Maldred permanecía de pie sobre la orilla de un estrecho arroyo, escuchando el musical sonido que producían las aguas al correr sobre las rocas que cubrían el lecho. Unas cuantas piedras de mayor tamaño que sobresalían por encima de la superficie relucían bajo las primeras luces de la mañana, adquiriendo casi el aspecto de joyas. El hombre se dedicó a contemplarlas con fijeza durante un buen rato; luego, alzó la mirada hacia el horizonte, con una expresión torva profundamente dibujada en su apuesto rostro.
—¿Qué sucede, Mal? —Rikali se le acercó, sigilosa, y le dio con la punta del dedo en el brazo—. Esto es encantador. Deberías gozar de la vista. Se acabaron las ciénagas. No hay serpientes. Todo huele de maravilla, y no se ven más que pastos altos y árboles…, y esa ciudad de ahí delante.
Maldred rehusó mirarla, y en su lugar sus ojos permanecieron fijos en lo que parecía ser la mayor reunión de edificios y las finas estelas de humo que se elevaban de ellos.
—Vamos, Mal, ¿qué sucede? ¿Por qué permanecemos aquí parados en lugar de entrar en esa ciudad? Imagino que podría tomarme un buen y un abundante desayuno… durante el cual puedes volver a contármelo todo sobre ese tesoro pirata. ¡Cerdos!, estoy realmente hambrienta, Mal. Y además estaba pensando que… —Sacudió la cabeza al darse cuenta de que el otro no le hacía el menor caso—. Y además estaba pensando que podría bailar por ahí desnuda y meterme hongos en las orejas. —Lanzó un bufido cuando siguió sin conseguir una reacción—. Al menos, podrías escuchar lo que digo, ¿no te parece?
—Yo te escucho, amor mío.
Varek tiró de ella con suavidad, apartándola del hombretón; a continuación, restregó la nariz sobre el hombro de la semielfa y enroscó los delgados dedos en sus cabellos. Ella se relajó ligeramente, apoyando la nuca en el pecho del muchacho, pero siguió con la mirada fija en Maldred.
—Algo le preocupa, Varek —insistió.
—Es una ciudad pequeña. Está inquieto porque se ven demasiadas columnas de humo para el tamaño que tiene.
—Podría no significar nada —manifestó Dhamon, reuniéndose con ellos—, pero nuestra ruta nos lleva muy cerca de esa población.
—A través de ella… Nuestra ruta nos conduce a través de esa ciudad si queremos comprar un carro y caballos —dijo Maldred sin desviar la mirada del lugar.
«¿Carro?», articuló en silencio la semielfa, enarcando una ceja.
—Para transportar el tesoro pirata —indicó Dhamon—. Voy a acercarme para poder examinarla mejor. —Hizo una seña con la cabeza a Mal y empezó a andar por los altos pastos—. Regresaré enseguida. Vigila a nuestro sivak, ¿quieres?
—Yo también vengo —dijo la semielfa, que se apresuró a seguirlo.
La mano de Varek salió disparada al frente y se cerró con fuerza sobre el hombro de la mujer.
—Si hay algo que no va bien, Riki —advirtió—, no te quiero ver metida en jaleos.
La mirada del joven descendió hasta el hinchado abdomen de su compañera; luego, alzó la mirada y vio su expresión decepcionada. Se acercó un dedo a los labios para acallar cualquier protesta, la besó en la mejilla y marchó en pos de Dhamon, dejándola allí.
Dhamon esperó justo más allá del límite de la población, llamada El Tránsito de Graelor, según indicaba un cartel deteriorado. Escuchó a alguien que se acercaba por detrás y se dijo que sería Riki, pero cuando giró la cabeza frunció el entrecejo al descubrir que se trataba de Varek.
El joven se colocó junto al hombro del otro y depositó el bastón, que había recuperado en la ciénaga, en el suelo.
—No veo moverse a nadie. ¿Ves tú algo? No hay ni un alma en las calles. Pero se elevan columnas de humo, o sea que tiene que haber gente. Lo cierto es que…
La mirada torva de Dhamon le hizo callar.
La ciudad tenía sus buenos años. Las casas se extendían hacia el oeste y estaban construidas con piedras del campo argamasadas unas a otras con barro y estiércol, y los tejados eran de gruesas capas de paja. Se veían, también, unas cuantas granjas hacia el este. Algunos de los edificios de las granjas eran magníficos, y Dhamon distinguió cabras y ovejas apiñadas en corrales. Se apreciaban unas dos docenas, aproximadamente, de establecimientos y hosterías situados entre las viviendas y las granjas; la mayoría eran edificaciones de dos y tres pisos, hechas de piedra y madera.
