7. ¿UNA CONVERSACIÓN CON LOCOS?

En cuanto a Arvardan, lo único que le interesaba en aquellos momentos era hacer turismo. Su nave Ofiuco, no llegaría a la Tierra hasta dentro de un mes, y en consecuencia disponía de todo aquel tiempo para invertirlo de la manera que más le gustase.

Y ése fue el motivo por el que Bel Arvardan se despidió de su anfitrión seis días después de haber llegado al Everest, y subió a bordo del mayor estratosférico a retropropulsión de que disponía la Compañía Terrestre de Transportes Aéreos para hacer el viaje entre el Everest y Washenn, la capital de la Tierra.

Desplazarse a bordo de un aparato comercial en vez de hacerlo en el veloz crucero puesto a su disposición por Ennius había sido una elección deliberada por su parte. En su calidad de extranjero y de arqueólogo, Arvardan sentía una considerable curiosidad hacia la existencia cotidiana de los seres humanos que vivían en un planeta tan extraño como era la Tierra.

Y también tenía otro motivo aparte de la curiosidad.

Arvardan provenía del Sector de Sirio, el cual se distinguía por la gran intensidad de sus prejuicios antiterrestres; pero siempre le había complacido pensar que no había sucumbido a aquellos prejuicios. Como hombre de ciencia y como arqueólogo no podía permitírselo, aunque naturalmente se había acostumbrado a pensar en los terrestres guiándose por ciertos moldes caricaturescos, hasta el extremo de que la misma palabra «terrestre» le resultaba vagamente desagradable; pero no tenía verdaderos prejuicios contra ellos.

AL menos eso era lo que creía Arvardan. Por ejemplo, siempre que un terrestre había querido tomar parte en una de sus expediciones o trabajar a su lado en cualquier tipo de actividad había sido aceptado…, si poseía la cultura y la capacidad necesarias, por supuesto; si había una vacante, naturalmente…, y si los otros miembros de la expedición no protestaban demasiado. Ése era el gran problema. Lo habitual era que los demás se opusieran enérgicamente, ¿y qué podía hacer Arvardan entonces salvo claudicar?

Empezó a pensar en el problema. Nunca se le habría pasado por la cabeza la idea de negarse a comer con un terrestre, eso estaba claro, e incluso estaba dispuesto a compartir su alojamiento con un terrestre…, siempre que éste fuera razonablemente limpio y estuviera sano. Arvardan incluso pensaba que ese hipotético terrestre sería tratado en todos los aspectos igual que hubiese tratado a un nativo de cualquier otro planeta, pero no pudo negar ante sí mismo que siempre sería consciente de que un terrestre era un terrestre. No podía evitarlo. Era el resultado de una niñez transcurrida en un entorno impregnado de fanatismo hasta tales extremos que éste resultaba casi imperceptible, y donde no te quedaba más remedio que aceptar sus axiomas igual que si fueran una segunda naturaleza. Aun así, cuando salías de él eras capaz de verlo tal y como era realmente al contemplarlo desde el exterior.

Ahora tenía una ocasión para ponerse a prueba. Viajaba a bordo de un estratosférico en el que aparte de él sólo había terrestres y, a pesar de ello, Arvardan se estaba comportando con bastante naturalidad…, aunque ésta no llegara a ser total.

Estudió los rostros vulgares y normales de sus compañeros de viaje. Se suponía que los terrestres eran distintos, pero Arvardan no estaba muy seguro de si habría podido distinguir a aquellos seres humanos de otros si se hubiese encontrado con ellos por casualidad en medio de una multitud. Acabó pensando que no. Las mujeres no eran feas, desde luego… Arvardan enarcó las cejas. La tolerancia también tenía un límite, naturalmente, y estaba claro que ni tan siquiera se podía llegar a pensar en la posibilidad de un matrimonio mixto.

