Maldred examinaba una auténtica pared de apelotonados arbustos, árboles y enredaderas cubiertas de flores, que se extendía al norte y al sur hasta donde alcanzaba la vista, y se alzaba a más de treinta metros de altura hacia el cielo.
Su mapa mágico lo había conducido hasta allí, tras haberle pedido nuevamente que le mostrara Polagnar. Buscaba la ruta más corta, y entonces se preguntaba si aquello era un error.
—¿Indica tu mapa a qué distancia está rodeando este…, este…? —Varek no encontraba palabras para describir la barrera formada por el apretado tejido de plantas—. ¿Existe otra ruta hacia Polagnar? —Cuando Maldred no facilitó una respuesta, el joven miró a Dhamon—. Han transcurrido tres días desde que se llevaron a mi Riki. ¿Hay un camino más rápido?
Dhamon aspiró con fuerza. Los aromas allí eran intensos y, para variar, agradables; muy distintos del olor fétido de plantas putrefactas y charcas de agua salobre que se había acostumbrado a experimentar últimamente. La luz que se filtraba hasta el suelo revelaba agua que es extendía más allá de las raíces de la pared, y se adelantó con cuidado, descubriendo que el terreno descendía en fuerte pendiente más allá del borde del agua, que le llegaba hasta los muslos. Tiró de las bien entrelazadas ramas que tenía delante.
—Un manglar —declaró Maldred, inhalando con fuerza.
—Sí; desde luego, se trata de un manglar, mi grandullón amigo. Y uno que es extraño y amenazador, si me lo preguntas. Tal vez sería hora de que dejáramos de ir tras Riki y…
El gigantón lanzó a su compañero una mirada asesina.
—¿Qué es un manglar?
Varek contempló el agua con atención.
—Algo desagradable —respondió Maldred.
—De todos modos, sigo sin saber qué… —prosiguió el joven.
—Un manglar es esto —replicó Dhamon, irritado, agitando la mano en dirección a las plantas y luego al agua—. Es todo esto. Y es una mala señal tropezarse con un manglar, una señal de que no deberíamos estar aquí.
Varek miró en dirección sur.
—Entonces, sencillamente rodearemos este manglar para encontrar a mi Riki y…
—Estoy seguro —intervino Maldred— de que esas ladronas no se habrían molestado en llevar a Riki rodeando el manglar. Eso supondría demasiado tiempo. Y estoy igualmente seguro de que Dhamon tampoco está dispuesto a escoger la ruta más larga.
Consultó el mapa mágico, tomando nota de la localización del poblado de los dracs; a continuación, volvió a guardar el pergamino en el tubo de hueso y lo introdujo en el cinturón de sus pantalones, y luego se adelantó para reunirse con Dhamon. Tirando de las ramas más pequeñas, abrió con considerable esfuerzo una senda y se deslizó hacia el interior de la pared vegetal.
—Estupendo —musitó Dhamon mientras seguía a su voluminoso amigo con Varek pegado a los talones.
Continuaron abriéndose paso al frente, pasando a duras penas entre troncos larguiruchos al mismo tiempo que cerraban los ojos cada vez que ramas delgadas como dedos arañaban sus rostros. Tropezaron con densas secciones de afilados espinos, y Dhamon maniobró para adelantar a Maldred; al pasar, cogió el cuchillo que su camarada llevaba al cinto y lo usó para cortar algunas de las ramas. Ante sus ojos, el follaje se recomponía a sí mismo al instante y se tornaba aún más espeso tras ellos.
—Mal, siempre acostumbras a tener algo de magia a mano —indicó—. ¿Por qué no la utilizas y haces que esto resulte más fácil?
—Mi magia está más dirigida a la tierra y al fuego, Dhamon —repuso el enorme ladrón con un resoplido—. Todo aquí está demasiado húmedo para arder.
