19. EL PLAZO FINAL SE ACERCA

Las horas siguientes fueron testigos del caos tanto dentro como fuera del Fuerte Dibburn…, y especialmente en la misma Chica.

A mediodía el Primer Ministro, que estaba en Washenn, usó la onda comunal para averiguar dónde estaba su secretario, y la búsqueda subsiguiente no dio ningún resultado. El Primer Ministro quedó muy disgustado, y los funcionarios de la Casa Correccional se alarmaron bastante.

Durante el interrogatorio que se produjo a continuación, los guardias apostados fuera de la sala de asambleas declararon sin vacilar y sin contradecirse que el secretario había salido de ella a las diez y media de la mañana, y que iba acompañado por los prisioneros. No, no había dejado ninguna clase de instrucciones. No sabían hacia dónde se había dirigido y, naturalmente, los guardias carecían de autoridad para preguntárselo.

Otro grupo de guardias interrogado se mostró igualmente ignorante y desprovisto de informaciones que dar. La atmósfera de ansiedad general se fue intensificando y se extendió poco a poco.

A las dos de la tarde llegó el primer informe en el que se decía que el vehículo del secretario había sido visto. Nadie se había fijado en si el secretario viajaba en él. Aunque algunos habían creído ver que lo conducía, pero según se supo más tarde estaban equivocados.

A las dos y media quedó confirmado que el vehículo de superficie del secretario había entrado en el Fuerte Dibburn.

Poco antes de las tres se tomó la decisión de establecer contacto con el comandante de la guarnición. La llamada fue atendida por un teniente de las Fuerzas del Imperio.

Se enteraron de que en aquellos momentos era totalmente imposible proporcionar ninguna información sobre el asunto, pero los oficiales de Su Majestad Imperial solicitaron que se mantuviera el orden. También se pidió que no se difundiera la noticia de la desaparición de un miembro de la Sociedad de Ancianos hasta que no hubiera una confirmación oficial de lo ocurrido.

Los hombres implicados en una traición no pueden correr riesgos cuando uno de los cabecillas de la conspiración cae en manos del enemigo sólo cuarenta y ocho horas antes de la hora final. Eso sólo puede significar que han sido descubiertos o que han sido traicionados, y en esas circunstancias el ser descubiertos o el ser traicionados no son más que dos caras de una misma moneda. Cualquiera de las dos puede significar la muerte.

Y, en consecuencia, se hizo circular la noticia.

Y la población de Chica se fue poniendo nerviosa…

Y los agitadores profesionales aparecieron en las esquinas. Las puertas de los arsenales secretos se abrieron, y las manos de quienes entraron en ellos salieron empuñando armas. Una inmensa serpiente formada por manifestantes avanzó moviéndose sinuosamente hacia el fuerte imperial, y a las seis de la tarde el comandante recibió otro mensaje, esta vez transmitido de manera personal.


Mientras tanto y paralelamente a toda esa actividad, en el fuerte imperial se desarrollaban otros acontecimientos. Todo empezó de forma bastante espectacular cuando el joven oficial que recibió al vehículo de superficie estiró la mano para coger el desintegrador del secretario.

—Yo me haré cargo del arma —dijo secamente.

—Entréguesela, Schwartz —dijo Shekt.

La mano del secretario levantó el arma y la ofreció al oficial. El desintegrador fue separado de sus dedos, y Schwartz relajó por fin el control mental dejando escapar un sollozo de alivio.

Arvardan ya estaba preparado. Cuando el secretario saltó con la brusquedad de un resorte de acero que es liberado de la compresión a la que ha estado sometido durante mucho tiempo el arqueólogo se abalanzó sobre él y empezó a usar los puños sin contemplaciones.

El oficial ladró una retahíla de órdenes. Los soldados se acercaron a la carrera. Cuando las manos agarraron a Arvardan por el cuello de la camisa y tiraron de él sin miramientos, el secretario ya había perdido el conocimiento y yacía sobre el asiento. Un hilillo de sangre oscura brotaba de una comisura de sus labios. La herida de la mejilla de Arvardan se había vuelto a abrir, y también sangraba.

