El descenso es tan silencioso y lento como la subida. Todas saben que aún están siendo observadas por doña Petra y sus acompañantes, y se esfuerzan por disimular la pena, la rabia, el asco. Sólo Merceditas, antes de llegar al portal, se vuelve en seco y grita:
– ¡Bruja! ¡Más que bruja! ¡Tienes bigote y barba! -El bofetón de Alegría es suave y la niña apenas se entera, aunque se defiende, aún furiosa-. ¡Es verdad, mamá!
– Ya lo sé que es verdad, mi luna, pero esas cosas no deben decírsele a nadie.
– ¿Ni siquiera a una bruja como ella?
Alegría calla. Está pensando que quizá Mercedes tenga razón. Quizá sea bueno hablar más, protestar más, decir más a menudo lo que se piensa… Ella se ha pasado la vida callando, y la vida no le ha sido demasiado generosa. Calló cada vez que su marido la forzó en la cama, a pesar de su peste a alcohol y del daño que le hacía. Calló cuando le dio el primer bofetón, y el segundo y todos los demás. Calló después de la gran paliza, en el quinto mes de embarazo de las gemelas, y también cuando las niñas murieron y el médico dijo que había sido del tifus, pero ella supo que la culpa la habían tenido aquellos golpes, de los que sus cuerpecitos, débiles y torpes desde que nacieron, nunca llegaron a recuperarse. Y calló el último día, cuando él le puso la pistola en la sien y la obligó a fregar el aguardiente derramado en el suelo de la cocina, en la casa donde vivían en Zaragoza, un suelo que recuerda a menudo, las baldosas rojizas sobre las que el aguardiente parece extenderse como una inabarcable mancha de fuego que ella trata de contener una y otra vez con la bayeta, por más que sabe que es incontenible y que la pistola que tiembla en el aire a su espalda acabará disparándose sobre su cabeza, así durante un tiempo que es eterno, esperando la muerte, hasta que se derrumba exhausta sobre el cubo y Alfonso se echa a llorar como un niño… También ese día calló, aunque tuvo al menos valor para escaparse en plena noche, mientras él dormía la borrachera. Se fue a toda prisa, muerta de miedo, sin maleta y sin nada, y se refugió en un convento de monjas donde la recogió al cabo de unos días el padre para llevársela con él de vuelta a Castrollano. Por fortuna, la niña no fue testigo de aquella última escena infernal, pues hacía ya un par de años que, tragándose el dolor de la separación, ella misma la había enviado a vivir con sus abuelos, con la excusa de sus constantes traslados, para evitarle así tanto las iras de Alfonso como el espectáculo de su propia degradación.
Sí, no hubiese debido callar tanto. Habría tenido que hablar ya desde el principio, reconocer su equivocación y arrepentirse, decir en voz bien alta que no quería estar más con aquel hombre con el que se había casado y del que no sabía nada. Nada, salvo que era muy guapo. El hombre más guapo que jamás había visto. Fue esa belleza lo que la había confundido, haciéndole creer que le irradiaba de dentro, de una bondad interior que, sin embargo, no existía. Pero cuando lo descubrió ya era tarde.
Se habían conocido en el verano del 28, durante las vacaciones. Ella había ido a la playa con sus amigos, y de pronto apareció él, y después de saludar a unos y a otros se sentó a su lado y empezó a hablarle con tanta amabilidad y educación que Alegría enseguida se sintió como si lo conociera de mucho tiempo atrás. La invitó a salir esa misma tarde, y ella aceptó nerviosa y contenta. Durante dos semanas se encontraron a diario. Por las mañanas se veían en la playa y después de comer paseaban, merendaban e iban luego a bailar a las verbenas. Alegría, que acababa de cumplir los dieciocho años y nunca había salido a solas con un hombre -y, mucho menos, con uno tan mayor, casi un treintañero- se enamoró loca y rápidamente de él. Cuando la miraba con sus ojos verdes, más pardos cerca de las pupilas, tristes y orgullosos como un árbol perdido en medio de la soledad del campo, se le apretaba el estómago. Cuando le cogía la mano y se la besaba suavemente, le daban escalofríos. Y la primera vez que susurró su nombre -muy despacio, deteniéndose a disfrutar de cada uno de los sonidos-, le entraron ganas de llorar. Tuvo la impresión de que nadie la había llamado antes y que era sólo en ese momento, al nombrarla él, cuando se había hecho realidad sobre el mundo, igual que todas las cosas del universo aparecieron al ser citadas por Dios. Ella era Alegría porque él quería que lo fuese. Así de sencillo.
