MIGUEL Y LA GUERRA

Después de reencontrarse con Rosa, Feda regresa a casa de Carmina sintiéndose tan feliz como no recuerda desde hace mucho. Ni siquiera las ruinas y la podredumbre, la devastación de la ciudad entera, hundida sobre sí misma, pueden con su alegría. Aún ignora que Rosa no se atreverá a mostrarse con ella en público, que Simón la rechazará por miedo a destruir su carrera recién comenzada. Ajena a esas decepciones que la esperan, siente que la vida empieza otra vez, que el negro agujero de los últimos años está a punto de desaparecer para siempre, que al fin regresa el tiempo de la luz, las ilusiones interrumpidas del pasado, como si su historia retomara el curso que debía haber seguido por su impulso natural y que la guerra sacó momentáneamente de su cauce. Volverá a ser la novia de Simón, piensa, aunque sea en la distancia. Buscará un trabajo para ayudar en casa hasta que sea el momento de la boda y se vaya a vivir con él a Madrid. Se hará vestidos nuevos, se comprará una barra de labios rosa fuerte en un estuche plateado y un frasquito de colonia de lavanda, aunque sea pequeño, y llegarán de nuevo las tardes dulces con su amiga, las de escaparates y callejeo y risas y baños y helados de turrón…

Cuando llama a la puerta de casa de Carmina, son casi las dos de la tarde. María Luisa está furiosa:

– ¿Tú qué te crees, niña? Está bien que hayas ido a ver a tu novio, pero éstas no son horas de venir, con todo lo que hay que hacer. Feda pone cara de burla.

– Vale, vale, Marialuisita, tienes razón, pero el

amor es el amor, ¿o no?

A su hermana no le queda más remedio que

echarse a reír. El comportamiento infantil de Feda la saca de sus casillas, pero a veces también logra enternecerla. Le pasa el brazo por los hombros.

– Venga, cuéntame, ¿lo has visto?

– No. Está en Madrid. ¡Pero está vivo, está vivo!

Aunque personalmente no siente ninguna simpatía por aquel niñato, María Luisa comprende la euforia de Feda.

– Me alegro mucho, Fedita, de verdad que sí. A ver si ahora todo se arregla, aunque…

– Ya sé lo que estás pensando, que me ha dejado, que ya no le intereso, pero te equivocas, ya verás cómo te equivocas. -Ojalá. Sin embargo, más vale que te hagas a la idea de que las cosas no siempre salen como queremos. Y que si Simón se ha largado, hay otros muchos por ahí que se derretirán en cuanto los mire la chica más guapa de Castrollano. Feda se sonríe como una niña halagada.

– ¿De verdad que todavía te parezco guapa?

– Claro que sí, tonta. Guapísima. Ahora estamos todas cansadas, pero en cuanto nos recuperemos un poco, ya verás cómo volverán a hacer cola a la puerta de casa para salir contigo.

María Luisa sabe que está mintiendo, pero no quiere que Feda se desanime. Todavía a menudo sigue protegiéndola como cuando eran niñas y ella -que le saca casi cuatro años y siempre fue más valiente- la llevaba de la mano por las calles, le limpiaba las heridas si se caía en el parque o la defendía de las compañeras más brutas de la escuela. Pero también se siente aún responsable de controlarla y someterla a la disciplina familiar. Así que, pasado el momento de los mimos, vuelve a ponerse seria.

– Y ahora vete a ver a mamá y pídele disculpas. Llevamos esperándote toda la mañana para ir a casa de Miguel. Habrá que dejarlo para esta tarde, pero no puede ser que todo el mundo tenga que estar pendiente de ti, Feda. Ya está bien.

