—¡Maldito sea Dhamon Fierolobo! ¡Así se pudra en el Abismo! —maldijo la Dama de Solamnia Fiona mientras penetraba aún más en la ciénaga—. Si no hubiera confiado en él y en su amigo ogro, ya estaríamos fuera de este lugar espantoso. Debemos encontrarnos a kilómetros de distancia de Shrentak. ¡Maldito sea!
Se iba abriendo paso por entre una maraña de enredaderas al mismo tiempo que intentaba rodear una charca cubierta de musgo. La antorcha medio apagada que sostenía alejaba las sombras hacia las copas de los árboles, en tanto insectos chirriadores se apelotonaban a su alrededor; ella mantenía la antorcha cerca en un intento inútil de ahuyentarlos, aunque sin conseguir otra cosa que sentir más calor aún. A pesar de que el sol se había puesto hacía mucho, la ciénaga humeaba por efecto de la elevada temperatura de aquel verano especialmente caluroso. El calor resultaba asfixiante, y ésa había sido la causa de que abandonara su preciosa cota de malla. El sudor le pegaba la larga melena roja al rostro y fijaba los restos andrajosos de las polainas y el tabardo a su piel. Con un movimiento de hombros, apartó los restos harapientos de la capa y la echó a un lado, un gesto que no le sirvió para refrescarse. Tenía los pies tan sudorosos en el interior de las botas de cuero que resbalaban a cada paso que daba, lo que le originaba dolorosas ampollas.
Inspiraba con fuerza, en un intento de despejar los pulmones, pero en su lugar el calor y la humedad penetraban en el interior, echando raíces en su pecho hasta el punto de que sentía la boca y la garganta pegajosas. Le dolía terriblemente la cabeza.
—¡Fiona, espera!
Apenas oyó las palabras, y no se había dado cuenta de que Rig Mer-Krel había gritado su nombre tres veces. Se detuvo, permitiendo que la atrapara.
—¡Fiona, esto es una locura! No deberíamos viajar por el pantano de noche. Esa antorcha es como un faro para cualquier cosa que esté hambrienta y se oculte por ahí acechándonos. Ya me parece oír cómo suena la campana del cocinero en la cocina: un pirata de los mares y una Dama de Solamnia listos para servir. ¡Jóvenes y sin grasas, muy sabrosos!
Ella hizo una mueca y se volvió para mirar a su compañero. La tez oscura de Rig brillaba cubierta de sudor, y el chaleco y los pantalones estaban tan mojados que parecían pintados sobre su cuerpo. La expresión del hombre se mantuvo severa durante un instante más, pero sus ojos se ablandaron al encontrarse con los de la mujer.
—Fiona, hemos…
—Hace más fresco de noche —respondió ella tercamente—. Quiero seguir adelante.
El hombre abrió la boca para razonar con ella, pero luego se interrumpió, pues comprendió por la forma en que la mujer erguía la barbilla que sus palabras caerían en saco roto.
—Además —siguió ella—, no estoy cansada. No mucho, de todos modos. Quiero avanzar un poco más en dirección a Shrentak.
Aquella última palabra hizo que un escalofrío recorriera la espalda del marinero. La ciudad en ruinas de Shrentak era la madriguera de Sable, la enorme hembra de Dragón Negro y señora suprema que había convertido en una ciénaga fétida esas tierras, en el pasado templadas, y se había adueñado de ellas y de todas las criaturas que vivían allí.
—Mientras haya caballeros solámnicos retenidos en las mazmorras de Sable, no quiero perder más tiempo —repuso Fiona, que frunció el entrecejo, quitándose con la mano unos mosquitos que se habían quedado pegados al sudor de su rostro—. A lo mejor mi hermano también se halla allí, en Shrentak; vivo o muerto, como lo viste en tu visión.
—Quiero liberarlos tanto como tú, Fiona. Ir en busca de los caballeros, y de quienquiera que esté prisionero allí, fue tanto idea mía como tuya.
—Maldito sea Dhamon Fierolobo.
Alzó un dedo para apartar de un golpecito un rizo húmedo que caía sobre los ojos de la mujer y se dio cuenta de que ésta contenía las lágrimas.
—Le creí, Rig. Confié en él. Él y Maldred, ese…, ese…
—Ogro. Lo sé —dijo él, recorriendo el labio inferior de su compañera con el pulgar—. Supongo que una parte de mí los creyó también, o al menos quiso hacerlo.
