EPILOGO

LA RENUNCIA

El verano pasará rápido. Uno tras otro se irán los días largos, los cielos transparentes, el olor tibio del aire, los vuelos torpes de las gaviotas jóvenes, el esplendor de los árboles, la dulzura del sol sobre los cuerpos maltrechos. Una mañana, de pronto, los nubarrones negros se arremolinarán en torno a la colina del Paraíso, y extenderán luego su oscuro dominio sobre la ciudad. El viento arrancará a soplar con fuerza, arrastrando a su paso basuras y tierra. Las olas se enfurecerán, y una lluvia otoñal, fría, comenzará a caer sobre Castrollano, que parece encogerse y tiritar bajo esa avanzada de lo que habrá de ser un crudo invierno, sin carbón, sin calzado, sin comida. Para muchos también sin esperanza.

Uno de los primeros días de lluvia, Letrita saldrá muy temprano, mientras todas duerman aún en la casa. La breve luz de finales de septiembre todavía no se habrá abierto camino, aunque al acercarse a la playa, en el horizonte, algo brille ya y palpite. Letrita temblará un poco del frío, pero las campanas del convento de las agustinas, llamando a prima, parecerán reconfortarla. Sus golpes en la puerta sonarán pausados.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida. Vengo a ver a sor María de la Cruz.

Como si vagase entre los plátanos húmedos, su voz permanecerá largo rato en la plaza silenciosa.

Cuando regrese a casa, pasadas las 11, las nubes habrán desaparecido y la mañana habrá adquirido un tono azulado y brillante. Es domingo, y mucha gente pasea por las calles aún empapadas. Hay hombres insolentes que lanzan sus miradas llenas de soberbia sobre los otros, y hombres acobardados, que rehúyen los ojos ajenos. Mujeres emperifolladas que aprietan el misal entre las manos, anhelando ser vistas, y jovencitas flacas como husos que caminan vergonzosas, humilladas bajo el peso mojigato de sus mantillas. Hay tullidos mendigando, y viejas malolientes y enfermas que estiran la mano y parecen a punto de agonizar. Y niños, muchos niños, crías y crios revoltosos, tranquilos, harapientos, endomingados, llenos de piojos, rollizos, crías y crios que aún van rodeados de su halo de candidez, ignorantes de la vida pequeña y marchita que les espera, probablemente felices.

Al llegar delante del Ayuntamiento -en el que ya habrán comenzado las obras de reconstrucción que tratan de borrar del edificio el recuerdo de los bombardeos-, Letrita se tropezará con un grupo de falangistas. Ocupan buena parte de la plaza, cantando a voz en cuello el Cara al sol, alzados y firmes los brazos. La gente que pasa les devuelve el saludo y grita con ellos ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! Algunos incluso se detienen a cantar. Letrita se alejará nerviosa del lugar, aunque aún alcanzará a ver cómo varios falangistas rodean amenazadores a un campesino. El hombre, pequeño y enjuto, ha pasado a su lado sin levantar el brazo y ni siquiera mirarlos. ¿Acaso no los ha visto o lo ha hecho a propósito? Un tipo recio, de bigote fino y mirada torcida lo agarrará por los hombros y le preguntará. El campesino se sentirá asustado, callará, bajará la vista al suelo, balbuceará una disculpa, buscará luego con los ojos una ayuda que no habrá de llegar. De pronto, el falangista echará mano a su pistola.

– ¡De rodillas! -gritará.

El hombre asustado se tirará al suelo, golpeándose contra las piedras.

– ¡Levanta el brazo!

Obedecerá, tembloroso y torpe.

– ¡Canta el Cara al sol! ¿No me oyes, aldeano de mierda? ¡Canta!

El hombre asustado susurrará:

– No me lo sé…

El pistolero lo cogerá por los pelos y le obligará a levantar la mirada. El arma rozará ahora su frente.

– Con que no, ¿eh? Así que eres uno de esos rojos ignorantes que ni saben ni quieren saber… Pues yo te aseguro que vas a aprenderlo. ¡Vaya si vas a aprenderlo! ¡A hostias, si hace falta! ¡Camaradas! ¡Toca lección de canto!

Un coro de voces desapacibles arrancará la primera estrofa del himno. El cabecilla lo interrumpirá pronto con un golpe de su arma en el aire.

– ¡Basta! ¡Ahora canta tú!

El hombre asustado apenas logrará abrir la boca, intentará repetir los dos primeros versos como un mudo que se afanase en hablar.

