13. TELARANA EN WASHENN

El Colegio de Ancianos de Washenn es un lugar excepcionalmente tranquilo. Allí la austeridad es la palabra clave, y hay algo sinceramente imponente en los grupos de novicios que dan su paseo crepuscular por entre los árboles del jardín en el que sólo los Ancianos pueden entrar. De vez en cuando la figura vestida de verde de un Anciano Mayor atraviesa el jardín aceptando afablemente las reverencias con las que es saludada.

Y, en muy raras ocasiones, también puede verse al mismísimo Primer Ministro.

Sin embargo, hasta aquel momento nadie había visto jamás al Primer Ministro caminando tan deprisa que casi corría, sudando y sin hacer caso de las manos respetuosamente levantadas; indiferente a las miradas cautelosas que le seguían y los gestos de extrañeza intercambiados discretamente o las cejas ligeramente arqueadas.

Entró en el Salón Legislativo por la puerta privada y echó a correr abiertamente apenas estuvo en la rampa desierta. La puerta que golpeó con los puños se abrió respondiendo a la presión que el pie de la persona que estaba dentro ejerció sobre un botón, y el Primer Ministro entró en la habitación.

Su secretario apenas levantó la mirada desde detrás del sencillo y pequeño escritorio donde estaba inclinado sobre un diminuto televisor escuchando atentamente y, de vez en cuando, paseando la vista sobre los comunicados de carácter oficial que se amontonaban delante de él.

El Primer Ministro golpeó la superficie del escritorio con los nudillos.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó—. ¿Qué está ocurriendo?

El secretario le contempló sin inmutarse y apartó el pequeño televisor a un lado.

—Felicitaciones, Su Excelencia.

—¡Guárdese sus felicitaciones! —replicó el Primer Ministro con impaciencia—. Quiero saber qué está ocurriendo.

—En pocas palabras, que nuestro hombre ha huido.

—¿Quiere decir que el hombre al que Shekt sometió a tratamiento con el sinapsificador … el espacial…, el espía…, el hombre que estaba oculto en esa granja de los alrededores de Chica…?

No hay forma alguna de saber cuántas palabras habría empleado el alteradísimo Primer Ministro para describir a aquel hombre si el secretario no le hubiese interrumpido.

—Exactamente —dijo con indiferencia.

—¿Y por qué no me lo comunicaron? ¿Por qué nunca me informan de nada?

—Había que adoptar medidas inmediatas, y Su Excelencia tenía muchas cosas que hacer en aquellos momentos; así que le sustituí dentro de los límites de mi capacidad.

—Sí, sí… Siempre que quiere prescindir de mí procura no molestarme para nada, ¿verdad? Pero no lo toleraré, ¿me oye? No permitiré que me dejen de lado. No…

—Estamos perdiendo el tiempo —fue la serena respuesta del secretario.

Y el grito del Primer Ministro se apagó. Tosió y carraspeó, y contempló al secretario como si no supiese qué decir.

—¿Cuáles son los detalles, Balkis? —preguntó por fin.

—La verdad es que no hay muchos. Después de dos meses de paciente espera el tal Schwartz partió de repente sin que nada lo anunciase, fue seguido…, y desapareció.

—¿Y cómo desapareció?

—No lo sabemos con seguridad, pero ése es otro problema. Anoche Natter…, nuestro agente, ¿recuerda? Bien, Natter dejó de enviar sucesivamente tres informes a la hora fijada. Sus ayudantes fueron en su busca por la carretera que conduce a Chica, y le encontraron al amanecer. Estaba en una zanja junto a la carretera…, muerto.

—¿El espacial le mató? —preguntó el Primer Ministro palideciendo.

—Probablemente, aunque no podemos estar seguros. No había señales visibles de violencia, a no ser que la expresión del rostro del muerto se pueda considerar como tal. Se le practicará la autopsia, naturalmente. Quizá se diera la casualidad de que Natter falleciese de un síncope cardiaco precisamente en el momento menos oportuno.

—Pero eso sería una coincidencia increíble.