En cuanto al estratosférico, le parecía un aparato pequeño y de construcción bastante imperfecta. Se desplazaba gracias a la propulsión atómica, pero la aplicación del principio estaba muy lejos de ser realmente eficiente. En primer lugar la turbina no se encontraba muy bien aislada; pero Arvardan pensó que la presencia de rayos gamma errantes y la elevada densidad de neutrones de la atmósfera quizá pudiera resultar menos importante para los terrestres que para los seres humanos de otros planetas.

De repente el paisaje atrajo su mirada. Vista desde la capa púrpura oscuro de los confines de la estratosfera, la Tierra ofrecía un aspecto realmente fabuloso. Las inmensas áreas brumosas que estaban a la vista debajo de Arvardan (oscurecidas a intervalos por manchones de nubes iluminadas por el sol) tenían el color anaranjado típico de los desiertos. Detrás de ellas se veía el tenue y confuso límite de la noche que se iba alejando lentamente de la estratonave, y en el interior de aquellas sombras oscuras se podía distinguir el chisporroteo de las zonas radiactivas.

Las risas de algunos de sus acompañantes hicieron que Arvardan apartara su atención de la ventanilla. Miró a su alrededor, y vio que las risas parecían centrarse alrededor de una pareja de edad madura, regordeta y muy sonriente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arvardan a su vecino tocándole con el codo.

—Se casaron hace cuarenta años y están haciendo la Gran Gira —le informó el hombre.

—¿La Gran Gira?

—Ya sabe…, un viaje alrededor de la Tierra.

El hombre maduro estaba relatando de un modo global sus experiencias e impresiones con el rostro sonrojado por la satisfacción. Su esposa intervenía periódicamente en la conversación corrigiendo escrupulosamente hasta los detalles más insignificantes, lo cual era recibido y aceptado con el máximo buen humor imaginable. Los pasajeros del estratosférico escuchaban todo aquello con la mayor atención, y Arvardan tuvo la impresión de que los terrestres podían llegar a ser tan cordiales y humanos como cualquier otro pueblo de la Galaxia.

—¿Y para cuándo tienen fijados los sesenta? —preguntó alguien de repente.

—Para dentro de un mes, más o menos —fue la inmediata y satisfecha respuesta que obtuvo—. El dieciséis de noviembre, para ser exactos.

—Bueno, espero que tengan la suerte de que haga un día bonito —dijo el hombre que había hecho la pregunta—. Mi padre llegó a sus sesenta en un día de lluvias torrenciales…, nunca he vuelto a ver otro igual desde entonces. Yo iba con él, porque como ustedes saben a una persona siempre le gusta más estar acompañad en esas circunstancias, y no paró de quejarse de la lluvia ni un momento. Además, íbamos en un vehículo birrueda abierto, y quedamos calados hasta los huesos. «Eh, papá, ¿por qué te quejas tanto: —acabé diciéndole—. Después de todo, el que tendrá que volver soy yo, ¿no?»

Hubo una carcajada general a la que se sumó la pareja que estaba celebrando el aniversario de boda, pero una desagradable y molesta sospecha empezó a cobrar forma en la mente de Arvardan, y el horror le erizó el vello.

—Esos sesenta de los que están hablando —dijo volviéndose hacia su compañero de asiento—. Bueno, verá… He tenido la impresión de que se referían a la eutanasia, ¿no? Quiero decir que…, que ustedes son eliminados cuando cumplen los sesenta años, ¿verdad?

La voz de Arvardan se debilitó un poco cuando su compañero de asiento ahogó repentinamente sus últimas risas para volverse hacia él y escrutarle con una prolongada mirada impregnada de desconfianza.

—¿Y de qué pensó que estaban hablando? —preguntó por fin.

Arvardan hizo un vago gesto con la mano y sonrió estúpidamente. Conocía la Costumbre de los Sesenta, pero sólo de una manera teórica…, como algo acerca de lo que había leído varios pasajes en un libro o que se comentaba en una publicación científica. Pero ahora se acababa de convencer de que la Costumbre se aplicaba a seres vivos, de que los hombres y mujeres que había a su alrededor sólo podían vivir hasta los sesenta años porque así lo exigía la Costumbre de los Sesenta.

Su compañero de asiento seguía mirándole fijamente.