Cuando las vacaciones de Alfonso se acabaron y tuvo que volver a incorporarse a su puesto de policía en la comisaría de Pontevedra, Alegría sintió una congoja como nunca había sentido. Después de llorar en silencio buena parte de la noche, se levantó percibiendo una grisura nueva en todo, igual que si un velo hubiese caído sobre las cosas y las gentes, oscureciéndolas. A pesar de las promesas de Alfonso de no olvidarla y escribirle tan a menudo como pudiera, durante varios días temió no volver a saber nada de él. Pero en seguida llegó la primera carta, y luego otra y otra. En cuanto pudo disfrutar de un permiso, al cabo de dos meses, viajó a Castrollano, y le pidió que lo llevara a su casa. Lo suyo era formal, dijo, y quería ser presentado a los padres.
Después de que se fuera, Publio y Letrita se sentaron a hablar con Alegría. Respetaban sus sentimientos y su voluntad, pero querían que pensase bien en aquella relación. A ellos Alfonso no les había gustado mucho. No podían señalar nada en particular -era educado y atento, evidentemente-, pero había algo en él, algo indefinible y turbio, que les inquietaba. Quizá tenía que ver con su trabajo, que sin duda le había acostumbrado a convivir con la violencia y el sufrimiento sin inmutarse, quizá con la falta de cultura que reflejaba su limitado vocabulario, quizá -como observó Letrita aunque no dijese nada- con aquella especie de relámpago que a veces le tensaba de pronto, durante unos segundos, la cara y las manos y le endurecía la mirada. Fuera como fuese, le pidieron que estuviera atenta a cualquier señal desagradable. Y ella lo estuvo. Pero las cartas de Alfonso eran cada vez más cariñosas, más nostálgicas de su compañía.
En el segundo viaje, la última tarde de su estancia, la llevó al balneario del Mediodía donde se habían conocido y allí, bajo una lluvia feroz, en medio del rugido de las olas, la besó largamente en los labios y luego le pidió que se casase con él, a pesar de que sabía que estaba siendo egoísta -según dijo con la voz entrecortada-, porque lo único que podía ofrecerle por el momento era una vida de privaciones y cambios constantes de domicilio, tres años como mucho en cada ciudad hasta el siguiente traslado, pero si conseguían ahorrar lo suficiente un día podrían volver a Castrollano y abrir, como él soñaba, una pastelería. Alegría dijo que sí sin dudarlo un instante. Aquellos meses de separación le habían hecho comprender que prefería el infierno con él a la mismísima gloria sin su presencia. Los padres trataron de persuadirla por todos los medios para que esperase un poco. Apenas lo conocía, le dijeron. Todavía era muy joven y no pasaba nada si alargaba el noviazgo un tiempo. Pero ella no quiso hacerles caso. Siempre se había arrepentido de su terquedad. Ya la noche de bodas, que pasaron en un hotel modesto cerca del muelle, fue para ella una decepción. La forma en que la tomó, sin decir una palabra tierna ni prestar atención a su timidez o su dolor, y dándose la vuelta para dormir nada más terminar, relajado y caliente como un animal satisfecho, le hizo dudar de su amor. Pero el infierno -el infierno con él, al que ella misma, en su ingenuidad, había aspirado- comenzó dos días después. Apenas llegados a su piso de Pontevedra, frío y oscuro, y tan feo y desangelado como la propia comisaría en la que él trabajaba, le dio órdenes precisas