– ¡No te oigo bien! ¡Más alto!

Volverá a cantar, algo más fuerte esta vez.

– ¡Así me gusta! Ya seguiremos con esta lección. Ahora grita: ¡Arriba España! ¡Bien alto, que se enteren todos!

Y el hombre asustado gritará con toda la potencia de que dispongan sus pobres pulmones agarrotados del miedo. Apenas termine, la culata de la pistola se dirigirá directamente a su sien. Se quedará tendido en el suelo, desmayado del golpe que ya le va amoratando la piel. Los falangistas rodearán a su camarada y le darán palmadas en la espalda. El gentío se alejará del lugar, evitando al herido como si se tratase de un bulto peligroso. Los habrá que lamenten el incidente, pero disimulen como puedan su desagrado. Los habrá que aplaudan, y luego vayan a misa y comulguen y confíen a Dios su alma.

Esa tarde, Letrita reunirá a sus hijas en el comedor. Necesita hablar con ellas. A Mercedes se la han llevado a casa de Esperanza, la hermana de Margarita, para que juegue un rato con sus primos, que van criándose bien y por suerte parecen haberse olvidado de las penurias pasadas y hasta de la existencia de su padre y de su madre, a los que jamás mencionan. Letrita mirará a las chicas, tan flacas, tan ojerosas todavía, revolverá luego su taza de manzanilla. No ha podido echarle azúcar, imposible de encontrar en esos tiempos, pero a pesar de todo mantiene la costumbre de hacer girar muchas veces la cucharita, que choca contra la loza produciendo un sonido alegre, como el que acompañaba las ricas meriendas del pasado.

– Qué pena no tener unas gotitas de anís -dirá, observando atentamente la infusión humeante.

– No te preocupes, mamá, en cuanto se pueda conseguir, te compraremos no una botella, sino una caja entera -responderá Alegría entre risas.

– Si no me preocupo, están las cosas como para preocuparse por eso… Soy vieja, pero todavía no me he vuelto tonta. De lo que sí me preocupo es de Merceditas. -Las hijas se enderezarán en las sillas, atentas a sus palabras-. Hay que tomar una decisión con esa niña. Las clases están a punto de empezar. Esta mañana he ido a ver a mi amiga sor María, la que es monja en las agustinas. Me ha asegurado que, si nosotras queremos, la admitirán en el colegio. Sin cobrarnos nada.

Las cuatro mujeres permanecerán silenciosas un largo rato. Las cuatro pensarán en las miradas acusadoras, los insultos, las humillaciones, el doloroso castigo que reciben día tras día por haber creído que se podía construir un mundo mejor. Y pensarán en la niña a la que quieren por encima de todo, ajena a la crueldad en la que están viviendo, al peso insostenible de la derrota que se les ha echado encima aplastándolas. Mercedes inocente, llena de deseos como todos los niños del mundo, y condenada a vivir una vida tan distinta de la que habían soñado para ella.

Los ojos de Alegría parecen suplicar.

María Luisa resoplará, nerviosa. Aún tratará de resistirse, en un último esfuerzo de su entereza:

– Ya hemos hablado de esto otras veces… Si mandamos a la cría al colegio, a ése o a la escuela, da lo mismo, podemos imaginar lo que va a pasar. La van a educar como ellos quieran. La harán sumisa, devota, franquista. ¿Estamos seguras de que es eso lo que deseamos para ella?

– Ya… ¿Tú qué opinas, Feda?

Feda se recordará a sí misma, aquella muchacha que hasta hace tan poco, hasta que Rosa y Simón la han rechazado abiertamente, ha vivido lejos de la realidad, en un mundo de ilusiones absurdas.

– Si Merceditas se queda en casa y no va al colegio, le haremos creer que la vida afuera es igual que aquí dentro. Y cuando tenga que salir, se confundirá y le harán daño y se sentirá muy desgraciada. En cambio, si se educa con otras niñas, quizá se convierta en algo que a nosotras no nos guste, pero sufrirá menos. Eso creo.