En ocasiones, se veían obligados a avanzar despacio rodeados de agua que les llegaba hasta las axilas, y entonces Maldred sostenía el mapa por encima de la cabeza para que no quedara empapado. Por entre el entramado de ramas, se filtraban suficientes rayos de sol como para mostrar diminutos destellos de peces plateados, que nadaban en bancos a su alrededor, llenos de curiosidad. En un momento dado, los peces huyeron a toda velocidad cuando algo de mayor tamaño se deslizó por el agua en su persecución, una gruesa serpiente verde con dos pares de cortas patas cerca de la cola.
—¿Habéis visto…? —susurró Varek.
—Sí —respondió Dhamon.
—Las serpientes no tienen…
—Al parecer, aquí sí.
Llegados a un punto, se vieron obligados a volver sobre sus pasos, al encontrarse con un bloque de ramas tan sólido como cualquier construcción hecha por enanos. No consiguieron mover ni una hoja ni una ramita, de manera que acabaron por dirigirse a una zona de árboles más jóvenes, cuyos troncos Dhamon y Maldred pudieron doblar, y de ese modo, consiguieron seguir la marcha. El agua era allí profunda —llegaba hasta la barbilla de Varek—, y chapotearon durante más de una hora. Todos cayeron al menos una vez, al tropezar con rocas o troncos invisibles, o enredarse los pies con raíces. Dhamon observó la presencia de más peces en esa zona; eran un poco mayores que los anteriores y se alimentaban de los pececillos plateados. Maldred insistió en que siguieran adelante, diciendo que hacían progresos.
Pasaron unas cuantas horas más abriéndose paso por entre la espesa pared de vegetación, y la mañana se convirtió en tarde antes de que los troncos empezaran a escasear y lo más recio del muro quedara a sus espaldas. Extendiéndose ante ellos, el sol brillaba sobre un inmenso claro cubierto de agua, que muy bien podría tener unos cuantos kilómetros de ancho, circundado por el muro de plantas.
Dhamon gimió ante la idea de tener que abrirse paso por entre una vegetación similar en el otro extremo.
—En otras circunstancias podría disfrutar con esto —comentó Maldred, que giraba despacio sobre una extensión despejada de agua que le llegaba justo por debajo de las rodillas—. Percibo una agradable brisa y huelo las flores del manglar. Podría embriagarme con ellas.
Los otros dos lo contemplaron como si estuviera loco. Un sonriente Maldred señaló una pareja de árboles, cuyas raíces empezaban en una zona muy alta del tronco y daban la impresión de ser ramas que descendían hasta el agua. Velos de flores de un rojo oscuro colgaban de sus ramas más altas y descendían en espiral, perfumando el aire con algo dulce, desconocido e irresistible.
—No me interesan las flores ni los árboles de aspecto extraño —dijo Varek—. Quiero encontrar a Riki.
—Sí —asintió Dhamon.
Cuanto antes rescataran a la semielfa, antes podrían él y Maldred ir tras el tesoro pirata; la mirada del gigantón se clavó en él.
—Riki, primero —recordó éste, leyendo sus pensamientos—. Nos acercamos. Luego, iremos a ver a esa sanadora tuya.
—Pongámonos en marcha.
Varek se alejó de ellos en dirección oeste, teniendo buen cuidado de rodear lo que parecía una amplia y profunda zona de agua donde peces bastante grandes nadaban cerca de la superficie. Se detuvo e hizo una seña a los otros dos para que lo siguieran.
—Toda esta agua salada… —indicó agitando los dedos justo por encima de la superficie.
La luz del sol proyectaba relucientes manchas doradas sobre la superficie e iluminaba innumerables peces que nadaban por todas partes.
—Es extraño, ¿verdad? —siguió—. Según mis cálculos, estamos demasiado al sur de la costa para que haya agua salada aquí.
—Según mis cálculos —espetó Dhamon—, sospecho que nos hallamos en el interior del reino de Sable. Y estoy seguro de que la hembra de Dragón Negro puede crear marismas de agua salada donde le parezca.