Después de una comida aún más frugal que la cena de la noche anterior, las mujeres de la familia Vega salen para ir a visitar a la viuda de Miguel y a los niños, que probablemente seguirán viviendo en la casucha del barrio de pescadores. A Letrita aún le cuesta trabajo pensar en Margarita como la viuda de su hijo, pero se esfuerza en hacerlo, porque a él le hubiera gustado que fuera así. A decir verdad, aquella boda había sido una sorpresa de la que ella todavía no se ha recuperado del todo. Y no sólo por las características de la novia, sino también porque Miguel parecía ser uno de esos hombres con vocación de soltero. Cumplió los treinta sin haber tenido nunca una novia formal. Estaba demasiado ocupado con su trabajo de fotógrafo, su actividad en el partido comunista y las tertulias interminables del Ateneo Obrero. Siempre rebelde y radical, a los diecinueve años se fue del piso de la calle Sacramento para instalarse en un chamizo del barrio de pescadores con dos o tres camaradas. Su familia le resultaba, según les dijo, demasiado burguesa. Mucho mimo, mucho guisote, mucha cama blanda… Todo aquello debilitaba el cuerpo y el espíritu. Él se consideraba un soldado de la revolución que habría de llegar, y como tal quería vivir. Sin embargo, de vez en cuando aparecía a comer o a que alguien le echase una mano con su ropa mal planchada. Llegaba con cara de pocos amigos, como si estuviese enfadado consigo mismo por tener que rebajarse de aquel modo, pero en cuanto se sentaba a la mesa y empezaba a dar cuenta de los garbanzos con bacalao, la carne guisada o la sopa de pescado, se le pasaba el mal humor, se le encendían los ojos y empezaba a contar mil aventuras y chascarrillos que a todos les hacían partirse de risa. En el momento de irse, cuando Letrita lo abrazaba y le decía: vuelve pronto, hijo, ponía de nuevo su cara enfurruñada y contestaba: ¿yo?, ¿volver pronto yo a este nido de acomodaticios? ¡Ni lo sueñes, madre!, y después la besaba y se iba silbando escaleras abajo La Internacional, para que le oyese bien oído la casa entera.

Todavía adolescente, había entrado de ayudante de un viejo fotógrafo que le enseñó todo lo que sabía de su oficio y todo lo que sabía de política, que era mucho. Con él se hizo comunista y con él llegó a ser un experto en retratos. Manejaba como nadie en Castrollano el arte de hacer posar a los clientes, enmarcarlos en un decorado adecuado a su personalidad y obtener de ellos su mejor expresión. Y, en ese campo, curiosamente, la delicadeza era su dominio. Todo lo suave, lo pulcro, lo exquisito llamaba la atención de su ojo. Ante una mujer hermosa, vestida de sedas y terciopelos, o un viejo elegante con chistera y bastón, realmente se derretía. Pero lo que más le gustaba fotografiar era niñas, a ser posible de blanco, con grandes lazos. Las rodeaba de flores y gasas, y así componía aquellos retratos un tanto anticuados pero muy del agrado de la mayoría de la

gente, que los encontraba, como solían decir, preciosos. A veces sus camaradas le preguntaban el porqué de ese gusto aburguesado y un poco Victoriano y trataban de convencerle para que sacase su cámara a la calle y retratara a los obreros de las fábricas o los crios de los barrios miserables, pero él se negaba y defendía su arte. Estaba dispuesto a dárselo todo al partido y a la revolución, decía, su inteligencia, sus horas libres y su valor el día que hiciera falta, pero que nadie le pidiese que le entregase también su talento. Lo suyo era aquello, la recreación de la parte agradable de la vida, y ni se preguntaba las razones ni se las discutía a sí mismo.

