3 Promesas rutilantes

El fuego de la posada chisporroteaba suavemente detrás de Dhamon Fierolobo, impregnando el aire con el penetrante aroma ahumado de la madera de abedul demasiado verde y la fragancia mucho mejor recibida de un cerdo que se asaba poco a poco. Ambos aromas eran más agradables que el resto de los olores presentes: sudor de ogro y la irreconocible vaharada de comida y bebida derramadas quién sabía cuánto tiempo hacía y que jamás habían sido limpiadas.

—Dhamon, hace demasiado calor hoy para tener un fuego encendido de este modo.

La protesta provino de Maldred, un gigantón con una masa de cabellos aclarados por el sol que le caía por encima de la frente. Las gotas de sudor salpicaban generosamente la bronceada piel. Suspiró, meneó la cabeza y acercó la silla unos centímetros más en dirección a la mesa, alejándola de esa forma unos centímetros de las llamas.

—Calor —repitió, y la palabra sonó como un juramento—. Debería decirle al propietario que bajara la intensidad del fuego. Hace un calor infernal.

—Sí, amigo mío, este final de verano está resultando una bestia particularmente malévola. Pero me apetece un poco de ese cerdo como cena, y por lo tanto toleraré un poco de calor extra. Además, la luz del fuego está resultando bastante útil.

Dhamon indicó con la mano un mapa que quedaba iluminado; el pergamino estaba extendido sobre la superficie de una desgastada mesa, con cuatro jarras vacías que, sujetando los extremos, lo mantenían inmóvil.

—Fuiste tú quien dijo que necesitábamos un lugar donde pudiéramos extender este supuesto mapa del tesoro para mirarlo con más atención. Tú escogiste este cuchitril y esta mesa.

El otro refunfuñó una respuesta ininteligible.

—Eras tú —añadió al cabo de un instante— quien necesitaba un lugar donde descansar… después del ataque que padeciste este mediodía por culpa de la escama de tu pierna.

Dhamon mantuvo los ojos fijos en el pergamino.

—Encontrar el tesoro pirata al que dices que conduce este mapa ayudará a mi bolsillo, pero no servirá para solucionar mi problema con la escama. —La palabras de Dhamon apenas eran más que un murmullo y estaban dirigidas más a sí mismo que a su compañero—. No tengo esperanzas de hallar una cura jamás.

El hombretón respondió de todos modos, manteniendo la voz baja, de manera que el resto de parroquianos no pudieran oírlo.

—Creo que podrías estar equivocado, amigo mío. Me parece, si mi memoria sobre las tradiciones locales no me falla, que el tesoro que se oculta al final de este mapa lo solucionará todo.

Se encontraban en el rincón más apartado de una taberna miserable, a un largo día de viaje de Bloten, la capital del territorio ogro, y todo lo lejos que podían estar de la ventana cubierta de mugre a la que los ogros que deambulaban por el exterior echaban ojeadas al pasar. También había ogros en el interior del establecimiento, cuatro en concreto sentados unas pocas mesas más allá, todos bebiendo y jugando, y echando miradas hostiles de vez en cuando en dirección a Dhamon y Maldred. El primero sabía que no tardaría en haber más ogros en cuanto el sol se pusiera al cabo de una hora más o menos, que era la señal para cualquier raza de que había llegado el momento de ir de copas y confraternizar.

—Estamos fuera de lugar aquí —indicó el gigantón—. No he visto a un solo humano pasar ante la ventana. Apuesto a que no hay ni uno en toda la ciudad. Había más humanos en Bloten.

—¿Estamos fuera de lugar? —repitió su compañero con una carcajada—. No, amigo mío. Yo estoy fuera de lugar. Ésta es tu gente, aunque ellos no puedan saberlo por tu aspecto. No pueden ver debajo de ese cascarón mágico que has pintado. No importa; estaremos lejos de esta taberna y esta ciudad dentro de poco. Unos cuantos días más y afortunadamente habremos salido del territorio de los ogros; para siempre. —Golpeó el mapa con un dedo—. Ahora, respecto a ese tesoro, lo cierto es que el mapa parece distinto de cuando lo vimos en casa de tu padre. ¿No crees?

Maldred se inclinó sobre el pergamino y asintió.

