El barrio de pescadores apesta. Huele a podrido, a orines, a viejo, a excrementos, a quemado. Si alguna vez aquél fue un lugar humano, la guerra le ha arrebatado esa condición. Ahora parece un escondrijo de seres repudiados. Las pocas casas que quedan en pie exhiben las heridas asquerosas de los bombardeos y la miseria. Hay niños escuálidos que juegan en el barro, cubiertos de pústulas. Hombres rondando las esquinas, desocupados, rabiosos. Y mujeres que maldicen, doblándose bajo el peso de los cubos de agua que han ido a buscar a la fuente de la plaza Vieja. En una calleja, las prostitutas exponen los cuerpos enflaquecidos. Se han pintarrajeado las caras. Se han teñido las melenas de amarillo, como pajas tiesas. Han remendado los vestidos que aún se empeñan en ceñirse sobre antiguas curvas ahora inexistentes. Un chulo engominado sacude a una de ellas, que llora intentando abrazarlo. Él le habla al oído, fríamente violento. Sobre su cabeza, la antigua insignia de Los Tres Ases -el famoso prostíbulo recordado con añoranza por los marineros de medio mundo durante las horas interminables de las travesías, cuando en el duermevela se les aparecía la imagen de sus rameras sobonas y alegres como cascabeles- se tambalea, despintado y mugriento. Dos viejos orondos salen del antro. Cuchichean y sonríen. Uno de ellos todavía va abrochándose la bragueta. Al ver a las mujeres de la familia Vega, esconde la cara, por si acaso.
Letrita aprieta los dientes de coraje, de lástima, también un poco de asco. Piensa que menos mal que Publio murió antes de llegar a ver todo esto, será ya eternamente así, se pregunta, eterna la miseria de los miserables, el mundo nunca podrá dejar de ser una porquería, qué dolor tantas vidas para nada. Feda camina cabizbaja, tratando de no consta-tar lo que la rodea, esa repugnante realidad contaria a sus sueños de cosas bonitas. Mercedes mira asombrada a un lado y a otro, no se acordaba de que el barrio del tío Miguel fuese tan feo y tan triste, qué pena todos esos niños desgraciados, y las niñas que la contemplan con envidia, igual que si fuera una princesa con su vestido viejo pero limpio y bien planchado, así como contempla ella a las otras niñas, a las que llevan trajes bordados y cintas y zapatos de charol muy brillantes. Alegría observa, se clava las uñas en la palma de la mano y guarda silencio. Sólo María Luisa, que recuerda sus años en la escuela de la calle de los Gatos antes de irse a vivir a Madrid, descarga la ira que no puede contener. ¡Me cago en todos los hijos de puta de los fascistas!, se la oye gritar a voz en cuello, y una multitud de ojos se vuelven hacia ella, escrutadores, asustados, algunos tal vez cómplices y, de pronto, durante un segundo, llenos de esperanza. Letrita se le acerca, la manda callar y la arrastra rápido hacia otra calle, tirándole del brazo, antes de que alguien vaya a buscar a la policía y las detengan. Pero nadie parece moverse. En el escondrijo de los repudiados, vuelven a imperar los señores de la larga derrota, la resignación, el desaliento, el silencio.
Bajo la luz gris de la tarde, la casa de Miguel y Margarita parece un muñón. Pringosa, arrugada, se le han caído la mayor parte de las tejas y desgajado los postigos y roto los cristales, que han sido reemplazados por papeles grasientos. Toda ella supura, temblequea, amenaza derrumbarse. Letrita desfallece. Ha estado quejándose de su suerte desde hace una eternidad, y mientras tanto ignoraba las desgracias de otros tan cercanos. En la calle alguien grita, ¡Pepa!, y la madre de Margarita se asoma a la puerta. Se ha convertido en una vieja flaca, de pelo blanco y revuelto, desdentada. Parece una loca. Letrita no tiene valor para besarla. Tampoco ella lo intenta. Se restriega las manos en la falda del vestido sucio y, como de costumbre, habla a gritos:
– ¡Vaya! ¡Estáis aquí! Ya pensaba yo que no ibais a volver nunca más, como ésa.