—Es por la comida —explicó Maldred, cuya voz apenas fue lo bastante alta como para que lo oyeran mientras chapoteaba sin pausa por el agua—. Sus dracs pescan en estas aguas para ella. A los dracs les gusta el pescado, y también a Sable.
—¿Cómo es que sabes esas cosas?
Varek ladeó la cabeza.
—Sé muchas cosas —respondió el otro rotundamente mientras contemplaba los árboles que circundaban el lugar—. También sé que debería haber animales aquí; pájaros u otros, aparte de peces. Había serpientes cayendo de las ramas en todos los otros sitios, y gran cantidad de lagartos en el muro. No veo nada ahora. Es curioso.
—Sí —estuvo de acuerdo Dhamon—. Debería haber animales. A lo mejor algo los ha hecho huir.
—Algo.
Maldred fijó la vista en el lejano follaje con más atención y detectó una momentánea visión de algo de un tono blanquecino como los huesos por entre las hojas que susurraban. Se hallaba al sudoeste, resguardado por ramas de chopos y hojas de sauces, y despertó su curiosidad. Se acercó, avanzando con dificultad, para verlo mejor.
—Creo que hay una estatua ahí. Una grande. Quiero verla más de cerca. Está en nuestra ruta.
Señaló en dirección al objeto, y Dhamon marchó hacia allí.
El agua les alcanzó los muslos cuando Maldred y su compañero atravesaron un velo de hojas de sauce. Unos cuantos pasos más, otro velo de hojas, y el agua les llegó de nuevo más arriba de la cintura.
—Dhamon… no es una estatua.
—Lo veo, Mal. Son cráneos de dragón. Gran cantidad de ellos.
Dhamon cerró los dedos alrededor del mango del cuchillo y se aproximó despacio al montón. Al mismo tiempo, la escama de la pierna empezó a calentarse, y vio una imagen en el fondo de su mente: ojos amarillos rodeados por oscuridad; un dragón. La cabeza empezó a martillearle, y la negrura del rostro del animal se tornó más nítida: escamas relucientes como cuentas y centelleando como estrellas negras, y las pupilas totalmente enfocadas. Los enormes ojos parpadearon.
—Se acerca un dragón, Mal; uno Negro —musitó en voz tan baja que su amigo no pudo oírle.
—Dhamon, Maldred, ¿qué sucede? ¿Qué hay ahí?
Varek se aproximó por la espalda, y al apartar el primer velo de hojas de sauce, lanzó una sonora exclamación de sorpresa ante la visión de los cráneos.
Los tres contemplaron boquiabiertos la masa de cráneos de dragón, dispuestos en forma de torre piramidal. La construcción era más ancha en la base, que estaba compuesta por los cráneos más grandes. Se elevaba a una altura de casi quince metros y era de un color blanquecino, pero estaba cubierta en algunas zonas con musgo verde y gris para incrementar su infernal apariencia. Los ojos de los cráneos brillaban con suavidad, como si ardieran velas en su interior, y los colores aludían a los dragones que fueron en vida: rojo, azul, negro, verde, blanco, de cobre, de bronce, plateado, de latón, incluso dorado. La mayoría de las testas tenían los cuernos intactos, y la que coronaba la cima mostraba aún algunos retazos de escamas de plata. Una boa constrictor salió de la boca de un cráneo cercano a la parte superior y resbaló despacio por la columna, describiendo un círculo.
Con cierto esfuerzo, Dhamon apartó de su mente la imagen del Dragón Negro y se acercó más a la torre.
—No lo hagas —advirtió Maldred.
—Salgamos de aquí —sugirió Varek—. Esto no tiene nada que ver con encontrar a mi esposa.
—Sí, ya lo creo que hemos de salir de aquí —repuso Dhamon—. Hay un dragón cerca. Pero quiero echarle una buena mirada a esta cosa primero. Es una oportunidad que no se le concede a muchos mortales.
