El doctor Shekt estaba hojeando por vigésima vez su último volumen de anotaciones cuando Pola entró en su despacho. Shekt alzó la mirada, y vio que Pola fruncía el ceño mientras se ponía la bata blanca.
—¿Aún no has comido, papá?
—¿Eh? Pues claro que sí… Oh, ¿qué es esto?
—Esto es el almuerzo o al menos lo era. Lo que comiste debe de haber sido el desayuno. No sé de qué sirve que compre comida y la traiga aquí si no te la comes. Acabaré teniendo que obligarte a ir a comer a casa.
—Vamos, Pola no te enfades… Te aseguro que me lo comeré. ¡No puedo interrumpir un experimento vital cada vez que a ti te parece que debo alimentarme! —protestó Shekt. Pero cuando llegó al postre ya volvía a estar de buen humor.
—No puedes ni imaginarte qué clase de hombre es Schwartz… —dijo—. ¿Te he hablado alguna vez de sus suturas craneanas?
—Me dijiste que tienen un aspecto muy primitivo.
—Pero eso no es todo, Pola… Tiene treinta y dos dientes, ¿sabes? Tres muelas arriba y tres abajo a cada lado, contando una muela artificial que debe de ser de fabricación casera a juzgar por su aspecto. Puedo asegurarte que nunca había visto un puente dental que estuviera sujeto mediante ganchos de metal a los dientes de al lado, en lugar de estar adherido a la mandíbula… ¿Pero has visto alguna vez a una persona con treinta y dos dientes?
—No me dedico a ir por ahí contando los dientes de la gente, papá. ¿Cuál es el número correcto? ¿Veintiocho?
—Tan cierto como que el espacio es grande, hija, pero aún no he terminado. Ayer le hicimos un examen interno. ¿Qué crees que encontramos? ¡Venga, adivínalo!
—¿Intestinos?
—Pola, me estás tomando el pelo deliberadamente, pero me da igual. No hace falta que intentes adivinarlo, yo te lo diré… Schwartz tiene un apéndice vermicular de siete centímetros de longitud, ¡y está abierto! ¡Es algo que no tiene precedentes! Hice algunas averiguaciones en la facultad de medicina…, con mucha discreción, naturalmente…, y me enteré de que los apéndices jamás superan el centímetro y de que nunca están abiertos.
—¿Y qué significa todo eso?
—Pues que estamos ante un caso de regresión…, que Schwartz es un fósil viviente, dicho en otras palabras. —Shekt se había levantado de la silla y había empezado a ir y venir rápidamente por la habitación—. Voy a decirte una cosa, Pola: creo que no debemos devolver a Schwartz. Es un ejemplar demasiado valioso.
—No. No, papá —se apresuró a decir Pola—. No puedes retenerle. Prometiste al granjero que le devolverías a Schwartz al cabo de una semana, y debes hacerlo por el bien del mismo Schwartz. No es feliz aquí.
—¡Que no es feliz aquí! ¡Pero si le estamos tratando mejor que si fuese un millonario espacial!
—¿Y qué importa eso? El pobre hombre está acostumbrado a su granja y a la compañía de su familia. Pasó allí toda su vida, ¿entiendes? Ahora acaba de sufrir una experiencia espantosa y quizá también bastante dolorosa, y su mente ha empezado a funcionar de otra manera. No puedes pretender que lo comprenda, papá. Debemos tener en cuenta sus derechos como ser humano y permitir que vuelva con su familia.
—Pero Pola… La causa de la ciencia…
—¡Oh, paparruchas! ¿Qué me importa a mí la causa de la ciencia? ¿Qué crees que opinará la Hermandad cuando se entere de que has estado haciendo experimentos sin su autorización? ;Crees que a ellos les interesa lo más mínimo la causa de la ciencia? Si no quieres pensar en Schwartz, piensa al menos en ti mismo. Cuanto más tiempo esté retenido aquí, más aumentan las probabilidades de que te descubran. Envía a Schwartz a su casa mañana por la noche tal y como pensabas hacer en un principio. ¿Me has oído, papá? Ahora bajaré para ver si Schwartz necesita algo antes de almorzar.
Pero Pola regresó antes de que hubieran transcurrido cinco minutos. Tenía el semblante cubierto de sudor y tan blanco como la tiza.
—¡Papá, se ha ido!
—¿Quién se ha ido? —preguntó Shekt dando un respingo.