—Yo opino lo mismo —respondió el secretario con voz gélida—. Pero si Schwartz mató a Natter, entonces los acontecimientos posteriores resultan todavía más extraños. juzgue usted mismo, Su Excelencia: según nuestro análisis previo, resultaba evidente que Schwartz viajaría a Chica tarde o temprano para entrevistarse con Shekt, y Natter apareció muerto en la carretera que va de la granja de los Maren a Chica. En consecuencia, hace tres horas que alertamos a las autoridades de Chica, y nuestro hombre ha sido capturado.

—¿Quiere decir que Schwartz ha sido capturado? —preguntó el Primer Ministro con incredulidad.

—Naturalmente.

—¿Por qué no me informó de inmediato?

—Hay cosas más importantes de las que ocuparse, Su Excelencia —dijo Balkis, y se encogió de hombros—. Acabo de decirle que Schwartz se encuentra en nuestras manos, ¿no? Bien, fue capturado casi enseguida y sin ninguna dificultad, y este hecho no parece tan fácil de relacionar con la muerte de Natter. ¿Cómo pudo ser lo bastante inteligente para descubrir a Natter, quien era un agente muy hábil, y al mismo tiempo tan estúpido como para entrar en Chica a la mañana siguiente y presentarse en una fábrica, sin ninguna clase de disfraz…, para solicitar un empleo?

—¿Eso fue lo que hizo?

—Eso fue lo que hizo, y por lo tanto su comportamiento implica dos posibilidades distintas. Una es que Schwartz ya haya transmitido a Shekt o a Bel Arvardan las informaciones que tenía, y se ha dejado atrapar para distraer nuestra atención; y la otra es que haya otros agentes actuando a los que todavía no hemos descubierto y a los que Schwartz está protegiendo. En cualquiera de los dos casos no debemos cometer el error de ser excesivamente confiados.

—No lo entiendo —dijo el Primer Ministro. Las arrugas de la ansiedad y la confusión resultaban claramente visibles en sus atractivas facciones—. Todo esto es demasiado complicado para mí.

Balkis sonrió desdeñosamente.

—Dentro de cuatro horas tiene una cita con el profesor Bel Arvardan, Su Excelencia —anunció.

—¿De veras? ¿Por qué? ¿Y qué debo decirle? No quiero verle.

—Cálmese, Su Excelencia. Tiene que verle. El día en que debe comenzar esa supuesta expedición suya se está aproximando, por lo que me parece obvio que él represente su papel solicitándole que le conceda permiso para explorar las Zonas Vedadas. Ennius nos previno al respecto, y él debe conocer con exactitud los detalles de esta comedia. Supongo que usted sabrá devolver ofensa por ofensa respondiendo a las exigencias con otras exigencias, ¿no?

—Bueno…, lo intentaré —murmuró el Primer Ministro bajando la cabeza.


Bel Arvardan llegó temprano y tuvo tiempo de sobras para contemplar lo que le rodeaba. Para un hombre familiarizado con las maravillas arquitectónicas de toda la Galaxia, el Colegio de Ancianos no podía ser nada más que un severo bloque de granito reforzado con acero diseñado al estilo arcaico; pero si daba la casualidad de que ese mismo hombre era arqueólogo, entonces la austeridad sombría y casi salvaje podía parecerle el medio más adecuado para una forma de vida también sombría y casi salvaje. Su mismo primitivismo subrayaba la intención de volver la vista hacia el lejano pasado.

Y los pensamientos de Arvardan volvieron a discurrir por su cuenta. Su recorrido de dos meses por los continentes occidentales de la Tierra no había resultado muy divertido. El primer día lo había estropeado todo, y Arvardan volvió a pensar en lo que había ocurrido aquel día en Chica.

Apenas lo hizo sintió que se enfadaba consigo mismo. La muchacha se había comportado de forma muy grosera, y se había mostrado inmensamente desagradecida. Una vulgar terrestre… ¿Por qué tenía que sentirse culpable Arvardan? Y sin embargo…

¿Le habría dado algún motivo para que se comportase de aquella manera al informarle de repente de que era un espacial…, como también lo era el oficial que la había insultado y cuya arrogante brutalidad Arvardan había castigado rompiéndole un brazo? Después de todo, ¿acaso tenía alguna forma de saber cuánto había sufrido ella a manos de los espaciales? Y de repente le había revelado que él también era un espacial, y no había intentado amortiguar el golpe.

