18. ¡EL DUELO !

La mente de Schwartz se había convertido en un torbellino. Sentía una extraña tranquilidad tan intensa que casi resultaba absurda. Una parte de él parecía tener el control absoluto de la situación, y otra parte no podía creerlo. Le habían aplicado el tratamiento paralizador después que a los demás, e incluso el doctor Shekt se estaba sentando mientras que Schwartz apenas podía mover poco más que un brazo. Y mientras contemplaba el rostro sonriente e infinitamente maligno y cruel del secretario, empezó el duelo…

—AL principio, yo estaba en su bando a pesar de que usted planeaba matarme —dijo Schwartz—. Creía comprender sus sentimientos y sus intenciones, pero las mentes de las otras personas que se encuentran aquí son relativamente inocentes y puras en tanto que la suya es…, es indescriptiblemente horrenda. Usted no lucha por los terrestres, sino para obtener más poder personal. No veo en usted una imagen de la Tierra libre, sino de la Tierra nuevamente esclavizada. No veo en usted la destrucción del poder del Imperio, sino su sustitución por una dictadura personal…, la suya.

—Así que ve todo eso, ¿eh? —replicó Balkis—. Bien, por mí puede ver lo que le dé la gana… Después de todo, la información que puede proporcionarme no es tan importante como para que deba aguantar sus impertinencias. Parece ser que hemos adelantado la hora del golpe. ¿Se lo esperaban? Es sorprendente lo que se puede llegar a conseguir ejerciendo la presión adecuada sobre las personas, incluso cuando éstas te habían jurado una y otra vez que no se podía ir más deprisa. ¿También ha visto eso, mi melodramático lector de pensamientos?

—No —respondió Schwartz—. No buscaba ese dato, y lo pasé por alto… Pero ahora sí puedo verlo. Dos días…, no, menos… Veamos… Martes…, seis de la mañana, hora de Chica.

Y de repente el desintegrador estaba en la mano del secretario. Balkis fue rápidamente hacia la losa de plástico sobre la que yacía Schwartz y se inclinó sobre sus tensas facciones.

—¿Cómo lo ha sabido?

Schwartz se envaró. Sus antenas mentales se extendieron y empezaron a tantear. En el aspecto físico, los músculos de sus mandíbulas se contrajeron y sus cejas se fruncieron hacia abajo; pero todo aquello eran detalles sin importancia, meras consecuencias involuntarias del verdadero esfuerzo. Aquello con lo que estaba buscando el contacto mental de Balkis y se aferraba a él se encontraba dentro del cerebro de Schwartz.

Para Arvardan, que sentía el precioso derroche de segundos, la escena no tenía sentido. La repentina inmovilidad y el silencio del secretario no eran significativos.

—Lo tengo… —murmuró Schwartz con voz entrecortada—. Quítele el arma… No puedo seguir conteniéndole…

Su voz se cortó con un gruñido.

Y entonces Arvardan lo comprendió todo, y se puso a cuatro patas. Después volvió a erguirse lenta y dificultosamente utilizando todas sus reservas de energía hasta que consiguió quedar en pie. Pola intentó acompañarle en su movimiento, pero no lo logró. Shekt se deslizó fuera de la losa de plástico y cayó sobre sus rodillas. Schwartz fue el único que permaneció inmóvil con el rostro contorsionado.

El secretario parecía estar fascinado por la mirada de la Medusa. La transpiración iba perlando lentamente la lisa piel de su frente, y su rostro inexpresivo no reflejaba ninguna emoción. Sólo su mano derecha, que empuñaba el desintegrador, daba muestras de vida. Si se la observaba con atención se podía ver que temblaba levemente, y se notaba la curiosa flexión del dedo sobre el botón de disparo. El dedo ejercía una presión suave que no bastaba para activar el arma, pero insistía en ella una y otra vez…

—Siga sujetándole —jadeó Arvardan con una alegría feroz—. Se apoyó contra el respaldo de una silla e intentó recuperar el aliento—. Espere a que haya llegado hasta él.

Empezó a moverse arrastrando los pies. Era como una pesadilla en la que pisaba melaza o intentaba nadar entre el alquitrán. Arvardan forzó sus músculos torturados y avanzó…, despacio, muy despacio.

No era ni podía ser consciente del duelo mortal que se estaba librando delante de él.