—¡Schwartz! —gritó Pola al borde de las lágrimas—. Oh papá… Se te debió de olvidar cerrar la puerta con llave cuando saliste de su habitación.
—¿Cuánto hace que se ha ido? —preguntó Shekt.
Se puso en pie y tuvo que apoyar una mano sobre la mesa para no tambalearse.
—No lo sé, pero no puede haber pasado mucho tiempo… ¿Cuándo estuviste allí por última vez?
—No hace ni un cuarto de hora… Cuando entraste llevaba como mucho un par de minutos aquí.
—Bien —exclamó Pola con súbita decisión—. Quizá esté vagando por los alrededores, así que iré a echar un vistazo. Tú te quedarás aquí. Si alguien le detiene no deben relacionarle contigo. ¿Me has entendido?
Shekt estaba tan aturdido que sólo consiguió asentir en silencio.
Cambiar el encierro de su habitación en el hospital por los grandes espacios de la ciudad no había hecho que Joseph Schwartz se sintiera más animado. No se había engañado a sí mismo diciéndose que contaba con un plan de acción, pues Schwartz sabía muy bien que se estaba limitando a improvisar a cada momento.
Si había algún impulso irracional que guiara sus pasos (y que se diferenciase del simple deseo ciego de cambiar la inactividad por una actividad de cualquier tipo), éste era la esperanza de que el tropiezo casual con alguna faceta de la existencia pudiera devolverle la memoria perdida. Schwartz había llegado a estar totalmente convencido de que padecía amnesia.
Pero el primer vistazo a la ciudad resultó bastante descorazonador. La tarde ya estaba avanzada, y Chica tenía un aspecto blanco lechoso bajo la luz del sol. Los edificios parecían construidos de porcelana, como aquella casita en el campo que había encontrado antes.
Un instinto profundamente arraigado en su interior le decía que las ciudades debían ser marrones y rojas, y que debían estar mucho más sucias. Schwartz estaba seguro de ello.
Empezó a caminar sin apresurarse. Algo le hacía sospechar que no sería objeto de una búsqueda organizada. Lo sabía sin comprender cómo había llegado a saberlo, y lo cierto era que durante los últimos días Schwartz se había ido volviendo cada vez más sensible a la «atmósfera», a la «sensación» de las cosas que le rodeaban. Eso formaba parte del enigma en que se había convertido su mente desde que…, desde que…
El pensamiento se disipó antes de que hubiera podido llegar a formarse.
Y estaba claro que en el hospital reinaba una atmósfera de clandestinidad que le había parecido estaba impregnada de temor, así que no armarían ningún escándalo para perseguirle. Schwartz lo sabía, sí, ¿pero por qué tenía que saberlo? ¿Sería posible que aquella extraña y nueva actividad de su mente tuviera alguna relación con lo que ocurría en los casos de amnesia?
Cruzó otra calle. Los vehículos con ruedas eran relativamente escasos. Los peatones eran…, bueno, eran peatones. Sus prendas resultaban un poco cómicas: no tenían costuras ni botones y tendían a lo multicolor. Pero a las suyas les ocurría lo mismo, claro. Schwartz se preguntó dónde estaría la ropa que llevaba puesta antes, y enseguida se preguntó si alguna vez habría llegado a tener ropas como las que recordaba. Cuando empiezas a dudar de tu memoria resulta muy difícil sentirse seguro de algo.
Pero Schwartz se acordaba con gran claridad de su esposa y de sus hijos. No podían ser creaciones de su imaginación. Se quedó inmóvil al borde de la acera e intentó recuperar la calma que había perdido tan de repente. Quizá su esposa y sus hijos no eran más que versiones deformadas de personas reales a las que debía encontrar en aquella vida de apariencia tan absurda.
La gente tropezaba con él al ir y venir por la calle, y algunas personas murmuraban frases hostiles. Schwartz reanudó la marcha, y de repente se le ocurrió que tenía apetito o que lo tendría muy pronto, y que carecía de dinero.
Miró a su alrededor. No había nada parecido a un restaurante a la vista. Bueno, ¿y cómo lo sabía? No era capaz de leer los carteles, ¿verdad?
Empezó a estudiar el interior de todos los establecimientos ante los que pasaba, y acabó encontrando uno que consistía en un salón con mesitas aisladas. En una de ellas había sentados dos hombres, y en otra había un hombre solo; y los tres estaban comiendo.
Por lo menos aquello no había cambiado. Cuando comían los seres humanos aún masticaban y tragaban.