Sin embargo, Miguel no llegó a enamorarse de ninguna de aquellas jóvenes lánguidas y elegantes que acudían a su estudio, a pesar de que hubo más de una que, atraída por su aspecto un tanto extravagante y su fama de revolucionario, subió una y otra vez las escaleras del viejo edificio con las excusas más absurdas y le dedicó miradas de intensa ternura. Pero él era poco dado a los amoríos. A decir verdad, las mujeres le interesaban más como objetos a retratar que como elementos provocadores de su deseo, poco vivido, o de sus sueños, centrados en asuntos que consideraba más trascendentes. Además, tenía muy claro que una cosa era el arte y otra la vida. Y en la vida, en la de verdad, quien acabó gustándole, aunque no se pudiera hablar de pasión ni mucho menos, fue una vecina del barrio de pescadores, guapa y dueña de un descaro proverbial. La chica no le hacía ningún caso, pero un día llamó a su puerta llorando. Estaba embarazada, no importaba de quién. El tipo no era su novio ni nada parecido, y no quería que se enterase. No sabía qué hacer. Una de sus amigas había muerto a causa de un aborto el año anterior, desangrada, y ella no se atrevía a pasar por eso. Además, le apetecía tener un hijo, le parecía una buena cosa. Pero también le daba miedo tenerlo sola, sin un hombre que la ayudase a criarlo. Estaba hecha un lío, y, no encontrando nadie con quien hablar de aquello, se le había ocurrido que él, que sabía tanto de todo, podría quizá aconsejarla.

Miguel sólo le dijo que lo pensara bien y que hiciese lo que realmente quisiera, sin sentirse obligada por nada ni por nadie. A Margarita le gustó tanto charlar con él aquella tarde, que desde entonces empezó a ir a buscarlo a menudo. Escuchaba impresionada los discursos de su nuevo amigo sobre el marxismo y la revolución. Muchas de aquellas cosas las había pensado ella siempre, aunque sin saberlo muy bien ni encontrarle las palabras adecuadas ni darse cuenta de que había otras personas que veían el mundo de la misma manera. Descubrir que no estaba sola la hacía sentirse exaltada y dispuesta a lo que fuera. Así que un día le dijo a Miguel que había decidido tener el niño, o la niña si es que niña era,

para que se pareciese a él y pudiera hacer en el futuro la revolución. Miguel la abrazó muy fuerte, y luego puso la cabeza sobre su barriga, por ver si oía crecer a aquella criatura del porvenir.

Cuando el embarazo fue siendo visible y algunos hombres del barrio empezaron a mirar a Margarita con tanta burla como deseo, Miguel se la llevó una tarde de domingo a un merendero que había en Torió, donde un grupo de músicos tocaba pasodobles. Y allí, entre dos pasos de baile, le preguntó si se casaría con él. Margarita sólo quiso saber si estaba dispuesto a reconocer al niño aunque no fuera suyo, y él contestó que era hijo de la pobreza, y que eso le bastaba para considerarlo como propio. Entonces ella aceptó. Fue un compromiso un poco raro. No se besaron ni hablaron de amor, porque ni existía ni pretendían engañarse a sí mismos. En realidad, tampoco lo necesitaban. Era suficiente con el cariño y la protección mutua.

A los pocos días, Miguel apareció en casa de sus padres con Margarita y la presentó como su novia. También explicó que la criatura que esperaba no era suya, pero que eso daba igual. La sorpresa fue mayúscula, aunque Publio reaccionó en seguida: abrazó al chico, besó a la novia y trajo una botella de anís y otra de coñac para brindar por el acontecimiento, que parecía haberlo entusiasmado. Letrita disimuló cuanto pudo y fingió sumarse a las muestras de alegría, pero se sentía profundamente decepcionada. Ella siempre había deseado que su hijo se casara con una maestra o alguien así, una mujer inteligente y preparada con quien pudiese compartir sus inquietudes y sus afanes. Y aquella muchacha nada tenía que ver con sus deseos. Tal vez fuera buena persona, pero ignorante, muy ignorante. Su vocabulario de arriera y su tono de voz estentóreo le parecieron lamentables. Tampoco le gustó su aspecto: Margarita había intentado arreglarse para la ocasión ciñéndose la tripa y los pechos hinchados con un vestido feo y chillón, y se había recogido el pelo demasiado fino en un moño torpe que ya al llegar a la casa se mostraba desgreñado. Según la silenciosa opinión de Letrita, parecía una buscona. Y a saber si no estaría abusando de su hijo, que a pesar de tanta revolución era un inocente.