Semanas atrás, Fiona había ido en busca de Dhamon Fierolobo, a pesar de saber que aquél, en el pasado honorable héroe, se había unido a ladrones y cosas peores. La joven necesitaba conseguir un rescate para liberar a su hermano de las garras de Sable, y se le había ocurrido que su ex compañero podía facilitarle el modo de obtenerlo. Al fin y al cabo, el Consejo Solámnico se había negado a ayudar. Dhamon la había involucrado en cierta misión para Donnag, el caudillo ogro de Blode. El encargo, que requería la eliminación de unos trolls en las montañas, había proporcionado un cofre lleno de monedas y joyas para ser utilizado como rescate.
Dhamon, su amigo Maldred y una guardia de cuarenta ogros fueron designados para escoltar el rescate, o más bien, eso fue lo que dijeron. En realidad, Dhamon y sus amigos se dirigían a las minas de plata de Sable, donde muchos de los ogros de Donnag eran obligados a trabajar como esclavos hasta la muerte. El cofre de monedas y joyas no era más que una artimaña para conseguir que ella y Rig los acompañaran y ayudaran, pues el caudillo ogro se había sentido impresionado por Fiona y las habilidades del marinero, y quería añadir sus armas a la misión. No fue hasta que llegaron al claro situado frente a las minas de plata que la joven descubrió que la habían engañado.
—Embaucada —siseó entonces a Rig, al rememorarlo todo con total claridad.
Debería haber abandonado a Dhamon y a los otros justo allí mismo, y aquella noche tendría que haber marchado hacia Shrentak. Pero aborrecía la esclavitud, de modo que había decidido ayudar a liberar a los ogros.
»Fui engañada por Dhamon, por gente en la que tenía fe.
Habían luchado contra dracs y draconianos para rescatar a los ogros, junto con un pequeño grupo de humanos y enanos retenidos también como esclavos. Terminada la batalla, se había aparecido una extraña criatura de cabellos cobrizos. Tras lanzar un hechizo que los había atrapado a ella y a Rig, se había arrollado alrededor de Maldred y lo había cambiado.
—Desenmascaradlo —había dicho la niña con voz espectral—. Ahuyentad el hechizo que pinta una hermosa forma humana sobre su horrible cuerpo de ogro. Dejad al descubierto al hijo de Donnag…, ¡el enemigo de mi señora!
Cuando la transformación se completó, Maldred medía más de dos metros setenta de estatura; se había convertido en un ogro más impresionante e imponente físicamente que cualquiera de aquéllos que los habían acompañado. Sus ropas humanas habían quedado hechas jirones, sin que apenas cubrieran su enorme cuerpo, y Fiona lo había contemplado anonadada. Aquel ser, el Maldred con aspecto humano, le había hecho sentir algo por él, había conseguido ganarse su confianza, le había hecho dudar de su amor por Rig.
—Mentiras —repitió entonces con amargura a su compañero—. Todo fueron mentiras. El rescate jamás fue mío. Maldred nunca fue humano. Dhamon jamás fue digno de confianza. Mentiras, mentiras. Todo ello…
Realizada su cruel tarea, la niña se había desvanecido en las nieblas de la ciénaga, llevándose la alabarda mágica de Rig con ella. Dhamon y Maldred habían anunciado que iban a escoltar a los esclavos liberados hasta Donnag; habían invitado a Fiona y al marinero a ir con ellos, ya que les parecía más seguro. Pero en lugar de ello, la solámnica se había adentrado en el pantano, seguida por Rig. Maldred y Dhamon los habían llamado durante un tiempo, hasta que sus voces se fueron apagando con la lejanía; los ruidos producidos por animales e insectos habían acabado por ahogar los gritos.
—Maldito sea Dhamon Fierolobo. —Fiona giró para reanudar su viaje—. Y también Maldred. Malditos sean todos ellos.
—Nunca me gustó realmente Dhamon —masculló Rig mientras se ponía en marcha junto a ella. Cuando llevaban recorrido un corto trecho, añadió en voz baja:
»Me gustaría recuperar mi alabarda.
El terreno era cenagoso, con una gruesa capa de lodo y plantas en descomposición, y les succionaba los talones a cada paso. Andar era una ardua tarea, pero las duras condiciones sólo servían para que Fiona se mostrara más decidida.
Una repentina ráfaga de viento surgió de la nada y extinguió la antorcha de la mujer. La negra oscuridad de la ciénaga de Sable alargó sus zarpas y los cubrió desde todas las direcciones. El aire se detuvo. El dosel de hojas sobre sus cabezas era tan espeso que no dejaba pasar el menor atisbo de la luz de las estrellas. Todo era de un intenso tono negro.
—¿Fiona?
—¡Chist!
