nuevo las estrellas. No reconoció las constelaciones. Habían transcurrido semanas entre ése y el último ataque, según recordó, y habían sido semanas de libertad, durante las que él y Maldred se habían entregado a diferentes placeres en varias ciudades de ogros, y lo cierto era que lo había pasado bien con su amigo.

—Debería hacerlo —repitió.

Pero entonces la escama ganaría. Él jamás había sido alguien propenso a darse por vencido. ¿Krynn? Sí. Había desistido de luchar contra el mundo hacía muchos meses, cuando decidió que no se podía vencer a los señores supremos. ¿Sus amigos? Había renunciado a la mayoría de los que no habían muerto estando con él. Palin Majere no podía hacer nada respecto a la escama. Feril se había alejado. Fiona y Rig —el último siempre parecía estar en desacuerdo con él— lo habían dejado por imposible, y él a ellos. Los había abandonado prácticamente a todos; pero no a Maldred.

—Debería hacerlo, pero aún no, aún no.

Existía la sanadora que indicaba el mapa, y ella era su última esperanza. Existía el tesoro pirata, que era lo primero entonces.

—Luego, la sanadora.

¡Oh!, y también había que rescatar a la semielfa. Dhamon no estaba de humor para rescatar a nadie, excepto a sí mismo, y si no llegaban a ese pueblo llamado Polagnar dentro de un día o dos, haría todo lo posible por convencer a Maldred de que se olvidara de Riki y se dedicara a ir en busca del tesoro pirata. Que Varek se preocupara de su esposa; Dhamon tenía una escama de la que preocuparse. Sabía que vivía sólo para sí mismo, pero al diablo con las consecuencias, y al diablo con cualquiera que se interpusiera en su camino.

—Al diablo conmigo —dijo.

Exhausto por los sufrimientos padecidos, regresó a la larguirucha corteza peluda. Nadie se había despertado; nadie había detectado su ausencia. Tomó un frasco de cerveza. Una tenue luz rosada empezaba a dejarse ver en el cielo sobre su cabeza, lo que indicaba que faltaba poco más de una hora para el amanecer. Apoyó la espalda contra el tronco y tomó un buen trago. La bebida ayudó a adormecer las punzadas de su cabeza, que por lo general continuaban durante unas cuantas horas después de finalizados los ataques. Una cantidad suficiente de cerveza conseguía adormecerlo casi todo, según había averiguado. Prácticamente se la bebió entera; luego, volvió a colocar el corcho y aguardó a que sus compañeros despertaran.

Загрузка...