Si hubiese sido más paciente… ¿Por qué había roto tan bruscamente sus relaciones? Ni tan siquiera recordaba el apellido de la muchacha. Era Pola algo—más… ¡Qué extraño! Arvardan siempre había tenido muy buena memoria. ¿Se trataría de un esfuerzo subconsciente por olvidar?

Bueno, eso era lo más razonable. ¡Olvidar! Y, de todas maneras, ¿qué tenía que recordar? ¿A una terrestre, a una vulgar y desagradecida terrestre?

Era enfermera de un hospital, y podía tratar de dar con el hospital en el que trabajaba. Cuando se separó de la muchacha aquella noche no había sido más que una silueta borrosa en la oscuridad, pero el hospital debía de estar cerca de aquel local de alimentómatas.

La idea le enfureció, y se apresuró a reducirla a mil fragmentos inconexos. ¿Estaba loco? ¿Qué ganaría con eso? Era una terrestre. Bonita, sí, dulce, casi fasci…

¡Era una terrestre!

El Primer Ministro estaba entrando, y Arvardan se alegró de su aparición porque significaba que podría olvidar lo que había ocurrido aquel día en Chica; pero en lo más profundo de su mente sabía que los recuerdos acabarían volviendo. Con cierta clase de recuerdos siempre ocurría igual.

El Primer Ministro llevaba una chaqueta nueva e impecable. Su frente no mostraba ni la más mínima arruga producto del titubeo o de la duda, y cuando se la contemplaba se tenía la impresión de que era imposible que hubiese estado humedecida alguna vez por el sudor.

La conversación resultó verdaderamente cordial. Arvardan transmitió meticulosamente los saludos de algunas personalidades importantes del Imperio al pueblo de la Tierra, y el Primer Ministro tuvo igual cuidado de expresar la profunda gratitud que debía experimentar toda la Tierra por la generosidad y la comprensión de que daba muestras el gobierno imperial.

Arvardan se refirió a la gran importancia que la arqueología tenía para la filosofía imperial, y habló de su contribución a la gran conclusión de que todos los seres humanos de todos los mundos de la Galaxia eran hermanos; y el Primer Ministro asintió con expresión complacida y manifestó que la Tierra siempre había estado convencida de ello, y que esperaba ver llegar pronto el día en el que la Galaxia pondría en práctica esa teoría.

Las palabras del Primer Ministro hicieron sonreír durante un momento a Arvardan.

—Ése es precisamente el motivo que me ha impulsado a dirigirme a usted, Su Excelencia —dijo—. Una gran parte de las diferencias existentes entre la Tierra y algunos de los dominios imperiales vecinos quizá resida únicamente en la forma de pensar, pero creo que si se demostrara que los terrestres no son distintos del resto de los ciudadanos de la Galaxia resultaría posible eliminar muchos roces.

—¿Y cómo se propone lograr eso, doctor Arvardan?

—No resulta muy fácil de explicar en pocas palabras. Como probablemente ya sabe Su Excelencia, las dos corrientes principales del pensamiento arqueológico actual son conocidas vulgarmente con los nombres de Teoría de la Fusión y Teoría de la Irradiación.

—Tengo un conocimiento elemental de ambas.

—Bien… La Teoría de la Fusión sostiene que los diversos tipos humanos se desarrollaron de manera independiente, y que se fueron mezclando unos con otros durante la era de los primeros viajes espaciales, tan distante ya en el tiempo que apenas se conservan documentos de esos días. Este concepto resulta necesario para explicar por qué actualmente todos los seres humanos se parecen tanto los unos a los otros.

—Sí —dijo secamente el Primer Ministro—, y esa idea también implica la necesidad de que haya varios centenares o millares de variedades de ser humano que se hayan desarrollado por separado, y que sin embargo estén tan relacionadas química y biológicamente como para permitir los cruzamientos.