Entró y se quedó inmóvil unos momentos contemplando el local con expresión sorprendida. No había barra, nadie cocinaba y no se veían rastros de que hubiese una cocina. Schwartz había pensado en ofrecerse a lavar los platos sucios a cambio de que le dieran de comer, ¿pero a quién podía dirigirse para ofrecer sus servicios como lavaplatos?
Se acercó recelosamente a los dos comensales.
—¡Comida! —articuló con dificultad mientras señalaba con el dedo—. ¿Dónde? Por favor…
Los dos hombres le miraron con cierta perplejidad. Uno de ellos habló muy deprisa diciendo algo incomprensible, y golpeó con la .palma de la mano una estructura de pequeñas dimensiones instalada en el extremo de la mesa que se unía a la pared. El otro le imitó con más impaciencia.
Schwartz bajó la mirada. Se dio la vuelta disponiéndose a marcharse, y de repente sintió una mano sobre su manga…
Granz se había fijado en Schwartz cuándo éste sólo era un rostro regordete y preocupado pegado al escaparate que espiaba el interior.
—¿Qué querrá ese tipo? —había preguntado.
Messter, que estaba sentado al otro lado de la mesita dando la espalda a la calle, giró la cabeza, le miró, se encogió de hombros y no dijo nada.
—Está entrando —comentó Granz.
—¿Y qué? —replicó Messter.
—Nada. Era hablar por hablar…
Pero un momento después el recién llegado se acercó a ellos después de haber contemplado con expresión aturdida cuanto les rodeaba, y señaló el guiso de carne.
—¡Comida! ¿Dónde? Por favor… —dijo con acento extraño.
—La comida está aquí, compañero —replicó Granz levantando la vista—. Acerque una silla a la mesa que prefiera y utilice el afimentómata…, ¡el alimentómata! ¿No sabe lo que es? Fíjate en ese pobre idiota, Messter. Me mira como si no entendiera ni una sola palabra de lo que le estoy diciendo… Eh, compañero… Sí, esta cosa de aquí. Mire, eche una moneda dentro y déjeme comer en paz, ¿de acuerdo?
—No le hagas caso —gruñó Messter—. No es más que un mendigo que pide limosna.
—¡Eh, espere! —exclamó Granz, y cogió a Schwartz por la manga cuando éste se volvía para irse—. Dejemos que coma —le dijo a Messter en voz baja—. Probablemente no le falta mucho para llegar a los sesenta, así que lo menos que puedo hacer es echarle una mano—. Eh, amigo, ¿tiene dinero? Gran Galaxia, parece que sigue sin entenderme… ¡Dinero, amigo, dinero! Esto… —Sacó de su bolsillo una reluciente moneda de medio crédito y la hizo girar entre sus dedos para que reflejase la luz—. ¿Tiene algo? —insistió.
Schwartz meneó lentamente la cabeza.
—¡Bueno, pues entonces le invito! —dijo Granz.
Volvió a guardar el medio crédito en su bolsillo y le ofreció una moneda bastante más pequeña.
Schwartz la cogió después de un leve titubeo.
—Muy bien… Y ahora no se quede ahí parado. Métala en el alimentómata…, en este aparato de aquí.
Y de repente Schwartz lo comprendió todo. El alimentómata tenía un serie de ranuras para las monedas de distintos tamaños, y otra serie de protuberancias circulares colocadas frente a rectangulitos blancos cuyas inscripciones no podía leer. Schwartz señaló la comida que había encima de la mesa, y deslizó el índice sobre la hilera de protuberancias mientras arqueaba las cejas y ponía cara de interrogación.
—No se conforma con un bocadillo, ¿eh? —comentó Messter, cada vez más asombrado—. Parece que los mendigos de esta ciudad se han vuelto muy aristocráticos últimamente… No se gana nada ayudándoles, Granz.
—Bah, sólo me costará ochenta y cinco céntimos de crédito, y de todas formas mañana es día de paga… Adelante, sírvase —añadió dirigiéndose a Schwartz. Metió las monedas en el alimentómata y sacó un recipiente metálico de un pequeño nicho que se abrió en la pared—. Ahora lléveselo a otra mesa… No, guárdese el cambio. Le servirá para tomar una taza de té.
Schwartz se apresuró a llevar el recipiente a una mesa cercana. En un lado del recipiente había una cuchara adherida mediante una cinta transparente que se rompió bajo la presión de su uña; y simultáneamente la tapa del recipiente se abrió en una juntura casi invisible y se dobló sobre sí misma.