Los cráneos situados más abajo eran enormes, procedentes tal vez de dragones que habían medido más de treinta metros de longitud en vida. Dhamon avanzó el pie con cuidado hasta notar otro círculo de cráneos bajo la superficie del agua que estaban bien encajados en el lodo. Al menos, debía haber tres docenas de cabezas inmensas en el tótem. Se inclinó hacia adelante para echar una ojeada al interior de una, y luego, al de otra y otra más. Se movía como si estuviera hipnotizado.
—Cerebros —susurró atemorizado—. Los cerebros están intactos en el interior de los cráneos. ¡Creo que hay cerebros dentro de todos ellos!
—Es un tótem de dragón, desde luego —manifestó Maldred, y también había un dejo de temor en su voz—. Nadie ha visto jamás uno y ha vivido para contarlo. Oí hablar de ellos en los relatos de Sombrío Kedar. Tiene que tratarse de uno de los tótems de Sable, recuerdos de los dragones que mató en la Purga de Dragones. Existe gran cantidad de poder mágico en la colección. Lo percibo incluso sin tocarla, como si montones de insectos bailotearan por todo mi cuerpo. —Hizo una pausa—. No tengo la menor intención de averiguar qué puede hacer.
—Magnífico. —Varek se aclaró la garganta—. Ahora, salgamos de aquí. Dhamon dice que hay un dragón cerca, aunque cómo lo sabe…
Dhamon se había apartado del tótem y señalaba entonces unas cuantas manchas brillantes en el cielo. Tan elegante era su vuelo que en un principio parecían gaviotas; pero al cabo de unos segundos aumentaron de tamaño y su forma resultó más clara. El anguloso rostro de Dhamon se crispó en una mueca de enojo.
—Sivaks. Tres.
«Debe haber también un dragón en las cercanías», añadió para sí, pues la visión de un Dragón Negro todavía deambulaba por la zona más recóndita de su mente, y la escama de la pierna se iba calentando.
Los tres camaradas se pusieron en tensión cuando los draconianos descendieron de las alturas con las zarpas extendidas y los musculosos cuerpos rígidos como flechas. Dhamon se lanzó al frente casi con ansia; saltó y acuchilló al que iba en cabeza. Sangre y escamas plateadas volaron por los aires. El hombre blandió el cuchillo en un amplio círculo una y otra vez, y lo clavó profundamente en la pierna de la criatura. El ser retrocedió hacia el cielo.
Los dos draconianos restantes se abalanzaron sobre el humano, mostrando los dientes y con las zarpas brillando como acero pulido bajo el sol del atardecer. El primero se dejó caer, se deslizó sobre el agua y atacó el costado de Dhamon mientras resbalaba junto a él. Sus alas, batidas con fuerza, lanzaron un surtidor de agua hacia atrás y lo condujeron a toda velocidad en dirección a la figura de Maldred, que avanzaba ya.
El hombretón lanzó un mandoble de su enorme espada contra el ser y le cercenó el brazo izquierdo. Del muñón brotó un chorro de sangre que, describiendo un arco, alcanzó el rostro de Maldred y lo cegó. Sin ver, el gigantón siguió blandiendo su arma con energía; mientras giraba, acertó milagrosamente a la criatura, a la que eliminó. Maldred se pasó la manga y las manos por la cara con energía al mismo tiempo que parpadeaba para aclararse la visión.
El otro draconiano atacó a Dhamon.
—¡Necesito una espada! —gritó mientras cambiaba de mano el cuchillo—. Este maldito caza jabalíes no sirve de nada.
—¡La mía servirá! —gritó Maldred mientras cargaba al frente.
Al cabo de un instante, Dhamon se dejaba caer en cuclillas bajo las garras de la criatura a la vez que su amigo lanzaba un mandoble y daba en el blanco, rebanando un trozo de ala del draconiano. El ser fue a parar al agua. Varek se echó el bastón al hombro y se encaminó hacia el forcejeante draconiano.