El secretario tenía un solo propósito, y éste consistía en reunir una pequeña cantidad de fuerza en su pulgar para moverlo ejerciendo una pequeña presión: exactamente la equivalente a setenta y cinco gramos de peso, porque ésta era la presión requerida para disparar el desintegrador. Para lograr aquello su mente sólo necesitaba dominar un tendón mantenido en un tenso equilibrio y que ya estaba medio contraído, y eso bastaría para…, para…

Schwartz sólo tenía una meta, y ésta consistía en impedir que el pulgar del secretario ejerciese aquella presión; pero la masa caótica de sensaciones que le presentaba el contacto mental del secretario era tan inmensa que Schwartz no lograba identificar la pequeña fracción de la mente que dominaba el pulgar. Eso hacía que no le quedase más remedio que esforzarse en lograr una parálisis total.

El contacto mental del secretario forcejeaba y se rebelaba contra el poder de Schwartz. El todavía inexperto control que era capaz de ejercer el hombre del pasado debía luchar contra una mente veloz, aún más aguzada por la amenaza que pesaba sobre ella. La mente del secretario permanecía quieta y como a la expectativa durante unos segundos, y de repente tiraba desesperadamente de un músculo o de otro en un esfuerzo brutal.

La situación de Schwartz era muy parecida a la de un luchador que consigue inmovilizar a su rival y que debe conservar la ventaja obtenida a cualquier precio, a pesar de la frenética resistencia que opone su prisionero.

Pero nada de todo aquello tenía un reflejo exterior. Lo único visible eran las contracciones nerviosas de la mandíbula de Schwartz o el temblor de sus labios ensangrentados por la mordedura de sus dientes, y el ocasional movimiento casi imperceptible del pulgar del secretario que seguía luchando…, luchando…

Arvardan se detuvo para descansar. No quería hacerlo, pero no le quedaba más remedio. Su dedo estirado ya casi rozaba la túnica del secretario, y por un momento le pareció que sería incapaz de seguir moviéndose. Sus pulmones doloridos no conseguían bombear el aire que tanto necesitaban sus miembros entumecidos. Sus ojos estaban nublados por las lágrimas del esfuerzo y su mente se hallaba envuelta en una neblina de dolor.

—Unos momentos más, Schwartz —jadeó—. No le suelte…, no le suelte…

—No puedo…, no puedo… —murmuró Schwartz.

Schwartz tenía la impresión de que el mundo se le escapaba para perderse en un caos de turbiedad opaca. Las antenas de su mente estaban rígidas y se habían vuelto casi insensibles.

El pulgar del secretario volvió a ejercer presión sobre el botón, pero éste no cedió. La presión fue aumentando lentamente.

Schwartz sentía que los ojos le iban a saltar de las órbitas y que las venas se dilataban en su frente. Podía percibir la sensación de triunfo que estaba invadiendo la mente de su rival…

Y Arvardan saltó. Su cuerpo rígido que se negaba a dejarse vencer por la parálisis cayó hacia delante, con los brazos extendidos moviéndose frenéticamente de un lado a otro.

El debilitado secretario que ya estaba medio prisionero de una mente ajena cayó con él. El arma salió despedida hacia un lado y rebotó sobre el duro suelo.

La mente del secretario se liberó casi simultáneamente, y Schwartz se desplomó hacia atrás con el interior de su cráneo convertido en un laberinto de confusión.

Balkis se estaba debatiendo frenéticamente bajo el peso muerto del cuerpo de Arvardan. El secretario hundió una rodilla en el vientre del arqueólogo con salvaje brutalidad en tanto que su puño cerrado caía sobre el pómulo de Arvardan siguiendo una trayectoria lateral. Después se levantó y empujó, y Arvardan rodó por el suelo con el cuerpo convertido en un ovillo de dolor.

El secretario se puso en pie, despeinado y furioso. Dio un paso hacia delante y volvió a detenerse.

Shekt se encaraba con él. El físico estaba medio incorporado en el suelo y empuñaba el desintegrador. Su mano izquierda sostenía con visible dificultad la derecha que blandía el arma. El desintegrador temblaba, pero el cañón apuntaba al secretario.

—¡Pandilla de imbéciles! —gritó el secretario perdiendo definitivamente el control de sí mismo—. ¿Qué esperan conseguir con esto? Me bastará con levantar la voz…

—Pero por lo menos usted morirá —murmuró Shekt.

—Matándome no lograrán nada, y ustedes lo saben —respondió el secretario con amargura—. No salvarán el Imperio, y tampoco se salvarán a sí mismos. Entrégueme ese desintegrador y haré que sea puesto en libertad.

Extendió la mano, pero Shekt dejó escapar una risita burlona.

—No soy tan estúpido como para creerme eso.

