3. ¿UN MUNDO… O MUCHOS?

Bel Arvardan, que acababa de ser entrevistado por la prensa con motivo de su inminente expedición a la Tierra, tenía la sensación de que por fin estaba en paz con todos y cada uno de los cien millones de sistemas estelares que componían el omnímodo Imperio Galáctico. Ya no se trataba de ser conocido en este Sector o en aquel otro. Si sus teorías respecto a la Tierra resultaban ser ciertas, su reputación quedaría asegurada en todos los planetas habitados de la Vía Láctea, y Arvardan sería conocido en todos los mundos sobre los que se había posado el pie del ser humano a lo largo de las decenas de miles de años que había durado su expansión por el espacio.

Esas cumbres potenciales de fama y esas purísimas y refinadas cimas intelectuales de la ciencia a las que aspiraba llegaban a él a una edad temprana, pero el camino no había resultado nada fácil. Arvardan aún no había cumplido los treinta y cinco años, pero su carrera ya estaba jalonada por las controversias. Todo había empezado con un estallido que hizo temblar los claustros de la Universidad de Arturo cuando Arvardan se graduó como Arqueólogo Mayor en aquella institución académica a la edad sin precedentes de veintitrés años. El estallido —no menos efectivo por el hecho de no ser material— consistió en que la revista Anales de la Sociedad Galáctica de Arqueología rechazara su tesis doctoral negándose a publicarla. Era la primera vez en toda la historia de la Universidad de Arturo que se rechazaba una tesis doctoral, y también fue la primera vez en toda la historia de aquella publicación tan seria y respetable en que se usaban términos tan severos para argumentar el rechazo.

Para un profano, naturalmente, el motivo de tanta cólera contra una monografía tan oscura y árida, titulada Sobre la antigüedad de los artefactos encontrados en el Sector de Sirio, con algunas consideraciones acerca de la aplicación de los mismos a la hipótesis del origen humano por irradiación, tenía que resultar inevitablemente misterioso; pero lo que realmente estaba en juego era la actitud de Arvardan, quien había adoptado como propia desde un primer momento la teoría propuesta inicialmente por cierto, grupos de místicos que estaban mucho más interesados en la metafísica que en la arqueología…, es decir, la teoría de que la humanidad se había originado en un solo planeta y había ido irradiando gradualmente a través de la Galaxia. Era la teoría favorita de los escritores de fantasías románticas de la época, y la béte noire de todo arqueólogo respetable del Imperio.

Pero Arvardan se convirtió en una figura que debía ser tomada en consideración incluso por los arqueólogos más respetables, porque en apenas una década llegó a ser el máximo especialista en las reliquias de las culturas preimperiales que aún quedaban en los remolinos y remansos de la Galaxia.

Por ejemplo, había escrito una monografía sobre la civilización mecanística del Sector de Rigel, donde el desarrollo de los robots había creado una cultura independiente que perduró durante siglos. La misma perfección de aquellos esclavos mecánicos fue reduciendo la capacidad de iniciativa humana hasta tal punto que las poderosas flotas de Moray, Señor de la Guerra, apenas tuvieron dificultad para asumir el control de todo el Sector de Riges. La arqueología ortodoxa insistía en la evolución independiente de los tipos humanos en distintos planetas, y utilizaba los casos de culturas atípicas como la de Rigel en calidad de ejemplos de diferencias raciales que todavía no habían sido eliminadas por los continuos cruces. Arvardan destruyó de una vez para siempre aquellas conceptos demostrando que la cultura de los robots rigelianos no era más que una consecuencia natural de las fuerzas económicas sociales presentes en aquel Sector durante esa época.

También estaban los planetas bárbaros de Ofiuco, que los ortodoxos habían presentado durante mucho tiempo como ejemplos de una humanidad primitiva que todavía no había progresado lo suficiente para llegar a la fase del viaje interestelar. Todos los textos académicos utilizaban esos planetas como la mejor prueba disponible de la Teoría de la Fisión, la cual argumentaba que la humanidad era la culminación natural de la evolución en cualquier hundo; que su evolución se basaba en la química del agua y el oxigeno combinada con las intensidades adecuadas de temperatura y gravitación; que cada rama independiente de la humanidad podía legar a cruzarse con las demás; y que esos cruces tenían lugar en cuanto se descubría el viaje interestelar.