—¡Dhamon, uno está descendiendo!
El último draconiano descendía en picado hacia ellos; llevaba las zarpas estiradas y las alas bien pegadas al cuerpo.
—Esa criatura estúpida debería marcharse de aquí mientras todavía sigue viva. Esa criatura estúpida debería… ¡Juntos ahora!
Dhamon y Maldred atacaron simultáneamente, y el espadón de este último se hundió profundamente en el muslo del atacante. Dhamon clavó el cuchillo en el pecho del sivak y lo liberó de un tirón, contemplando cómo el draconiano caía hacia atrás al mismo tiempo que su cuerpo proyectaba un chorro de agua y sangre hacia las alturas.
Antes de que Dhamon pudiera recuperar el aliento, la imagen del Dragón Negro creció en su mente y lo paralizó por un instante.
Percibía que el animal se hallaba cerca, descendiendo en picado, lanzándose como un rayo de oscuridad por entre el frondoso dosel verde de la ciénaga. El humano retrocedió en dirección a la pared de plantas más próxima, y una vez allí, miró a lo alto, escudriñando el cielo, a la espera de ver cómo el dragón descendía al claro.
—Nada —susurró—. ¿Dónde está el dragón?
De repente, sintió que algo le rozaba la pierna. Bajó la mirada y se encontró con lo que parecía su propio cadáver flotando de espalda sobre las poco profundas aguas. Había heridas abiertas en el abdomen y un muslo. Lo contempló fijamente con incredulidad, pero enseguida se dio cuenta de lo que era: el sivak que había matado. También estaban los cadáveres de Maldred y Varek; los draconianos muertos imitaban las formas de sus asesinos.
—¡Dhamon! ¡Por mi vida! ¡Mira!
Dhamon giró el cuerpo para localizar a Varek. El joven tenía la boca desencajada y su rostro era del color del pergamino descolorido. Sus temblorosos dedos dejaron caer el bastón.
—¡Por el bendito Steel Brightblade, mira eso!
Dhamon había esperado ver cómo el Dragón Negro sobrevolaba el claro, y había esperado también ver cómo su sombra impedía el paso a la luz solar acompañada por un revoloteo de sivaks; pero en su lugar, la criatura se alzó despacio, laboriosamente, espléndida, desde la zona más profunda de la ciénaga.
El dragón era repugnante y hermoso a la vez. Sus escamas húmedas relucían como un cielo estrellado, y sus brillantes ojos amarillos refulgían como soles gemelos. Su testa tenía forma de caballo, con una combinación de ángulos afilados y redondeados por todas partes, y una cresta dentada que discurría desde la zona situada entre sus ojos hasta la punta de los amplios ollares. Al abrir la boca, mostró unos dientes de un blanco deslumbrante, tan rectos y perfectos que parecían esculpidos; un increíble remolino de aire fétido escapó del interior.
Los tres humanos se quedaron como hipnotizados, aterrados.
Una larga lengua negra culebreó hacia el exterior para acariciar las barbas que pendían de la parte inferior de la mandíbula del dragón; luego, retrocedió hacia la parte más recóndita de la cavernosa boca. El sinuoso cuello se elevó sobre la superficie del pantano, y el ser sacudió la testa, lanzando una lluvia de gotas en todas las direcciones. Las alas, parecidas a las de un murciélago y enormes, abandonaron a continuación las aguas, golpearon el suelo de la ciénaga y luego se agitaron en el aire, mientras la criatura se alzaba, hasta flotar justo por encima de la superficie. El cuerpo parecía delgado comparado con el resto del animal; las patas, extrañamente largas y gruesas para su figura. Las colgantes zarpas acariciaron el agua, y su cola se movió con violencia de un lado a otro, creando olas. Después, el ser aspiró con energía.