sobre todo lo que debía hacer para mantenerlo contento. Ordenes tan asombrosas como amenazadoras. Alegría supo desde ese instante que le entregaría cada día una cantidad de dinero, lo imprescindible para la compra y los recibos, y que jamás debería sobrepasarla sin su permiso. Fue informada de lo que le gustaba comer y lo que no, y de que él se sentaría a la mesa a la hora que le diese la gana, especialmente por la noche, pues lo mismo podía llegar pronto que tarde, según le apeteciese. Y, sobre todo, aprendió que nunca debía preguntar ni protestar por nada. Él no estaba dispuesto a someterse a interrogatorios de mujeres ni a aguantar quejas y lloriqueos, eso le dijo. Después de explicarle todo aquello con la voz y el gesto inusitadamente duros, la abrazó, la besó y le susurró que estaba muy orgulloso de que fuese su mujer y que iban a ser muy felices juntos. Ella lo puso en duda, pero todavía quiso creer que todo iría bien y que lo único que ocurría es que a Alfonso le costaba trabajo adaptarse, tan acostumbrado como estaba a la soltería, a compartir su vida con alguien. En sus frecuentes cartas a su familia y sus amigas -cuya añoranza le hacía derramar lágrimas cada mañana, después de que Alfonso se fuera al trabajo sin ni siquiera despedirse-, Alegría calló sus penas. Por su carácter discreto, solía quejarse poco y, además, no quería entristecer a los suyos. Así que les hablaba, en términos tan vagos como tópicos, de su felicidad, de las atenciones de su marido, de las nuevas amigas con las que cada día intimaba un poco más.
Pero, en realidad, no había ninguna amiga con la cual intimar, pues Alfonso nunca le presentó a nadie, ni la sacó a merendar con los compañeros y sus mujeres, como hacían otros maridos. Al cabo de unos días llegó a prohibirle que saliera ella sola, salvo para hacer la compra o ir los domingos a misa. En Castrollano, Alegría no pisaba la iglesia desde hacía años. Pero en Pontevedra volvió a hacerlo. Aunque su fe menguada no lograba renovarse, asistir a la misa significaba para ella un verdadero alivio. El domingo por la mañana se lavaba el pelo y se lo arreglaba cuidadosamente. Luego se ponía su mejor vestido, y salía sintiendo un leve contento, el ligero placer de caminar un rato por las calles mirando los escaparates de las tiendas y observando el paso de los días en los árboles del pequeño parque que debía atravesar, y también el de ver rostros agradables de gentes desconocidas que, sin embargo, la reconfortaban al imaginar su felicidad, tan semejante sin duda a la que ella misma había sentido en el pasado, cuando era una muchacha despreocupada y querida.
Un día incluso se atrevió a confesarse. Pensó que quizá hallaría alivio y consejo en las palabras del cura, a quien le expuso, con toda la suavidad de que fue capaz, su penosa situación. Pero la voz aquella, desde el otro lado de la celosía, se limitó a decirle que a menudo los matrimonios eran así y que los hombres -que tanto tenían que trabajar y luchar fuera de casa para mantener el hogar- padecían tribulaciones que se escapaban a la comprensión de las mujeres. Añadió que su obligación era sobrellevar con paciencia los desplantes del marido, y que debía pedirle a Dios que la ayudase a ser una buena esposa y, sobre todo, que la hiciera pronto madre, porque los hijos dulcificarían el carácter de los dos y templarían su relación.