Pero Arvardan descubrió rastros de la civilización primitiva que sabía precedido a la por aquel entonces ya milenaria barbarie de Ofiuco, y demostró sin lugar a dudas que las crónicas planetarias más antiguas contenían referencias al comercio interestelar; y después asestó el golpe de gracia al demostrar de manera incontrovertible que cuando emigró a aquella zona de la Galaxia el ser humano ya había alcanzado un estadio de civilización considerable.

Ya habían pasado más de diez años desde que Arvardan presentó su tesis doctoral, pero los A. Soc. Gal. Arqueol. (para citar a los Anales con la abreviatura por la que eran conocidos en el mundillo de la arqueología profesional) sólo se decidieron a publicarla después de que hiciera aquel gran descubrimiento.

Y ahora la investigación de su teoría favorita conduciría a Arvardan al planeta probablemente menos importante de todo el Imperio…, el planeta llamado Tierra.


Arvardan se posó en la única delegación imperial que existía en toda la Tierra, un área situada entre las desoladas alturas de las mesetas del norte del Himalaya. Un palacio que no era obra de la arquitectura terrestre refulgía allí donde no había radiactividad ni la había habido nunca. En esencia, era una copia de los palacios que ocupaban los Virreyes del Emperador destinados a planetas más afortunados. La delicada exuberancia del terreno resultaba ideal para conseguir el máximo de comodidad. Las rocas de dimensiones imponentes habían sido recubiertas con humus, regadas ~— sumergidas en un clima y una atmósfera artificiales…, y habían acabado convirtiéndose en quince kilómetros cuadrados de canteros y jardines artificiales.

El coste energético invertido en todos aquellos trabajos había sido impresionante para las pautas de la Tierra, pero estaba respaldado por los increíbles recursos de un Imperio compuesto por decenas de millones de planetas a los que se añadían continuamente nuevos mundos. (Se ha calculado que en el año 827 de la Era Galáctica un promedio de cincuenta planetas al día obtenía la categoría de provincias, para lo que debían cumplir con la condición de tener una población superior a los quinientos millones de seres humanos.)

El Procurador de la Tierra vivía en aquel entorno tan poco terrestre y, a veces, el lujo artificial del que se hallaba rodeado incluso le permitía olvidar que era Procurador del Imperio en un mundo insignificante y acordarse de que era un aristócrata de linaje muy antiguo y respetado.

Su esposa se dejaba engañar con menos frecuencia, especialmente cuando al llegar a la parte más elevada de una loma cubierta de césped podía ver a lo lejos la implacable y repentina aparición del límite que separaba esos terrenos de la espantosa desolación de la Tierra. Era entonces cuando ni las fuentes multicolores (que por la noche brillaban produciendo el efecto de un líquido fuego frío) ni los senderos floridos y los matorrales idílicos podían compensar la melancolía del exilio.

Y quizá por eso Arvardan disfrutó de un recibimiento aún más cálido de lo que exigía el protocolo. Después de todo, para el Procurador la visita de Arvardan traía consigo un reflejo del Imperio, la inmensidad y el infinito.

Y, por su parte, Arvardan encontró muchas cosas que admirar.

—Todo se ha hecho magníficamente…, y con muy buen gusto —dijo—. Es asombroso observar cómo incluso los distritos más remotos de nuestro Imperio pueden llegar a asimilar un pequeño fragmento de nuestra cultura central, Procurador Ennius.

—Me temo que la corte del Procurador de la Tierra resulta más agradable como lugar de turismo que como residencia —comentó Ennius, y sonrió—. Lo que ve no es más que un cascarón que suena a hueco cuando se lo golpea… Si nos descarta a mí y a mi familia, al personal de servicio, a la guarnición imperial tanto de aquí como de los centros más importantes del planeta y a un visitante ocasional como usted mismo, ya ha agotado toda la influencia de la cultura central existente en la Tierra. Francamente, me parece bastante poco…

Estaban sentados en el peristilo, y la tarde moría poco a poco. El sol proyectaba sus rayos en una trayectoria casi rasante hacia las cumbres brumosas y enrojecidas que se alzaban en el horizonte, y la atmósfera estaba tan saturada por los perfumes de la vida en continuo crecimiento que incluso las brisas parecían lánguidos suspiros de cansancio.