—¡Quizá no, pero está semiparalizado! —exclamó el secretario.

Saltó hacia la derecha moviéndose a una velocidad mucho mayor que aquella con que la todavía muy débil muñeca del físico podía desviar el desintegrador.

Pero cuando Balkis se preparó para el salto final todos sus pensamientos se concentraron en el desintegrador cuyo cañón estaba esquivando. Schwartz volvió a proyectar su mente en una última embestida, y el secretario trastabilló y cayó de bruces tan repentinamente como si acabase de recibir un garrotazo.

Arvardan había conseguido ponerse en pie con muchas dificultades. Tenía una mejilla muy roja e hinchada y se tambaleaba al caminar.

—¿Puede moverse, Schwartz?

—Un poco —respondió Schwartz con un hilo de voz, y logró deslizarse bajando de la losa de plástico.

—¿Viene alguien?

—No percibo a nadie.

Arvardan bajó la mirada hacia Pola e intentó sonreír. Tenía la mano apoyada sobre la suave cabellera de la muchacha, y ésta le observaba con los ojos húmedos. Durante las dos últimas horas Arvardan había presentido más de una vez que nunca volvería a acariciar sus cabellos ni a ver sus ojos.

—Puede que después de todo aún haya un futuro, Pola…

—No disponemos del tiempo suficiente —replicó ella meneando la cabeza—. Apenas hasta las seis del martes…

—¿Te parece que no es tiempo suficiente? Bueno, ya lo veremos —murmuró Arvardan. Se inclinó sobre el secretario caído y le echó la cabeza hacia atrás sin demasiada delicadeza mientras se preguntaba si seguiría con vida. Buscó inútilmente el pulso con sus dedos todavía muy entumecidos, y acabó deslizando una mano por debajo de la túnica verde—. Bueno, al menos su corazón todavía late…

Tiene un poder muy peligroso, Schwartz. ¿Por qué no empezó haciendo esto?

—Porque deseaba dejarle paralizado —respondió Schwartz, quien evidenciaba los efectos de la tensión del duelo—. Pensé que si conseguía dominar a Balkis podríamos salir de aquí bajo su protección. Quería usarle como señuelo… Su túnica podría haber sido un refugio debajo del que todos hubiésemos estado a salvo.

—Quizá aún sea posible —dijo Shekt animándose de repente—. La guarnición imperial del Fuerte Dibburn se encuentra a un kilómetro escaso de aquí. Cuando hayamos llegado allí estaremos a salvo, y podremos comunicarnos con Ennius.

—¡Cuando hayamos llegado allí…! Afuera debe de haber centenares de guardias, y varios centenares más apostados entre este edificio y la guarnición imperial. ¿Y qué vamos a hacer con esta momia? ¿Levantarla, ponerle unas ruedas debajo y empujarla…?

Arvardan dejó escapar una seca carcajada en la que no había ni rastro de buen humor.

—Y además no olviden que fui incapaz de controlar su mente mucho tiempo —murmuró Schwartz con evidente preocupación—. fracasé, como pudieron ver.

—Porque no está acostumbrado a hacer este tipo de cosas —afirmó Shekt poniéndose muy serio—. Y ahora escúcheme con mucha atención, Schwartz: creo saber qué es lo que hace con su poder. Su mente se ha convertido en una estación receptora de los campos electromagnéticos del cerebro, y creo que también es capaz de transmitir. ¿Me comprende?

Schwartz no parecía muy seguro de que Shekt estuviera en lo cierto.

—Tiene que entenderlo —insistió Shekt—. Tendrá que concentrarse en lo que desea que haga Balkis…, y empezaremos devolviéndole el desintegrador.

—¿Cómo? —exclamaron los otros tres casi al unísono poniendo cara de asombro.

—Balkis tiene que sacarnos de aquí —dijo Shekt levantando un poco la voz para hacerse oír—. No hay ninguna otra forma de salir, verdad? ¿Y acaso hay un método mejor para no despertar sospechas que el permitir que se muestre públicamente con un arma en la mano?

—Pero no podré controlar su mente…, le aseguro que no seré capaz de hacerlo —afirmó Schwartz. Estaba flexionando los brazos y se daba masaje en ellos intentado devolverles la sensación de normalidad—. No estoy interesado en sus teorías, doctor Shekt. Usted no tiene ni idea de lo que ocurre cuando utilizo mis Poderes… Influir sobre el contacto mental es algo muy difícil que exige un gran esfuerzo, y nunca estoy demasiado seguro de qué he de hacer a cada momento.