—Sí, hay gente —susurró Dhamon al cabo de varios minutos, señalando la casa más cercana—. Alguien acaba de pasar junto a una ventana.
Varek entrecerró los ojos y meneó negativamente la cabeza, incapaz de ver nada.
—No puedo ver a tanta distancia.
—Ahí.
Dhamon señaló un establecimiento en la parte central de una calle de polvo y grava. La calle era amplia y parecía la vía pública principal de la ciudad. Un hombre y una mujer miraban por la ventana de una panadería.
—Pero ¿por qué están todos dentro y…?
La voz de Varek se apagó cuando vio una figura que abandonaba una calle lateral y entraba en la principal.
El hombre era alto y ancho de espaldas, y llevaba una amplia capa forrada de negro ondeando tras la figura cubierta con una cota de malla. La armadura era inconfundible y recargada: una colección de placas de metal con escudetes de cota de malla, más funcional y ligera que las armaduras que llevaban los Caballeros de Solamnia o los Caballeros de Neraka.
—¡Un caballero de la Legión de Acero!
—Un comandante, en realidad. Y no hagas ruido —advirtió Dhamon con severidad—. No podemos permitirnos atraer la atención hacia nosotros. Toda la gente de la ciudad lo está evitando. Nosotros también deberíamos hacerlo. Mantén la cabeza agachada. Observaremos unos minutos más, luego, regresaremos junto a Mal y Riki, y planearemos una ruta que nos lleve bien lejos de aquí. Ya encontraremos otro lugar donde comprar un carro.
Varek abrió la boca para protestar, pero otra dura mirada de Dhamon le detuvo en seco. El hombre sujetó con fuerza el hombro del joven y señaló con la mano. Otras figuras surgieron de un establecimiento para reunirse con el comandante: médicos de campaña y hechiceros de la Legión de Acero, a juzgar por las marcas de sus capotes. El pequeño grupo conferenció durante unos instantes, antes de que el comandante diera dos palmadas y lanzara un agudo silbido.
Más caballeros hicieron su aparición. Salieron de unos cuantos comercios, la mayoría situados en calles laterales. Los hombres formaron en fila de a ocho, todos con cotas de malla, y anduvieron rígidamente al unísono, hasta ocupar casi toda la calle principal a medida que otros iban surgiendo de callejones en el borde de la línea de visión de Dhamon y Varek.
—Estaban acampados en calles laterales. Tal vez haya más al otro extremo de la calle principal, y quizás al sur de la ciudad —susurró Dhamon—. Yo conocía comandantes que preferían eso a acampar en campo abierto. Los edificios protegen del viento, y su presencia impresiona a los lugareños. —Sus ojos se cerraron hasta convertirse en rendijas, y los cabellos de su nuca se erizaron—. Y conozco al comandante.
Estudió los detalles del rostro curtido del hombre que mandaba el grupo. Un bigote gris acero se curvaba hacia abajo sobre los labios que estaban deformados por una gruesa cicatriz fibrosa, que seguía por su barbilla y garganta. Los ojos eran de un intenso azul luminoso, y las cejas, blancas y tupidas.
—Lawlor —siseó—. Comandante Arun Lawlor.
—Demasiado lejos —susurró Varek—. ¿Cómo puedes saber quién es?
Dhamon estaba tan absorto estudiando al comandante y a sus hombres, intentando determinar los efectivos de que constaba la unidad, que no se dio cuenta de que su compañero se levantaba, y no vio cómo daba los primeros pasos hacia el interior de la ciudad.
—¡Varek! —llamó en voz baja cuando por fin vio lo que hacía—. ¿Qué haces? ¡Regresa aquí ahora!
El muchacho miró por encima del hombro y negó con la cabeza.
—Voy a hablar con ellos, Dhamon —respondió con toda tranquilidad—. Voy a preguntar al comandante Arun Lawlor por qué tiene a tantos caballeros de la Legión de Acero aquí.
Echó a correr hacia adelante a toda velocidad, con el bastón en una mano y agitando la que seguía libre para atraer la atención de los caballeros.