—¡Sable! —gritó Varek—. Somos hombres muertos. Todos nosotros.
—¡Agáchate! —chillaron Dhamon y Maldred virtualmente al unísono.
Los tres se sumergieron bajo la líquida superficie justo en el momento en que la bestia lanzaba su aliento y una gota de ácido transparente como el cristal y en forma de abanico salía disparada hacia ellos. Con el ácido les llegó el fuerte hedor a azufre vomitado por el ardiente estómago de la bestia.
—No es Sable —jadeó Dhamon cuando, tras un buen rato de espera, salió a la superficie y echó a correr en dirección a la pared de plantas—. Es un animal grande, pero no es ni con mucho tan grande como para ser un dragón señor supremo. ¡Moveos, Mal, Varek!
La criatura medía unos treinta metros desde el hocico hasta la punta de la cola. Se trataba de una hembra de dragón bastante joven, pero de todos modos, de un tamaño formidable. Sus zarpas, negras como el azabache, chasquearon de manera amenazadora, al mismo tiempo que giraba la cabeza y su mirada se encontraba con los ojos de Dhamon, que contempló cómo los ojos de la bestia se entrecerraban hasta convertirse en rendijas finas como alfileres.
—¡Desperdigaos! —chilló—. ¡Desperdigaos!
Eran las mismas palabras pronunciadas meses atrás por su amigo y segundo en el mando Gauderic. Juntos habían conducido un ejército de elfos y humanos al interior de los bosques de Qualinesti en busca de un abominable y joven Dragón Verde, y finalmente encontraron a un Dragón Verde, aunque bastante más grande que aquél que buscaban. Recordaba el incidente con total claridad. Los hombres se habían dejado llevar por el pánico. Gauderic les había gritado que corrieran: «¡Desperdigaos!», les había ordenado.
Dhamon habían revocado la orden, y como oficial de más rango, había mandado que avanzaran y se enfrentaran a la criatura juntos, como una fuerza combinada. Sin embargo, cuando se vio atenazado por el miedo al dragón, el mismo Dhamon había huido de la batalla, con la escama de su pierna ardiendo como una llama, y con la mente llena de tan aterradoras imágenes del Dragón Verde que todas aquellas sensaciones lo dominaron por completo y le impidieron actuar.
Él y Gauderic fueron los únicos que sobrevivieron a aquel día. Él había huido, y el dragón había dejado a Gauderic con vida para que contara lo que había sucedido; hasta que Dhamon mató a su antiguo compañero en una pelea de borrachos en una taberna.
—¡Desperdigaos! —volvió a gritar Dhamon mientras la criatura desviaba su atención hacia Varek.
Dhamon se apartó en diagonal de la pared de plantas y retrocedió en dirección a la torre de cráneos de dragón. Por el rabillo del ojo, vio cómo Varek alcanzaba la línea de árboles y se detenía allí para dirigir una veloz mirada en su dirección.
—¡Corre! ¡Varek, corre!
El terror aparecía profundamente pintado en el rostro del joven, atrapado como estaba por la poderosa aureola que exudaba la bestia. El muchacho tenía los pies clavados en el suelo.
A Maldred no se le veía por ninguna parte.
El dragón se dio la vuelta y zarandeó a Dhamon con las alas, lanzando una ráfaga de agua y viento en su dirección. El hombre se balanceó y dio un traspié, aunque se esforzó por mantener el equilibrio; luego, gateó hasta la torre de huesos y se apoyó en ella para sostenerse. Escuchó cómo el dragón volvía a tomar aire, y en ese instante, Dhamon hundió el cuchillo en una de las cuencas vacías de una calavera y perforó el cerebro del interior.
El dragón rugió, desafiante. El sonido era tan potente que suponía un tormento para los oídos humanos. Cuando se apagó, el animal rugió más fuerte aún.
«¿No? —se preguntó Dhamon—. ¿Ha aullado el animal la palabra no?».