Alegría se sintió decepcionada por esas palabras que parecían poner de relieve su ignorancia de la vida y la aislaban aún más del mundo de los otros, tan distinto de aquel en el que ella siempre había vivido y que, en su inocencia, creía el único común. A pesar de todo, rezó unas cuantas noches seguidas pidiéndole al Dios en el que no lograba creer que le diera un hijo. Luego se olvidó, pero el hijo -la hija, en realidad- llegó a pesar de todo. El embarazo fue para Alegría un largo momento de felicidad. Vivía ensimismada, observando las cosas y los sucesos con una rara distancia. Incluso dejaron de hacerla sufrir las constantes groserías y las ausencias nocturnas de Alfonso, que cada día llegaba más tarde, más borracho y de peor humor, a pesar de su notorio entusiasmo por el próximo nacimiento de un chico, pues estaba seguro de que varón sería. De mis cojones sólo pueden salir otros cojones parecidos, decía a menudo, observando con avidez la hermosa barriga creciente de su mujer.
Cuando llegó a los siete meses, armándose de un valor inusitado, Alegría se atrevió a decirle a su marido que le gustaría volver a Castrollano y que la criatura naciese allí. De esa manera, no sería necesario que su madre y alguna de sus hermanas se trasladasen a Pontevedra para ayudarla, con las molestias que eso implicaría para él. Alfonso aceptó, y la acompañó incluso en el tren, despidiéndose de ella un par de días más tarde con grandes muestras de cariño, interminables súplicas a toda la familia para que la cuidase y unas pocas lágrimas que resbalaron orondas por sus mejillas en el último momento. A ella le dio igual aquel teatro. Desde que puso el pie en el andén de la estación y la humedad del aire salado se le pegó de pronto a la piel, a la vez que se abrazaba a sus padres y sus hermanas, había vuelto a ser la niña feliz del pasado. Así que calló de nuevo sus penas y hasta creyó haberlas olvidado, envuelta en la dulzura de los mimos familiares, los buenos guisos de Letrita, los viejos objetos domésticos, los cuidados de las amigas y el intenso olor del mar, que se agitaba aquellos días rabioso y descomunal, como queriendo regalarle la furia que a ella tanto le había gustado siempre.
A mediados de otoño del año 29, un día de lluvia interminable, después de un parto breve y casi indoloro como solían ser los de las mujeres de la familia, nació Merceditas. Muerta de felicidad y de ternura, Alegría no sólo no echó en falta a su marido, sino que llegó a olvidarse de su obsesión por tener un hijo varón y hasta de su propia existencia. No empezó a preocuparse hasta que, quince días después del alumbramiento, Letrita mostró con cautela su sorpresa por no haber recibido ninguna noticia de Alfonso, a pesar de que le habían mandado un telegrama y una carta posterior. Ella lo excusó alegando que no le gustaba mucho escribir, pero en ese momento empezó a acordarse de él, a imaginar lo que iba a suceder y temerlo. La nube que durante aquellas semanas había velado su realidad acababa de desvanecerse, dejándola otra vez nítida y fea frente a sus ojos.
Cuando un par de meses después su marido llegó un día a buscarla; sin previo aviso, se le agolpó de pronto tanta angustia en el pecho, que la leche se le cortó. Alfonso estuvo, como de costumbre, encantador. Besó tierna y repetidamente a su mujer y a la niña, afirmando no haber visto nunca una criatura más guapa que aquélla, tan parecida a su madre y a su abuela. Aseguró haber enviado varias cartas de cuya desaparición debía ser culpable el servicio de correos, que siempre funcionaba mal. Compró flores para Alegría y pasteles para toda la familia. Y al cabo de dos días, protegiéndolas firmemente con su brazo poderoso -que nunca temblaba a la hora de dar una paliza a un detenido o empuñar la pistola-, las subió al tren de las 10, camino de Pontevedra.