Arvardan se alisó los cabellos con manos temblorosas.

—Acuso a este hombre de conspiración para derrocar al gobierno imperial —dijo en el tono más severo de que fue capaz señalando al secretario con un dedo—. He de entrevistarme inmediatamente con el comandante en jefe.

—Antes tendremos que hacer algunas averiguaciones al respecto, señor —respondió amablemente el joven oficial—. Ahora si no tiene inconveniente tendrá que seguirme…, junto con sus acompañantes.

Y allí descansaron durante horas. Fueron alojados en cuartos que se encontraban razonablemente limpios, y pudieron estar a solas. Por primera vez en doce horas tuvieron oportunidad de comer, lo que hicieron rápida y abundantemente a pesar de sus preocupaciones; e incluso pudieron satisfacer otra necesidad de la vida civilizada dándose un baño.

Pero estaban vigilados, y Arvardan se fue impacientando a medida que transcurrían las horas.

—¡Lo único que hemos conseguido es cambiar de cárcel! —acabó gritando.

La monótona e incomprensible rutina del cuartel imperial seguía desarrollándose a su alrededor sin hacer ningún caso de su presencia. Schwartz estaba durmiendo, y Arvardan le miró. Shekt meneó la cabeza.

—Es humanamente imposible —dijo—. Está agotado… Deje que duerma.

—¡Pero apenas quedan treinta y nueve horas!

—Ya lo sé…, pero espere un poco.

—¿Quién de ustedes afirma ser ciudadano del Imperio? —preguntó de repente una voz fría y ligeramente sarcástica.

—Yo. Soy… —exclamó Arvardan, apresurándose a levantarse.

Pero enmudeció en cuanto reconoció a su interlocutor. Los labios del oficial se curvaron en una sonrisa cruel. Su brazo izquierdo aún estaba un poco rígido como consecuencia de su encuentro anterior con el arqueólogo.

—Bel, es el oficial… —susurró Pola detrás de él—. El de los grandes almacenes…

—Aquel al que le rompió el brazo —dijo el teniente en tono cortante—. Soy el teniente Claudy, y no cabe duda de que usted es el mismo hombre. Así que es hijo de los mundos de Sirio, ¿eh? ¿Y se atreve a codearse con estos…? ¡Bendita sea la Galaxia, en qué abismos puede llegar a caer un hombre! Y veo que sigue acompañado por la muchacha…, ¡la terraqueja! —añadió con deliberada lentitud.

Arvardan estuvo a punto de perder los estribos, pero logró controlarse. Aún no podía…

—¿Puedo ver al coronel, teniente? —preguntó con forzada humildad.

—Me temo que el coronel no está de servicio en estos momentos.

—¿Eso significa que no está en la ciudad?

—No he dicho eso. Puedo dar con él…, siempre que se trate de algo lo suficientemente urgente.

—Lo es. ¿Puedo ver al oficial de guardia?

—Por el momento yo soy el oficial de guardia.

—Entonces llame al coronel.

El teniente meneó la cabeza con mucha lentitud.

—No puedo hacerlo mientras no esté convencido de que la situación es realmente grave.

—¡Deje de provocarme, maldita sea! —estalló Arvardan temblando de impaciencia—. Le aseguro que se trata de una cuestión de vida o muerte.

—¿De veras? —comentó el teniente, y sonrió mientras blandía su fusta con estudiada elegancia—. Bien, siempre puede solicitar una audiencia.

—Muy bien. ¿Y…? Estoy esperando.

—He dicho que puede solicitarla.

—¿Me concede una audiencia, teniente?

Pero el oficial ya no sonreía.

—Hágalo delante de la muchacha…, con mucha humildad.