Dhamon lanzó un juramento y giró en redondo, manteniéndose agachado mientras corría de regreso hacia donde había dejado a Maldred y a Rikali; ni una sola vez volvió la cabeza para ver qué hacía Varek. En cuanto llegó allí, agarró a la semielfa del brazo.
—Riki, Mal, salgamos de aquí. ¡Deprisa! —Señaló con el dedo en dirección sudoeste, donde a lo lejos se divisaba una pequeña elevación y en lo alto de ésta, el principio de un bosque—. Parece como si estuviera a unos tres kilómetros de aquí; puede ser que a menos. Sin duda, será un buen lugar para ocultarse. Corred como si un centenar de caballeros de la Legión de Acero os persiguieran… porque puede que sea así.
—¿Legión de Acero? ¿Dónde? ¿Dónde está Varek?
La semielfa se dejó llevar por el pánico al instante.
—Presentándose a ellos.
—¡Maldito estúpido! —escupió Maldred—. Si menciona nuestros nombres…
Dejó la frase en suspenso, y sus ojos se encontraron con los de Dhamon; luego, miró al sivak.
—Ragh, ven conmigo —dijo Dhamon.
—Caballeros de la Legión. —Los ojos de Riki estaban abiertos de par en par—. ¿Qué pasa con Varek?
—Los caballeros no persiguen a Varek —espetó Dhamon.
—Reúnete con nosotros en el bosque en cuanto puedas, amigo mío —dijo Maldred—. Ten cuidado, mucho cuidado.
Dicho eso, Maldred tiró de la semielfa y se alejó a toda velocidad.
—¿Ragh?
Dhamon giró en redondo, y el sivak lo siguió de regreso a la ciudad, avanzando, agachado, entre la hierba; prácticamente, los dos reptaban por el suelo en ocasiones. Dieron la vuelta hacia el lado nordeste de la población, entre la zona comercial y una granja, para tumbarse tras una hilera de desperdigados arbustos de varas de San José, desde donde Dhamon podía ver mejor a los caballeros allí reunidos. «Al menos, hay trescientos —se dijo—, tal vez, incluso, cuatrocientos». Se trataba de una fuerza impresionante, que ocupaba esa pequeña ciudad situada en medio de una llanura interminable.
«¿Qué están haciendo aquí?», pensó. ¿Qué podía estar sucediendo en las Praderas de Arena que les interesara? ¿Y por qué, por las profundidades del Abismo, iba Varek a darse una vuelta por allí para charlar con ellos?
—¿Por qué temes a los caballero de la Legión?
La voz ronca de Ragh puso fin a las meditaciones de Dhamon.
—No les temo —mintió el hombre, escudriñando con la mirada a los reunidos—; es sólo que… ¿Qué es eso?
Distinguió a Varek, oscurecido por un toldo descolorido, cara a cara con el comandante Arun Lawlor. El oficial extendió la mano, y Varek la estrechó. Conversaron durante varios minutos, y Dhamon se preguntó qué estarían discutiendo y cuánto tiempo llevaban haciéndolo antes de que él los descubriera. A continuación, Lawlor palmeó al joven en la espalda y se alejó, inspeccionando a sus hombres mientras se encaminaba hacia la cabeza de la columna.
—¿De modo que estás en buenos términos con la Legión de Acero, Varek? —comentó Dhamon en voz baja.
El hombre mantuvo la vista fija en el muchacho, que entonces estaba recostado contra un edificio, con el bastón apoyado a su lado, los brazos cruzados y el rostro fijo en la reunión. Dhamon y el sivak se arrastraron hacia el este, en dirección a una estrecha calle lateral que se extendía hacia la calzada principal.
—El sentido común indica que deberíamos dirigirnos hacia los árboles, encontrarnos con Maldred y Riki, y alejarnos todo lo posible de este lugar.
—Pero Varek…
—Es un estúpido, Ragh. ¿Qué hacen aquí todos estos caballeros? —Suspiró y sacudió la cabeza—. Sígueme, y mantente en silencio.
Condujo al sivak calle abajo, hacia el interior de las sombras proyectadas por un edificio de dos pisos. Se aproximaron sigilosamente, bien pegados a la pared.
Los caballeros estaban en silencio, pero alertas; con los ojos puestos al frente, miraban en dirección a Lawlor, a quien Dhamon no podía ver por el momento. No corría ningún murmullo entre ellos.