Alegría mantuvo el tipo como pudo hasta que la locomotora arrancó y, muy lentamente, las queridas figuras familiares fueron alejándose, volviéndose diminutas en el espacio, a la vez que se hacían enormes en su corazón. Imaginó a su padre frotándose nervioso las manos, a la madre mordiéndose los labios para evitar que le temblase la barbilla, a María Luisa hablando de tonterías en voz muy alta, como si no ocurriese nada, a Miguel refunfuñando contra el sentimentalismo burgués a pesar de su nudo en la garganta y a Feda dejando que las lágrimas cayeran libremente de sus ojos. Los imaginó regresando a casa, al luminoso piso de la cuesta del Sacramento, más silencioso que de costumbre. María Luisa, siempre la más fuerte, calentaría la carne guisada y freiría unas patatas. Feda, aún llorosa, pondría la mesa. El padre y la madre se sentarían entretanto el uno al lado del otro, y fingirían parlotear de las cosas cotidianas, ocultando su congoja. Letrita incluso se levantaría para colocar en su sitio una de las tazas del aparador, la de la esquina de la derecha quizá, como si aquella nimia prueba de desorden fuese en ese momento su mayor problema.
Le dolía el corazón. Miró a la niña, dormida en sus brazos, con su carita feliz y sonrosada y el leve ronroneo en los labios. Y se sintió desgraciada y sola como nunca se había sentido, cargada con una responsabilidad, la de criar a su hija, que en ese momento le resultaba aterradora. Se puso a llorar. Las lágrimas caían sobre la manta blanca que envolvía a Mercedes. Mantuvo la cabeza agachada para que Alfonso no se diese cuenta. Pero él debió de notar algo, porque de pronto le agarró la cara y se la levantó. Alegría evitó mirarle a los ojos, aunque pudo imaginar su aspereza mientras le hablaba:
– ¿Qué es esto…? ¿Lloriqueas porque vuelves a tu casa…? El que tenía que llorar soy yo, que no has sido capaz de darme un hijo… ¡Cállate ya, que pareces boba…!
Aquella noche, hacia las dos de la madrugada, cuando Merceditas llevaba un par de horas berreando y ella trataba desesperadamente de calmarla en la cocina, Alfonso se levantó. Alegría suspendió sus paseos y el suave canturreo con el que intentaba dormir a la niña. Lo que sucedió no fue una sorpresa, aunque le dejase para siempre una tremenda cicatriz en el alma.
– ¿Tú crees que se puede dormir en esta casa? -Alfonso chillaba como un loco-. ¡Haz que se calle de una puta vez, que yo tengo que ir mañana a trabajar!
Alegría sólo se atrevió a susurrar:
– No sé qué le pasa, nunca se había puesto así.
El bofetón estuvo a punto de tirarla al suelo. Apretó a la niña contra su cuerpo, para evitar que se le cayese de los brazos. En ese mismo instante, Merceditas dejó de llorar. Ella supo que, de alguna manera, su hija quería evitarle más dolor. Y supo también, con el estupor y la resignación de quien alcanza a ver en un segundo el porvenir iluminado y obvio, igual que un paisaje nocturno bajo el fulgor repentino de un rayo, que aquélla había sido sólo la primera vez. Y que no tendría valor para contarlo.
No fue capaz de hacerlo ni siquiera después de su fuga de Zaragoza. Aunque, a decir verdad, tampoco hizo falta. Durante el viaje a Castrollano, Publio le dijo:
– No voy a preguntarte nada, Alegría. Cuéntame tú lo que quieras y cuando quieras, si es que quieres. Pero te voy a pedir que me prometas dos cosas. Que nunca se te pasará por la cabeza que tú has sido la culpable de lo que ha ocurrido, sea lo que sea. Y que nunca volverás con él. Aunque te llame, aunque te suplique, aunque se tire llorando a tus pies.