—Exacto —dijo Arvardan poniendo cara de satisfacción—. Acaba de poner el dedo en la llaga… Ése es el punto más débil de la teoría, pero la gran mayoría de los arqueólogos lo pasa por alto y apoya firmemente la Teoría de la Fisión, lo que naturalmente implicaría la posibilidad de que en porciones aisladas de la Galaxia subsistan algunas subespecies de la humanidad que hayan conservado sus diferencias originales sin que se produjeran cruzamientos…

—Se refiere a la Tierra, ¿no? —dijo el Primer Ministro.

—La Tierra es considerada como un ejemplo de ello. La Teoría de la Irradiación, por otra parte…

—Considera que todos somos descendientes de un solo grupo planetario de seres humanos.

—Exactamente.

—Basándose en ciertas pruebas de nuestra historia y ciertos documentos que nosotros consideramos sagrados y que no pueden ser mostrados a quien no haya nacido en la Tierra, mi pueblo cree que la Tierra fue la cuna de toda la humanidad.

—Yo opino lo mismo, y le pido que me ayude a demostrárselo a toda la Galaxia.

—Es usted muy optimista… ¿Cómo piensa hacer eso?

—Su Excelencia, estoy convencido de que en esas áreas de su planeta que actualmente están afectadas por la radiactividad quedan muchos artefactos y restos arquitectónicos primitivos. La antigüedad de esos restos podría ser calculada con toda exactitud a partir de su estado actual de desintegración radiactiva, y comparando…

—Me temo que eso es totalmente imposible —le interrumpió el Primer Ministro meneando la cabeza.

—¿Por qué es imposible? —preguntó Arvardan, y la sorpresa le hizo fruncir el ceño.

—En primer lugar debo preguntarle qué es lo que espera lograr, doctor Arvardan —replicó el Primer Ministro sin inmutarse—. Si demuestra que está en lo cierto y aun suponiendo que su demostración logre convencer a todos los mundos, ¿qué importa que hace un millón de años todos ustedes fueran terrestres? Después de todo, hace mil millones de años todos éramos simios, y sin embargo actualmente no consideramos que los monos sean parientes nuestros.

—Vamos, Su Excelencia… La comparación es absurda.

—De ninguna manera. ¿Acaso no le parece lógico suponer que los terrestres han llegado a cambiar de tal manera durante su prolongado aislamiento y, sobre todo, debido a la continua influencia de la radiactividad, que ahora forman una raza totalmente diferenciada de sus primos emigrados?

Arvardan se mordió el labio inferior.

—Sus enemigos estarían encantados al verle argumentar con tanto entusiasmo en favor suyo —contestó de mala gana.

—Lo hago precisamente porque me pregunto qué dirán. Bien, está claro que no conseguiríamos nada…, salvo quizá exacerbar el odio que ya se siente contra nosotros.

—¡Pero no hay que olvidar los intereses de la ciencia pura! —protestó Arvardan—. El progreso de los conocimientos…

—Lamento sinceramente verme obligado a obstaculizar esa noble causa —dijo el Primer Ministro poniéndose muy serio—. Voy a hablarle como un ciudadano del Imperio que está conversando con un igual: personalmente yo le ayudaría con mucho gusto, pero mi pueblo es una raza terca y orgullosa que se ha encerrado en sí misma durante siglos debido a…, a las lamentables actitudes que ciertas partes de la Galaxia han adoptado contra nosotros. Los terrestres tienen ciertos tabúes, ciertas costumbres establecidas que ni tan siquiera yo podría violar.

—Y las zonas radiactivas…

—Son uno de los tabúes más importantes y estrictamente observados. Aunque le otorgase permiso para investigar en ellas, y le confieso que me siento tentado de hacerlo, lo único que conseguiríamos con eso sería provocar motines y disturbios que no sólo pondrían en peligro su vida y las de los miembros de su expedición, sino que a la larga harían que la Tierra sufriese alguna clase de sanción disciplinaria impuesta por el Imperio. Si permitiese que eso ocurriera estaría traicionando las responsabilidades de mi cargo y la confianza que mi pueblo ha depositado en mí.

—Pero estoy dispuesto a adoptar todas las precauciones razonables. Si quisiera enviar observadores para que me acompañen… Y, naturalmente, también puedo comprometerme a consultar con usted antes de publicar los resultados obtenidos durante las investigaciones sean cuales sean éstos.