—Fiona, no veo nada.
—Lo sé.
—Tampoco oigo nada.
—Lo sé. Ése es el problema.
Los insectos habían dejado de zumbar, y el silencio resultaba tan amedrentador como el calor, la oscuridad y la humedad del lugar. Un hormigueo punzante recorrió la columna vertebral de la solámnica, una sensación que sugería que alguien o algo los observaba; algo que podía ver sin problemas en esa oscuridad cavernosa.
Rig nunca se había considerado un hombre que se asustara con facilidad. Sentía un respetable temor a los dragones y a las violentas tormentas en alta mar, pero a pocas cosas más. En ese momento, no obstante, experimentaba un miedo horrible y opresor. Consideró la posibilidad de agarrar a Fiona y retroceder, y se preguntó si podría siquiera ser capaz de desandar lo andado y encontrar el camino de regreso al claro de las minas de plata.
Tal vez aún podrían alcanzar a Dhamon y a Maldred. El marinero sabía que su compañera también debía estar asustada. Odiaba la idea de reunirse de nuevo con aquellos dos, pero sería la acción más prudente, ya que era un suicidio permanecer allí prácticamente indefensos en las tinieblas.
Los insectos reanudaron su constante zumbido, y el irritante sonido hizo que ambos respiraran algo más aliviados.
—No veo nada en absoluto, Fiona —refunfuñó Rig—. Ni siquiera la mano colocada frente a mi rostro. Quizá deberíamos regresar al claro y conseguir unas cuantas antorchas. A lo mejor hay algunos faroles en las minas. Puede ser que también un poco de comida. Marchamos con demasiada rapidez, sin recoger nada para comer.
—No. No. No.
—Fantástico. —El hombre exhaló con fuerza, dejando que el viento silbara por entre los apretados dientes.
—Tiene que haber un claro en alguna parte más adelante donde podamos ver. —Soltó la inútil antorcha y agitó la mano de un lado a otro, hasta que encontró a Rig y enlazó sus dedos con los de él.
Siguieron adelante como si estuvieran ciegos —rozando con el grueso tronco de una corteza peluda, avanzando penosamente a través de una charca de aguas estancadas— mientras sus rostros se crispaban en muecas de dolor cada vez que los matorrales de espinos les arañaban las piernas. Atravesaron una enorme telaraña y tuvieron que detenerse varios minutos para arrancarse la pegajosa masa.
—Sólo un poco más —susurró Fiona, decidida a poner más kilómetros entre ella y las minas de plata—. Más… lejos de Dhamon y Maldred.
Un enorme felino rugió a cierta distancia. Más cerca, algo siseó. Justo encima de sus cabezas, crujió una rama, a pesar de que no soplaba ninguna brisa en la ciénaga. Un hedor flotaba en el aire, tal vez proveniente de algún animal grande en descomposición no muy lejos de allí. Se percibía el fuerte olor acre de plantas putrefactas en el mantillo del cenagal. El aire caliente y el general ambiente opresivo de esa inmensa ciénaga provocaron arcadas a la mujer.
—Un poco más lejos, Rig. Sólo un poco…
—Hace tanto calor —respondió él.
El marinero escuchaba un ave con un curioso canto gutural, ranas que croaban ruidosamente, algo que producía un rítmico cloqueo. Deseó que soplara algo de brisa, otra solitaria ráfaga de viento, cualquier cosa que agitara un poco el aire.
Fiona aminoró el paso; su cuerpo empezaba a admitir la fatiga contra la que se rebelaba su mente. Avanzaron a trompicones sobre troncos y enredaderas caídas, y tantearon a ciegas por entre grupos de sauces. Una abertura en el dosel que se extendía en lo alto pintó el mundo de cambiantes grises.
Rig se dio cuenta de que no se trataba de la luz de las estrellas, pues el pedazo de cielo empezaba a clarear, encaminándose hacia el amanecer. No obstante, fue un cambio bien recibido, aunque fuera breve. Dejaron atrás la abertura para sumirse de nuevo en las tinieblas, y de improviso el hombre se puso alerta, oprimiendo con suavidad la mano de Fiona.
—¿Qué? —preguntó la mujer.
—Oigo algo.
—¿Maldred? ¿Dhamon?
Él negó con la cabeza, pero entonces comprendió que ella no podía verle.
—No lo creo. No parecen botas. ¿Lo oyes? —Su voz era tan baja que su compañera tuvo que esforzarse por oírla—. Creo…
Le soltó la mano y se alejó unos pasos de ella; luego, desenvainó la espada y giró en un amplio arco. La hoja del arma, silbando en el aire, rebotó en… algo. ¿Madera? ¿Un árbol? ¡El marinero necesitaba desesperadamente ver!