Manifestar una curiosidad excesiva hacia las actividades de un invitado no resultaba muy correcto ni tan siquiera cuando quien lo hacía era todo un Procurador del Imperio, naturalmente, pero no había que olvidar el tormento que suponía vivir permanentemente aislado del resto del Imperio.

—¿Piensa quedarse aquí mucho tiempo, doctor Arvardan? —preguntó Ennius.

—No tengo ningún plan definido al respecto. Me he adelantado al resto de mi expedición para familiarizarme un poco con la cultura de la Tierra y ocuparme de todos los requisitos legales. Por ejemplo, tengo que obtener de usted el acostumbrado permiso oficial para establecer campamentos en los lugares necesarios…

—¡Oh, ya puede darlo por concedido! ¿Pero cuándo empezará a excavar, y qué cree que puede llegar a encontrar en este mísero montón de escombros?

—Si todo va bien espero haber terminado de instalar el campamento base dentro de unos meses. En cuanto a este mundo…, bueno, para mí es cualquier cosa menos un mísero montón de escombros. La Tierra es algo único en toda la Galaxia.

—¿Único? —repitió secamente el Procurador—. ¡De ningún modo! Es un planeta de lo más vulgar… De hecho, es una pocilga, una fosa séptica, una cloaca o prácticamente cualquier otro término despectivo que le apetezca emplear; pero a pesar del refinamiento que ha llegado a alcanzar en su infamia, ni tan siquiera puede distinguirse por su bajeza, y sigue siendo un mundo de campesinos toscos y brutales sin nada de particular.

—Pero la Tierra es un mundo radiactivo —respondió Arvardan, un poco desconcertado ante la apasionada energía con que habían sido enunciados los argumentos totalmente carentes de base que acababa de oír.

—¿Y qué importancia tiene eso? Varios miles de planetas de la Galaxia son radiactivos, y algunos en un grado mucho mayor que la Tierra.

En ese instante la atención de ambos fue atraída por el casi inaudible deslizarse de un armario móvil que se detuvo al alcance de sus manos.

—¿Qué prefiere? —preguntó Ennius señalando el armario.

—No soy muy exigente. Quizá un zumo de lima…

—No habrá problema. El armario de las bebidas cuenta con todos los ingredientes necesarios… ¿Con o sin Chensey?

—Con un chorrito —contestó Arvardan, y alzó el índice y el pulgar dejando muy poco espacio entre ellos.

Y un camarero entró en acción en el interior del armario (que quizá fuese el producto mecánico resultado del ingenio humano más difundido en toda la Galaxia), pero se trataba de un camarero no humano cuya alma electrónica no mezclaba las bebidas por copas sino por medidas atómicas, cuyas raciones siempre resultaban perfectas y que no podía ser igualado ni por toda la inspiración de un simple ser humano.

Los vasos altos parecieron surgir de la nada y quedaron colocados en sus nichos correspondientes esperando el momento de ser cogidos.

Arvardan cogió el verde, y por un momento sintió su frescura contra la mejilla. Después se llevó el vaso a los labios y saboreó su bebida.

—Perfecto —comentó, y dejó el vaso sobre el ancho brazo de su cómodo sillón—. Tal y como usted ha dicho, Procurador Ennius, hay miles de planetas radiactivos, pero sólo uno de ellos está habitado…, éste, Procurador.

—Bien… —Ennius hizo chasquear los labios sobre su vaso, y pareció perder parte de su sequedad después de tomar un trago del líquido que contenía—. Puede que la Tierra resulte excepcional en ese sentido, pero considero que es una distinción muy poco envidiable.

—Ah, pero no se trata tan sólo de una cuestión de particularidad estadística —dijo Arvardan con voz decidida hablando entre sorbo y sorbo—. Es algo que va mucho más lejos, y encierra potencialidades inmensas. Los biólogos han demostrado, o afirman haber demostrado, que en los planetas donde la intensidad de la radiactividad existente en la atmósfera y los mares supera cierto punto de la escala de medición nunca llega a desarrollarse la vida…, y la radiactividad de la Tierra supera ese punto por un margen considerable.

