El teniente Mare Claudy de la guarnición imperial de Chica bostezó lentamente y clavó los ojos en la nada sintiendo un aburrimiento tan intenso que rozaba lo inefable. Era el segundo año que pasaba destacado en la Tierra, y esperaba ansiosamente el momento del traslado.
No había ningún lugar en toda la Galaxia donde el problema de mantener una guarnición imperial resultara tan complicado como en aquel planeta horrible. En otros mundos existía cierta camaradería entre el militar y el civil…, especialmente el civil del sexo femenino. Había una sensación de libertad y amplitud de horizontes.
Pero en la Tierra el cuartel era una prisión. Había barracones a prueba de radiactividad, y la atmósfera tenía que ser filtrada para librarla del polvo radiactivo. Las ropas pesadas y frías estaban impregnadas de plomo, y no se podía prescindir de ellas a menos que se estuviese dispuesto a correr un grave riesgo; y como corolario de todo aquello, la confraternización con los habitantes femeninos del planeta (suponiendo que la desesperación producto de la soledad pudiera hacerse lo bastante intensa como para impulsar a un soldado imperial a buscar la compañía de una terraqueja) quedaba totalmente fuera de cuestión.
¿Qué quedaba entonces, además de los bufidos de aburrimiento, las siestas larguísimas y el ir cayendo gradualmente en un estado de demencia?
El teniente Claudy meneó la cabeza en un esfuerzo por despejarla que no le sirvió de nada, volvió a bostezar, se sentó y empezó a ponerse los zapatos. Consultó el reloj, y decidió que todavía no era la hora de cenar.
Y de repente se levantó de un salto con un solo zapato puesto y sabiendo que estaba despeinado, y saludó marcialmente.
El coronel le lanzó una mirada despectiva, pero no hizo ningún comentario directo.
—Teniente, hemos recibido la información de que se ha producido un disturbio en el distrito comercial —dijo con voz seca y cortante—. Llevará un destacamento de desinfección a los grandes almacenes Dunham, y se encargará de restablecer el orden. Asegúrese de que todos sus hombres están protegidos contra un posible contagio de fiebre de radiación.
—¡La fiebre de radiación! —exclamó el teniente—. Disculpe, señor, pero…
—Partirá dentro de un cuarto de hora —dijo el coronel con voz gélida.
Arvardan fue el primero en ver al hombrecillo, y se puso rígido en cuanto éste movió la mano saludándoles.
—Hola, viejo. Hola, gigantón. Diga a la señorita que cierre el pico.
Pola levantó la cabeza y tragó una honda bocanada de aire. Se inclinó hacia el cuerpo de Arvardan en una reacción automática de búsqueda de protección, y el arqueólogo reaccionó de manera igualmente automática rodeándola con el brazo. No pensó que estaba tocando a una terrestre por segunda vez.
—¿Qué desea? —preguntó secamente.
El hombrecillo de ojos penetrantes salió de detrás del mostrador atestado de paquetes moviéndose tan confiadamente como si todo lo que había a su alrededor le perteneciera.
—No tiene más remedio que salir, señorita, pero no debe preocuparse por eso —dijo en un tono que conseguía ser amable e insolente al mismo tiempo—. Yo me encargaré de llevar a su hombre al Instituto.
—¿Qué Instituto? —preguntó Pola, muy asustada.
—¡Oh, déjese de farsas! —replicó el hombrecillo—. Soy Natter, el dueño de la frutería que está delante del Instituto de Investigaciones Nucleares. La he visto entrar y salir del Instituto muchas veces.
—Oiga, ¿qué significa todo esto? —intervino Arvardan con bastante brusquedad.
El cuerpecillo de Natter tembló de hilaridad.
—Creen que este tipo tiene la fiebre de radiación…
—¿La fiebre de radiación? —preguntaron al unísono Arvardan y Pola.
—Exacto —asintió Natter—. Dos conductores de aerotaxi comieron con él, y eso es lo que han dicho… Ya saben que los rumores tienen alas, ¿no?
—¿Y los guardias apostados en la puerta sólo buscan a alguien afectado por la fiebre de radiación? —preguntó Pola.
—Eso es.
—¿Y usted por qué no tiene miedo a la fiebre de radiación? —preguntó Arvardan de repente—. Supongo que las autoridades han ordenado evacuar el local por temor al contagio, ¿no?