Se acercó unos pocos pasos más, y se arriesgó a echar una veloz ojeada al otro lado de la esquina. Consiguió ver mejor cuántos eran; al menos, había quinientos caballeros, y la columna se extendía hacia el sur, más allá del lugar donde terminaba la calle principal. Dhamon distinguió a una nerviosa joven que miraba por una ventana del segundo piso desde el otro lado de la calle; también había unas pocas personas más observando, por lo que pudo ver, y en sus rostros se pintaba una mezcla de indiferencia, admiración, repulsión y miedo.
Fijadas a una pared de madera junto a la tienda de un curtidor, había hojas de pergamino. Estaban demasiado lejos como para que Dhamon pudiera leerlas, aunque sospechó, a juzgar por los toscos dibujos de algunas de las hojas, que anunciaban artículos en venta. Mientras observaba, un caballero de la Legión se aproximó a la superficie de madera con rollos de pergamino sujetos bajo el brazo y empezó a fijarlos con tachuelas, justo en el centro de la pared, sin importarle si al hacerlo ocultaba los otros anuncios.
—Ese del pergamino eres tú —musitó el sivak.
Dhamon gruñó desde las profundidades de su garganta. El dibujo de la hoja que el caballero estaba clavando mostraba, sin lugar a dudas, un gran parecido con él. El siguiente que colocó se parecía a Maldred. Otras dos hojas se unieron con las primeras, éstas con dibujos de hombres que Dhamon no reconoció.
—Así pues, tienes motivos para temer a la Legión —prosiguió el sivak—. Te buscan. ¿Qué hiciste para atraer su ira?
Dhamon no respondió durante varios minutos, observando cómo el caballero finalizaba su tarea y, a continuación, se marchaba para reunirse con la columna.
—¿Qué hiciste…?
—Robé a caballeros de la Región de Acero que estaban ingresados en un hospital en Khur.
Las palabras surgieron en un susurro de su boca.
—Khur se encuentra muy lejos de aquí. —El sivak frunció el ceño—. ¿Por ese motivo te busca un ejército?
—Fue algo más que un simple robo —admitió Dhamon—. Mal y Riki me acompañaban. Habíamos acabado en aquella ciudad, teníamos tantas monedas como era posible conseguir con aquel robo e intentábamos abandonar el lugar. Por desgracia, unos cuantos caballeros nos descubrieron y salieron en nuestra persecución. Algunos resultaron heridos; puede ser que murieran. Teníamos que defendernos. —Calló, observando cómo unos cuantos caballeros más salían de diferentes establecimientos para unirse a las filas—. En nuestra prisa por huir, prendimos fuego accidentalmente al establo. Khur era un lugar muy seco. Tengo entendido que la ciudad ardió hasta los cimientos antes de que pudieran extinguir el incendio.
—Por eso, realmente, podrían enviar a un ejército.
El sivak contempló a su compañero con expresión glacial.
—Nadie enviaría a tantos hombres tras una pequeña banda de ladrones —respondió él, negando con la cabeza—. Sospecho que a la Legión no le importa en absoluto una ciudad polvorienta en Khur. Se limitan simplemente a colocar los carteles a lo largo de su ruta.
Los caballeros se dedicaron a colgar carteles durante casi toda una hora. Dhamon se alejó un poco más de la calle principal, pero no tanto como para que no pudiera seguir escuchando y captando parte de las órdenes de Lawlor. El comandante parecía estar dirigiendo a sus hombres al este, y mencionaba una pequeña población a la que debían llegar al anochecer.
«Realmente, maravilloso», se dijo Dhamon. ¿En cuántas poblaciones habrían colocado ya los carteles? Viajar resultaría, sin duda…, incómodo…, debido a ello.
Se mencionaron de pasada los bosques de Silvanesti y los elfos, y los caballeros negros de Neraka, y Dhamon, que había sido miembro de los caballeros negros, deseó tener la posibilidad de oír más.
Finalmente, los hombres se pusieron en marcha, y Dhamon se recostó contra la pared, aliviado. Aguardó hasta que el sonoro y monótono sonido de los pasos de los hombres le indicó que habían abandonado la calzada principal y habían penetrado en los altos pastos situados al norte de la ciudad; luego, salió despacio a la calle. Su intención era arrancar los anuncios de la pared, ir en busca de Varek y, luego, dirigirse rápidamente hacia donde se encontraban Maldred y Rikali. Después, se marcharían en busca del tesoro pirata.
—No te muevas de aquí —indicó al sivak—. Regresaré enseguida.