Arvardan tragó saliva y retrocedió. Pola puso una mano sobre su brazo.

—Por favor, Bel… No hagas que se enfade.

—Bel Arvardan de Sirio solicita humildemente ser recibido por el oficial de guardia —gruñó el arqueólogo con voz enronquecida.

—Bien, eso depende de si…

Dio un paso hacia Arvardan y descargó rápida y brutalmente la palma de su mano derecha sobre la venda que cubría la mejilla herida del arqueólogo.

El arqueólogo ahogó un grito.

—Eso le molestó muchísimo en una ocasión —dijo el teniente—. ¿No lo ha encontrado molesto ahora?

Arvardan guardó silencio.

—Le concedo la audiencia que ha solicitado.

Cuatro soldados rodearon a Arvardan. El teniente Claudy encabezó la marcha.


Shekt y Pola estaban a solas con Schwartz, quien seguía durmiendo.

—Ya no oigo nada. ¿Y tú? —preguntó Shekt.

—Yo tampoco, y ya hace bastante rato —contestó Pola meneando la cabeza—. ¿Crees que le hará algo a Bel, papá?

—¿Cómo podría hacerlo? —preguntó el anciano en voz baja y suave—. Olvidas que en realidad Arvardan no es uno de los nuestros, hija. Es un ciudadano del Imperio, y no se le puede maltratar impunemente. Estás enamorada de él, ¿verdad?

—¡Sí, papá! Ya sé que es absurdo, pero…

—Por supuesto que lo es —asintió Shekt, y sonrió con amargura—. Arvardan está sinceramente dispuesto a ayudarnos, eso no lo niego… ¿Pero qué puede hacer? ¿Acaso puede vivir con nosotros en este planeta? ¿Puede llevarte al suyo? ¿Crees que podría presentar una terrestre a sus amistades…, a su familia?

—Ya lo sé —murmuró Pola sollozando—. Pero quizá después no haya nada…

Shekt se puso en pie como si las últimas palabras de su hija le hubiesen recordado repentinamente la situación en la que se encontraban.

—No le oigo —dijo.

Se refería al secretario. Balkis había sido alojado en un cuarto contiguo, y habían podido oír con siniestra claridad sus continuos paseos de fiera enjaulada; pero ya hacía un buen rato que había dejado de moverse.

Era un detalle insignificante, pero la mente y el cuerpo del secretario simbolizaban y concentraban todas las fuerzas terribles de la pestilencia y la destrucción que no tardarían en ser liberadas sobre la gigantesca red viva de las estrellas. Shekt sacudió suavemente a Schwartz.

—¿Qué ocurre? —preguntó Schwartz desperezándose.

No tenía la sensación de haber descansado. Estaba tan agotado que parecía como si todo su cuerpo hubiera quedado impregnado por el cansancio.

—¿Dónde está Balkis? —preguntó Shekt con voz apremiante.

—Oh… Oh, sí…

Schwartz miró nerviosamente a su alrededor hasta que recordó que no era con los ojos como veía con más claridad. Proyectó las antenas de su mente, y éstas describieron un lento círculo buscando tensamente el contacto mental que tan bien conocían.

Acabaron localizándolo, y Schwartz evitó cuidadosamente establecer ninguna clase de conexión. Su prolongada relación con la mente de Balkis no había aumentado su simpatía por la maldad enfermiza que encerraba.

—Está en otro piso —murmuró—. Está hablando con alguien…

—¿Con quién?

—No es nadie cuya mente haya captado antes. Espere…, déjeme escuchar. Quizá el secretario… Sí, le ha llamado coronel.

Shekt y Pola intercambiaron una rápida mirada.

—No puede tratarse de una traición, ¿verdad? —susurró Pola—. Quiero decir que… Bueno, un oficial del Imperio nunca conspiraría con un terrestre contra el Emperador, ¿no es cierto?

—No lo sé —contestó Shekt con amargura—. Después de lo que ha ocurrido estoy dispuesto a creer cualquier cosa.