—Sí, y las autoridades están esperando fuera porque les da miedo entrar. Esperan a que llegue el destacamento de desinfección que enviarán los espaciales.
—¿Y usted no teme a la fiebre de radiación?
—¿Por qué habría de temerla? Ese tipo no está enfermo… Mírenle. ¿Dónde están las llagas de su boca? No tiene el rostro congestionado, y sus ojos están perfectamente. Conozco los síntomas de la fiebre de radiación… Vamos, señorita, salgamos de aquí.
Pola volvía a estar muy asustada.
—No, no. No podemos. Él…, él…
No consiguió articular otra palabra.
—Puedo hacer que salga de aquí —dijo Natter con voz insinuante—. Sin hacer preguntas, sin necesidad de enseñar una tarjeta de identificación…
Pola dejó escapar una exclamación de sorpresa.
—¿Qué le hace tan importante? —preguntó Arvardan con evidente disgusto.
Natter dejó escapar una risita enronquecida y se levantó la solapa para enseñarles el reverso.
—Soy mensajero de la Sociedad de Ancianos —dijo—. Nadie me hará ninguna pregunta.
—¿Y qué piensa ganar con esto?
—¡Dinero! Usted tiene problemas, y yo puedo ayudarla. Muy justo, ¿no le parece? Digamos que esto vale cien créditos… Cincuenta ahora y cincuenta más en el momento de la entrega.
—Le entregará a los Ancianos —susurró Pola contemplándole con expresión horrorizada.
—¿Para qué iba a hacer eso? A ellos no les sirve de nada, y para mí vale cien créditos. Yo no esperaría a que lleguen los espaciales: son capaces de matar a este tipo antes de tomarse la molestia de averiguar si está enfermo… Ya conocen a los espaciales, ¿no? Les importa un bledo tener que matar a un terrestre…, incluso les gusta hacerlo.
—Llévese también a la señorita —dijo Arvardan.
Un brillo de astucia maliciosa iluminó los ojillos de Natter.
—¡Oh, no! De eso nada, amigo. Siempre corro riesgos calculados, ¿entiende? Puedo sacar a una persona de aquí, pero quizá no conseguiría sacar a dos…, y si saco a una será a la de más valor. ¿No le parece muy razonable?
—¿Qué le parecería que le alzase en vilo y le arrancase las piernas? —preguntó Arvardan—. ¿Qué ocurriría en ese caso?
Natter se encogió sobre sí mismo, pero enseguida se recuperó lo suficiente para soltar una risita ahogada.
—Que se estaría comportando como un idiota —dijo—. Acabaría arrestado, y además sería acusado de asesinato. Vamos, compañero… Las manos quietas, ¿eh?
—Por favor… —suplicó Pola tirando del brazo de Arvardan—. Tenemos que correr ese riesgo. Deje que haga lo que ha prometido. Cum-cumplirá su pa-palabra, ¿verdad, señor Natter?
Natter apretó los labios.
—Su amigo me ha retorcido el brazo. No tenía ningún motivo para hacer eso, y no me gusta que intenten ponerse duros conmigo… Eso le costará otros cien créditos. Ahora el total asciende a doscientos.
—Mi padre le pagará…
—Cien por adelantado —dijo tozudamente el hombrecillo.
—¡Pero yo no llevo encima cien créditos! —gimoteó Pola.
—No se preocupe, señorita —intervino secamente Arvardan—. Yo lo solucionaré. —Abrió su cartera, extrajo varios billetes y se los arrojó a Natter—. ¡Vamos, muévase!
—Vaya con él, Schwartz —susurró Pola.
Schwartz obedeció sin decir nada. Todo le daba igual, y en aquellos momentos hubiese sido capaz de ir al infierno con la misma impasibilidad.
Se quedaron solos y se contemplaron el uno al otro con expresiones algo aturdidas. Era la primera vez que Pola observaba realmente a Arvardan, y se asombró al descubrir que era un hombre alto, sereno y seguro de sí mismo cuyos rasgos viriles y muy marcados le parecieron bastante atractivos. Hasta aquel momento Pola le había aceptado como a un colaborador inesperado ofrecido por la casualidad, pero ahora… Sintió una repentina timidez, y todos los acontecimientos de las últimas horas se confundieron en su mente y acabaron siendo borrados por el repentino acelerarse de su pulso.
Ni tan siquiera sabían sus nombres respectivos.
—Me llamo Pola Shekt —dijo ella, y sonrió.