—Diferente. Pero hay algo en él…

Era viejo, con la tinta tan descolorida en algunas partes que la mayoría de palabras no se podían distinguir. Incluso algunas de las figuras que la luz de las llamas iluminaba estaban tan pálidas que los dos tenían que adivinar si las manchas querían indicar bosques o lagos.

El dedo de Maldred revoloteó por encima de un trozo del color de la sangre seca.

—El valle —musitó—. Había olvidado el valle. —Sacudió la cabeza, y algunas gotas de sudor cayeron sobre el mapa—. El valle Vociferante lo llaman, una de las pocas cosas de esta tierra que no cambiaron después del Cataclismo.

La expresión de Dhamon le indicó que prosiguiera.

—No tardarás en verlo por ti mismo, amigo mío, cuando nos adentremos en las Praderas de Arena. No he estado jamás en el valle, pero conocí a alguien que penetró en ese lugar. Dijo que no pudo recorrerlo por completo; dijo que lo estaba volviendo loco.

—Pero nosotros lo atravesaremos… si es el camino más corto para llegar al tesoro. Además, no creo demasiado en cuentos de ogros; en cualquier clase de cuentos, a decir verdad. —Había una tranquila fuerza en las palabras del otro—. Creo que tardaríamos demasiado rodeando el valle, si es que el tesoro está ahí, como tú crees. —Señaló un punto junto a un río—. En línea recta hasta las riquezas es por donde iremos.

»No importa adonde viajemos; el terreno tendrá un aspecto distinto del que muestra este viejo mapa. No he pisado jamás las Praderas de Arena, pero sé, y lo mismo ha sucedido en todas las zonas de Krynn, que han cambiado desde que se dibujó esto. El Cataclismo. La Guerra de Caos. Incluso este valle Vociferante tuyo tiene que haber cambiado.

—Tal vez.

Dhamon echó una veloz mirada a su amigo, observando que los ojos del hombretón estaban fijos en la parte central del mapa.

—Tú ya estuviste en las Praderas, ¿verdad, Mal?, hace unos cuantos años. Recuerdo que me dijiste algo sobre espiras aullantes y…

Su compañero no respondió, pero alzó un dedo para acallar a Dhamon, que luego bajó hacia el mapa. Al cabo de un instante, pasaba las yemas de los dedos por la superficie del pergamino, moviendo los ojos de un extremo a otro, para después posarlos en un río que iba a desembocar en un mar situado al sur. La piel le hormigueó ligeramente mientras el dedo índice pasaba sobre las débiles marcas y borrones que en una época podrían haber sido rótulos de ciudades o accidentes geográficos importantes.

—Hay magia aquí —declaró finalmente Maldred, después de transcurridos unos minutos.

—Sí. Lanzaste…

—No. —El otro negó con la cabeza—. Esta magia no tiene nada que ver con lo que yo pudiera hacerle al pergamino. El mapa mismo parece contener un hechizo. Se trata de magia muy antigua, fuerte. Percibo un atisbo de hechicería Túnica Roja.

Olvidados el calor del verano y el fuego, Maldred se permitió verse consumido durante varios minutos más por el antiguo mapa, girando el cuerpo de modo que no obstruyera el paso de la luz del fuego. El suave resplandor de los pocos faroles que colgaban por la estancia no era suficiente para iluminar adecuadamente el pergamino.

Dhamon carraspeó para llamar la atención del otro y señaló con la cabeza en dirección a un par de ogros que acababan de entrar en la posada y habían elegido una mesa situada sólo a pocos metros de ellos.

—Creo que puedo acceder a la magia del plano —indicó Maldred, haciendo caso omiso de los recién llegados.

—Tal vez deberías hacerlo en algún otro lugar —sugirió Dhamon, pues la pareja de ogros los observaba, arrugando las narices y entrecerrando los ojos para mostrar su desprecio por los humanos.

—No. —Su compañero no pensaba en los ogros, extasiado ante las posibilidades del mapa—. Quiero ver de qué va todo esto. Apostaría a que mi padre no sabía que este mapa era mágico.

Colocó la palma de la mano sobre un símbolo en la parte inferior que servía de brújula. Estaba descolorido, como todo lo demás, pero las flechas que señalaban el norte y el sur se distinguían con más claridad que cualquier otra cosa del pergamino.

A Dhamon le preocupó que la mano sudorosa de su camarada pudiera emborronar lo que podían leer, y miró a la pareja de ogros, que empezaban a mostrar cada vez más curiosidad por lo que hacía Maldred.

—¿No crees que…?