– ¿Qué tal estás, Pepa? -Letrita se deja llevar por el tono de la consuegra y alza la voz más de lo normal.
– Ya me ves, hecha un asco, cómo voy a estar… ¿Y vosotras?
– De vuelta en casa… Aunque sin Publio, que murió en abril.
– Ya… Pues te acompaño en el sentimiento, era un buen hombre, vaya si lo era.
– ¿Y Margarita y los niños?
– ¡No me hables de esa cabrona…! Ésa se largó, y me los dejó aquí a los dos, sin dinero y sin nada…
– ¿Se largó…? ¿Adónde?
– Qué sé yo adónde, a ver si te crees que si lo supiera me hubiera quedado con los crios a mi cargo, los intenté dejar en el hospicio, pero dijeron que ni hablar, que no me los cogían, así que los mandé con su tía Esperanza, la mayor mía, que ésa por lo menos, con el marido en la fábrica, tiene para darles algo de comer, conmigo se iban a morir, te lo digo yo, estaban tan esqueléticos que daban miedo y cualquier día pillaban una enfermedad, hasta andaban a las basuras buscando mondas de patatas por morder algo, pero yo qué podía hacer, si ni agua tenemos, y esa guarra mientras tanto por el mundo, pasándoselo bien…
Letrita, que tantas veces ha criticado a su nuera, siente ahora compasión:
– ¡Calla, mujer, no digas eso! Si se fue, sus razones tendría. Ya volverá. A no ser que… Igual se ha muerto, Pepa, igual resulta que tu hija se ha muerto y tú venga a insultarla.
– ¡Qué se va a morir…! Ésa no se muere nunca, te lo digo yo que la parí. Que no, que se marcharon muchos de los de los vuestros, dicen por ahí que al monte o a Francia.
– Ya… ¿La buscaban?
– ¡Cómo no la iban a buscar, si no hacía más que meterse en líos desde que se casó con ese hijo tuyo…! Mira yo, la vida entera trabajando y ahora más pobre que las ratas, y todo por culpa de esos chiflados que se empeñaron en cambiar lo que no tiene cambio, a ver quién me da a mí ahora de comer, y ellos en Francia, como señoritos…
Letrita no sabe cómo callar el discurso interminable de Pepa. Tiene que repetirle varías veces que les diga a los crios que quiere verlos:
– Que vayan a la calle del Agua, al 20, tercero. Nosotras tampoco tenemos nada de momento, pero haremos lo que se pueda. ¿Te acordarás de decírselo, Pepa?
Pepa asiente, cómo no se va a acordar, vuelve a justificarse, sigue refunfuñando, y al fin se enzarza en una discusión a voces con una vecina por culpa de un trapo tendido, quizá sábana, que las dos reclaman como propio.
Caminan en silencio de vuelta a casa. Letrita no quiere llorar, pero no puede evitar pensar en el pobre Miguel, qué diría si supiese todo esto, él que se pasó la vida tan corta sufriendo por la miseria ajena y dando dinero a quien lo necesitase, él que murió precisamente por defender un mundo más justo, qué diría si viese su barrio y a su gente así, muertos de asco, y sus hijos, sin padre ni madre, menos mal que tienen a la tía Esperanza que es buena gente y seguro que los cuidará bien, y ellas, claro, ellas harán también lo que puedan, aunque de momento poco van a poder. ¿Dónde estará Margarita? Qué vidas, demonios, qué vidas tan arrastradas y qué tiempos tan malos y qué mierda todo, a veces dan ganas de morirse, igual Margarita se ha muerto ya, la pobre, y si está viva seguro que lo estará pasando fatal, ella sería un desastre pero quería mucho a los niños, si desapareció tuvo que ser por miedo, o quizá por algo más grave, quién sabe, pobres nietos suyos, y pobre Miguel, y pobre Margarita y pobres todos, pobres, pobres, más que pobres, a veces Letrita cree que no va a poder con tanta pena, con tanta compasión que le revienta el alma.