—Oiga, ¿de dónde viene usted? —preguntó de repente—. ¿Es que no conocen los Sesenta en su ciudad?

—Allí los llamamos «La Hora» —respondió Arvardan con un hilo de voz—. Soy de allá…

Movió un pulgar señalando por encima del hombro, y pasados unos segundos el rostro de su compañero de asiento fue perdiendo poco a poco su expresión dura e inquisitiva.

Arvardan frunció los labios. Los terrestres eran muy desconfiados, desde luego. Por lo menos aquella faceta de la caricatura correspondía a la realidad.

El hombre maduro estaba volviendo a hablar.

—Ella me acompañará —explicó señalando a su risueña esposa—. No le corresponde hasta tres meses más tarde, pero cree que no hay por qué esperar y que será mejor que nos vayamos juntos. ¿Verdad que sí, gordita?

—Oh, sí —respondió ella con una risita jovial—. Todos nuestros hijos están casados y ya tienen sus hogares, así que sería una carga para ellos. De todas maneras, no podría vivir sin mi viejo…, así que nos iremos juntos.

Después todos los pasajeros parecieron enfrascarse en un cálculo aritmético para averiguar cuánto tiempo le quedaba a cada uno, para lo que tuvieron que transformar los meses en días. El proceso ocasionó varias discusiones entre los matrimonios.

—Me quedan exactamente doce años, tres meses y cuatro días —manifestó rotundamente un hombrecillo de expresión decidida al que la ropa le quedaba bastante apretada—. Doce años, tres meses y cuatro días, ni uno más ni uno menos…

—Siempre que no se muera antes, naturalmente —fue la muy razonable respuesta de alguien.

—Tonterías —contestó inmediatamente el hombrecillo—. ¡No tengo la más mínima intención de morirme antes! ¿Acaso tengo el aspecto de ser uno de esos hombres que se mueren antes? Viviré doce años, tres meses y cuatro días, y no hay aquí un solo hombre con las agallas suficientes para negarlo.

Su expresión al decir aquello era verdaderamente amenazadora.

Un joven esbelto y elegante se quitó de los labios un cigarrillo muy largo.

—Tienen mucha suerte al poder calcularlo con tanta exactitud —comentó en tono sombrío—. Hay muchos hombres que viven más tiempo del que les corresponde.

—Ya lo creo que sí —respondió el otro.

Hubo un coro general de asentimientos que fue acompañado por un murmullo de indignación.

—No es que tenga ninguna objeción al hecho de que un hombre o una mujer deseen seguir viviendo después de haber cumplido los sesenta hasta el próximo día de reunión del Consejo, sobre todo si tienen que terminar de resolver algún asunto pendiente —siguió diciendo el joven mientras alternaba las caladas al cigarrillo con una complicada maniobra destinada a desprender la ceniza—. Pero esos granujas y parásitos que intentan llegar al próximo Censo consumiendo los alimentos que deberían destinarse a la nueva generación…

Hablaba como si sintiese un resentimiento personal hacia aquellos casos.

—Pero las edades de todo el mundo están registradas en los archivos, ¿no? —intervino Arvardan en voz baja y suave—. Nadie puede seguir viviendo después de haber cumplido los sesenta, ¿verdad?

Se produjo un silencio general en el que había una buena dosis de desprecio hacia aquella estúpida manifestación de idealismo. El silencio se prolongó hasta que un pasajero empezó a hablar en tono mesurado y diplomático, como si quisiera poner punto final al tema.

—Bueno, supongo que vivir más allá de los sesenta no sirve de mucho —dijo.

—No si uno es granjero —replicó vigorosamente otro pasajero—. Después de haber pasado medio siglo trabajando en los campos hace falta estar loco para no aceptar el fin de ese tipo de vida, desde luego… ¿Pero qué me dice de los burócratas y de los hombres de negocios?

El hombre maduro cuyo cuadragésimo aniversario de bodas había iniciado la conversación acabó emitiendo su parecer, quizá envalentonado porque al ser una víctima inminente de los sesenta ya no tenía nada que perder.