—Es interesante. No lo sabía, doctor Arvardan, y supongo que esto constituiría una prueba definitiva de que la vida de la Tierra es fundamentalmente distinta de la del resto de la Galaxia, ¿no? Eso debería satisfacerle, puesto que usted es de Sirio. —El comentario pareció hacerle sentir una alegría sarcástica—. ¿Sabe que el mayor problema con el que se tropieza uno al gobernar este planeta es el de controlar el intenso sentimiento antiterrestre que existe en todo el Sector de Sirio? —añadió a continuación el Procurador Ennius en tono confidencial—. Y los terrestres devuelven ese odio con creces, desde luego… No estoy afirmando que el sentimiento antiterrestre no exista de forma más o menos difusa en muchos lugares de la Galaxia, naturalmente, pero nunca con tanta intensidad como en el Sector de Sirio.

Arvardan respondió en un tono apasionado e impregnado de vehemencia.

—Procurador Ennius, rechazo lo que usted quiere dar a entender —dijo—. Le aseguro que soy el más tolerante de los hombres. Creo con toda mi convicción en la unidad de la raza humana, y eso incluye también a la Tierra. Toda la vida es fundamentalmente una, porque toda ella se basa en complejos proteínicos que se hallan en un estado de dispersión coloidal…, lo que llamamos protoplasma. El efecto de la radiactividad al cual acabo de hacer referencia no es aplicable únicamente a algunas formas de vida humana o a algunas formas de cualquier tipo de vida. Se aplica a toda la vida, porque es algo basado en la mecánica cuántica de esas macromoléculas; lo cual quiere decir que se aplica a usted, a mí, a los terrestres, a las arañas y a los microbios.

»Como probablemente ya sabe, tanto las proteínas como los ácidos nucleicos son agrupamientos inmensamente complicados de nucleótidos de aminoácidos y otros compuestos especializados dispuestos formando intrincadas arquitecturas tridimensionales que resultan tan poco estables como los rayos del sol en un día nublado. Esta misma inestabilidad es la vida, puesto que la vida cambia constantemente de posición en un esfuerzo por mantener su identidad…, igual que si fuese una vara muy larga colocada en equilibrio sobre la nariz de un acróbata.

»Pero esos productos químicos maravillosos tienen que ser formados a partir de la materia inorgánica antes de que pueda existir la vida. Así pues, en el principio mismo y por influencia de la energía irradiada por el sol que caía sobre esas inmensas soluciones que llamamos océanos, las moléculas orgánicas fueron aumentando gradualmente su complejidad pasando del metano al formaldehído y, finalmente, a los azúcares y almidones en una dirección y de la urea a los aminoácidos y las proteínas en otra. Estas combinaciones y desintegraciones de átomos son fruto de la casualidad, naturalmente, y en un mundo el proceso puede requerir millones de años mientras que en otro puede realizarse en sólo unos centenares de años; pero lógicamente lo más probable es que dure millones de años, y lo más probable es que no llegue a ocurrir nunca.

»Bien, los fisicoquímicos orgánicos han elaborado con gran exactitud toda la cadena de reacciones, especialmente en la parte energética…, es decir, las relaciones de energía generadas con cada cambio atómico. Ahora se sabe sin lugar a dudas que varias de las etapas cruciales del proceso de creación de la vida requieren la ausencia de energía radiada. Si esto le parece extraño, Procurador Ennius, me limitaré a decirle que la fotoquímica —es decir, la química de las reacciones inducidas por la energía radiada— es una rama muy bien desarrollada de la química general; y que existen innumerables casos de reacciones muy sencillas que se desarrollarán de manera distinta según se lleven a cabo en presencia o en ausencia de los cuantos de energía luminosa.

»En los planetas normales el sol es la única fuente de energía radiante o, por lo menos, la mayor. Los compuestos de carbono y nitrógeno se combinan una y otra vez al amparo de las nubes o durante la noche en las formas posibilitadas por la ausencia de esas diminutas fracciones de energía con que son bombardeados por el sol, como si se tratase de bolas que hacen impacto en un número infinito de palos de bolera de dimensiones infinitesimales.

»Pero en los planetas radiactivos la situación es muy distinta, ya que con sol o sin él cada gota de agua está iluminada por el veloz tránsito de los rayos gamma que embisten los átomos de carbono —o los activan, como dicen los químicos—, incluso en lo más tenebroso de la noche e incluso a diez kilómetros de profundidad; obligando a que ciertas reacciones clave sigan una determinada orientación…, una orientación que nunca acaba dando como consecuencia la vida.