Margarita, entretanto, está en Madrid. Pobre, sí, más pobre que las ratas. Y desdichada. Pero viva y libre. Se ha instalado en el Puente de Vallecas, en una chabola donde los primos de Emiliano les han hecho un hueco. Acaban de llegar, después de un año y medio viviendo por los montes y las anchas llanuras de la Meseta. Emiliano conoce bien el país, tiene amigos en todos los pueblos, sabe cuáles son los mejores caminos y también los más remotos y dónde hay agua y dónde se levanta una cuadra perdida para pasar la noche. Así han logrado sobrevivir y llegar al fin a la capital, evitando los frentes y los inesperados peligros de la guerra. Madrid es muy grande, decía Emiliano, allí nadie te reconocerá ni preguntará nada, allí estaremos seguros y podremos encontrar trabajo.
Margarita se siente ahora algo más tranquila, aquí sólo es una más en medio de esa riada de gentes que van llegando, hombres que vuelven del frente con el color de la sangre en los ojos, viudas que abandonan la miseria del pueblo por esta otra que, al menos, ofrece el consuelo del anonimato, seres sin nombre ni historia, como ella, que aprovechan los restos de las antiguas casuchas bombardeadas para levantar chabolas en las que pasarán los años del hambre. Nadie pregunta a nadie por qué está aquí o cómo llegó, y eso la calma. Sin embargo, a veces añora las noches serenas del monte, con el olor dulzón de la tierra y la luminosidad del cielo y también los ruidos de los árboles, el tintineo de la lluvia en las hojas, el zumbido del viento, los crujidos de la madera, el susurro de los insectos, el canto de los pájaros. La poderosa hermosura de la naturaleza, eso es lo que más echa de menos en medio de aquel secarral inmundo, aparte de la vida del pasado en la que no quiere pensar mucho, aparte de las amigas, el puesto en la pescadería, el griterío de los muelles a la hora de la rula, el chapoteo tranquilizador del mar contra los muros del puerto, las cosas viejas y queridas que ya no volverá a tener. Y los niños, por supuesto. Pero ésa es otra historia. Casi todos los días sueña con ellos, sueña que se le ahogan en el mar, que se le caen por una ventana, que los persigue un bombardero pequeño, como de juguete, pero con bombas de verdad. Quiere creer que no es cierto, no les pasa nada, seguro que estarán bien, sólo son sueños, aunque la angustia que siente al despertar de sus pesadillas le dura hasta la noche siguiente. A veces habla con Emiliano de eso, pero a él le cuesta trabajo entenderla, porque no ha dejado nada detrás, ni objetos, ni lugares, ni personas cercanas.
A Emiliano la guerra le pilló en Castrollano por casualidad. Habían empezado las fiestas del Carmen, y él acababa de llegar con su camión medio oxidado en el que transportaba el puesto de feria que paseaba por toda España, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad. Así vivía desde que había nacido, ni siquiera sabía muy bien dónde, en un pueblo de Soria, debió de ser. Antes viajaba con los padres. Ahora que ya estaban muertos, iba solo. Siempre solo. Y como carecía de casi todo, de jefes, de empleados, de familia, de casa, de ideas políticas, de religión, de dinero, y hasta de un trozo de cielo que pudiese considerar propio, lo de la guerra le pareció no sólo una cosa horrible, sino además totalmente ajena a su vida. Cuando comprendió que lo iban a movilizar, decidió que no estaba dispuesto ni a matar ni a morir por un rey o un presidente o un dios o una peseta. Así que simuló una cojera extrema que le eximiría del servicio, malvendió el camión, el puesto y todo el género, abandonó la pensión en la que solía quedarse y se instaló, como si fuera un mendigo tullido, en un galpón del puerto, entre las redes y los palangres de los pescadores. Allí fue donde lo conoció Margarita, mientras se paseaba por los muelles y echaba una mano en las faenas de los barcos. Él la veía pasar, meneando sus anchas caderas y mostrando su desparpajo, y no podía evitar mirarla fijamente con aquellos ojos negros tan redondos, porque le parecía la mujer más guapa del mundo, mucho más guapa que todas las que había visto hasta entonces.