A diferencia de lo que estaban comiendo los dos hombres, su guiso estaba frío, pero era un detalle sin importancia. Un minuto más tarde Schwartz notó que la comida se iba calentando poco a poco, y que el recipiente estaba perceptiblemente más caliente al tacto. Se alarmó un poco, dejó de comer y esperó.
El guiso despidió unas nubecillas de vapor y después burbujeó durante un rato. Schwartz esperó a que se hubiese enfriado un poco y acabó de comer.
Granz y Messter seguían allí cuando se marchó, igual que el tercer hombre al que Schwartz no había prestado ni la más mínima atención durante todo el tiempo que estuvo dentro del local.
Y después de haber salido del Instituto tampoco se había fijado en el hombrecillo delgado que, sin dar en ningún momento la impresión de que le seguía, había conseguido no perder de vista a Schwartz hasta entonces.
Después de darse una ducha y cambiarse de ropa, Bel Arvardan satisfizo su intención original de observar la subespecie terrestre del animal humano en su medio ambiente nativo. El clima era agradable, la brisa suave y refrescante y la aldea —perdón, la ciudad— misma ofrecía un aspecto resplandeciente, limpio y apacible.
No estaba nada mal.
«Chica, primera etapa —pensó Arvardan—. La mayor concentración de terrestres que existe en todo el planeta. Después Washenn, capital de la Tierra… ¡Y luego Senloo, Senfran, Bonair!» Había trazado un itinerario por todos los continentes occidentales (donde vivía la mayor parte de la escasa y altamente dispersa población de la Tierra), y si pasaba dos o tres días en cada ciudad se encontraría de regreso en Chica a tiempo para estar presente cuando llegara la nave en que emprendería su expedición.
Sería un viaje muy instructivo.
Entró en un local de alimentómatas cuando empezaba a declinar la tarde, y mientras comía observó el pequeño drama que se desarrolló entre los dos terrestres que habían entrado poco después que él y el hombre regordete de mediana edad que apareció más tarde; pero su contemplación fue indiferente y casual, y Arvardan se limitó a archivarla en su mente como un detalle pintoresco que compensaba la desagradable experiencia que había tenido en el estratosférico. Resultaba obvio que los dos hombres se ganaban la vida conduciendo aerotaxis y que no eran ricos, pero sin embargo se mostraron caritativos.
El mendigo abandonó el local, y Arvardan hizo lo mismo dos minutos después.
La jornada laboral tocaba a su fin, y las calles estaban visiblemente más transitadas.
Arvardan se apresuró a hacerse a un lado para no chocar con una muchacha.
—Disculpe —dijo.
La muchacha vestía una prenda blanca que tenía las líneas estereotipadas típicas de un uniforme, y parecía no haberse dado cuenta de que habían estado a punto de chocar. La expresión de ansiedad de su rostro, la forma en que giraba la cabeza hacia uno y otro lado y su aire de preocupación general hacían que la situación resultara obvia.
Arvardan rozó su hombro con un dedo.
—¿Puedo serle de utilidad en algo, señorita?
La muchacha le lanzó una mirada asombrada. Arvardan calculó su edad entre los diecinueve y los veintiún años, y observó con atención su cabellera castaña y sus ojos oscuros, sus pómulos altos y su mentón pequeño, la cintura fina y la esbeltez general del cuerpo. De repente descubrió que el saber que aquella personita del sexo femenino era terrestre daba una especie de picardía perversa a su atractivo.
Pero la muchacha seguía observándole con expresión desconcertada, y cuando habló lo hizo en un tono de voz tembloroso y entrecortado que parecía indicar que estaba a punto de perder el control de sus nervios.
—Oh, es inútil —dijo—. No se preocupe por mí… Es ridículo pensar que se puede encontrar a una persona cuando no se tiene ni la menor idea del sitio al que ha ido. —Estaba agobiada por la desilusión, y tenía los ojos húmedos. La muchacha se irguió e hizo una profunda inspiración de aire—. ¿Ha visto a un hombre regordete que mide aproximadamente metro sesenta, viste de verde y blanco, va sin sombrero y es bastante calvo?
—¿Cómo? —exclamó Arvardan mirándola asombrado—. ¿Que viste de verde y blanco? Oh, no creo que ese… Oiga, ¿el hombre al que se refiere tiene…, tiene dificultades para hablar?
—¡Sí, sí! ¡Oh, sí! ¿Entonces ha visto a ese hombre?