Alegría asintió. Por lo demás, nadie volvió a mencionar el asunto, y el nombre de Alfonso desapareció para siempre de la familia. A su llegada a casa fue recibida con la misma normalidad que si regresara de un viaje de vacaciones. No hubo preguntas, ni gestos de lástima ni palabras veladas. Ella se instaló otra vez en su antigua habitación, que ahora compartía con la niña, y en seguida volvió a recuperar las viejas costumbres de la vida cotidiana, los asuntos de la casa, los juegos con Mercedes, los paseos con las amigas, las tardes de lectura… La vida volvía a merecer la pena. Sin embargo, el miedo no se le iba. A veces, mientras caminaba por una calle, creía ver a Alfonso doblando la esquina frente a ella, sonriente y espantosamente amenazador, y tenía que hacer un enorme esfuerzo para no echar a correr y convencerse de que sólo era una mala pasada de su imaginación. Muchas noches soñaba con él, siempre el mismo sueño terrible. Pero no era a ella a quien perseguía, sino a Publio y a Merceditas, que intentaban correr sin lograrlo por un largo pasillo embaldosado, mientras aquel hombre horroroso sacaba la pistola y empezaba a dispararles. En ese momento, justo cuando él apretaba el gatillo, Alegría se despertaba sudando y gimiendo, y tenía que aceptar una vez más que su fantasma era demasiado poderoso para poder conjurarlo.
Un mes después de su regreso a Castrollano, entró a trabajar de dependienta en la droguería Cabal. No era un gran empleo, pero no podía seguir viviendo a expensas de su padre. Quería dejar de sentirse refugiada y débil, acogida como una enferma a la protección de la familia, evidente por más que nadie mencionase su desgracia. El día de la entrevista con doña Adela, la dueña, cuando le preguntó su estado, se sorprendió a sí misma diciendo que estaba viuda. Mientras regresaba a casa se preguntó por qué había mentido de esa forma. Y se dio cuenta de que, en realidad, eso era lo que deseaba: que Alfonso se muriese. Y que con él se muriese su miedo.
El primer año después de su huida fue lento y angustiosamente expectante. No podía evitar pensar que en cualquier momento llegaría la catástrofe, y algunas mañanas, sobre todo en invierno, le costaba mucho salir a la calle sola. Pero después el tiempo fue recuperando su ritmo normal. Iban pasando los meses, y luego los años, y no había noticia ninguna de Alfonso. El miedo fue disolviéndose poco a poco, engullido despacio por la tenacidad de la ausencia. Sin embargo, todavía de vez en cuando aparecía de pronto la maldita pesadilla, como si algún remoto rincón de su mente no acabara de creerse la desaparición de la amenaza, el fin definitivo del tormento.
Sólo después de la guerra, cuando los nombres de los muertos y los desaparecidos ocupen las sobremesas hambrientas de todas las familias, Alegría empezará a pensar que tal vez sea verdad que está viuda. Si han caído tantos en el frente, ¿por qué no iba a ser uno de ellos Alfonso? Y esa idea irá depositándose lentamente en su espíritu, a lo largo del tiempo, hasta hacerse verdad a sus ojos. El hombre con el que se casó está muerto, enterrado, convertido en polvo. Y quizá su alma cruel vague por los infiernos.
Por eso aquella mañana del otoño del 45, la noticia de su presencia en Castrollano, aún vivo, hará que le estalle un volcán de odio y miedo en la cabeza. A primera hora de ese día, recién abierta la oficina, un tipo desconocido se presentará allí preguntando por ella:
– Soy Jesús Vela, amigo de su marido, no sé si me recuerda. -A Alegría le temblará la mano al estrechar la suya. No, no se acuerda de él, pero en ese momento ni siquiera puede intentar hacer memoria-. Vengo de su parte. Está aquí, muy enfermo. Una cirrosis, ya sabe. Los médicos dicen que le queda poco. Quiere verla. Está en el hospital de la Caridad. ¿Irá usted?