Arvardan había vaciado su vaso. Lo dejó encima del armario, y el vaso quedó introducido instantáneamente en un compartimento especial donde fue lavado, esterilizado y puesto en condiciones de volver a ser llenado.

—¿Otra copa? —preguntó Ennius.

—Pregúntemelo después de cenar —replicó Arvardan—. Por ahora ya he bebido bastante.

Ennius alzó un dedo, y una uña que había sido sometida a un concienzudo proceso de manicura repiqueteó sobre el brazo del sillón haciendo un ruidito casi imperceptible.

—Cuando habla consigue que los procesos de la vida parezcan fascinantes, doctor Arvardan —dijo—. ¿Pero cómo se explica entonces que haya vida en la Tierra? ¿Cómo llegó a desarrollarse?

—¿Ve? Usted también empieza a tener dudas, ¿no? Pero yo creo que en realidad la respuesta es muy sencilla: cuando el grado de radiactividad supera el mínimo requerido para detener la creación de la vida, aún no basta para destruir la vida que ya se ha formado. ruede modificarla, desde luego, pero no la destruye salvo cuando llega a alcanzar intensidades realmente excesivas; y en ese caso los !procesos químicos son distintos. En el primer supuesto se trata de impedir que las moléculas crezcan, y en el segundo las moléculas complejas que ya se han formado deben ser destruidas. No es lo mismo, ¿comprende?

—No entiendo cuál es la aplicación de todo eso que me está diciendo —replicó Ennius.

—¿Acaso no le parece evidente? En la Tierra la vida se originó antes de que el planeta se volviese radiactivo. Mi querido Procurador, es la única explicación posible que no nos exige negar el hecho de que hay vida en la Tierra, y que no destruye un número tan elevado de teorías químicas como para poner patas arriba la mitad de esa ciencia.

—¡Oh, vamos, no puede estar hablando en serio! —exclamó Ennius mientras contemplaba a Arvardan con una expresión entre incrédula y desconcertada.

—¿Por qué no?

—¿Que por qué no? Bueno, ¿cómo es posible que un planeta llegue a volverse radiactivo? La vida de los elementos radiactivos de la superficie de un planeta se mide por magnitudes de millones y miles de millones de años…, al menos eso es lo que me enseñaron en la universidad, a pesar de que sólo tuve contacto con esas materias durante el curso previo a mis estudios de derecho. Su existencia pasada es tan larga que a efectos prácticos puede considerarse como indefinida, ¿no?

—Pero existe algo llamado radiactividad artificial, Procurador Ennius…, y puede llegar a existir a gran escala. Hay millares de reacciones nucleares con la energía suficiente para crear toda clase de isótopos radiactivos. Si los seres humanos utilizasen una reacción nuclear aplicada a fines industriales sin ejercer el control debido sobre ella, o incluso para librar una guerra…, suponiendo que pueda imaginarse una guerra librada en un solo planeta, naturalmente…, bien, entonces es muy razonable suponer que la mayor parte de la superficie podría acabar siendo radiactiva. ¿Qué opina de mi explicación?

El sol había muerto desangrado en las montañas, y el reflejo del ocaso había enrojecido el rostro de Ennius. Se levantó una suave brisa nocturna, y el adormecedor murmullo de las variedades de insectos cuidadosamente seleccionadas que vivían en los terrenos del recinto palaciego resultó más sedante que nunca.

—Me parece muy rebuscada y poco sólida —comentó el Procurador—. En primer lugar, no concibo que sea posible llegar a utilizar reacciones nucleares en la guerra, ni tampoco la posibilidad de que escapen al control de quienes las emplean hasta tal punto…

—Naturalmente, Procurador Ennius —replicó Arvardan—. Usted tiende a subestimar las reacciones nucleares porque vive en el presente y porque ahora resulta muy fácil controlarlas. ¿Pero qué habría ocurrido si un ejército hubiese usado esas armas antes de que se inventaran las defensas contra ellas? Habría sido el equivalente a utilizar bombas incendiarias antes de que los seres humanos supiesen que el agua o la arena pueden apagar el fuego.

—Hum —murmuró Ennius—. Habla usted igual que Shekt, doctor Arvardan.

—¿Quién? —preguntó Arvardan alzando rápidamente la mirada.