Antes de la muerte de Miguel, ya se habían acostado varias veces. Si pensaba en su marido, solo en el frente, jugándose la vida, Margarita se sentía mal, pero el cuerpo joven y lleno de energía de Emiliano despertaba en ella tanto deseo, que prefería no pararse a pensar. Al fin y al cabo, se decía a sí misma, no era la única que lo hacía, y seguro que a Miguel, tan bueno y tan capaz de entenderlo todo, tampoco le importaría mucho si lo supiese.
Cuando se quedó viuda, empezó a ver a Emiliano con más frecuencia. Ahora ya no tenía motivos para creerse culpable de nada, y además él la ayudaba con la tristeza que se le había metido dentro. A pesar de sus largas soledades, era cariñoso y apasionado, y eso la hacía sentirse bien. Poco a poco, el chico se atrevió a proponerle que saliesen a pasear juntos, sin esconderse. Pero a ella no le daba la gana. Aunque su cuerpo no hubiese respetado la ausencia del marido ni su muerte, su moral sí, y no estaba dispuesta a dar que hablar. A los ojos de todo el mundo, era la viuda de Miguel Vega, y así quería seguir por mucho tiempo. Porque el difunto se lo merecía y porque, además, y aunque fuera de una manera confusa, su nueva condición parecía redimirla de sus muchas faltas, de sus pésimas maneras y su aspecto desastrado y su lenguaje salvaje. Los vecinos, las amigas, los camaradas del partido, incluso la gente que no la conocía y se cruzaba con ella por la calle, vestida de negro, desmejorada y ojerosa, la miraban ahora de otra forma, como si comprendiesen su pena y admirasen el coraje que tendría que echarle a la vida para seguir adelante. Hasta Letrita y las cuñadas la trataban de manera diferente. No es que antes tuviera quejas de ellas, no, siempre habían sido buenas, pero ahora sentía que su respeto era mayor. Así que, aunque la muerte de Miguel fuese una cosa muy triste, que la había dejado además desamparada con dos hijos todavía muy pequeños a su cargo, detrás del dolor Margarita estaba disfrutando de su condición de viuda formal y no se sentía dispuesta a estropearla por un amorío. Seguirían viéndose en secreto, y sólo en secreto.
Aquello duró unas semanas, aquel pesar reconfortante, aquella apacible incertidumbre del porvenir. Porque enseguida llegó el miedo puro y duro. En cuanto los fascistas tomaron Castrollano. Los días anteriores, cuando su victoria parecía cosa inevitable, las camaradas se pasaban unas a otras la consigna de huir. Era evidente que iban a fusilarlas o, al menos, a meterlas en la cárcel y quizá torturarlas por sacarles información. Lo estaban haciendo en todas partes. Había que irse, no sólo para salvarse, sino también y sobre todo -sostenían las más combativas- para volver a incorporarse a la lucha allí donde los sublevados aún no habían llegado. Algunas, como haría la familia Vega, se embarcaron camino de los puertos franceses a los que casi nadie consiguió llegar. Otras intentaron la fuga por los montes, y quién sabe si lo lograron. Pero hubo muchas que no pudieron escapar. Tenían hijos pequeños, o una madre vieja o un marido malherido en el hospital al que no querían abandonar. Tenían responsabilidades, y ni un céntimo para sobrevivir lejos del entorno familiar. Se quedaron. Encerradas en casa, como ausentes de la vida, tratando de disimular en vano su propia existencia y esperando con todos los músculos del cuerpo hechos un nudo los golpes en la puerta que anunciarían el cumplimiento de la atroz delación.