El teniente Claudy estaba sonriendo. Se encontraba detrás del escritorio con el desintegrador junto a las yemas de sus dedos y cuatro soldados a sus espaldas.

—No me gustan los terraquejos —dijo con el tono de autoridad que le daba su situación—. Nunca me han gustado…, son la escoria de la Galaxia. Son supersticiosos, vagos, degenerados y estúpidos, y están llenos de enfermedades. ¡Pero al menos la mayoría de ellos saben quedarse en su sitio! Han nacido así, y no pueden evitar ser como son. Naturalmente, si estuviera en el lugar del Emperador yo no sería tan tolerante con ellos, y me estoy refiriendo a sus malditas costumbres y tradiciones; pero supongo que en el fondo eso no importa demasiado. Algún día aprenderemos…

—Oiga, no he venido aquí para escuchar… —exclamó Arvardan.

—Pues tendrá que escuchar, porque aún no he acabado —le interrumpió el teniente—. Iba a decir que lo que no puedo ni podré entender jamás es la mentalidad de alguien que simpatiza con los terrestres. Cuando un hombre, y me refiero a un auténtico ser humano, es capaz de revolcarse en la inmundicia hasta el punto de arrastrarse entre ellos y olisquear a sus hembras como un perro en celo…, bueno, entonces pierdo todo respeto por ese hombre. Es peor que ellos…

—¡Pues entonces que se pudran usted y la miserable imitación de cerebro que tiene dentro de la cabeza! —rugió Arvardan—. ¿Sabe que se está tramando una traición contra el Imperio? ¿Sabe lo peligrosa que es esta situación? Cada minuto que me obliga a perder hace aumentar la amenaza que pesa sobre las vidas de todos los habitantes de la Galaxia…

—Oh, no sé si creerle, doctor Arvardan… Usted es doctor, ¿verdad? No debo olvidar sus títulos. Verá, tengo una teoría propia… Usted es uno de ellos, ¿sabe? Puede que haya nacido en Sirio, pero tiene el negro corazón de un terrestre, y utiliza su ciudadanía galáctica para defender la causa de los terrestres. Ha secuestrado a uno de sus funcionarios…, a ese Anciano. Bueno, en sí eso no tiene nada de malo porque a mí también me encantaría retorcerle el pescuezo, pero los terrestres ya han empezado su búsqueda. Enviaron un mensaje a la fortaleza, ¿sabe?

—¿De veras? ¿Ya han…? ¿Entonces por qué estamos perdiendo el tiempo aquí? Tengo que ver al coronel aunque para eso sea preciso que…

—¿Espera que se produzca una sublevación o disturbios de alguna clase? Puede que usted mismo haya planeado todo esto como primer paso de una revuelta organizada, ¿no?

—¿Está loco? ¿Qué motivos podría tener yo para hacer algo semejante?

—Entonces supongo que no se opondrá a que dejemos en libertad al Anciano, ¿verdad?

—¡No pueden hacer eso! —rugió Arvardan.

Se puso en pie y por un momento pareció que iba a saltar por encima del escritorio para lanzarse sobre el teniente Claudy.

Pero la mano del teniente ya había empuñado el desintegrador.

—Conque no podemos, ¿eh? Ahora escúcheme con atención: ya me he sacado un peso de encima. Le abofeteé y le humillé delante de sus amigos terrestres. Hice que me escuchara mientras le explicaba que para mí usted no es más que un gusano repugnante…, y ahora me encantaría que me proporcionara un pretexto para volarle un brazo a cambio de lo que usted hizo con el mío en esos grandes almacenes. Ande, vuelva a moverse…

Arvardan permaneció inmóvil.

—Lamento que el coronel quiera verle entero —dijo el teniente Claudy. Soltó una risita y guardó el arma—. Le recibirá a las cinco y cuarto.