—Un terrestre. Uno de los pocos terrestres decentes…, quiero decir que es alguien con quien un caballero puede conversar. Es físico, y en una ocasión me dijo que la Tierra quizá no siempre hubiese sido radiactiva.

—Ah… Bien, la teoría que acabo de exponerle no es una creación mía, por lo que eso no tiene nada de extraño. Forma parte del Libro de los Ancianos, que contiene la historia tradicional o mítica de la Tierra prehistórica. En cierta forma, me he limitado a repetirle lo que dice ese libro, aunque he transformado su fraseología típicamente perifrástica en definiciones científicas equivalentes.

—¿El Libro de los Ancianos? —Ennius pareció sorprendido y un poco preocupado—. ¿Dónde averiguó todo eso?

—En distintos lugares. No fue fácil, y sólo obtuve algunos fragmentos. Aunque no sea de naturaleza realmente científica, toda esa información tradicional sobre la ausencia de radiactividad resulta muy importante para mi proyecto, naturalmente. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque ese libro es el texto sagrado que venera una secta fanática de terrestres, y a los no nacidos en la Tierra les está totalmente prohibido leerlo. Si fuese usted yo no iría comentando que lo ha leído mientras esté en la Tierra. Algunos no terrestres…, espaciales, como les llaman ellos, han sido linchados por motivos de menor importancia.

—Habla como si el poder de la Policía Imperial no fuese muy efectivo en la Tierra, Procurador.

—No lo es en caso de sacrilegio. ¡Le ruego que haga caso de mi consejo, doctor Arvardan!

Una campanilla emitió una melodiosa nota vibrante que pareció armonizarse con el susurro de las hojas de los árboles. El sonido se extinguió lentamente, y se fue perdiendo poco a poco y casi de mala gana, como si estuviese enamorado de su entorno.

—Es hora de cenar —dijo Ennius, y se puso en pie—. ¿Quiere acompañarme y gozar de la pobre hospitalidad que puede brindar esta isla del Imperio en la Tierra, doctor Arvardan?

Las excusas para celebrar una cena de gran gala eran demasiado escasas, y no se podía dejar pasar por alto ningún pretexto por frágil que resultase. Hubo muchos platos, y el ambiente fue delicioso en todo momento. Los hombres eran cultos, y las mujeres encantadoras; y hay que añadir que el doctor Bel Arvardan de Baronn, Sirio, fue agasajado y atendido hasta un extremo casi embriagador.

Durante la última parte del banquete Arvardan aprovechó el tener público para repetir una buena parte de lo que había dicho a Ennius, pero esta vez su exposición tuvo menos éxito.

Un caballero de rostro rubicundo que vestía uniforme de coronel se inclinó hacia Arvardan.

—Si no he interpretado mal sus exposiciones, doctor Arvardan —dijo en el marcado tono de condescendencia típico del militar que se encuentra ante un intelectual—, usted pretende hacernos creer que esos perros terrestres son los últimos representantes de una raza antigua que en tiempos quizá fuese la antecesora de la humanidad.

—No me atrevo a afirmarlo de una manera tan terminante, coronel, pero creo que existen bastantes probabilidades de que así fuese. Espero que dentro de un año podré emitir un juicio definitivo al respecto.

—Bien, doctor, si demuestra la veracidad de su teoría, de lo que dudo mucho, quedaré extraordinariamente sorprendido —observó el coronel—. Ya llevo cuatro años destinado a la Tierra, y he ido acumulando cierta experiencia. Todos los terrestres son unos bribones despreciables en los que no se puede confiar para nada, y no hay ninguna excepción. En el aspecto intelectual son claramente inferiores a nosotros. Les falta ese impulso que ha diseminado a la humanidad por toda la Galaxia… Son vagos, supersticiosos y avaros, y tienen el alma ruin y mezquina. Le desafío y desafío a quien sea a que me muestre un terrestre que pueda estar al nivel de un auténtico ser humano en cualquier terreno…, de usted y de mí, por ejemplo. Sólo entonces aceptaré que esos terrestres pueden ser los últimos representantes de una raza que quizá haya sido nuestra antecesora; pero hasta ese momento le ruego que me disculpe si le digo que su teoría me resulta totalmente inconcebible.

—Se suele decir que el único terrestre bueno es el terrestre muerto —dijo de repente un hombre bastante corpulento sentado en un extremo de la mesa—, ¡y aún así apesta! —añadió, y celebró su chiste con estruendosas carcajadas.