Letrita le había comunicado a Margarita sus planes de huida, por si ella quería acompañarlos con los niños. Pero no quiso. No sabía hacer otra cosa que no fuera comprar el pescado en la rula y venderlo después en su puesto, dijo. No se imaginaba viviendo en ningún lugar que no fuese aquél, el único que su consciencia reconocía como real. Y además, todavía confiaba en que Castrollano no caería en manos del ejército de Franco.
Pero Castrollano cayó sólo unos días después. Y con la ciudad empezaron a caer las almas. Hubo almas miserables que corrieron a participar en todas las misas y tedéums celebrados de inmediato con el mismo entusiasmo y clamor con el que meses atrás habían aplaudido las llamas que devoraban los conventos y las iglesias, y el paso triste de las religiosas y los curas detenidos. Almas crueles que se apresuraron a depositar a la puerta de los despachos cartas endemoniadas, que costaron la libertad a aquel compañero de trabajo que un día había ascendido inmerecidamente, a la antigua amiga que se había quedado con el novio ajeno o al primo con el que habría que compartir en el futuro la ridicula herencia familiar. Almas ambiciosas que susurraron al oído de otras almas, pletóricas de poder, nombres que serían borrados de la faz de la tierra y en la estela de cuyo asesinato ellas alcanzarían la fortuna. Hubo almas vengativas, cobardes, abyectas, almas inhumanas y almas desalmadas, y todas juntas cayeron enredándose las unas en las otras hacia el abismo del Mal, como los ángeles al ser expulsados del Paraíso.
Cuando las tropas fascistas entraron en la ciudad, Margarita empezó a tener mucho miedo. Recordaba las atrocidades que las camaradas contaban de otros lugares tomados. No quería morir, no quería ir a la cárcel, no quería que le hiciesen daño. Se encerró en casa, como le habían aconsejado, sin noticias del exterior, bajo la mirada a ratos burlona y a ratos asustada de su madre. Los niños parecían captar su angustia y no paraban de llorar. Se agarraban a su falda, llenos de mocos, balbuceantes, y la seguían a todas partes. Ella sentía todo el tiempo los latidos del corazón en las sienes, y las piernas le picaban constantemente, enrojecidas por una repentina urticaria. No sabía qué hacer. Una y otra vez se preguntaba cuánto tiempo iba a durar aquello, quién la sacaría de allí, quién iba a ayudarla.
Al tercer día, ya anochecido, Emiliano llamó a su puerta. La madre había salido, así que lo dejó pasar. Estaba pálido y le temblaba un poco la barbilla. Le habló muy bajo, con la voz ronca:
– Tenemos que irnos, tenemos que irnos… No te puedes quedar aquí… He visto cómo los matan, lo he visto yo mismo, Margarita, yo, eran trece, sí, trece, Suero el patrón del Raitán y su hijo también, los llevan detrás de la tapia del cementerio y los fusilan allí, todos juntos, Margarita, los trece juntos, al hijo de Suero no le dejaron que se pusiera junto a su padre, lo apartaron a culatazos a la otra esquina, algunos gritaban y los insultaban, cayeron todos revueltos, unos encima de otros, llenos de sangre, a un soldado le saltó sangre a la cara y se puso a vomitar, algunos todavía se movían cuando los tiraron al camión, tenemos que irnos, Margarita, yo me voy contigo, no te preocupes, vámonos, yo te ayudaré, yo te cuido, yo puedo cuidarte, Margarita, pero vámonos…
Y se fueron. Esa misma madrugada, hacia las dos, sin que nadie se enterase. Le costó tanto separarse de los niños, que dormían abrazados a ella, que a punto estuvo de quedarse. Pero pensó en los fusilados, en Miguel, en las camaradas a las que quizá estarían torturando en ese mismo momento, y logró zafarse de las manos pequeñas, tan pequeñas y tan pegajosas como las pequeñas raíces pegajosas de las hiedras. Quería vivir. Sólo serían unos días, quizá unas semanas, unos meses a lo sumo. Volvería pronto.