Arvardan no había visto su sonrisa antes, y el fenómeno le resultó muy interesante. Era como un resplandor que emanara de su cara, como un halo que le hacía sentirse… Pero Arvardan expulsó rápidamente aquella idea de su mente. ¡Era una terrestre!
—Yo me llamo Bel Arvardan —respondió, quizá con menos cordialidad de lo que había pretendido en un principio.
Arvardan extendió una mano bronceada, y la diminuta mano de la muchacha desapareció dentro de ella durante unos momentos.
—Le agradezco mucho su ayuda —dijo la muchacha.
—¿Quiere que nos vayamos? —preguntó Arvardan decidiendo cambiar de tema—. Quiero decir que… Bueno, espero que su amigo ya estará a salvo.
—Supongo que si hubiese sido capturado habríamos oído el tumulto —comentó ella.
Le imploró con los ojos que confirmara su esperanzas, pero Arvardan rechazó la tentación de mostrarse blando.
—¿Nos vamos?
—Sí, ¿por qué no? —respondió ella en un tono seco y un poco ofendido.
Pero de repente se oyó un zumbido que flotó en el aire volviéndose más intenso hasta convertirse en un aullido estridente que llegaba del horizonte, y los ojos de la muchacha se desorbitaron y retiró de repente la mano que había extendido.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Arvardan.
—Son los imperiales.
—¿Usted también tiene miedo de ellos?
Las palabras procedían del espacial engreído, el arqueólogo de Sirio. Con o sin prejuicios y por muy forzada que llegara a estar la lógica, la presencia de los soldados imperiales traía consigo un soplo repentino de cordura y humanidad. Ahora podía mostrarse condescendiente, y cuando Arvardan volvió a hablar lo hizo en el tono amable de antes.
—No se preocupe por los espaciales —dijo, humillándose hasta el extremo de utilizar el término con el que los terrestres designaban a quienes no habían nacido en la Tierra—. Yo me encargaré de ellos, señorita Shekt.
—¡Oh, ni se le ocurra intentarlo! —exclamó ella, súbitamente preocupada de nuevo—. No les hable. Obedezca todas sus órdenes, y procure ni mirarles siquiera.
La sonrisa de Arvardan se hizo un poco más ancha.
Los guardias les divisaron cuando aún se encontraban a alguna distancia de la entrada principal. Salieron a un recinto vacío de pequeñas dimensiones donde reinaba un extraño silencio. El aullido de las sirenas de los vehículos militares estaba casi sobre ellos.
Y un instante después los vehículos blindados aparecieron en la plaza, y los soldados con las cabezas cubiertas por globos de vidrio saltaron de su interior. La multitud se dispersó aterrorizada delante de ellos, y las carreras fueron ayudadas por los gritos cortantes y los empujones dados con los extremos de los látigos neurónicos.
El teniente Claudy, que se había puesto al frente de sus soldados, fue hacia un guardia terrestre que custodiaba la entrada principal.
—Bien, ¿quién tiene la fiebre?
Su rostro estaba ligeramente crispado bajo la campana de vidrio que contenía aire purificado. La amplificación radiofónica del traje hacía que su voz sonara ligeramente metálica.
El guardia inclinó respetuosamente la cabeza.
—Hemos aislado al enfermo en el interior del local, Excelencia. Sus dos acompañantes están en la puerta…, delante de usted.
—¡Ah, magnífico! Que se queden ahí. Ahora… Bien, en primer lugar quiero que esta muchedumbre se disperse. ¡Sargento, despeje la plaza!
A partir de aquel momento las órdenes fueron cumplidas con rígida eficacia. La tenue luz del crepúsculo empezó a caer sobre Chica mientras la multitud se iba dispersando en la penumbra. La suave claridad de la iluminación artificial bañó las calles.
El teniente Claudy se golpeó una de sus pesadas botas con la empuñadura del látigo neurónico.
—¿Está seguro de que el terrestre enfermo se encuentra dentro?
—No ha salido, Excelencia. Tiene que estar dentro.
—Bien, en tal caso supondremos que es así y no perderemos más tiempo. ¡Sargento, desinfecte el edificio!
Un contingente de soldados imperiales herméticamente aislados del ambiente exterior entró en el edificio. El cuarto de hora siguiente pareció transcurrir muy despacio. Arvardan contemplaba la escena con expresión fascinada: aquello era todo un experimento práctico de relaciones interculturales, y Arvardan tenía sus razones profesionales para no querer interrumpirlo.