Sin embargo, se tragó el parecer y el chasco, para no aguar la fiesta. Por la noche, mientras pasaba su cotidiano ratito de soledad en el cuarto de baño, decidió que algo debía decirle a Publio. El ingenuo de su marido no parecía darse cuenta de todo aquello y estaba más contento que unas castañuelas, como si Miguel fuera a casarse con una poeta o una científica o, cuando menos, con una mujer de apariencia decente. Sentía una rabia tremenda, la colérica impotencia de la madre frustrada en sus sueños, y ganas le daban de salir dando un portazo y ponerse a gritarle que si era tonto o no tenía ojos en la cara o qué. Pero mientras hacía los reconfortantes gestos cotidianos, mientras se lavaba y se cepillaba el pelo y se limpiaba los dientes y se desvestía y se ponía su camisón, fue calmándose y creyó haber recuperado el buen juicio. Seguro que Publio tenía razón en alegrarse. Se estaba poniendo un poco exagerada con aquel asunto. Seguro que Margarita era una buena chica y que quería bien a Miguel y Miguel a ella, y al fin y al cabo su hijo no era una persona normal, tenía que reconocerlo, y siempre le daba por hacer cosas raras que, a la larga, le sentaban estupendamente bien. Ella también se había enfadado, y mucho, cuando se empeñó en irse a vivir a aquella casa en ruinas del barrio de pescadores, en medio de la miseria y la sordidez, y míralo, ahí estaba tan feliz, disfrutando de aquel lugar en el que cualquiera menos especial que él no se atrevería ni a poner los pies.

Acabó llegando a la conclusión de que no le gustaba Margarita y seguramente no le iba a gustar nunca, pero, a fin de cuentas, ¿quién era ella para juzgar a nadie? Si eso era lo que Miguel quería, tenía que alegrarse por él. Así que cuando al fin salió del baño y entró en la habitación, había decidido hacerle un único comentario a Publio:

– Qué bien que por fin ese hijo nuestro solitario y raro vaya a tener compañía -le dijo. Sin embargo, una vez pronunciadas esas palabras afables, no pudo evitar soltar una pulla-. Aunque, la verdad, esa chica necesita unas clases de modales y de gusto, ¿o no?

Publio se encogió de hombros:

– No sé, Letrita. No me he fijado en eso. Y si te digo la verdad, no me importa nada. Me parece que es una buena persona. Tranquila, valerosa y leal. Yo creo que con eso basta.

Letrita refunfuñó un poco, y siguió refunfuñando siempre, sin poder evitarlo, a pesar de que el tiempo le quitase la razón. Margarita y Miguel se llevaban extraordinariamente bien, y sabían cuidar el uno del otro. Ella era una compañera simpática y decidida, que aportaba un punto de realismo a la estrafalaria vida de su marido. Y él parecía más contento de lo que nunca lo habían visto. Cuando nació el niño, resultó incluso, por esas cosas raras de la vida, que se parecía a él. Quienes desconocían el asunto no hacían más que señalarlo, este Miguelín es igual que su papá, tan claro y de cara redonda y nariz importante, decían, y le daban la enhorabuena. Hasta Letrita, que aún no tenía nietos varones, lo aceptó como propio en cuanto lo vio y pareció olvidarse de la verdad. En cuanto a Miguel, lo menos que se podía decir es que babeaba con el crío, y se empeñó en tener otro en seguida con tal afán que el pequeño Publio nació sólo doce meses después que su hermano mayor.