—Me está tentando, doctor Arvardan —replicó el Primer Ministro—. Es un proyecto muy interesante, desde luego… Pero aun suponiendo que no tomáramos en cuenta al pueblo, me temo que sobrestima mi poder. No soy un gobernante absoluto. De hecho, mi poder se encuentra muy limitado…, y todos los asuntos deben ser sometidos a la consideración de la Sociedad de Ancianos antes de que se pueda tomar una decisión definitiva.

—Es una situación realmente lamentable —dijo Arvardan, y meneó la cabeza—. El Procurador ya me previno acerca de los obstáculos con los que me enfrentaría, pero aun así esperaba que… ¿Cuándo podrá consultar a su legislatura?

—La asamblea de la Sociedad de Ancianos se reunirá dentro de tres días. No tengo poder para alterar el orden del día, de modo que quizá transcurran unos días más antes de que el asunto pueda ser discutido…, digamos que una semana.

Arvardan asintió distraídamente.

—Tendré que resignarme a esperar. Por cierto, Su Excelencia, cambiando de tema…

—¿Sí?

—En su planeta hay un científico al que me gustaría conocer…, un tal doctor Shekt, de Chica. Yo estuve en Chica, pero mi estancia duró muy poco tiempo y me marché de manera bastante precipitada, por lo que me gustaría reparar esa omisión. Tengo la seguridad de que el doctor Shekt es un hombre muy ocupado, y le agradecería que me proporcionara una carta de presentación.

El rostro del Primer Ministro había adoptado una expresión visiblemente adusta, y guardó silencio durante unos momentos antes de hablar.

—¿Podría explicarme para qué desea ver al doctor Shekt? —preguntó por fin.

—Por supuesto, Su Excelencia. Leí un artículo acerca de un aparato que ha diseñado y al que creo llama sinapsificador. Tiene relación con la neuroquímica cerebral, y quizá pueda resultar de algún interés para otro proyecto mío. He hecho algunos trabajos sobre la clasificación de la humanidad a través de los grupos encefalográficos…, los distintos tipos de corrientes cerebrales, como supongo ya sabrá.

—Sí, he oído algunos comentarios acerca del invento del doctor Shekt. Creo recordar que no tuvo éxito.

—Bien, quizá no; pero el doctor Shekt es un experto en la materia, y probablemente podría ayudarme en mis trabajos.

—Comprendo… De acuerdo, haré que le preparen inmediatamente una carta de presentación. No debe mencionar en ningún momento sus intenciones de explorar las Zonas Vedadas, naturalmente.

—Por supuesto, Su Excelencia —asintió Arvardan, y se puso en pie—. Le agradezco su cortesía y su comprensión, y espero que el Consejo de Ancianos trate mi proyecto con espíritu tolerante.

El secretario entró apenas Arvardan hubo salido de la habitación, y sus labios se curvaron en esa sonrisa fría y cruel tan característica de él.

—Muy bien —comentó—. Se ha portado estupendamente, Su Excelencia.

El Primer Ministro le observó con expresión sombría.

—¿Qué significa eso último que me dijo respecto a Shekt? —preguntó.

—¿Está intrigado? Hace mal, ya que todo marcha magníficamente. Supongo que se fijaría en su falta de insistencia cuando vetó su proyecto, ¿no? ¿Cree que es la reacción lógica en un científico que ha invertido todo su entusiasmo en algo que ve obstaculizado de repente sin que haya motivos razonables para ello, o es más bien la reacción de alguien que está representando un papel y que se siente aliviado al verse liberado de él? Ah, también tenemos otra extraña coincidencia… Schwartz huye y se dirige a Chica. AL día siguiente Arvardan se presenta aquí, y después de soltar un no muy entusiástico discurso sobre su expedición menciona como por casualidad que piensa ir a Chica para visitar a Shekt.

—¿Pero por qué lo dijo, Balkis? Me parece una estupidez por su parte.