Alegría no será capaz de responder. Cuando el hombre se haya ido, después de insistirle, pedirá permiso en el trabajo. No se encuentra bien, dirá. Caminará despacio por las calles primero y luego por los senderos embarrados hasta lo alto de la colina del Paraíso. El mar está aquel día tranquilo y verdoso, tan deseable como deben de ser los mares remotos, en lugares cálidos donde tal vez la vida de las gentes transcurra apacible, lejos de las luchas y del miedo. En lugares que no existen. Al amanecer ha llovido un poco, pero en ese momento sólo quedan algunas nubes dispersas, aquí y allá, que a ratos se entrecruzan con el sol pálido, oscureciendo el día. Huele a hierba, a viento del mar, a estiércol de vaca. El campo se ondula en la lejanía, formando pequeñas colinas sobre las que se alzan casas silenciosas y cuadras calientes. Hacia el otro lado, los prados bajan suavemente hasta los acantilados y parecen flotar sobre el océano. Dos grandes cedros recios se levantan al lado de una casona antigua. A su alrededor, las hojas de los plátanos y los olmos van enrojeciéndose. A veces caen despacio, y flotan durante un rato en el aire hasta depositarse con infinito cuidado en el suelo. Unas palomas zurean en algún sitio, y algunos caballos pastan tranquilos junto a un muro y levantan la vista a su paso para contemplarla. Cada una de aquellas cosas parece ocupar serenamente su lugar en el mundo. Están allí, seguras de lo que son. Cumplen su cometido lado a lado, pues ninguna de ellas existiría sin la presencia de las otras. Árbol, casa, nube, agua, tierra leve, vida leve. Quizá sea cierto que la vida puede ser así, apacible, sin luchas ni miedo. Quizá. Irá a ver a Alfonso. Irá a comprobar que se está muriendo, que sus puños y su pistola y su sexo van a dejarla definitivamente en paz.
Entrará en la habitación con la rara sensación de ser protagonista de una ceremonia. Huele a muerte, pero eso no la conmueve. Se acercará a la cama y se quedará de pie junto a él, mirándolo sin verlo. No querrá fijarse en los estragos de la enfermedad sobre su cuerpo. No lo hará porque tiene miedo de sí misma, de su felicidad. El, en cambio, la contemplará largo rato antes de hablarle:
– Sigues estando muy guapa. Veo que las cosas no te han ido mal.
– Así es.
– ¿Cómo está la niña?
– Bien. Muy bien.
– ¿Se parece a ti?
– Eso dicen.
– ¿Querrás traérmela?
– No.
– Ya. Todavía no me has perdonado, ¿eh?
Alegría luchará consigo misma. Estará a punto de decirle que no, que jamás lo perdonará, que aunque viviese mil años nunca podría perdonarle todo el daño, toda la pena, todo el asco, toda la humillación, todo el desprecio que le hizo sentir de sí misma ni tampoco aquella vida de mujer sola que no fue capaz de volver a mirar a un hombre a los ojos, pero que, por encima de todas las cosas, no puede ni quiere ni debe perdonarle la muerte de las gemelas. Sin embargo, un último ramalazo de piedad la hará contenerse.
– Sí, te he perdonado -le dirá-. Puedes morir en paz.
Y se irá de allí con la conciencia tranquila. Y con la vida tranquila. Para siempre. Esa noche se repetirá su sueño por última vez, pero ahora es a ella a quien persigue Alfonso, por el mismo pasillo embaldosado de las viejas pesadillas. Y ahora no se despertará cuando él esté a punto de disparar. Se volverá y lo verá desplomarse, muerto, inocente al fin y callado, mientras la pistola rueda sobre el suelo y cae al mar.
A la mañana siguiente, Jesús Vela volverá a su oficiha.
– Alfonso ha muerto esta noche -le dirá.
– Ya lo sabía. Gracias.
– ¿Va a asistir usted al entierro?
– No, no iré.
La mirada del hombre será reprobadora. Ella se la sostendrá firmemente, sin inmutarse, hasta que sus ojos atraviesen de pronto aquel cuerpo y vuelen por encima de la ciudad y se posen con calma en la colina del Paraíso, sobre un gran prado luminoso y el agua mansa más allá. En paz.