Los últimos soldados imperiales volvieron a salir y el edificio quedó envuelto en las sombras cada vez más espesas de la noche.
—¡Cierren las puertas!
Pocos minutos después las latas de desinfectante que habían sido distribuidas por los pisos del edificio fueron activadas mediante el control remoto. Las latas se abrieron en el interior del edificio y espesos vapores salieron de ellas, treparon por las paredes, se adhirieron a cada centímetro cuadrado de las superficies y se deslizaron por el aire infiltrándose hasta los intersticios más remotos. Ninguna variedad de protoplasma podía sobrevivir a su presencia, ya fuese el de un germen o el de ser humano. Después habría que llevar a cabo un lavado químico especialmente drástico para eliminar definitivamente la contaminación.
El teniente fue hacia Arvardan y Pola.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó.
En su voz no había ni tan siquiera crueldad, sólo la indiferencia más absoluta imaginable. El teniente pensaba que un terrestre había muerto. ¿Y qué? Aquel día también había matado una mosca, ¿no? Eso elevaba el total a dos insectos muertos.
No obtuvo respuesta porque Pola inclinó la cabeza humildemente y Arvardan se limitó a lanzarle una mirada llena de curiosidad. El oficial imperial no apartó los ojos de ellos.
—Examine a esos dos para averiguar si están infectados —ordenó secamente.
Un oficial con la insignia del Cuerpo Médico Imperial fue hacia ellos y les examinó con muy poca cortesía. Sus manos enguantadas se metieron casi a la fuerza debajo de sus axilas y tiraron de las comisuras de sus labios para permitirle observar la mucosa de sus mejillas.
—No hay infección, teniente —dijo por fin—. Si hubiesen estado en contacto con un caso de fiebre de radiación esta tarde, el contagio ya se habría producido y las llagas resultarían visibles.
—Hum —murmuró el teniente Claudy.
Se quitó cautelosamente el globo de vidrio, aspiró con expresión satisfecha el aire «puro» (aunque fuese de la Tierra), y apoyó la incómoda esfera de vidrio sobre el hueco de su codo izquierdo.
—¿Cómo te llamas, terraqueja?
El término en sí era insultante, y el tono con que había sido pronunciado lo volvía todavía más ofensivo, pero Pola no dio ninguna muestra de resentimiento.
—Pola Shekt, señor —susurró.
—¡Tus documentos!
Pola hurgó en el bolsillito de su bata blanca y sacó la libretita roja de la documentación.
El teniente la cogió, la abrió bajo el rayo luminoso de su linterna de bolsillo y la estudió. Después se la arrojó de vuelta. La libretita cayó al suelo, y Pola se apresuró a inclinarse para recogerla.
—Levanta —ordenó el teniente con impaciencia.
Dio un puntapié a la libretita propulsándola fuera del alcance de Pola. La joven apartó los dedos. Estaba muy pálida.
Arvardan frunció el ceño y decidió que ya iba siendo hora de que interviniese.
—¡Eh, un momento! —exclamó.
El teniente se volvió rápidamente hacia él. Sus labios tensos dejaban al descubierto los dientes.
—¿Qué has dicho, terraquejo?
Pola se interpuso inmediatamente entre ellos.
—Por favor, señor… Este hombre no tiene ninguna relación con nada de lo que ha ocurrido antes. Es la primera vez que le veo.
—Te he preguntado qué habías dicho, terraquejo —insistió el teniente apartando a la muchacha de un empujón.
—He dicho «Eh, un momento» —murmuró Arvardan, devolviéndole la mirada sin inmutarse—, y me disponía a añadir que no me gusta la forma en que trata a las mujeres y que le aconsejo que intente mejorar sus modales.
Estaba demasiado irritado para corregir la falsa impresión sobre su origen que se había formado el teniente.
Los labios del teniente Claudy se curvaron en una sonrisa totalmente desprovista de humor.
—¿Y dónde te han educado a ti, terraquejo? ¿Qué pasa, crees que llamar «señor» a un hombre es un esfuerzo excesivo para ti? No sabes mantenerte en tu lugar, ¿eh? Bien, hace mucho que no he tenido el placer de dar una lección a un animal de tu especie, así que…
Su mano castigó el rostro de Arvardan moviéndose con la velocidad de una serpiente que ataca, y la palma y el dorso la golpearon dos veces. Arvardan retrocedió sorprendido, y empezó a sentir un creciente zumbido en los oídos. Extendió la mano para sujetar el brazo que le golpeaba, y vio cómo el asombro contorsionaba las facciones del teniente.