El otro desechó las palabras de su compañero con un ademán. Cerró los ojos, y sus labios formaron palabras silenciosas que ayudaron al conjuro.

—La clave —murmuró en voz baja entre series de palabras arcanas—. ¿Cuál es la clave de este mapa maravilloso? La clave… ahí.

De improviso, el mapa se iluminó con luz propia, pálida y de un amarillo dorado, lo que atrajo al instante la atención de Dhamon y de los dos ogros situados más cerca. Estos últimos se inclinaron hacia adelante, pero siguieron sentados.

—La clave —repitió Maldred, y su voz ya no era un susurro—. Muéstranos el puerto pirata de épocas pasadas, el puerto que había antes del Cataclismo, en la época en que las Praderas de Arena estaban repletas de filibusteros y relucientes promesas de oro, y más, y… ¡Ah!

Se formó una imagen sobre el mapa, transparente pero reproducida con increíble detalle. La superficie de la mesa adoptó el aspecto de un mar, de un azul brillante y en movimiento; las espirales formadas por las vetas de la madera se convirtieron en olas espumosas. Las jarras de cerveza relucieron y tomaron el aspecto de barcos. Habría uno de tres mástiles con hinchadas velas de un blanco espectral ondeando a impulsos de una brisa que parecía rodear la mesa y eliminar el calor del fuego y del verano. Se escuchó un grito, bajo y agudo, de una gaviota, y en respuesta, los rasgos del mapa se tornaron más nítidos y concretos. Por todas partes surgieron nombres de ciudades y bosques, mientras una fluida escritura indicaba senderos y ríos. Los colores se volvieron brillantes e hipnóticos, y capturaron la atención de Dhamon y Maldred con la misma firmeza que una tenaza.

—El puerto pirata, el lugar donde guardaban los tesoros robados —dijo Maldred.

Sonrió cuando un punto del mapa se tornó más brillante aún: se trataba de una señal en forma de concha de almeja, situada a unos pocos centímetros por encima del sitio donde el río desembocaba en el mar.

—El puerto pirata como era en el pasado —declaró—, y más o menos como está ahora. El puerto allí donde se encuentra en este mismo instante.

El pergamino refulgió, y las olas desaparecieron. La brisa se desvaneció al instante para ser reemplazada por el calor de la taberna; el chasquear de las velas fue sustituido por el chisporroteo del fuego que había detrás de ellos. Las marcas del mapa seguían siendo visibles, pero eran diferentes a como habían aparecido un instante antes. El mar del extremo meridional del mapa había desaparecido, y en su lugar se veía un glaciar. Las Praderas de Arena también eran diferentes, y el río ya no estaba, aunque la señal en forma de concha que indicaba el puerto pirata seguía allí. El puerto parecía encontrarse en medio de una extensión de tierra árida.

—Está enterrado —indicó Maldred—. El puerto ha quedado enterrado por la tierra y el tiempo. No sé a qué profundidad se encuentra el tesoro pirata. No importa. Lo encontraremos. Tiene que haber un tesoro.

En respuesta, el aire centelleó como un reluciente diamante por encima de la señal en forma de concha.

—Sin duda alguna, hay un tesoro. —Movió la mano libre sobre la superficie, barriendo la imagen del territorio—. Ahora muéstranos a la mujer sabia, a la Mujer Sabia de las Praderas.

Dhamon abrió la boca para decir «¿qué?», pero la palabra no surgió. El asombro ante la magia le oprimía la garganta.

Se iluminó un círculo; era de color negro reluciente y con luz interior. Se encontraba a kilómetros al norte y al oeste de donde se hallaba el puerto pirata de Maldred. El círculo brilló y se tornó más alto para representar una torre de piedras negras que reflejaban estrellas invisibles.

—La torre de la Mujer Sabia de las Praderas —empezó Maldred con voz entrecortada—. No he olvidado las tradiciones locales. Sombrío Kedar, ese viejo ogro amigo mío, me habló de una humana que, según se decía, podía curar todo mal y encontrar un remedio para cualquier problema. Una sanadora. Sombrío quería conocerla. Nosotros la conoceremos por él.

—¿Curar todo mal? —bufó su compañero—. ¿Remedios para cualquier problema?

—Tu escama es tanto un mal como un problema muy definido, Dhamon. Podría costarte la vida. Me pregunto si ella no podría ser la respuesta.