Se escucharon más crujidos a un lado, esa vez seguidos por un gruñido que terminó en un sonoro siseo. Rig giró y, balanceando de nuevo el arma, golpeó algo más blando. Su enemigo invisible aulló, mientras el ligero ruido producido por el movimiento de las plantas indicaba que aquella cosa intentaba colocarse detrás de ellos. ¿A qué se enfrentaban?
—¡Fiona! ¡No te muevas de donde estás! —gritó—. No quiero acertarte a ti por error.
Oyó el leve rechinar de la espada solámnica al ser desenvainada, y se concentró en los sonidos sordos que se escuchaban frente a él, las hojas que eran apartadas a un lado. Giró en redondo sobre las puntas de los pies, siguiendo el sonido, y lanzó una estocada al frente. ¡Nada! Echó la espada hacia atrás y lanzó una nueva estocada más a su derecha. Otro alarido, y esa vez comprendió que había herido de gravedad a la criatura, pues una rociada de sangre ácida se esparció por el follaje y le salpicó el brazo.
—¡Oh! —gritó Rig—. ¡Fiona! Se trata de un infame draconiano. ¡No te muevas!
La mujer percibió ruidos en una dirección distinta, y trasladó el peso del cuerpo de un pie al otro, escuchando con atención.
—Dos draconianos, Rig —corrigió—. ¡No te muevas tampoco tú!
—No draconianosss —siseó una voz a la derecha de la solámnica—. Sssomosss dracsss.
—Draconianos, dracs, ¿qué diferencia hay? —escupió Rig—. Sois monstruos.
Fiona giró en redondo y, al hacerlo, dio un traspié con una raíz que sobresalía y salió despedida al frente. Pero sus dedos se mantuvieron firmes sobre el arma, que estaba extendida, y de algún modo consiguió alcanzar al drac. Se escucharon unos pasos pesados y una serie de gruñidos siseados, y la mujer se dio cuenta al instante de que había más de dos de aquellas criaturas.
¿Cuántos?
Se incorporó precipitadamente, balanceando la espada con energía para mantener a los seres apartados o, mejor aún, para conseguir herirlos. Volvió a rozar algo. Un rugido enfurecido dio testimonio de que se trataba de un drac, no del marinero, y al mismo tiempo sintió unas afiladas zarpas clavándose en su espalda. Se mordió el labio para no chillar.
—La mujer esss torpe —cacareó uno.
—Hombre torpe también —añadió otro.
—Por lo menos no soy feo —replicó Rig, que quería que Fiona escuchara su voz para que supiera dónde se encontraba—. Y vosotros sois tan feos que no hay palabras para describiros.
Si bien no podía verlos, sabía qué aspecto tenían: voluminosas criaturas con apariencia humana, dotadas de zarpas y alas, y cubiertas de lustrosas escamas negras.
Entonces se produjo un movimiento justo delante de él, y arremetió al frente, sintiendo cómo su espada se hundía en carne musculosa. Empujó el arma, hundiéndola hasta la empuñadura, y se encontró empapado de punzante ácido. Sabía que los dracs negros estallaban generando una explosión de ácido al morir, y se preguntó si el abrasador líquido dejaría cicatrices.
—¡Ha caído uno, Fiona! —anunció.
¿Cuántos faltarían? Sin una pausa, volvió a esgrimir el arma a ciegas una y otra vez, y acertó a otro, al que también mató.
«¿Cuántos hay?», aulló su cerebro.
Se escuchó otro sonido justo ante él de nuevo. Rig lanzó la espada hacia adelante y adivinó que había alcanzado a uno en el pecho. Aquél también estalló, y sobrevino un chorro de ácido. Al mismo tiempo, un drac situado a la espalda del marinero se adelantó y le mordió con fuerza en el hombro, agarrándole los brazos a la vez que intentaba echarlo al suelo e inmovilizarlo. Otro asestaba golpes a la espada, en un intento de arrancársela de la mano.
—Dracsss matarán hombre. Hombre no debería matar dracsss —siseó la criatura situada detrás de él—. Hombre no debería matar a misss hermanasss.
El ser volvió a morderle, y esa vez mantuvo los dientes bien clavados y no lo soltó.