—Se lo dijo porque usted consiguió inspirarle confianza. Póngase en su situación, Su Excelencia… Él se imagina que no sospechamos nada, y en una situación así la audacia siempre acaba alzándose con el triunfo. Va a ver a Shekt. ¡Muy bien! Le informa con toda franqueza de sus propósitos, e incluso le solicita una carta de presentación. ¿Qué mejor garantía puede ofrecerle sobre la honestidad y la inocencia de sus intenciones? Y esto saca a relucir otro problema, desde luego… Es posible que Schwartz descubriese que estaba siendo vigilado, y quizá mató a Natter; pero no tuvo tiempo para prevenir a los otros, porque en tal caso esta comedia habría sido representada de una manera muy distinta. —El secretario entrecerró los ojos mientras iba tejiendo su telaraña—. Quién sabe cuánto tiempo transcurrirá hasta que la desaparición de Schwartz despierte sus sospechas, pero podemos calcular que no empezarán a sospechar antes de que Arvardan vaya a visitar a Shekt. Los dos caerán al mismo tiempo, y entonces les resultará mucho más difícil negar la verdad.

—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó bajando la voz el Primer Ministro.

Balkis levantó la mirada y le contempló con expresión pensativa.

—El plan es flexible, y desde que descubrimos la traición de Shekt trabajamos en tres turnos que se suceden uno a otro —informó—. Todo marcha bien, y ahora sólo nos faltan los cálculos matemáticos de las órbitas necesarias. Lo que nos retrasa es el que nuestras calculadoras y ordenadores no son lo suficientemente sofisticados, pero eso ya da igual… Ahora no es más que cuestión de días.

—¡Días!

La palabra fue pronunciada con una extraña mezcla de triunfo y horror.

—¡Días! —repitió el secretario—. Pero recuerde…, una bomba apenas dos segundos antes de la hora cero bastaría para detenernos; e incluso después de la hora cero habrá un período de tiempo que oscilará entre uno y seis meses durante el que podrán tomar represalias. No olvide que la seguridad todavía no es total.

¡Días! Y entonces estallaría la guerra unilateral más increíble de toda la historia de la Galaxia, y la Tierra atacaría a todos los demás planetas.

Las manos del Primer Ministro temblaban levemente.


Arvardan volvía a viajar a bordo de un estratosférico, y su mente era un confuso torbellino de pensamientos. No parecía haber ningún motivo para creer que el Primer Ministro y los psicópatas que tenía por súbditos permitirían una invasión oficial de las zonas radiactivas, y Arvardan ya estaba preparado para esa eventualidad. No sabía por qué, pero lo cierto era que no lo había lamentado demasiado. Si le hubiese importado más habría defendido mejor su causa.

¡Y ahora estaba dispuesto a entrar ilegalmente en esas zonas, por toda la Galaxia! Armaría su nave, y si llegaba a ser necesario lucharía. Casi lo deseaba.

¡Malditos estúpidos!

¿Quienes se creían que eran?

Sí, sí, Arvardan ya sabía quiénes creían ser. Los terrestres estaban convencidos de ser los primeros seres humanos, los habitantes del planeta original…

Y lo peor de todo era que Arvardan sabía que tenían razón.

El estratosférico estaba despegando. Arvardan se hundió en el mullido respaldo del asiento. Dentro de una hora vería Chica.

Se dijo que no se trataba de que sintiera muchos deseos de volver a Chica, pero el sinapsificador podía ser importante, y ya que estaba en la Tierra podía aprovechar la ocasión. Después de partir no pensaba regresar nunca.

¡Estaba harto de aquel planeta horrible!

Ennius tenía razón.

Pero el doctor Shekt… Arvardan estudió la carta de presentación impregnada de formalidad burocrática.

Y de repente se irguió bruscamente…, o intentó hacerlo, y luchó contra la fuerza de la inercia que le apretaba contra el asiento a medida que la Tierra se alejaba y el cielo azul iba adquiriendo un color púrpura oscuro.

Había recordado el apellido de la muchacha. Se llamaba Pola Shekt.

¿Por qué lo había olvidado? Arvardan sintió una mezcla de desilusión y enfado consigo mismo. Su mente le había traicionado reteniendo el apellido de la muchacha hasta que ya era demasiado tarde.

Pero en lo más hondo de su ser algo se alegró de que hubiera ocurrido así.

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