Los músculos de sus hombros obedecieron al instante la orden enviada por el cerebro.
El teniente cayó sobre el pavimento con un impacto tan violento que la esfera de vidrio salió despedida y se hizo añicos. Claudy se quedó totalmente inmóvil, y Arvardan le observó con una sonrisa feroz mientras se sacudía las manos.
—¿Hay por aquí algún otro bastardo que crea que puede jugar a las palmadas con mi cara? —preguntó.
Pero el sargento ya había levantado su látigo neurónico. El contacto se cerró, y un tenue resplandor violeta salió disparado hacia la alta silueta del arqueólogo y la envolvió.
Todos los músculos del cuerpo de Arvardan se envararon en las garras de un dolor insoportable, y fue cayendo lentamente de rodillas. Estaba totalmente paralizado, y perdió el conocimiento casi al instante.
Cuando salió de su estupor lo primero que notó fue un agradable frescor sobre la frente. Arvardan intentó abrir los ojos, y descubrió que sus párpados parecían estar instalados sobre bisagras enmohecidas. Dejó que siguieran cerrados, y fue levantando el brazo hasta su cara moviéndolo temblorosamente por etapas lo más cortas posible (por pequeño que fuese, cada movimiento muscular hacía que sintiera como si le estuviesen clavando alfileres en todo el cuerpo).
Era una toalla húmeda sostenida por una mano pequeña y delicada…
Abrió dificultosamente un ojo y luchó con la bruma que nublaba su mirada.
—Pola… —dijo.
La joven lanzó un gritito de alegría.
—¡Sí, soy yo! —exclamó—. ¿Cómo se siente?
—Como si estuviera muerto, con la desventaja de que noto el dolor —gruñó Arvardan—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nos enviaron a la base militar. El coronel ha estado aquí. Le registraron y no sé qué pensarán hacerle, pero… ¡Oh, señor Arvardan, no tendría que haber golpeado al teniente! Creo que le fracturó un brazo…
—Estupendo. Lamento no haberle roto la columna vertebral.
—Pero la resistencia a un oficial del Imperio está…, está penada con la muerte —susurró Pola contemplándole con expresión horrorizada.
—¿De veras? Bueno, ya veremos.
—Silencio. Creo que vuelven.
Arvardan cerró los ojos e intentó serenarse. Oyó que Pola lanzaba una exclamación ahogada, y cuando sintió el pinchazo de la hipodérmica no consiguió que sus músculos le obedecieran. Y una maravillosa oleada de puro alivio empezó a circular por sus venas y sus nervios. Sus brazos se flexionaron, y su espalda se relajó lentamente hasta dejar de formar un arco rígido. Arvardan parpadeó rápidamente y se irguió sobre un codo.
El coronel le estaba observando con expresión pensativa. Pola le contemplaba con cierto temor, pero en sus ojos también había alegría.
—Bien, doctor Arvardan, según parece esta tarde hemos sufrido un desagradable contratiempo en la ciudad, ¿no? —dijo el coronel.
Doctor Arvardan… Pola comprendió que sabía muy poco acerca de él. Ni tan siquiera tenía idea de a qué se dedicaba… Nunca había experimentado una sensación semejante.
—¿Desagradable? —comentó Arvardan, y dejó escapar una risita enronquecida—. Creo que no es el adjetivo más apropiado.
—Le fracturó un brazo a un oficial del Imperio que se disponía a cumplir con su deber.
—Ese oficial me había golpeado, y el cumplimiento de su deber no incluía la necesidad de insultarme groseramente tanto con palabras como con actos. AL proceder de esa forma perdió todo el derecho que pudiera tener a ser tratado como un oficial y un caballero, y en mi calidad de ciudadano del Imperio me está permitido rechazar enérgicamente ese tratamiento torpe…, por no decir ilegal.
El coronel carraspeó. La respuesta de Arvardan parecía haberle dejado sin argumentos. Pola tenía los ojos abiertos como platos y les estaba contemplando con cara de incredulidad.