Letrita beberá un sorbo de su manzanilla. El calor le entibia el estómago. Qué fácil es equivocarse con los hijos, piensa, incluso cuando intentas hacerlo lo mejor posible y le das mil vueltas a cada una de tus decisiones. Ella ha cometido tantos errores, y sin embargo ha tenido mucha suerte: puede sentirse orgullosa de los suyos. Del pobre Miguel, que era tan bondadoso como su padre y tan apasionado como ella misma, de la tranquila Alegría, la valerosa María Luisa y hasta de la pequeña Feda, que ha crecido en estas últimas semanas más que en muchos años, y está volviéndose fuerte y segura. Cada uno de ellos es un ser humano decente. Quizá eso no valga mucho en estos tiempos, pero Letrita siempre ha creído que la conciencia limpia es lo único que te llevas a la tumba. Aunque hasta llegar a la tumba, hay que pasar por la vida. Y de eso nadie sabe nada.

– ¿Y tú qué dices, mamá? ¿Qué habría decidido ella si se hubiera visto en una situación así cuando sus hijos eran niños? ¿Qué habría decidido Publio?

– Ya sabéis lo que digo. Lo mismo que os digo siempre. Que lo que más me gustaría del mundo es que la niña llegara a ser tan honrada, luchadora y libre como vosotras. Pero que lo que más me dolería es convertirla en una víctima de nuestras convicciones, por muy seguras que estemos de ellas. Por desgracia, éste es el momento que le ha tocado vivir. Claro que a nosotras no nos gusta. A nadie con un solo gramo de inteligencia le puede gustar este mundo intolerante. Pero, hoy por hoy, y si nadie lo remedia, la niña tiene que crecer en él. Me parece que Feda tiene razón, y que debemos permitir que Merceditas forme parte de ese mundo, aunque lo detestemos. Me parece que no tenemos derecho a encerrarla, que nuestra obligación es dejar que sea ella quien decida en el futuro qué clase de persona quiere ser. Pero en el futuro, cuando sea adulta, cuando tenga capacidad para aceptar las consecuencias de sus ideas y de sus actos, sean los que sean. No ahora que no es más que una niña. Ya habrá tiempo, y con la sangre que lleva, estoy segura de que tarde o temprano se rebelará. Aunque a veces también pienso que quizá me equivoque, y que si la ponemos ahora en sus manos, puede ser que después ya no tenga remedio. No lo sé. Y me pregunto quién podría saberlo. Ése es el riesgo que corremos. Pero la vida consiste en correr riesgos, no hace falta que os lo diga precisamente a vosotras. En cualquier caso, hijas, tenemos que elegir. Tenemos que hacer una renuncia. O nuestras ideas, o Merceditas.

María Luisa mirará durante un largo rato a Alegría.

– Tú no has dicho nada.

Ella bajará los ojos, contemplará su falda ajada, las manos resecas y amoratadas del frío.

– Yo sé que Mercedes tiene miedo. Por mucho que nosotras disimulemos, por mucho que le escondamos la dureza de lo que estamos pasando, la niña se da cuenta de que nos tratan mal. De noche me pregunta cosas y se abraza a mí, y aunque no me lo dice para no disgustarme, sé que está asustada. ¿Qué puedo pensar yo? Soy su madre, lo único que quiero es que no sufra. Daría mi vida por eso. ¿Cómo no voy a dar mis ideales? Pero tal vez no sea más que debilidad.

María Luisa guardará silencio durante unos instantes. Luego le sonreirá a su hermana:

– No, no es debilidad, tonta. También eso es la consecuencia de tus ideales: ser generosa, tanto como para renunciar a ellos, aunque se te parta el corazón. Es verdad, mamá, ya habrá tiempo en el futuro, claro que sí. Esto no va a durar para siempre.

Alegría suspirará:

– Dile a sor María que, de momento, la llevaremos al colegio.

Un griterío de golondrinas atravesará entonces el aire. Los nubarrones han vuelto a oscurecer Castrollano, y descargan ya una lluvia enfurecida. Los pájaros revolotean, se esconden, se buscan, entrecruzan sus alas para enfrentarse juntos a aquel repentino anochecer tan temprano y frío.

Afuera, los derrotados tratarán de superar una noche más. Las viudas buscarán un puñado de mondas de patata para dar de comer a los hijos, un trozo de carbón con el que calentarlos. En las cárceles, los presos aguardarán la hora inhumana del amanecer, cuando la voz resonando en la tiniebla anuncie los nombres de los que han de morir esa mañana.

Afuera, multitudes de almas se prepararán para guardar silencio, un largo silencio que habrá de cubrir sin piedad esas vidas a las que les han sido robados el pasado y la esperanza.

Las mujeres de la familia Vega observarán la caída de la noche, el vuelo agrupado de las golondrinas. En sus ojos se agazapará la sombra melancólica de la resignación, y también el fulgor obstinado del ansia de vivir.

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