Ahora está en Madrid, libre y viva. Pero durante mucho tiempo, durante largos años, se preguntará si merecía la pena seguir viviendo así, con aquella vida que es sólo media vida. Los niños detrás, al fondo de un largo túnel oscuro, los niños que poco a poco irán dejando de ser niños, un día Miguel cumplirá diez años y enseguida Publio también, y luego veinte y luego treinta…
Al principio, Margarita seguirá queriendo creer que todo acabará pronto. Las cosas volverán a ser como antes, piensa, ahora todo está revuelto por culpa de la guerra, pero esto terminará, y podremos regresar a casa. Después irá pasando el tiempo, las semanas caerán unas sobre otras, y luego los meses y los años eternos de los derrotados, y todo seguirá igual. Nadie volverá a hablar de cambiar el mundo, de hacer la revolución, de acabar con la miseria en la que ella misma vive ahora, resignada ya a ese destino de frío y hambre y ríñones deslomados fregando por unas pocas pesetas casas y portales y retretes. Nadie volverá a pronunciar ciertas palabras, a hacer ciertos gestos, a mirarse de determinada manera. Nadie, salvo alguna vieja chocha, recordará lo anterior, la vida de antes de la guerra, ni siquiera la propia guerra, como si nunca hubiera ocurrido.
De vez en cuando, se comentará en voz baja que a la Dolores le fusilaron al marido por rojo. O que Marcial el quincallero tiene un hijo en la cárcel. O que al cuñado de Chona lo detuvieron el otro día en el trabajo. Entonces Margarita buscará en los ojos de esos vecinos una señal, como si se pudiesen encontrar en las pupilas los restos de un pasado común, las mismas ilusiones, el mismo combate, el mismo fracaso. Pero los ojos se habrán vuelto vacíos, y ella, igual que todos, callará. Seguirá viviendo su media vida al otro lado del túnel, perderá la esperanza y callará.
Al principio estarán el miedo y la nostalgia. Luego, a medida que vaya dándose cuenta de que el tiempo pasa y nada cambia, llegará también la vergüenza. Se fue. Le pudo la cobardía. Dejó a los niños solos en aquella cama, y ella se fue para seguir viviendo libre, sin preguntarse si al irse no estaba condenando a sus hijos. Poco a poco comprenderá que no puede volver. Aunque Franco muriese, aunque sus antiguos camaradas hiciesen la revolución, aunque los muros de todas las cárceles fuesen derribados para no alzarse nunca más, no puede volver. ¿Qué pensarán de ella aquellas criaturas a las que abandonó en su propia cama, con el puchero todavía del último llanto en la boca?