—En cuanto a eso, depende de las relaciones que uno tenga —manifestó, y guiñó un ojo maliciosamente—. En una ocasión conocí a un hombre que cumplió sesenta años un día después del Censo 8io, y que siguió viviendo hasta ser descubierto en el Censo 820. Cumplió sesenta y nueve años antes de irse… ¡Sesenta y nueve años! ¡Imagínenselo!

—¿Y cómo lo consiguió?

—Tenía un poco de dinero y su hermano era miembro de la Sociedad de Ancianos. Con esa combinación no hay prácticamente nada que resulte imposible.

Sus palabras merecieron la aprobación general.

—Oigan, un tío mío vivió un año de más —dijo enfáticamente el joven del cigarrillo—. Apenas un año… Ya saben, era uno de esos tipos egoístas que no tienen muchas ganas de irse, aunque para lo que le importábamos no entiendo por qué quería seguir viviendo. Yo no estaba enterado, porque de haberlo estado le hubiese denunciado. Sí, pueden creerme… Cuando te llega la hora tienes que irte, ¿no? Es la única forma de ser justo con la siguiente generación. Bueno, acabaron descubriéndolo y cuando menos nos lo esperábamos mi hermano y yo tuvimos que comparecer ante la Hermandad. Nos preguntaron por qué no habíamos denunciado a mi tío. Yo dije que no sabía nada al respecto, y que en mi familia nadie sabía nada. Les expliqué que hacía diez años que no habíamos visto a mi tío, y mi padre lo confirmó; pero a pesar de eso nos impusieron una multa de quinientos créditos. Eso es lo que ocurre cuando no tienes ninguna clase de influencias…

Una expresión de repugnancia se fue extendiendo poco a poco por las facciones de Arvardan. ¿Sería posible que aquellas personas estuvieran lo suficientemente locas como para aceptar la muerte con tanta tranquilidad y para odiar a los parientes y amistades que intentaban salvar su vida? Arvardan se preguntó si no habría subido por error a un estratosférico que transportaba un contingente de lunáticos destinados al manicomio…, o a la eutanasia. ¿Sería posible que aquellos hombres y mujeres capaces de decir cosas semejantes fuesen terrestres normales y corrientes?

Su vecino estaba volviendo a mirarle, y de repente su voz interrumpió el curso de los pensamientos de Arvardan.

—Eh, amigo, ¿dónde queda «allá»?

—Perdone, ¿qué ha dicho?

—Hace un rato le pregunté de dónde venía, y usted me respondió que «de allá». ¿Dónde está «allá»? ¿Eh?

Arvardan fue repentinamente consciente de que todos los ojos estaban clavados en él, y de que en cada par de pupilas ardía el brillo de la desconfianza. ¿Pensarían que era miembro de la Sociedad de Ancianos? ¿Y si sus preguntas les habían parecido los señuelos de un provocador?

Decidió enfrentarse a la situación siendo lo más sincero posible.

—No vengo de ningún lugar de la Tierra —dijo—. Me llamo Bel Arvardan, y procedo de Baronn, Sector de Sirio. ¿Cómo se llama usted? —añadió extendiendo al mismo tiempo la mano hacia su compañero de asiento.

Fue como si hubiera dejado caer una cápsula explosiva atómica en el suelo del estratosférico.

La expresión de horror silencioso que se extendió por todos los rostros en cuanto hubo acabado de hablar no tardó en ser sustituida por una hostilidad colérica y amargada que pareció fulminar a Arvardan. El hombre que había estado sentado a su lado se apresuró a levantarse y se cambió a otro asiento, cuyos ocupantes se apretujaron para hacerle sitio.

Las cabezas giraron en otra dirección. Arvardan se vio rodeado de hombros que le aislaban, y sintió una fugaz indignación. Que unos terrestres fueran capaces de tratarle así…, ¡unos terrestres! Les había ofrecido cordialmente su mano…, él, un nativo de Sirio, había condescendido a tratar con ellos, ¡y había sido rechazado!