—Bien, no hace falta que le diga hasta qué punto lamento que se haya producido este desgraciado incidente —murmuró por fin el coronel—. AL parecer el dolor y la ofensa han quedado repartidos en partes iguales… Quizá sea mejor olvidar el incidente, ¿no le parece?
—¿Olvidarlo? No creo que sea buena idea, coronel. He sido huésped del palacio del Procurador Ennius, y creo que al Procurador le interesará conocer con toda exactitud qué clase de métodos emplea su guarnición para mantener el orden en la Tierra.
—Doctor Arvardan, le aseguro que recibirá excusas públicas por lo ocurrido y…
—Al diablo con las excusas públicas. ¿Qué piensa hacer con la señorita Shekt?
—¿Qué me sugiere usted?
—Que la deje en libertad inmediatamente, que le devuelva sus documentos y que le ofrezca sus excusas…, ahora mismo.
El coronel se sonrojó.
—Naturalmente —dijo haciendo un visible esfuerzo para controlarse, y se volvió hacia Pola—. Si la señorita quiere aceptar mis más sinceras disculpas…
Dejaron atrás las oscuras murallas del cuartel imperial. El viaje en aerotaxi hasta la ciudad propiamente dicha apenas duró diez minutos, y transcurrió en el silencio más absoluto. Cuando llegaron a la desierta oscuridad del Instituto ya era pasada la medianoche.
—Me temo que no he entendido muy bien lo que ha ocurrido —dijo Pola—. Usted debe ser una persona muy importante. Oh, me siento tan ridícula al no saber ni cómo se llama… Nunca imaginé que los espaciales pudieran tratar así a un terrestre.
Arvardan se sintió obligado a poner fin a la ficción, aunque no tenía muchos deseos de hacerlo.
—No soy terrestre, Pola —dijo—. Soy un arqueólogo del Sector de Sirio.
La muchacha se volvió rápidamente hacia él, y Arvardan vio su rostro pálido bajo la luz de la luna. Pola le contempló en silencio durante unos momentos.
—Entonces desafió a los soldados imperiales porque después de todo no corría ningún riesgo al hacerlo…, y usted lo sabía. Y yo creí…, tendría que habérmelo imaginado, claro. —Sus ojos estaban llenos de amargura y se sentía ofendida—. Señor, le ruego humildemente que me disculpe si en algún momento he incurrido en una lamentable familiaridad con usted debido a mi ignorancia, y…
—Pola, ¿qué te ocurre? —exclamó Arvardan con irritación—. ¿Qué importancia tiene que yo no sea terrestre? ¿Por qué tiene que cambiar eso la opinión que te habías formado de mí hace sólo cinco minutos?
—Podría habérmelo dicho, señor.
—No te he pedido que me llamaras «señor», y te ruego que no te comportes como los otros.
—¿A qué otros se refiere, señor? ¿A los asquerosos animales que viven en la Tierra, quizá? Le debo cien créditos.
—Olvídalos —respondió Arvardan poniendo cara de disgusto.
—No puedo obedecer esa orden, señor. Si me da sus señas mañana mismo le enviaré un giro por esa cantidad.
Arvardan decidió mostrarse súbitamente brutal.
—Me debes mucho más que cien créditos.
Pola se mordió el labio inferior.
—Es la única parte de mi enorme deuda que puedo saldar, señor —murmuró—. ¿Sus señas…?
—Casa del Estado —masculló Arvardan por encima del hombro, y se perdió en la noche.
¡Y de repente Pola descubrió que estaba llorando!
Shekt la recibió a la puerta de su despacho.
—Ha vuelto —dijo—. Un hombrecillo muy flaco le trajo al Instituto.
—¡Estupendo! —exclamó Pola.
Le resultaba muy difícil hablar.
—Me pidió doscientos créditos y se los di.
—Sólo tenía que pedirte cien, pero no tiene importancia.
Pola pasó junto a su padre.
—Estaba muy preocupado —dijo Shekt—. El disturbio en esos grandes almacenes… No me atreví a preguntar nada. Podría haberte puesto en peligro.
—No te preocupes. No ocurrió nada… Déjame dormir aquí esta noche, papá.
Pero ni tan siquiera su terrible agotamiento la ayudó a conciliar el sueño. Pola se preguntó por qué no podía dormir, y se dijo que porque había ocurrido algo. Había conocido a un hombre, y daba la casualidad de que aquel hombre era un espacial.
Pero sabía donde se alojaba… Sí, lo sabía.