—Estás mirando un mapa que tiene siglos de antigüedad, Mal —respondió él, meneando la cabeza—. Los humanos no viven tanto tiempo. Lo sabes perfectamente. Aunque aprecio tu gesto, y a pesar de que deseo con ansia deshacerme de esta cosa, no… ¿Qué es esto?

—La Mujer Sabia de las Praderas en la actualidad.

El mapa cambió cuando Maldred volvió a pasar la mano sobre la superficie una vez más para mostrar el territorio tal y como estaba entonces: sin mar, con un glaciar en el extremo meridional y sin el río por el que habían navegado los piratas. La imagen de la torre permaneció, no obstante, aunque ya no era brillante, y las estrellas no se reflejaban en los bordes.

El hombretón ahuecó la mano cerca de la imagen de la torre, y apareció una figura flotando sobre la palma. Era una mujer vestida con una túnica negra, pero las facciones resultaban demasiado diminutas como para adivinar mucho más sobre ella.

—La Mujer Sabia de las Praderas —anunció.

La imagen asintió con la cabeza, y luego, desapareció. El mapa resplandeció, y ellos lo contemplaron con fijeza y en silencio durante unos instantes.

Dhamon rompió finalmente el silencio.

—¿De modo que consideras que esa mujer sabia, que crees que es capaz de curar males y que piensas que ha seguido viva durante todos estos siglos, puede… —buscó la palabra adecuada— curarme? —Al cabo de un momento, apretó los labios para formar una fina línea, con los ojos todavía fijos en la vacilante imagen de la torre—. No, una persona así no podría existir; ni entonces ni tampoco ahora. Y no está bien darme tales esperanzas.

También Maldred tenía la vista fija en el pergamino.

—Existía entonces. Los relatos de Sombrío Kedar son ciertos. Existe hoy en día; lo sé. Dhamon, éste es el motivo por el que seleccioné el mapa de las Praderas de Arena de mi padre. Aunque la verdad es que no lo creía capaz de generar magia. Recordé los relatos de Sombrío. Recordé la existencia de la mujer sabia. Recordé las historias sobre el puerto pirata y su fabuloso botín.

—El tesoro pirata —instó el otro—. Tú lo quieres. Yo lo quiero.

Maldred asintió, pero su amigo no percibió el gesto.

—Lo necesitamos. Sombrío dijo que la sanadora podía realizar maravillas, pero que cada hazaña suya era muy cara… Podía exigir las riquezas de un príncipe a cambio de su magia. En el tesoro pirata debería haber la cantidad suficiente como para satisfacer sus deseos.

—Si sigue viva —susurró Dhamon—, si es que alguna vez existió.

Llevó la mano hasta su muslo para palpar la escama de dragón bajo la tela de los pantalones.

—Vale la pena probarlo. Debería ser capaz de curarte a cambio de tan antiguas riquezas; tal vez unas riquezas mágicas.

—Sí, lo vale —replicó Dhamon—. Y si la tal mujer sabia no es otra cosa que un viejo cuento de ogros, al menos tendremos el botín de los piratas.

—Botín.

La palabra fue pronunciada en lenguaje humano, aunque provino de un ogro que se había acercado silenciosamente y se hallaba entonces inclinado sobre el mapa.

—Quiero botín. Quiero mapa.

El ogro sonrió de oreja a oreja, mostrando una hilera de amarillentos dientes rotos. Un segundo ogro se unió a él.

—Mapa —afirmó el nuevo ogro—. Lo queremos.

Empezó a farfullar en la lengua de los ogros mientras Maldred se levantaba y enrollaba el mapa, al mismo tiempo que le indicaba en la misma lengua que se apartara.

Dhamon desenvainó la espada, lo que dio a su camarada tiempo para devolver el mapa al tubo e introducirlo en un profundo bolsillo.

—El mapa es nuestro —declaró Dhamon.

Maldred recalcó tal declaración estrellando el puño contra el rostro del ogro más cercano, y los dos compañeros abandonaron precipitadamente la taberna.

—Adiós a tu cena a base de cerdo asado —indicó Maldred mientras corrían por la estrecha calle de tierra.

—No estaba tan hambriento —repuso el aludido, encogiéndose de hombros—. Además, no me gusta nada este pueblo. Sin duda, encontraremos alguno en el que haya unos cuantos humanos, a ser posible de la variedad femenina, mientras abandonamos este maldito territorio.

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