Rig consiguió dirigir una estocada al frente y, pese a la oscuridad, dio en el cuerpo de otro drac. El arma se alojó con firmeza en la criatura. El marinero, cayendo de rodillas, liberó la espada con su peso al mismo tiempo que conseguía desasirse de las mandíbulas del adversario situado detrás de él. Forcejeando para incorporarse, blandió el arma en un arco dirigido hacia adelante y de nuevo fue recompensado con un aullido y una dolorosa lluvia de ácido, mientras a su espalda escuchaba a una criatura que huía abriéndose paso entre el follaje.
El marinero agitó el arma a su alrededor. No había más dracs ni árboles, sólo enredaderas que intentaban envolverlo. Volvió a girar y estuvo a punto de tropezar con la rama rota de un árbol. Alargando la espada para tantear el camino mientras avanzaba con cuidado, dejó atrás la rama y atravesó una zona de tallos y lodo.
—¿Rig? ¡Rig! —Fiona jadeaba, totalmente agotada y presa de terrible dolor debido al ácido abrasador liberado por el drac que había matado—. Se han ido. Están muertos o han huido. —Enfundó su espada y palpó a su alrededor hasta encontrar un árbol en el que apoyarse—. ¿Rig?
—Estoy aquí —fue la exhausta respuesta que le llegó—, sea aquí donde sea. Sigue hablando para que pueda localizarte.
Tuvieron que transcurrir varios minutos antes de que se encontraran al pie del mismo árbol. El hombre la ayudó a trepar, alegando que era más seguro encaramarse que descansar sobre el suelo. El ascenso fue una tortura, que tensaba heridas y músculos a los que ya se había exigido demasiado, pero de todos modos consiguieron llegar a las gruesas ramas bajas, aquellas sobre las que podían sentarse a horcajadas con las espaldas apoyadas contra el tronco. Vaciaron uno de los odres de agua intentando quitarse el ácido. Casi toda el agua restante la compartieron vertiéndola en sus gargantas.
—¿Sabes?, podría haber serpientes, o algo peor, en este árbol —indicó Fiona.
—La única cosa peor que una serpiente es Dhamon Fierolobo —fue la ronca respuesta de su compañero.
—Exacto. Maldito sea. Si no hubiera confiado en él, si no hubiera esperado que pudiera ayudarme…
—Fiona, con un poco de suerte no volveremos a verle.
—Sí, pero tal vez no debimos separarnos de ellos con tanta rapidez —reflexionó la mujer, cuya voz pareció un susurro desafinado—. No debería haber permitido que la cólera me guiara. Tal vez tendríamos que haber obtenido algo de comida primero y haber encontrado algunos odres de agua extra. A lo mejor… ¡Oh!, no sé.
Rig sabía que ella no podía ver cómo se encogía de hombros. Apoyó una mano en el pomo de la espada mientas pasaba el otro brazo alrededor de una rama para mantener el equilibrio. Cerró los ojos, y no obstante sus padecimientos y el insoportable dolor del hombro allí donde el drac lo había mordido, se quedó profundamente dormido en cuestión de segundos.
—Tenías razón, Rig: al menos no deberíamos haber abandonado el claro sin llevarnos unas cuantas antorchas —dijo Fiona al cabo de un rato—. No tendría que haber confiado en Dhamon. —Calló al escuchar que el marinero roncaba quedamente—. No debería haber dudado de ti —añadió en voz baja—. Realmente te amo, Rig.
Despertaron bien entrada la mañana, doloridos aún por la pelea y con las heridas supurando. Fiona insistió en que se pusieran en marcha de nuevo, antes incluso de que su compañero intentara siquiera encontrar algo que desayunar. El marinero decidió que podía esperar unas cuantas horas para comer, pero antes de que se dieran cuenta, el día ya se había desvanecido. Cuando la luz empezó a apagarse, buscaron otro árbol en el que pasar la noche. La solámnica contemplaba un moribundo tronco peludo de gruesas ramas cuando Rig señaló a través de una abertura en un velo de hojas de sauce.
—Hay una luz allí, a nivel del suelo. Es amplia, como si fuera un fuego de campamento. También huele como si se estuviera cocinando algo. Deberíamos echar un vistazo.
El estómago de Rig rugió; no había comido bien desde hacía más de cuarenta y ocho horas.
—Espero que no giráramos en redondo en la oscuridad —indicó Fiona—. ¡Por Solamnus que podríamos muy bien habernos perdido! Espero que no se trate de la fogata de Dhamon y Maldred.
Una diminuta parte de ella, en realidad, esperaba que sí lo fuera, pues había ensayado mentalmente innumerables veces la diatriba que pensaba lanzar sobre ellos.
Aspiró con fuerza, apartó a un lado las hojas y dio unos cautelosos pasos en dirección al fuego.