Entretanto, seguían viviendo en el barrio de pescadores, aunque habían abandonado la vieja casucha compartida de Miguel por otra para ellos solos. No es que el dinero no les diese para algo mejor, pero a los dos les gustaba estar allí, con la gente de siempre, en aquellas callejas embarradas por las que correteaban los niños, se tambaleaban los borrachos, se pavoneaban las putas y los marineros, trajinaban dando voces las pescaderas y, a veces, hasta corría la sangre después de algún altercado a navajazos entre chulos o tripulaciones ebrias. Aquello era la vida de verdad, sostenía Miguel. Mucho más real, en su crudeza y su ternura, que la de los señoritos de los buenos pisos. Aunque fuese a ellos a quienes seguía retratando.

Margarita, que trabajaba con su madre en el puesto que tenían en la plaza del pescado, se llevaba a los crios con ella cada mañana. Miguelín y Publio crecían sucios, gritones y revoltosos, aunque sanos y espabilados. A Letrita le daba un poco de grima verlos con aquel aspecto y aquella ropa siempre rota, y a veces les regalaba pantalones o camisas. Pero cuando volvía a pasar por el mercado un par de semanas después, lo nuevo parecía ya viejísimo y, al regresar a casa, se quejaba con Publio:

– Desde luego, Margarita es muy buena, yo no digo que no, pero a esos nietos míos me los tiene hechos un asco.

Publio se encogía de hombros:

– ¿Qué quieres, mujer? No van a andar de punta en blanco entre las sardinas, qué bobada. ¡Déjalos en paz, que así se crían muy bien! Lo importante es que sean buenas personas, y estoy seguro de que de eso se ocupará Miguel. Y su madre, también su madre. Así que tú, tranquila.

En cuanto se produjo el golpe de estado, Miguel se apuntó inmediatamente en la milicia, en la Columna Negra, la de los mineros, la que mandaba el luego legendario Quintín Arbes. Margarita no sólo no le puso ni un pero, sino que lo animó a que se fuera de soldado. Eso es tener huevos, le decía con su lenguaje sin prejuicios. ¡Hay que luchar contra esos cabrones, y mi hombre el primero, dando ejemplo!, repetía una y otra vez a quien quisiera escucharla. Lo despidió ardorosa en la estación, alzando su propio puño y el de los niños, y cantando a voz en grito La Internacional. Luego, al llegar a casa, lloró un poco, ella que no lloraba nunca, porque le dio por pensar en los peligros que iba a correr su marido. Sin embargo, se reanimó enseguida participando en todas las actividades de las mujeres comunistas. En las manifestaciones, en los mítines, en los desfiles exaltados de los milicianos que poco a poco iban agrupándose y partiendo a los frentes cada vez más numerosos y sangrientos, allí estaba siempre, con los crios colgados del cuello, Margarita la pescadera, como la llamaban las camaradas, tan deslenguada e inculta como inasequible al desaliento.

A punto estuvo incluso de irse ella misma a la guerra. Algunas otras mujeres ya se habían alistado, y a Margarita aquello le pareció una gran idea. Pensaba, aunque no supiese expresarlo así, que en ese momento su deber estaba fuera de casa, y creía, como Miguel, que tenían ante sí una gran oportunidad para hacer la revolución. Se sentía capaz de ir al frente, de empuñar un arma, de pasar necesidades, de matar si era preciso. Pero cuando se lo hizo saber a su madre, ésta, que había desarrollado a lo largo de los años un carácter tremendo, de viuda joven con muchos hijos y sin ningún apoyo, se lo impidió.

– Tú lárgate, lárgate si quieres, y a ver qué pasa con tus niños, porque no te creas que me voy a quedar yo aquí cuidándolos… ¡Pues no me faltaba más, a mis años! Ya os crié a ti y a tus hermanos y mira cómo me salisteis, que los otros ni se acuerdan de que existo y tú te piensas que soy tu sirvienta. ¿Pues sabes qué te digo? Que por mí, haz lo que quieras, pero a tus hijos los llevo yo al hospicio, vaya que si los llevo, así que ni se te ocurra largarte. ¡Dice que a la guerra! Será de puta, porque de otra cosa…

Los gritos se habían oído en todo el barrio. Al final, como de costumbre, Margarita se llevó un bofetón, y aunque maldiciendo, se sometió una vez más a las amenazas maternas, que siempre eran cumplidas, y tuvo que quedarse en Castrollano. Lo único que pudo hacer fue seguir participando en todos los actos, en primera fila y vociferando más que nadie.