El ser volvió a rugir, abofeteando la ciénaga, doblando árboles pequeños con la fuerza del viento que originaba y lanzando chorros de agua en todas las direcciones. Y rugió de nuevo una y otra vez.
Dhamon pasó el brazo alrededor de un cuerno huesudo e introdujo el cuchillo dentro de otra cuenca.
—¡Dhamon!
Maldred apareció de repente. Avanzaba con dificultad hacia él, espadón en mano, al mismo tiempo que sus ojos miraban, nerviosos, a su alrededor.
—¡Dragón! —gritó Dhamon con una voz que apenas podía oírse por encima del aleteo de la criatura—. ¡Déjanos tranquilos o destruiré más!
Se produjo una gran conmoción, un horrible sonido chapoteante, cuando el ser se aproximó cautelosamente, como un felino, abriendo los ojos de par en par.
—¡No te acerques más!
El hombre sostuvo el arma frente a otra cuenca.
—¿Qué haces? —inquirió Maldred con un susurro.
—Dijiste que la torre era mágica —replicó él—. Apuesto a que el dragón no quiere que sea destruida ni por mi cuchillo ni por su corrosivo aliento. —Y dirigiéndose a su adversario, repitió—: ¡No te acerques más!
Por increíble que pareciera, la bestia se había detenido. Los labios se le curvaron hacia arriba en una mueca feroz, rezumando gotas de ácido sobre las aguas del pantano, que provocaron un siseo y un zarcillo de vapor.
—Te escucho, humano —indicó la hembra de dragón tras un prolongado silencio. La voz sonó ronca y rasposa, y las palabras se arrastraron en su garganta.
Maldred giró, apuntando con su espada a una de las cuencas.
—Queremos que nos concedas paso franco para salir de aquí, dragón —declaró—. Si prometes…
Los ojos de la Negra se entrecerraron.
—Paso franco —repitió Maldred— hasta estar fuera de esta ciénaga salobre y bien lejos de ella —concluyó; y deslizó la punta de la espada al interior.
—Concedido —replicó la hembra de dragón.
—No confíes en ella —advirtió Dhamon.
—No tenemos mucha elección, ¿no es cierto?
La criatura efectuó un sonido que parecía un cloqueo, pero que era sonoro e inquietante, y les provocó escalofríos a lo largo de la espalda.
—Sable posee otros tótems —fue la respuesta—. Destruir éste no disminuirá su fuerza.
—Muy bien, pues…
Dhamon carraspeó y hundió con fuerza el cuchillo en una cuenca. El tenue fulgor azul que había emanado del cráneo se extinguió en cuanto atravesó el cerebro.
—Paso franco —indicó Dhamon con severidad—, o apuesto a que todavía puedo apagar unas cuantas más de estas luces antes de que me mates.
—Hecho.
Dhamon contempló con fijeza a la hembra de Dragón Negro, observando con atención cómo daba la vuelta y se alzaba de las aguas. Batiendo alas, el dragón se deslizó sobre la superficie cenagosa, y se elevó al mismo tiempo que viraba hacia el oeste y se alejaba de la pared vegetal.
—Bien, salgamos de aquí —manifestó Maldred, apartándose del tótem y dirigiéndose hacia donde Varek aguardaba— antes de que regrese. Localicemos a Riki y abandonemos este maldito pantano.
Dhamon se rezagó unos instantes. Percibió mentalmente la retirada del ser y también notó cómo disminuía el calor que le producía la escama en su pierna; pero sin duda la hembra de dragón seguía cerca. A lo mejor mantenía su parte del trato y aguardaba para ver si ellos dejaban en paz la torre. ¿Tan importante era la torre para la señora suprema?
—Dhamon…, ¿vienes con nosotros? —Maldred contemplaba con mirada impaciente el tejido de ramas.
Dhamon siguió a sus compañeros a través de la espesa pared de árboles que rodeaba la ciénaga de agua salada.