Hizo un gran esfuerzo para serenarse. Resultaba evidente que el fanatismo nunca obraba en un solo sentido. ¡El odio engendraba más odio!

De repente notó que había alguien a su lado y volvió la cabeza en esa dirección.

—¿Sí? —preguntó con voz ofendida.

Era el joven del cigarrillo.

—Hola. Me llamo Creen —dijo encendiendo otro cigarrillo mientras hablaba—. Vamos, no se deje afectar por lo que hagan esos imbéciles…

—No me ha afectado —respondió secamente Arvardan.

Su nueva compañía no le gustaba demasiado, y no estaba de humor para recibir los consejos condescendientes de un terrestre.

Pero Creen parecía incapaz de captar los matices más delicados de una reacción. Dio una vigorosa calada a su cigarrillo y golpeó delicadamente el brazo del asiento con él, dejando caer la ceniza en el pasillo central.

—¡Patanes! —murmuró despectivamente—. Son una pandilla de granjeros… Les falta visión galáctica, ¿entiende? No les haga caso… En cambio yo… Bueno, yo tengo una filosofía muy distinta. Mi lema es «Vive y deja vivir», ¿entiende? No tengo nada contra los espaciales. Si quieren ser cordiales conmigo, yo lo seré con ellos.

Qué demonios… Ellos no pueden evitar el ser espaciales, igual que yo no niego ser un terrestre. ¿No cree que tengo razón?

El joven dio un par de palmaditas sobre la muñeca de Arvardan como si se hubieran conocido de toda la vida.

Arvardan hizo un gesto de asentimiento y sintió que sus músculos se tensaban bajo el roce de aquella mano. Mantener contacto social con un hombre que lamentaba haber perdido una oportunidad de provocar la muerte de su tío no le resultaba nada agradable fuera cual fuese su planeta de origen.

—¿Va a Chica? —preguntó Creen echándose hacia atrás—. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Albadan?

—Me llamo Arvardan… Sí, voy a Chica.

—Yo nací allí, ¿sabe? Ah, Chica…, la ciudad más condenadamente maravillosa de toda la Tierra. ¿Se quedará mucho tiempo allí?

—Quizá. Todavía no he hecho planes al respecto.

—Hmmmm… Oiga, espero que no le moleste que le diga que me he estado fijando en su camisa. ¿Me permite verla un poco más de cerca? Confeccionada en Sirio, ¿eh?

—Sí.

—Una tela excelente. En la Tierra no hay forma de conseguir nada remotamente parecido… Oiga, amigo, ¿no tendrá por casualidad una camisa igual en la maleta? Si quisiese venderla yo se la compraría al instante. Es una camisa elegantísima.

Arvardan meneó la cabeza enfáticamente.

—Lo lamento, pero mi guardarropa no es demasiado abundante. Pienso ir comprando ropa en la Tierra a medida que la vaya necesitando.

—Le pagaré cincuenta créditos por ella —dijo Creen. No obtuvo respuesta—. Es un buen precio —añadió en un tono algo resentido.

—Sí, es un precio magnífico —asintió Arvardan—, pero ya le he explicado que no dispongo de camisas para vender.

—Bueno —murmuró Creen, y se encogió de hombros—. Supongo que se quedará una temporada en la Tierra, ¿no?

—Quizá.

—¿A qué se dedica?

El arqueólogo permitió que la irritación que sentía se hiciera visible por fin.

—Oiga, señor Creen, si no tiene inconveniente… En fin, estoy un poco cansado y me gustaría dormir un rato. Espero que no le moleste, pero…

—Eh, ¿qué mosca le ha picado? —preguntó Creen frunciendo el ceño—. ¿Qué pasa, es que los sirianos no creen en la amabilidad o qué? Le he hecho una pregunta, nada más… Sólo intentaba ser afable. No hace falta que me muerda por ello.

Hasta aquellos momentos la conversación se había estado desarrollando en voz baja, pero Creen fue subiendo el tono hasta acabar casi gritando. Los rostros hostiles se volvieron hacia Arvardan, y el arqueólogo tensó los labios.