Miguel, entretanto, escribía de vez en cuando. Se le notaba desanimado y escéptico, como si hubiera dejado de creer que la victoria estaría de su parte. En algunas cartas llegó a ponerse incluso sentimental, y les hablaba, a Margarita y a los niños, igual que si se fuera a morir. Sin embargo, los primeros días habían sido buenos, incluso felices. La guerra todavía parecía entonces cosa de poco, y era una buena excusa para cambiar el mundo. Con su columna de mineros, le había tocado ir a tomar el puerto de Sarres, donde una guarnición se había sublevado y se había hecho con el poder, fusilando al alcalde y a cuantos supuestos republicanos fueron denunciados por sus convecinos. Los milicianos se apostaron enfrente, en lo alto de la sierra del Ciella. Desde allí divisiban la villa al completo, el pequeño puerto en el que fondeaban los pesqueros, las casas de indianos con sus hermosos jardines, la colegiata en medio de las callejas tortuosas y, al lado, la vieja fortaleza reconvertida en cuartel, con los cañones que un día sirvieron para espantar franceses -herrumbrosos ahora e inútiles- asomándose al acantilado. Alrededor se extendían las manchas todavía lozanas de las aldeas, las huertas de cerezos y las pomaradas, los campos de maíz, los estrechos caminos embarrados por donde iban y venían despacio las vacas, adormiladas y dichosas, los prados sobre los que se levantaban, como pequeños monumentos rituales, los almiares que amarilleaban lentamente al sol. Y más allá, el mar. Por supuesto. La inmensa piel del mar que algunos milicianos del interior veían por vez primera y en la que inevitablemente se distraían las miradas, siguiendo los cambios de color debidos a la luz, el verde profundo, el azul cobalto, el violeta tostado, el pardo riguroso, de negrura casi semejante a la del carbón.

Aquello parecía más un campamento de montaña que una acción militar. En el pueblo, después de la violencia inicial, todo estaba tranquilo y en orden. Por lo que podían ver desde allá arriba, la gente seguía haciendo sus actividades cotidianas, como si no ocurriera nada. Los pesqueros salían al amanecer y regresaban a media tarde. A lo lejos se oía el ruido de los motores, y podía seguirse la estela blanca que iba marcando su rumbo lento. Las gentes acudían al trabajo, abrían las tiendas y los bares, se afanaban en los campos, cuidaban del ganado. Las mujeres hacían la compra y los niños jugaban en la calle o se bañaban en las playas cuando bajaba la marea. A las doce, sonaban las campanas de las iglesias tocando el ángelus. Y el domingo una enorme multitud acudió a misa de nueve a la colegiata, y luego siguió por las calles a un Nazareno bamboleante, al que precedían varios curas y un enjambre de monaguillos que vistos desde la sierra parecían pequeños insectos blancos y rojos. Debieron de cantar, porque cuando el viento soplaba favorable llegaban allá arriba ráfagas melódicas.