Arvardan clavó la vista en el plato que tenía delante y lo contempló frunciendo el ceño.

—No deseo discutir las posibles diferencias raciales —dijo sin levantar la mirada—, especialmente porque no tienen ninguna relación con el problema real. Yo estoy hablando de los terrestres de la prehistoria. Los terrestres actuales han vivido aislados durante mucho tiempo, y han estado sometidos a la influencia de un entorno altamente inusual…, y aun así debo decir que creo un error apresurarse a hablar de ellos de una forma tan despectiva. —Se volvió hacia Ennius—. Procurador Ennius, creo recordar que me habló de un terrestre antes de la cena…

—¿De veras? No me acuerdo.

—Un físico. Shekt.

—Oh, sí… Sí, cierto.

—¿Se refería por casualidad a Affret Shekt?

—Sí. ¿Había oído hablar de él con anterioridad?

—Creo que sí. Desde que usted me habló de él me he pasado coda la cena pensando, y creo que por fin he conseguido recordar de quién se trata exactamente. ¿No trabaja en el Instituto de Investigaciones Nucleares de…? Oh ¿cómo demonios se llama ese lugar? —Arvardan se dio un par de palmadas en la frente—. ¿De Chica, quizá?

—Exacto. Bien, ¿qué ocurre con Shekt?

—Oh, nada. Verá, en agosto la revista Estudios de física publicó un artículo suyo… Me fijé en él porque estaba recogiendo toda clase de material que tuviera relación con la Tierra, y en las revistas de circulación galáctica aparecen muy pocos artículos escritos por terrestres… Bien, quería llegar a lo siguiente: ese hombre afirma haber creado un aparato, al que llama sinapsificador, que se supone mejora la capacidad de aprendizaje del sistema nervioso de los mamíferos.

—¿De veras? —preguntó Ennius en un tono de voz excesivamente trío—. Nunca he oído hablar de ese aparato.

—Si lo desea le daré la referencia exacta… Es un artículo muy interesante, aunque naturalmente no pretendo haber entendido todos sus cálculos matemáticos. Lo que ha hecho Shekt es tratar con el sinapsificador a un animal nativo de la Tierra que creo se llama rata, y después hizo que la rata «resolviera» un laberinto. Supongo que ya saben a qué me refiero, ¿no? «Resolver» un laberinto significa averiguar el trayecto correcto que lleva hasta una provisión de alimentos. Utilizó ratas no tratadas como controles del experimento, y descubrió que las ratas sinapsificadas siempre resolvían el problema en menos de un tercio del tiempo que necesitaban las otras ratas. ¿Comprende el significado de todo esto, coronel?

—No, doctor Arvardan, me temo que no —respondió con voz indiferente el militar que había iniciado la discusión.

—Pues entonces se lo explicaré: estoy convencido de que por muy terrestre que sea, un hombre de ciencia capaz de inventar semejante aparato es innegablemente mi igual intelectual, por lo menos…, y si me perdona la suposición, también el suyo. Además…

—Discúlpeme, doctor Arvardan, pero me gustaría volver al sinapsificador —le interrumpió Ennius—. ¿Sabe si Shekt llegó a probar su aparato con seres humanos?

—Dudo mucho que lo hiciera, Procurador Ennius —dijo Arvardan, y se rió—. Nueve de cada diez ratas sinapsificadas murieron durante el tratamiento. Shekt no se atreverá a emplear cobayas humanos hasta que no haya hecho más progresos.

El Procurador Ennius se recostó contra el respaldo de la silla con el ceño ligeramente fruncido, y a partir de aquel momento no habló ni comió durante el resto del banquete.

Y antes de que llegara la medianoche se separó en silencio de los comensales, y partió en su nave particular para hacer el trayecto de dos horas a Chica después de haberse despedido lacónicamente de su esposa. Seguía teniendo el ceño fruncido, y la preocupación hacía que su corazón latiera más deprisa de lo normal.


Ésa fue la cadena de circunstancias que dio como resultado el que la misma tarde en la que Arbin Maren llegó a Chica con Joseph Schwartz para que éste fuese tratado con el sinapsificador, Shekt hubiera pasado más de una hora encerrado en una habitación nada menos que con el Procurador Imperial de la Tierra.

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