—Ya lo sé, pero es un riesgo que tenemos que correr. Vamos, Schwartz, inténtelo… —le rogó Shekt—. Cuando vuelva en sí, haga que Balkis mueva el brazo.

El secretario dejó escapar un gemido ahogado, y Schwartz captó de nuevo el contacto mental. Se sumió en un silencio atemorizado y fue permitiendo que el contacto mental volviera a intensificarse…, y entonces le habló. Fue un discurso sin palabras, la orden silenciosa que un ser humano dirige a su brazo cuando quiere que se mueva; una orden tan silenciosa y sutil que ni tan siquiera quien la emite es consciente de ella.

Y el brazo de Schwartz no se movió, pero el del secretario sí. El terrestre llegado del pasado levantó la mirada y sus labios se curvaron en una sonrisa de excitación, pero los demás sólo tenían ojos para Balkis…, Balkis, esa figura postrada que erguía la cabeza y cuyos ojos iban perdiendo la turbiedad del desvanecimiento, y cuyo brazo se extendía misteriosamente hacia fuera formando un incongruente ángulo de noventa grados.

Schwartz se concentró en su tarea.

El secretario se levantó con movimientos muy rígidos, y estuvo a punto de perder el equilibrio aunque no llegó a caer. Después bailó…, de una forma extraña y casi mecánica, pero bailó.

Le faltaba ritmo y elegancia, pero para las tres personas que observaban el cuerpo y para Schwartz —que observaba la mente y el cuerpo— fue un espectáculo realmente maravilloso; porque en ese momento el cuerpo del secretario se encontraba bajo el control de una mente que no tenía ninguna conexión material con él.

Shekt se acercó lenta y cautelosamente al secretario que acababa de convertirse en un robot, y extendió la mano sin titubear. La palma abierta sostenía el desintegrador con la empuñadura dirigida hacia Balkis.

—Haga que lo coja, Schwartz —dijo.

Balkis estiró la mano y aferró torpemente el arma. Un brillo salvaje pasó fugazmente por sus ojos, y se desvaneció sin dejar rastro una fracción de segundo después. El desintegrador fue guardado lentamente en la funda que colgaba del cinturón, y la mano de Balkis se apartó de ella.

—Por un momento estuvo a punto de escapárseme —comentó Schwartz.

Dejó escapar una risita estridente, pero su rostro estaba tan blanco como la cera.

—Bien, ¿puede controlar su mente?

—Lucha como un demonio, pero no me resulta tan difícil como antes.

—Eso se debe a que ahora usted sabe lo que está haciendo —le explicó Shekt con un entusiasmo que estaba bastante lejos de sentir—. Bien, ahora transmita… No intente controlar su mente. Basta con que se limite a pensar que es usted mismo quien hace todas esas cosas.

—¿Puede obligarle a hablar? —intervino Arvardan.

Hubo una pausa, y después el secretario dejó escapar un gruñido gutural. Otra pausa, y un nuevo gruñido ahogado.

—Eso es todo lo que puedo conseguir —jadeó Schwartz.

—¿Pero por qué no puede hacer que hable? —preguntó Pola con preocupación.

—El hablar involucra músculos muy complejos y delicados —dijo Shekt encogiéndose de hombros—. No es tan sencillo como manipular los músculos de las extremidades… No importa, Schwartz. Quizá no lleguemos a necesitar que hable.


El recuerdo de las dos horas siguientes quedó grabado de manera distinta en la mente de cada uno de los participantes en aquella extraña odisea. En el caso del doctor Shekt, se había dejado dominar por una curiosa rigidez mental y todos sus temores quedaban ahogados por la tensa e impotente simpatía que sentía hacia Schwartz, quien estaba claro libraba una terrible lucha interior. Durante todo el tiempo no apartó la mirada de aquellas facciones regordetas que se iban frunciendo poco a poco a causa del esfuerzo, y apenas dedicó alguna que otra mirada fugaz a los demás. Los guardias apostados junto a la puerta saludaron marcialmente al secretario en cuanto vieron que venía hacia ellos. La túnica verde de Balkis parecía desprender una aureola de autoridad y poder, y su propietario les devolvió el saludo con el rostro inexpresivo. Pasaron de largo junto a los guardias sin ser molestados.