Los milicianos no sabían qué hacer. Pasaban los días y las noches y ellos esperaban a que ocurriera algo, una maniobra del enemigo, la llegada de un enlace con órdenes exactas. Ninguno era experto en las cosas de la guerra. Dos o tres, los más veteranos, habían estado en la de Marruecos, aunque no habían pasado de soldados, salvo Quintín Arbes, que llegó a cabo. Ahora rememoraban constantemente aquellos tiempos y presumían de sabiduría militar. Hablaban de estrategia; discutían acaloradamente, sin llegar a ninguna conclusión, los movimientos a realizar en los siguientes días y contaban una y otra vez hazañas increíbles, propias y ajenas, que sembraban el entusiasmo guerrero entre los compañeros. Algunos anhelaban entrar ya en combate, tomar Sarres y detener a los insurrectos. Luego -soñaban en voz alta- entregarían el gobierno al pueblo y harían la revolución y convertirían el lugar en un ejemplo para el resto del país. Otros, en cambio, los menos enardecidos, preferían pensar que todo estaba a punto de acabar, que seguramente los golpistas estarían ya rindiéndose por aquí y por allá y que pronto recibirían la orden de regresar a casa sin haber necesitado usar las armas. Miguel pertenecía al primer grupo. La revolución. Ese era su ideal, y ahora, por primera vez en la vida, iba a tener la oportunidad de realizarlo. A veces, cuando miraba el fusil en sus manos, le daba cierta aprensión. Pero entonces empezaba a pensar en todos los hijos de puta con cuyo poder aquella arma era capaz de acabar, y se sentía exultante y dispuesto a cualquier heroicidad.

La excesiva calma de la situación ya estaba poniéndolos a todos nerviosos cuando de improviso al quinto día, lunes, llegó el infierno. Aquella noche los milicianos habían dormido una vez más tranquilamente. Las guardias de dos hombres se hicieron como de costumbre por turnos y, como de costumbre, no hubo ningún sobresalto. A Miguel le tocó el último relevo. Tenía sueño. Echó un trago corto de aguardiente. Encendió un cigarro. La claridad del alba empezaba a extenderse por los aires, aunque el sol aún no había salido y una niebla ligera flotaba entre la sierra y el mar. De pronto, un coro de lechuzas rompió a ulular violentamente en los árboles de la parte baja del monte, y una pareja de ratoneros aleteó sobre su cabeza, chillando enfurecidos. Y justo entonces empezaron a llover las balas. Primero se oyó el ruido sordo de los tiros, que resonó haciendo eco, y unas décimas de segundo después algo le silbó en los oídos y los proyectiles empezaron a clavarse en la tierra y las piedras -haciendo saltar chispas y esquirlas- y en la misma carne de algunos milicianos. Hubo gritos de socorro, gritos de dolor, gritos de furia, y ahí fue cuando Quintín Arbes logró imponer su voz de mando por encima de todas las demás, dando comienzo a la leyenda que le acompañaría el resto de su vida, hasta que su cadáver apareciera un día devorado por las alimañas en mitad del Pico Siesgu, y la Guardia Civil lo reconociese como el famoso guerrillero que había tenido aterradas durante años a varias comarcas.

Siguiendo las órdenes de Quintín, corrieron todos entre las balas a refugiarse detrás de las rocas de la cresta, que formaban un parapeto natural. El tiroteo cesó. Se miraron. Dos hombres se habían quedado atrás, heridos, y se arrastraban monte arriba extendiendo la mano en busca de ayuda. Un disparo perdido le rebotó cerca a uno de ellos, que hundió la cabeza en la tierra y se quedó inmóvil. Quintín mandó a buscarlos, y dio instrucciones para que los dejaran a un lado, tumbados en el suelo. Entretanto, él y Pepo el Herrero inspeccionaban el terreno. Los soldados del ejército golpista estaban cerca, a media ladera del monte, protegidos por los árboles hasta los que habían logrado llegar en plena noche sin ser descubiertos. Ante ellos, entre el lindero del bosque y la cresta de la montaña, se extendía una pradera salpicada aquí y allá de arbustos bajos, y luego un pedregal desnudo. De seguir adelante sin más, caerían como moscas bajo las balas de los milicianos, que habían reaccionado con más rapidez de la prevista. La cosa se había puesto complicada, así que se mantenían quietos, pegados a los troncos, aunque los cañones de los fusiles siguieran apuntando hacia arriba, a la columna de pronto invisible.