Margarita se odiará a sí misma, y en el duro camino de ese odio se le olvidará toda la ternura que alguna vez sintió. Tendrá otros hijos de Emiliano, tres. A la mayor, la única niña, la llamará Letrita, y a los chicos les pondrá Miguel y Publio, igual que los otros, los de allá. Cada vez que diga sus nombres, será como si de alguna manera estuviese habitando también en su otra media vida perdida. Pero los criará sin cariño y sin esperanza. No se acordará de abrazarlos y achucharlos y secarles las lágrimas y dejarles que duerman agarrados a ella, sujetándola con sus manos pequeñas y pegajosas. No les enseñará, igual que ella aprendió de su marido, que el mundo puede ser mejor, que hay que luchar por conseguirlo, que se debe ser digno y generoso, aunque se sea pobre. Habrá perdido la memoria de sí misma, de Margarita la pescadera, la que era luchadora y entusiasta y también bondadosa. Tratará con dureza a Emiliano, empequeñecido y cada vez más triste, cuando vuelva de sus largas jornadas de albañil. Irá a limpiar las casas ajenas sin prestar la menor atención al espacio propio, a aquella chabola de Vallecas en la que se acumularán la porquería y los trastos inútiles. Se convertirá en una mujer hosca, silenciosa y malhumorada, rápidamente vieja. Pero nada de eso le importará. No siente ninguna compasión de nadie. Sobre todo, no siente ninguna compasión de sí misma. El túnel se habrá cerrado sobre ella, apresándola en su oscuridad y su estrechura.
Sólo cuando muera Emiliano, casi treinta años después de aquella madrugada en que huyeron juntos de Castrollano, Margarita notará que algo se le reblandece por dentro. Para entonces, los hijos estarán fuera. Miguel trabaja en una fábrica en Alemania, y desde allí manda algún dinero muy de cuando en cuando. Publio se fue a hacer la mili a Barcelona, y nunca volvió. Escribió un par de postales, pero no se sabe dónde anda, y ni siquiera hubo forma de avisarle de la muerte del padre. Y Letrita se habrá ido a vivir con un vecino, un afilador malencarado y sucio que, a juzgar por los moratones que a veces trae en la cara, debe de pegarle, aunque ella no se queja.
La muerte de Emiliano la habrá dejado de nuevo al otro lado del túnel. De pronto, a la vuelta del entierro, se verá allí, con su otra media vida detrás, sola, igual que lo estaba en el minuto antes de que él llamara a su puerta aquella noche del año 37. Descubrirá que quiere salir. Necesita intentarlo. Volverá a Castrollano.
Al día siguiente, descoserá con cuidado una esquina de su viejo colchón, revolverá entre la lana y sacará algunos billetes, lo que le queda del último envío de Miguel. Detrás de un ladrillo de la cocina encontrará la foto arrugada y descolorida que se llevó de casa y que siempre ha guardado en secreto, Miguel y ella y los niños muy pequeños en la playa, sonrientes y quizá felices. Con todo aquello en el bolso, cogerá un autobús.
Viajará absorta, sintiendo que le pesan tanto todos los errores, todos los fracasos, como si llevara una enorme montaña encima, una montaña que no le deja pensar con claridad. Sólo sabe que no pretende que sus hijos la quieran. Únicamente busca que la comprendan y, por eso, la perdonen. Fue la guerra, la culpa la tuvo la guerra, se repetirá una y otra vez, yo no era mala madre, si no hubiese sido por aquello jamás los habría abandonado. Eso es lo que les tiene que decir, y ellos la comprenderán.
No logrará reconocer su propia ciudad, pero eso no la afectará. Han levantado grandes fábricas en sus alrededores, han construido barrios enteros allí donde antes sólo había prados y ganado, han derribado la mayor parte de los edificios cuyo recuerdo guardaba su memoria. En cualquier caso, no es eso lo que busca, no el reencuentro con un espacio, un paisaje, un olor determinado del aire, aunque aquel gusto a sal se le meta por la boca nada más bajarse del autobús. Ni siquiera correrá al mar. Se irá a una fonda, la más cercana a la estación, y allí, apenas llegada, pedirá un teléfono y una guía. Vega Suárez, P. Sólo hay uno.
– ¿Publio Vega?
– Sí, soy yo. ¿Quién es?
– Margarita, Margarita Suárez. Tu… tu madre.
