Habían transcurrido treinta días desde que Joseph Schwartz despegó de la pista de un aeródromo en una noche dedicada a la destrucción galáctica, alejándose velozmente del suelo mientras las sirenas de alarma aullaban enloquecidas detrás de él y el éter era atravesado por mensajes ordenándole que se detuviera.
No había regresado…, por lo menos hasta después de haber destruido el Templo de Senloo.
Y ahora su heroísmo por fin había merecido la recompensa oficial. Schwartz tenía en un bolsillo la Orden de la Nave y el Sol de Primera Clase. Sólo otros dos seres humanos en toda la Galaxia habían sido honrados con ella antes de morir.
Eso era más que suficiente para un sastre jubilado.
Salvo los funcionarios más destacados del Imperio nadie sabía con exactitud qué había hecho Schwartz, naturalmente, pero eso no importaba. Algún día los libros de historia hablarían de lo ocurrido incorporándolo a una crónica maravillosa que jamás sería olvidada.
Schwartz se dirigía hacia la casa del doctor Shekt envuelto en el silencio de la noche. La ciudad estaba tan tranquila y callada como el cielo lleno de estrellas que la cubría. Las bandas armadas de celotes aún causaban disturbios en algunos lugares aislados de la Tierra, pero todos sus dirigentes habían muerto o estaban en prisión, y los terrestres moderados podrían encargarse del resto sin ayuda exterior.
Los primeros convoyes de naves gigantescas que transportaban suelo normal ya estaban en camino. Ennius había repetido su propuesta original de trasladar a otro planeta toda la población de la Tierra, pero naturalmente no podía ser aceptada. Lo que se pedía no era caridad. Los terrestres querían reconstruir su propio planeta. Querían reconstruir la patria de sus antepasados, el mundo donde había nacido la raza humana. Querían trabajar con sus manos arrancando el suelo contaminado y reemplazándolo por suelo puro, viendo cómo la vegetación crecía allí donde todo había estado muerto y haciendo florecer de nuevo la belleza en el erial.
Era una tarea titánica que muy bien podía durar un siglo entero, ;pero qué importaba eso? Que la Galaxia prestase la maquinaria, que enviara provisiones, que proporcionase el suelo… Con ello sólo consumiría una mínima parte de sus inmensos recursos, y la Tierra pagaría las deudas que contrajese.
Y algún día los terrestres volverían a ser un pueblo más entre los pueblos de la Galaxia y habitarían un planeta que no tendría nada que envidiar a los otros planetas, y podrían mirar de frente a toda la humanidad con dignidad y en pie de igualdad.
Schwartz pensó en todo aquello, y su corazón aceleró su pulso mientras subía por la escalinata que llevaba hasta la puerta principal. La semana próxima partiría con Arvardan hacia los grandes mundos centrales de la Galaxia. ¿Qué otro hombre de su generación había podido salir jamás de la Tierra?
Y por un momento pensó en la Vieja Tierra, su Tierra, muerta hacía tanto, tanto tiempo…
Y sin embargo apenas habían transcurrido tres meses y medio.
Se detuvo con la mano levantada para llamar a la puerta, y las palabras que se estaban pronunciando dentro de la casa resonaron en su mente. Schwartz podía oír con toda claridad la música tintineante de los pensamientos.
Se trataba de Arvardan, naturalmente, en cuya mente había mucho más de lo que podía expresar con palabras.
—He esperado y he pensado, Pola, y no estoy dispuesto a seguir así por más tiempo. Vendrás conmigo.
—No podría, Bel —respondió Pola, cuya mente estaba tan agitada como la de Arvardan y, en su caso, a causa de palabras que no quería pronunciar en voz alta—. Mis modales y mis costumbres son tan primitivas… Me sentiría muy fuera de lugar en esos grandes mundos del espacio, y además sólo soy una te…
—No lo digas. Eres mi esposa. Si te preguntan qué y quién eres responderás que eres nativa de la Tierra y ciudadana del Imperio. Si te piden más detalles, bastará con decir que eres mi esposa.
—Bueno, ¿y qué haremos después de que hayas pronunciado ese discurso ante la Sociedad Arqueológica de Trántor?
—¿Después? Bien, para empezar nos tomaremos un año de descanso y visitaremos los mundos más importantes de la Galaxia. No pasaremos por alto ni uno solo aunque tengamos que ir y venir a bordo de naves correo. Conocerás toda la Galaxia, Pola, y tendrás la mejor luna de miel que se puede pagar con el dinero del gobierno imperial.
—Y después…
—Y después volveremos a la Tierra y nos ofreceremos como voluntarios para los batallones de trabajo, y pasaremos los cuarenta años próximos transportando suelo fértil a paletadas para reemplazar las zonas radiactivas.
—¿Y por qué ibas a hacer tú algo semejante?
—¿Por qué? —El contacto mental de Arvardan se tiñó en aquel instante con el equivalente en pensamientos a un profundo suspiro—. Porque te amo y porque eso es lo que tú deseas, y porque soy un terrestre lleno de patriotismo…, y puedo demostrarlo con mi documento de nacionalización honoraria.
—Bien, entonces…
Y la conversación se interrumpió en ese punto.
Pero los contactos mentales no, y Schwartz se alejó sintiéndose muy satisfecho y un poco turbado. Podía esperar. Ya habría tiempo más que suficiente para molestar a la pareja cuando todo estuviese más tranquilo.
Schwartz esperó en la calle, con las frías estrellas brillando sobre su cabeza. Había toda una constelación de ellas, tanto visibles como invisibles. Y repitió en voz baja una vez más aquel antiguo poema que ahora sólo él sabía entre tantos miles de millones de seres humanos, y lo recitó para él, y para la nueva Tierra, y para todos esos millones de planetas lejanos.
¡Envejece a mi lado!
Lo mejor aún no ha llegado.
El final de la vida, para el cual fue creado el principio…