En los primeros momentos, Quintín había mandado parar el fuego con el que algunos habían respondido al ataque por sorpresa. Era importante no desperdiciar las municiones y el tiempo. Ahora, al comprobar que tenía a la vista al enemigo, avisó de su situación a los hombres desconcertados y enseguida dio la orden de disparar. La escaramuza fue corta, aunque nadie de los que allí estuvieron habría sido capaz de decir cuánto duró. Quizá quince o veinte minutos, pero bien pudo haber sido una vida entera, o tal vez sólo unos segundos. Los milicianos, bien protegidos por su muralla caliza, atinaron, a pesar de la sorpresa del primer instante. El bosque en cambio no fue refugio suficiente para los sublevados. Cuando el capitán ordenó al fin retirarse, sobre los musgos y los helechos quedaron tendidos los cuerpos de varios de sus soldados. A otros se los llevaron como pudieron, a rastras, chorreando sangre, desgarrándoseles las ropas yla piel con las ramas caídas, las piedras, los matorrales.

Arriba se gritó durante unos instantes. Luego se hizo el silencio. En medio del pedregal, boca abajo, con los brazos abiertos sobre el suelo, Angelín el de Trelles todavía intentaba respirar. Era el más joven de la columna, un chaval de dieciséis años, grandote y desgarbado, que les había entretenido las veladas contándoles sus encuentros eróticos con una mujer casada, quince años mayor que él. Poseía una energía apabullante, que le irradiaba del cuerpo y aturdía a los demás. Miguel le había cogido mucho afecto. La noche anterior habían dormido el uno junto al otro. Angelín estuvo tomándole el pelo un buen rato por lo mucho que le gustaban aquellos libracos gordos como ladrillos que cargaba en la mochila y en los que a menudo se concentraba, alejado de los demás. Las personas eran mucho más interesantes que los libros, decía. Él prefería vivir antes que leer lo que habían vivido otros, emborracharse, follar, emigrar a América, hacer la guerra, y también abrazar a su madre cuando se iba a la cama. Ahí se quedó callado, quizá un poco triste, pero enseguida se durmió y en la penumbra de la noche su cara recobró el aire de inocencia de un adolescente. O eso le pareció a Miguel, que lo miró con atención un largo rato, mientras pensaba si realmente serían capaces de construir un mundo mejor para que vivieran en él los muchachos como ése. Durante la escaramuza, Angelín también había estado a su lado. Miguel le oía gritar todo el rato mientras disparaba. No decía nada, sólo soltaba chillidos inarticulados,

como de animal furioso. De pronto, trepó al parapeto y se lanzó monte abajo, igual que un lobo hambriento contra un rebaño de ovejas. No pudo detenerlo. No le dio tiempo. Lo llamó a voces, pero él ya iba tambaleándose, y su fusil perdido rebotaba una y otra vez sobre las piedras.

Angelín estaba muerto cuando llegaron junto a él. No hubo manera de cavarle una tumba. No tenían con qué. Así que lo cargaron trabajosamente hasta la cresta y luego bajaron el cuerpo por el otro lado de la montaña. Lo dejaron lo más lejos que pudieron, entre unos matorrales que, de alguna manera, parecían servirle de sepulcro. Durante un par de días vieron a los buitres revolotear por encima sin descanso. Después no regresaron más.

Aquel amanecer Miguel aprendió muchas cosas que ya no olvidaría. Cuando le llegó la muerte un año más tarde, en el frente de Aragón, mientras intentaba instalar un cable de teléfono encaramado a un árbol del que se quedó colgando como un pájaro, aún no había sido capaz de comprender de dónde habían surgido aquellas certidumbres que se le habían metido dentro de la cabeza. Que la guerra era una monstruosidad. Que, de cualquier modo, iban a perderla. Y que él no sobreviviría a aquello. Quizá lo había visto en el rostro adolescente y muerto de Angelín el de Trelles, que por unos momentos, mientras lo contemplaba, le pareció el suyo propio.

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