—Y usted lo sabía…, lo ha sabido durante todo este tiempo…

Arvardan sintió el acre sabor de la frustración en la garganta.

—Por supuesto.

—Teniente Claudy, si las horas que me ha hecho perder acaban causando el desastre…, bueno, entonces a ninguno de los dos le quedará mucho tiempo de vida —dijo Arvardan en un tono de voz tan gélido e implacable que producía escalofríos—. Pero usted morirá antes que yo, porque le juro que dedicaré mis últimos minutos de vida a convertir su cara en un montón informe de huesos rotos y sesos pisoteados.

—Le estaré esperando, amigo de los terrestres… ¡Cuando quiera!


El comandante en jefe del Fuerte Dibburn se había curtido al servicio del Imperio. El ambiente de paz de las últimas generaciones hacía imposible que un oficial pudiese acumular un historial excesivamente glorioso, y al igual que sus colegas el coronel no había tenido ocasiones de distinguirse; pero durante su larga y penosa carrera iniciada como cadete había prestado servicios en todas las zonas de la Galaxia, por lo que para él incluso una misión en un planeta tan conflictivo como la Tierra no era más que una tarea adicional. Lo único que deseaba era conservar la apacible rutina de la vida normal. No pedía nada más que eso, y en aras de ello y si era necesario estaba dispuesto a humillarse hasta el extremo de pedir disculpas a una terrestre.

Cuando entró en su despacho Arvardan vio que el coronel parecía estar muy cansado. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado, y su chaqueta adornada con la resplandeciente insignia amarilla de la Nave y el Sol del Imperio colgaba descuidadamente del respaldo de su silla. El coronel hizo crujir distraídamente los nudillos de su mano derecha y observó a Arvardan. Estaba muy serio.

—Todo esto es muy confuso —murmuró—. Sí, es muy confuso… Me acuerdo de usted, joven. Usted es Bel Arvardan, de Baronn, el protagonista de un invidente muy desagradable de no hace mucho tiempo… ¿Es que no puede vivir sin meterse continuamente en líos?

—No soy el único que está metido en un lío, coronel. El resto de la Galaxia también lo está.

—Sí, ya lo sé —contestó el coronel impacientemente—. O al menos sé que eso es lo que usted afirma… Me han dicho que no tiene documentos.

—Me los quitaron, pero soy conocido en el Everest. El mismo Procurador Ennius puede identificarme, y espero que lo haga antes de que haya anochecido.

—Ya veremos —dijo el coronel. Cruzó los brazos ante él y echó su sillón hacia atrás—. Bien, ¿y ahora qué le parece si me cuenta su versión de la historia?

—Me he enterado de la existencia de una peligrosa conspiración tramada por un pequeño grupo de terrestres que se proponen derrocar al gobierno imperial por la fuerza, y si lo que sé no llega inmediatamente a oídos de las autoridades correspondientes, los conspiradores tendrán éxito y conseguirán destruir no sólo al gobierno imperial, sino también a una gran parte del mismo Imperio.

—Creo que va demasiado lejos al hacer esa afirmación tan audaz y apresurada, joven. Estoy dispuesto a aceptar que los terrestres son muy capaces de sublevaciones altamente molestas, de sitiar este fuerte imperial y de causar destrozos considerables…, pero no creo ni por un momento que estén en condiciones de expulsar a las tuerzas imperiales de este planeta, y menos aún de destruir el gobierno imperial. Aun así, estoy dispuesto a escucharle mientras me expone los detalles de esta…, de esta supuesta conspiración suya.

—Coronel, por desgracia la gravedad de la amenaza es tan grande que creo imprescindible que el Procurador en persona se entere de los detalles; por lo que solicito que me ponga en comunicación con él ahora mismo si no tiene inconveniente en ello.

—No nos apresuremos demasiado. Supongo que sabe que el hombre al que trajo prisionero con usted es el secretario del Primer Ministro, que es miembro de la Sociedad de Ancianos y alguien muy importante entre los terrestres, ¿no?