Pensó que él mismo se lo había buscado, y sintió una punzada de amargura. Si se hubiese mantenido alejado desde el primer momento y no hubiera sentido la necesidad de exhibir su maldita tolerancia imponiéndosela a personas que no la necesitaban para nada, ahora no estaría metido en aquel lío.

—Señor Creen, yo no le he pedido que me hiciese compañía y no le he faltado al respeto en ningún momento —dijo en el tono más tranquilo y razonable de que fue capaz—. Le repito que estoy cansado y que deseo dormir… Creo que no hay nada malo en eso, ¿verdad?

—Oiga, no tiene por qué tratarme como si fuese un perro callejero —exclamó el joven. Se puso en pie, arrojó violentamente su cigarrillo al suelo y señaló a Arvardan con un dedo—. Espaciales asquerosos… Vienen aquí con su altivez y sus discursitos y creen que eso les da derecho a pisotearnos, ¿no? Bueno, pues no tenemos por qué aguantar su presencia, ¿entiende? Si esto no le gusta, vuelva al sitio del que ha venido; y si continúa provocándome mucho rato verá cómo le doy una lección. ¿Cree que le tengo miedo?

Arvardan volvió la cabeza y clavó la mirada en la ventanilla.

Creen no dijo nada más, y volvió al asiento en el que había estado sentado antes. Un murmullo nervioso empezó a recorrer la cabina del estratosférico, pero Arvardan no le prestó atención. Sintió más que vio las miradas cargadas de veneno que se clavaban en él, y las soportó hasta que la atención de que era objeto se fue disipando poco a poco como ocurre con todas las cosas.

El asiento que había a su lado permaneció vacío hasta el final del viaje, y Arvardan no volvió a abrir la boca.


El aterrizaje en el aeródromo de Chica fue todo un alivio. Arvardan sonrió para sus adentros al ver por primera vez desde el aire «la ciudad más condenadamente maravillosa de toda la Tierra»; pero no tardó en descubrir que Chica significaba una notable mejora en comparación con la atmósfera cargada de hostilidad del estratosférico.

Vigiló la operación de descarga de su equipaje e hizo que fuese llevado a un taxi de dos ruedas. AL menos allí sería el único pasajero, por lo que si no hablaba más de lo necesario con el conductor no habría muchas probabilidades de que se metiera en líos.

—A la Casa del Estado —dijo, y el conductor puso en marcha el vehículo.

Así fue como Arvardan llegó por primera vez a Chica, y lo hizo el mismo día en el que Joseph Schwartz huyó de su habitación en el Instituto de Investigaciones Nucleares.


Creen siguió con la mirada la marcha de Arvardan. Sus labios estaban curvados en una sonrisa siniestra. Sacó su libretita y la estudió detenidamente entre calada y calada al cigarrillo. A pesar de la historia de su tío (un truco que ya había utilizado frecuentemente con buenos resultados), no había conseguido gran cosa de los pasajeros. El viejo había protestado porque un hombre había vivido más tiempo del que le tocaba, y había atribuido el que lo hubiese conseguido a su relación con la Sociedad de Ancianos. Eso podía ser considerado como una calumnia contra la Hermandad; pero el viejo cumpliría los sesenta dentro de un mes, así que no valía la pena que anotara su nombre en la libretita.

Pero el espacial…, bueno, eso era muy distinto. Repasó las anotaciones con una sensación de júbilo. «Bel Arvardan, Baronn, Sector de Sirio. Parece interesado en los Sesenta. Muy discreto respecto a sus actividades. Llegó a Chica el 12 de octubre en un vuelo estratosférico comercial a las 11 de la mañana, hora de Chica. Claros sentimientos antiterrestres.»

Quizá por fin había pescado un pez gordo. Pillar a los gruñones que hacían comentarios indiscretos resultaba cada vez más aburrido, pero sorpresas ocasionales como aquélla lo compensaban sobradamente.

La Hermandad dispondría de su informe antes de que hubiera transcurrido media hora. Creen salió del aeropuerto sin apresurarse.

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