Irá a buscarla al cabo de un rato. Ella lo esperará en el vestíbulo de la pensión, sentada en una silla, sujetando fuerte sobre su regazo el viejo bolso. Lo
esperará muerta de miedo y de estupor. Se pondrá en pie cuando él entre, pero no lo mirará. No se atreve. Él se detendrá un momento ante ella, y después le estrechará brevemente la mano. Vamos, dirá, y Margarita lo seguirá escaleras abajo y caminará detrás de él hasta entrar en una cafetería. Publio se le sentará enfrente. Pedirá dos cafés.
La observará durante un largo rato, ella cabizbaja y en silencio. La observará el tiempo suficiente para ver que es vieja y fea y pobre, tan vieja y tan fea y tan pobre que da asco.
– ¿Estás de luto? -preguntará al fin.
– Sí. Se me murió el marido, bueno, no era mi marido de verdad, pero… -Quizá se apiade de ella, piensa, aunque no se atreverá a levantar los ojos para comprobarlo.
– Ya, no era tu marido… ¿Y tú no me preguntas nada? ¿No quieres saber dónde anda Miguel?
– Sí.
– En México. Está en México. No le va mal. Ha puesto una tienda. A mí tampoco me va mal. Tengo una carpintería.
– Me alegro mucho.
– Cuatro hijos. Miguel tiene cuatro hijos. Yo, una chica. Mi mujer no pudo tener más. -Publio encenderá un cigarrillo. Chupará a fondo y le echará el humo a la cara-. No te recordaba. No tengo ni idea de cómo eras cuando te fuiste.
– Perdón.
– ¿Qué dices?
– Sólo quería pediros perdón.
– ¿Perdón? ¿Nos dejaste tirados y ahora vienes, después de treinta años, y pides perdón?
– Tenía miedo.
– ¿De qué tenías miedo?
– De… de que me llevaran a la cárcel, de que me fusilaran.
– ¿Por qué te iban a fusilar? ¿Qué eras, roja? ¿Eras roja, comunista, qué eras?
– Yo…
De pronto Publio dejará de mirarla. Cogerá el tique de encima de la mesa, sacará su cartera, buscará unas monedas.
– Voy a decirte una cosa: no quiero saber nada. No me interesan nada esas historias. El pasado, la guerra, los rojos… ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo? Yo vivo bien. Me ha costado mucho conseguir lo que tengo. Nadie me lo ha regalado. Si te metiste en líos, allá tú. Yo no quiero problemas.
Margarita levantará al fin la mirada. Era un crío flaco, con unos grandes ojos pálidos y dulces. El último día se agarraba a ella desesperadamente, como si supiera que se iba a ir. Está gordo, y casi calvo. Tal vez hubiera podido tener algo de la delicadeza de su padre, pero sus rasgos son duros, tensos y duros, ojos cortantes, boca fina, unas gotas de sudor en la frente. No la odia. Sólo la desprecia. Podría haber sido el hijo de cualquiera, no el suyo, no el de Miguel, este hombre no, es un hombre extraño que la mira con desprecio y que no quiere saber. Tampoco él quiere saber.
Margarita contemplará la calle a través del ventanal. Edificios nuevos. Aceras nuevas. Coches nuevos. Gente nueva que no quiere saber. Quizá todo eso no existió, la lucha por un mundo mejor, Miguel, los camaradas, la guerra, los muertos, los fusilados, los presos, la infinita derrota. Quizá no hubo nada al otro lado del túnel, en su media vida del pasado. Quizá no hubo ni siquiera pasado.
Al día siguiente regresará a su chabola de Vallecas. A su lado viajará una vieja, tan vieja, tan pobre, tan vestida de luto como ella misma. No se dirán ni una palabra en todo el trayecto. Pero al separarse en el andén de la estación, la otra la mirará y lanzará un suspiro:
– ¡Qué silencio tan largo!
Margarita asentirá. Luego se sonreirán y cada una seguirá su camino. Solas y calladas. Pero en aquella sonrisa de dos viejas pobres y vestidas de luto habrá brillado durante un instante, como un sol al fondo de un túnel muy oscuro, el pasado desvanecido.