—¡Pues claro que lo sé!

—¿Y usted insiste en que es uno de los principales cabecillas de la conspiración de la que me habla?

—Lo es…

—¿Qué pruebas tiene de ello?

—Coronel, estoy seguro de que me comprenderá si le digo que no puedo hablar de este asunto con nadie que no sea el Procurador Ennius.

—¿Acaso pone en duda mi competencia para ocuparme de este asunto? —preguntó el coronel frunciendo el ceño mientras se estudiaba las uñas.

—En absoluto, coronel. Se trata sencillamente de que el Procurador Ennius es el único que tiene la autoridad necesaria para tomar las medidas drásticas que requiere la gravedad del asunto.

—¿A qué clase de medidas drásticas se refiere?

—Cierto edificio de la Tierra debe ser bombardeado y destruido por completo en algún momento dentro de las próximas treinta horas, o de lo contrario la mayoría de los habitantes del Imperio o quizá todos ellos morirán irremisiblemente.

—¿De qué edificio se trata? —preguntó el coronel con voz de apacible.

—Le ruego que me permita hablar con el Procurador Ennius —replicó Arvardan.

Hubo un silencio cargado de tensión.

—¿Es consciente de que ha secuestrado por la fuerza a un terrestre y de que puede ser juzgado y castigado por las autoridades de la Tierra? —preguntó secamente el coronel—. Lo habitual es que el gobierno imperial proteja a sus ciudadanos por una cuestión de principios, y casi siempre se insiste en que el proceso se lleve a cabo según las leyes galácticas; pero la situación actual en la Tierra es bastante delicada, y he recibido instrucciones terminantes de evitar cualquier posible motivo de fricción. Por lo tanto y si no contesta con claridad a mis preguntas, usted y sus compañeros serán entregados a la policía terrestre… No tendré más remedio que hacerlo, ¿comprende?

—¡Pero eso equivaldría a una condena a muerte…, incluso para usted! Coronel, soy ciudadano del Imperio y solicito una audiencia con el Procu…

Arvardan fue interrumpido por el zumbido del intercomunicador que había encima del escritorio. El coronel se volvió hacia él y pulsó un botón.

—¿Sí?

—Señor, una turba de nativos ha rodeado el fuerte —dijo una voz firme y clara—. Se cree que están armados.

—¿Ha habido actos de violencia?

—No, señor.

El rostro del coronel no reflejó ninguna emoción. Había sido educado precisamente para aquel tipo de situaciones.

—Preparen la artillería y las aeronaves, y que todos los hombres acudan a sus puestos de combate. No hagan fuego salvo en defensa propia. ¿Me ha entendido?

—Sí, señor. Un terrestre con bandera de parlamentario solicita ser recibido.

—Que entre en el fuerte…, ah, y envíeme también al secretario del Primer Ministro. —El coronel se volvió hacia el arqueólogo y le contempló sin inmutarse—. Espero que comprenda la gravedad del conflicto que ha provocado.

—¡Solicito estar presente durante la entrevista! —gritó Arvardan, al que la furia casi hacía desvariar—. También le exijo que me explique por qué permitió que estuviera encerrado durante horas mientras usted conversaba con un traidor nativo, y le informo de que no ignoro que se entrevistó con él antes de recibirme.

—¿Me está acusando de algo, señor? —preguntó el coronel, levantando la voz tanto como lo había hecho Arvardan—. En ese caso, le ruego que sea claro.

—No le acuso de nada, pero le recuerdo que a partir de este momento usted será el único responsable de sus actos y que en el futuro, si es que hay algún futuro, quizá sea recordado como el hombre cuya testarudez destruyó a todo su pueblo.

—¡Cállese, doctor Arvardan! Una cosa está clara, y es que no soy responsable ante usted. A partir de ahora manejaremos este asunto a mi manera. ¿Me ha entendido?

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