No había dado ni media docena de pasos cuando dos caballeros que salían de la tienda del curtidor se cruzaron en su camino. Tal vez no le hubieran prestado la menor atención, pero la expresión normalmente imperturbable de Dhamon se transformó en una de sorpresa y, por si fuera poco, todavía llevaba el capote solámnico vuelto del revés.
El caballero más alto inspeccionó a Dhamon; le dedicó toda su atención sin dar la menor muestra de reconocimiento, a pesar de que el cartel con su dibujo y nombre en letras de molde colgaba sólo a menos de un metro de distancia en la pared. No obstante, su compañero, más robusto, alargaba ya la mano hacia la espada.
—¡Dhamon Fierolobo! ¡Asesino! ¡Ladrón! —exclamó el caballero.
El hombre más alto también sacó su arma, aunque por la expresión de su rostro aún no había efectuado la relación.
—El comandante Lawlor me recompensará cuando te presente ante él. Se te ahorcará y…
Dhamon no escuchó el resto de las palabras del fornido soldado, ya que giró en redondo y salió corriendo en dirección al callejón donde había dejado al sivak. Desde las ventanas que daban a la calle, se escucharon las preguntas que gritaban los habitantes del lugar.
—¿Asesino? ¿Dónde?
—¡Ladrón!
La gente abandonaba las tiendas para salir a la calle principal, donde todavía se arremolinaba el polvo levantado por la marcha de los caballeros.
Dhamon desenvainó su espada y se metió en el callejón.
—¿Cuántos malditos caballeros hay en esta ciudad? Creía que se habían ido todos —murmuró—. ¿Y dónde está ese condenado sivak?
Al draconiano no se le veía por ninguna parte.
Los dos miembros de la Legión de Acero entraron a toda velocidad en el callejón tras él, y Dhamon paró sus primeros mandobles.
—No siento un ardiente deseo de mataros —les dijo—, pero no dejaré que me hagáis prisionero.
El caballero más robusto no respondió, pero poseía una considerable pericia con la espada, y Dhamon tuvo que esforzarse para impedir que el otro lo ensartara.
El hombre más alto buscaba la oportunidad de intervenir en la pelea, pero su compañero y Dhamon se movían deprisa, describiendo círculos y regateando, y ello hacía que le resultara difícil conseguir asestar un buen golpe sin herir a su camarada.
—Llamaré a los otros —anunció finalmente el caballero más alto, que retrocedió para regresar a la calle.
—Me parece que no —indicó una voz ronca.
El sivak salió de detrás de un montón de cajas, cogiendo al otro por sorpresa. Antes de que el hombre pudiera alzar el arma, el draconiano se había adelantado ya, y agarrando la cabeza del adversario, la retorció con violencia hasta romperle el cuello. El caballero se desplomó en el suelo, y Ragh contempló el cadáver con un leve interés, para a continuación empujar el cuerpo tras las cajas y concentrarse. Los plateados músculos se ondularon en las sombras, doblándose sobre sí mismos al mismo tiempo que cambiaban de color, y al cabo de un instante el sivak se había transformado hasta parecerse al caballero asesinado.
—¡Asesino! —escupió el caballero superviviente a Dhamon—. ¡Ladrón!
—Sí —admitió.
Dhamon se agachó para evitar el ataque de la espada del hombre a la vez que apuntaba con la suya y lanzaba una cuchillada al frente, localizando una abertura en las placas metálicas de la armadura de su oponente.
—Soy ambas cosas. —El acero siseó sobre las costillas del soldado; luego, Dhamon extrajo el arma—. Aunque no era mi intención matarte.
Asestó otro golpe, y el caballero de la Legión se desplomó hecho un ovillo. Dhamon se inclinó y limpió la espada en la capa del hombre; después hizo rodar el cuerpo hasta ocultarlo entre las sombras.
En la calle, Dhamon vio aparecer otra media docena de miembros de la Legión, que respondían evidentemente a los gritos de sus camaradas. Uno de ellos avanzaba a grandes zancadas hacia el callejón.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Apretó la espalda contra la pared y preparó el arma para enfrentarse al caballero, pero el sivak —que mostraba entonces el aspecto del caballero alto— le hizo un gesto con la mano para que retrocediera. Ragh fue hasta la entrada del callejón y llamó la atención del caballero que se acercaba.