—Hace menos de cinco minutos estaba ahí dentro comiendo con dos hombres. Son esos de ahí. Eh, ustedes dos…
Arvardan les hizo señas.
—¿Taxi, señor? —preguntó Granz, que fue el primero en llegar.
—No, pero si le dice a la señorita qué ha sido del hombre que comió con ustedes se ganará el equivalente de un viaje sin necesidad de hacerlo.
Granz pareció desolado.
—Bueno, me gustaría poder ayudarles, pero no le había visto en toda mi vida hasta ahora.
—Oiga, señorita, si se hubiese ido en la dirección de la que ha venido usted yo le habría visto —dijo Arvardan volviéndose hacia la muchacha—. No puede estar muy lejos… ¿Qué le parece si seguimos un rato por esta calle en dirección norte? Reconoceré a ese hombre si le veo.
Su ofrecimiento de ayuda fue un impulso, a pesar de que generalmente Arvardan no era un hombre impulsivo. Miró a la muchacha aguardando su respuesta y sonrió.
—¿Qué ha hecho, señorita? —preguntó Granz de repente—. Supongo que no habrá violado ninguna Costumbre, ¿verdad?
—No, no —se apresuró a responder ella—. Está…, está un poco enfermo, nada más.
—¿Un poco enfermo? —repitió Messter siguiéndoles con la mirada cuando se fueron. Echó su gorra hacia atrás y se pellizcó el mentón con expresión pensativa—. ¿Has oído eso, Granz? Un poco enfermo…
Sus ojos se clavaron en el rostro de su compañero durante unos momentos.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Granz, un poco intranquilo.
—Se me acaba de ocurrir una idea que a lo mejor también acaba poniéndome enfermo… Ese tipo debe de haberse fugado del hospital. La muchacha que le buscaba era enfermera, y parecía estar muy preocupada. ¿Por qué tenía que estar tan preocupada si ese tipo sólo estaba «un poco enfermo»? Apenas podía hablar y no entendía nada. Lo notaste, ¿verdad?
Un brillo de pánico apareció de repente en los inmensos ojos de Granz.
—No estarás pensando que tenía la fiebre, ¿eh?
—Pues claro que pienso que tenía la fiebre de radiación…, y parecía un caso bastante grave. Además recuerda que estuvo a pocos centímetros de nosotros. Nunca conviene…
Un hombrecillo delgado pareció surgir de la nada junto a ellos. Tenía los ojos brillantes y la mirada muy penetrante.
—¿Qué están diciendo, señores? —preguntó con voz estridente—. ¿Quién tiene la fiebre de radiación?
—¿Quién es usted? —preguntaron los dos conductores de aerotaxi lanzándole miradas desconfiadas.
—Vaya, así que quieren saber quién soy, ¿eh? —exclamó el hombrecillo—. Pues da la casualidad de que soy un mensajero de la Hermandad. —Mostró la pequeña insignia reluciente que llevaba debajo de la solapa del abrigo—. Ahora les exijo en nombre de la Sociedad de Ancianos que me expliquen qué significa esta historia sobre la fiebre de radiación.
—Oiga, yo no sé nada —respondió Messter con voz asustada—. Una enfermera andaba buscando a un tipo enfermo, y yo me pregunté si no padecería la fiebre de radiación. Eso no es ninguna violación de las Costumbres, ¿verdad?
—Así que usted me habla de las Costumbres, ¿eh? Será mejor que se ocupe de sus cosas, y deje que yo me ocupe de las Costumbres, ¿entendido?
El hombrecillo se frotó las manos, miró rápidamente a su alrededor y se alejó con paso presuroso en dirección norte.
—¡Allá está! —exclamó Pola, y apretó nerviosamente el codo de su acompañante.
Todo había ocurrido muy deprisa y con la extraña facilidad de las casualidades. El hombre regordete había aparecido de repente cuando más desesperados estaban al no encontrarle. Estaba junto a la entrada principal de unos grandes almacenes de autoservicio, a menos de tres manzanas del local de alimentómatas.
—Ya le veo —susurró Arvardan—. Ahora quédese atrás y deje que yo le siga. Si la ve y se confunde con la muchedumbre nunca conseguiremos volver a dar con él.
Le siguieron disimuladamente en una especie de cacería de pesadilla. La multitud que llenaba el local era una ciénaga que podía absorber a su presa lenta o rápidamente, y ocultarla indefinidamente para vomitarla en el momento más inesperado, levantando barreras inexpugnables que les impedirían llegar hasta él. La muchedumbre casi parecía tener una malévola y consciente mente propia.