Arvardan no fue realmente consciente de lo absurdo que resultaba todo aquello hasta que hubieron salido del Caserón, y sólo entonces comprendió en toda su magnitud el inmenso e inimaginable peligro que amenazaba a la Galaxia y el endeble puente de seguridad que franqueaba el abismo; pero incluso entonces le bastaba con mirar a Pola a los ojos para sentir que se perdía en ellos. Aunque le estuviesen arrebatando el futuro, aunque el futuro se estuviera desmoronando a su alrededor, aunque estuviese perdiendo para siempre la dulzura que había saboreado de una manera tan fugaz…, fuera lo que fuese lo que estuviera ocurriendo, ninguna mujer le había parecido nunca tan inmensa e irresistiblemente digna de ser deseada.

Y, después, lo único que recordó de aquellas horas fue la proximidad de la muchacha.

Los brillantes rayos del sol de la mañana caían sobre Pola de tal modo que el rostro inclinado hacia abajo de Arvardan parecía borrarse delante de ella. Pola le sonrió, y fue consciente del roce de aquel brazo fuerte y musculoso sobre el que ella apoyaba el suyo con tanta delicadeza. Aquel fue el recuerdo que guardó en su memoria: unos músculos lisos y firmes cubiertos por la tela de textura plástica cuyo contacto suave y fresco podía sentir debajo de la muñeca.

Schwartz agonizaba bañado en sudor. El camino sinuoso que iba alejándoles de la puerta lateral por la que habían salido estaba desierto, y Schwartz se alegró enormemente de ello.

Sólo Schwartz conocía el verdadero precio que tendrían que pagar por el fracaso. Podía percibir la humillación insoportable, el odio avasallador y los siniestros planes que se agitaban en la mente enemiga que controlaba. Tenía que hurgar en su interior buscando las informaciones que irían guiándole —la posición del vehículo oficial, la ruta que debían seguir—, y al investigar también captaba la amargura de hiel de los propósitos de venganza que se desencadenarían si su control mental flaqueaba aunque sólo fuese durante una décima de segundo.

Los rincones secretos de la mente que se veía obligado a explorar quedaron convertidos para siempre en su posesión personal, y después Schwartz viviría las pálidas horas grisáceas de muchas auroras inocentes en las que volvería a guiar los pasos de un loco por los peligrosos senderos de una fortaleza enemiga.

Cuando llegaron al vehículo Schwartz balbuceó las palabras necesarias. No se atrevía a relajarse durante el tiempo necesario para pronunciar frases coherentes, y se limitó a decir lo estrictamente imprescindible con voz entrecortada.

—No puedo… conducir el vehículo —jadeó—. No puedo obligar a… Balkis a que… conduzca. Demasiado complicado…, no puedo hacerlo…

Shekt le tranquilizó con un suave murmullo. No se atrevía a tocar a Schwartz ni a dirigirle la palabra, porque temía que eso pudiera distraerle y afectar su concentración mental durante un momento.

—Suba al asiento de atrás, Schwartz —susurró—. Yo conduciré…, sé hacerlo. Le quitaré el desintegrador, y a partir de ahora bastará con que mantenga inmovilizado a Balkis.


El vehículo de superficie del secretario era de un modelo especial, y al ser especial era también diferente. Llamaba bastante la atención: su reflector verde giraba hacia la derecha y hacia la izquierda, y la luz intermitente se desvanecía y volvía a brillar con destellos de esmeralda. Los transeúntes se detenían a mirar y los vehículos que avanzaban en sentido contrario se apresuraban a apartarse respetuosamente.

Si el vehículo no hubiese sido tan llamativo y hubiese atraído menos la atención, los transeúntes ocasionales podrían haberse fijado en el secretario pálido e inmóvil que viajaba en su asiento trasero…, podrían haberse preguntado si…, quizá incluso podrían haber llegado a intuir el peligro…

Pero sólo miraban el vehículo, y el tiempo fue transcurriendo poco a poco.

Un soldado vigilaba el camino que llevaba a los resplandecientes portones cromados que se erguían envueltos en la aureola gigantesca e imponente tan típica del Imperio, que contrastaba agudamente con los edificios macizos, achaparrados y tristones de la Tierra. Su rifle energético de gran calibre se movió horizontalmente en un gesto de impedir el paso, y el vehículo se detuvo.

—Soy ciudadano del Imperio, soldado —anunció Arvardan asomándose por la ventanilla—. Deseo ver a su oficial superior.

—Tendrá que enseñarme sus documentos, señor.

—Me los han quitado. Soy Bel Arvardan, de Baronn, Sector de Sirio. Trabajo para el Procurador Ennius, y tengo mucha prisa.

El soldado se llevó una muñeca a la boca y habló en voz baja por el transmisor. Hubo una pausa mientras esperaba la respuesta, y después bajó el arma y se hizo a un lado. El portón se fue abriendo lentamente.

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