—Vi al ladrón —indicó el sivak—. Era uno de los hombres de los anuncios. —Su voz ronca provocó una expresión perpleja en el otro, sin embargo el disfrazado draconiano señaló calle abajo—. Huía en aquella dirección. Estoy registrando este callejón por si están sus compañeros.
Aquello pareció satisfacer al hombre, y éste se dio la vuelta. Ragh regresó a toda prisa junto a Dhamon, que había ocultado el cuerpo de su víctima tras una caja y seguía sujetando con fuerza la espada mientras echaba una veloz mirada a la calle principal.
—Ahora… deberías matarme —declaró el draconiano—. Mi utilidad ya se ha cumplido. Mi cuerpo tomará tu aspecto, y los caballeros de la Legión de Acero que quedan en la población pensarán que alguien te mató. Muriendo, te seré de ayuda.
Dhamon aspiró con fuerza y consideró la posibilidad de hacer exactamente aquello.
—¿Mostrarías mi aspecto, revelando quién te mató? —dijo—. Creía que os volvíais de piedra, o estallabais, o algo así.
—Los bozaks.
Dhamon enarcó una ceja.
—Los draconianos bozaks estallan cuando los matan. Los baaz se quedan petrificados como rocas.
Dhamon asintió, recordando que el sivak que había matado en el manglar había adoptado su aspecto. Lo cierto era que no había tenido demasiada experiencia con draconianos.
El sivak desvió la mirada al escuchar el paso de un caballero por la calle. El hombre hablaba para sí mismo y agitaba los puños en el aire. No se había percatado de su presencia entre las sombras y, por lo tanto, el sivak devolvió la atención a su compañero.
—Disfrutarás de poca tranquilidad en esta parte del mundo si los caballeros siguen colocando anuncios e intentan…
—¿Llevarme ante la justicia? —Dhamon lanzó una seca carcajada—. No he conocido la tranquilidad desde hace bastante tiempo.
El sivak lanzó un profundo suspiro.
—Obtendrías la tranquilidad si me mataras, si los caballeros encontraran tu cuerpo aquí, en este callejón. Te creerían muerto y dejarían de colocar anuncios.
Transcurrió un largo silencio.
—Tengo que encontrar a Varek y regresar junto a Mal y Riki —dijo finalmente Dhamon.
—Si no vas a matarme, yo encontraré a Varek —indicó Ragh, asintiendo—. Es demasiado arriesgado. Ahora te toca a ti… quedarte quieto.
Varios minutos más tarde, el sivak, todavía con el aspecto del caballero de la Legión, conducía a un sorprendido Varek al interior del callejón. La mano de Dhamon salió disparada al instante hacia la garganta del joven, cortando así sus palabras y su respiración.
—Muchacho estúpido y presuntuoso —rugió el hombre con un rechinar de dientes—. No tienes ni el sentido común de una mula de carga. —Aflojó la mano, y luego, la dejó caer al costado—. ¿Tienes alguna idea de lo que podrías haber hecho, Varek, al entrar en esta ciudad con la Legión aquí dentro? ¿La tienes? Entras aquí, como un gallito, pavoneándote hasta llegar ante el comandante. A los caballeros de la Legión de Acero, a cualquier clase de caballero en realidad, hay que esquivarlos. —Contempló enfurecido al muchacho durante un buen rato—. Vamos, hemos de encontrar a Mal y a Riki.
Desandaron sus pasos, rodeando El Tránsito de Graelor para encaminarse hacia la elevación a la que Dhamon había enviado a Maldred y a Rikali. Mientras los tres avanzaban a buen paso hacia el bosque, Ragh abandonó el disfraz de caballero, y Varek se puso a divagar sobre la ciudad, diciendo a Dhamon y al sivak que había averiguado que El Tránsito de Graelor recibía su nombre de un hechicero de los Túnicas Rojas que había muerto hacía más de cien años defendiendo con éxito la población de un grupo de bandidos. En ese momento, había una docena de caballeros de la Legión estacionados allí como defensa.
—No me importa en absoluto de dónde proceda el nombre de la ciudad —replicó Dhamon—. No volveré a visitarla —concluyó, y aceleró el paso.
Cuando se aproximaba a los árboles, un grito agudo rompió el silencio. Dhamon dio un traspié con una raíz retorcida y oculta por la maleza, pero recuperó el equilibrio con rapidez y echó a correr hacia la cima de la elevación. Al cabo de un instante, se hallaba ya en el interior del bosque.
Los chillidos se detuvieron.