Arvardan dio un rodeo a un mostrador moviéndose tan cautelosamente como si Schwartz fuera un pez atrapado en el extremo de su sedal. Estiró la mano y sus dedos se cerraron sobre el hombro de Schwartz.
Schwartz soltó un chorro de palabras ininteligibles, puso cara de susto e intentó librarse a tirones; pero la mano de Arvardan era capaz de retener a hombres mucho más fuertes que él, y el arqueólogo se limitó a sonreír y mantuvo la presión.
—Hola, viejo amigo —dijo en el tono más normal posible en beneficio de posibles espectadores curiosos—. Hacía meses que no te veía… ¿Qué tal te encuentras?
Arvardan pensó que bastaba con fijarse en las frenéticas protestas de su prisionero para darse cuenta de lo evidente del engaño, pero un instante después Pola ya se había reunido con ellos.
—Vuelva con nosotros, Schwartz —susurró.
El cuerpo de Schwartz se envaró en un instante de rebeldía, pero se rindió casi enseguida.
—Ir… con… ustedes —dijo cansadamente.
Pero sus palabras casi fueron ahogadas por el rugido repentino que brotó del sistema de megafonía del local.
—¡Atención, atención, atención! La dirección solicita que todos los clientes salgan ordenadamente por la puerta de la calle Quinta, donde presentarán sus tarjetas de identificación a los guardias apostados en ella. La salida del establecimiento debe llevarse a cabo con la máxima rapidez posible. ¡Atención, atención, atención…!
La orden fue repetida tres veces. La última vez ya se oyó el ruido de pies de una multitud que empezaba a alinearse delante de la salida. Un rumor emitido por muchas lenguas se hizo audible casi al mismo tiempo, y empezó a formular de diversas maneras la pregunta siempre imposible de contestar: «¿Qué ha sucedido? ¿Qué ocurre?».
—Pongámonos en la fila, señorita —dijo Arvardan encogiéndose de hombros—. Tenemos que salir de todos modos, ¿no?
—No podemos. No podemos… —murmuró Pola.
—¿Por qué no? —preguntó el arqueólogo frunciendo el ceño.
La muchacha se limitó a apartarse de él. ¿Cómo podía explicarle que Schwartz no tenía tarjeta de identificación? ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué la había ayudado? Pola se sintió envuelta en un torbellino de sospechas y desesperación.
—Será mejor que se vaya si no quiere verse metido en un lío —dijo con voz enronquecida.
Los ascensores dejaban en libertad su carga humana a medida que se iban vaciando los pisos superiores. Arvardan, Pola y Schwartz formaban un islote de inmovilidad en medio de aquel río humano.
Cuando repasó los acontecimientos más tarde, Arvardan comprendió que podría haber abandonado a la muchacha en aquel momento. ¡Sí, podría haberla abandonado, no haber vuelto a verla nunca! No habría tenido nada que reprocharse, y entonces todo hubiese sido muy distinto y el inmenso Imperio Galáctico habría acabado desintegrándose en el caos y la destrucción.
Pero no la abandonó. El miedo y la desesperación no la embellecían —nunca producen ese efecto—, pero Arvardan se sintió conmovido por su expresión abatida.
Ya se había alejado un paso, pero se volvió hacia ella.
—¿Va a quedarse aquí?
La muchacha asintió con la cabeza.
—¿Pero por qué? —preguntó Arvardan.
—Porque… —Las lágrimas brotaron de sus ojos—. Porque no se me ocurre otra cosa.
Se trataba de una terrestre, sí, pero no era más que una muchacha asustada.
—Si me explica cuál es su problema intentaré ayudarla —dijo Arvardan suavizando la voz.
No obtuvo respuesta.
Los tres formaban un cuadro extraño. Schwartz se había ido encogiendo poco a poco sobre sí mismo hasta quedar en cuclillas. Se encontraba demasiado aturdido para tratar de seguir la conversación, para sentir curiosidad por la repentina evacuación del local o para hacer otra cosa que no fuese ocultar el rostro entre las manos en un último y mudo sollozo interior de pura desesperación. Pola lloraba, y sólo sabía que estaba más asustada de lo que había creído posible que llegara a asustarse jamás una persona. Arvardan, intrigado y a la expectativa, intentaba consolarla inútilmente con palmaditas en el hombro, y sólo atinaba a pensar que era la primera vez que tocaba a una terrestre.
Y entonces el hombrecillo fue hacia ellos.