LOS AMORES DE FEDA

Apenas son las nueve de la mañana del día siguiente cuando Feda, bañada ya y arreglada con su mejor vestido, sale de casa de Carmina camino de Torió. Casi no ha dormido en toda la noche, a pesar del cansancio del largo viaje y las sorpresas tan duras de la tarde anterior. La excitación de volver a encontrarse con Simón la ha mantenido en vela. Sin embargo, camina ligera, casi corriendo. No tiene ni un céntimo y no se ha atrevido a pedirlo, así que debe recorrer a pie los tres o cuatro kilómetros que la separan de la casa, más allá de la playa. La última vez que estuvo allí, hace ya tres años, viajó en cambio en el tranvía que llegaba hasta el puente del Gabión. Era el mismo día en que Miguel había rescatado a toda la familia por los tejados de la casa del Sacramento. Desde el comienzo de los tiroteos en el cuartel de Campoalto, casi una semana atrás, no había visto a Simón ni sabía nada de él, y ya no aguantaba más. Así que apenas llegados al piso del tío Joaquín, se escapó sin el permiso de su madre y se subió a aquel tranvía. Pero le pareció tan lento que, al final, decidió bajarse antes de la última parada y echó a correr.

Al llegar al gran caserón de la colina, el corazón le rebotaba en las sienes y en el estómago. Apenas tuvo fuerzas para llamar a la puerta, que abrió la muchacha, tan cejijunta y malencarada como la propia doña Pía. Ni siquiera la saludó, aunque su grito resonó en la casa inmensa y silenciosa:

– ¡Señoraaaa!

Después se quedó callada, firme en el umbral de la puerta, como taponándolo para evitar cualquier intento de atravesarlo. Feda temió desmayarse al tener que enfrentarse por primera vez ella sola a la madre de Simón, que llegó caminando despacio, vestida como siempre de negro, con su collar de perlas brillantes alrededor del alto cuello de encaje y el pelo recogido en la nuca, tieso y duro igual que un casco. Le pareció aún más alta, más adusta e imponente que otras veces. Su timidísimo buenas tardes ni siquiera se oyó. Doña Pía no se molestó en responder.

– Simón se ha ido -le soltó sin más ni más, con su voz grave como la de un hombre-. Está con el ejército de Franco. Así que ahora ya puedes ir olvidándote de él definitivamente, porque ya no volverás a tenerlo. De eso me ocupo yo. Prefiero verlo muerto antes que liado con la hija de un socialista pobretón, entérate de una vez por todas.

Y con un leve gesto de sus cejas ordenó a la muchacha que cerrase la puerta. Feda se puso a llorar a gritos allí mismo, siguió llorando mientras trastabillaba camino de la parada del tranvía y en el propio tranvía -donde un chico muy atento, al que ella ni siquiera miró, le ofreció su pañuelo limpio-, y llegó llorando a casa del tío Joaquín. Después de regañarla por su escapada y por el susto que les había dado -aunque en realidad todos suponían que había ido adonde había ido-, Letrita no supo qué decir para consolarla. Si le seguía la corriente y se lamentaba con ella de aquel amor contrariado por la ceguera de doña Pía, si la abrazaba y le aseguraba entender su pena por la desaparición del novio, los llantos redoblaban, inconsolables. Pero cuando al fin se cansó del lloriqueo y, mientras la obligaba a tomarse una tila, empezó a decirle que tampoco era para tanto, que al fin y al cabo Simón no era más que un señorito fresco y maleducado, que todos veían venir su abandono, con guerra o sin guerra y que no debía empeñarse en aquel amorío absurdo sino abrir los ojos a otros chicos mucho mejores que él, los llantos se convirtieron en gritos histéricos. Fue preciso que interviniera Alegría que, con su dulzura habitual, logró calmar poco a poco a Feda y acostarla después de darle una copita de anís, aunque tuvo que esperar luego a que se durmiese sujetándole la mano.

Desde aquel día, Feda parecía, como decía su madre, la sombra de un suspiro. A su habitual tendencia a las melancolías y los sobresaltos permanentes, se unía ahora una exagerada laxitud física. En silencio, ella misma achacaba aquel desmadejamiento a la interrupción de sus encuentros amorosos con Simón, en el pisito que él había alquilado frente a la playa, y que la vigorizaban mucho más que cualquiera de los tónicos que María Luisa se empeñaba en hacerle tragar para combatir sus frecuentes malestares. Ciertamente, estaba destrozada. En las amargas noches en vela le daba por pensar que nunca más iba a verlo. Simón siempre se había resistido a la más que evidente hostilidad hacia ella de su madre. Pero ahora que estaba lejos y que las cosas se habían puesto tan feas, con aquella guerra que parecía enfrentar personalmente a las dos familias, lo más probable es que acabase por acatar la voluntad materna y la abandonara. Aunque también era posible que muriese en combate, desangrándose, mutilado, ciego… De tener que elegir entre una de aquellas dos perspectivas, Feda no habría sabido con cuál quedarse. Fuera como fuese, el futuro sin Simón se le antojaba un infierno, en el que se veía ya a sí misma solterona y definitivamente casta, vestida de negro como doña Pía y renunciando incluso a la barra de labios rosa fuerte y a la colonia de lavanda, dos aditamentos sin los cuales nunca salía de casa desde que había cumplido los diecisiete años.

Durante algún tiempo esperó una carta de despedida que jamás llegó. Al cabo de unos días, angustiada por la falta de noticias, empezó a buscarlas entre las amigas de Simón, a las que abordaba en la calle o en los cafés y a las que llegó a acechar a la puerta de sus propias casas. Así logró ir sabiendo a lo largo de los meses que estaba bien y que se portaba como un héroe, pero también que no había vuelto a mencionarla. Sin duda alguna, aquello hubiera desanimado a cualquier chica menos terca o enamorada que ella. A Feda no. Feda era tímida y hasta miedosa, pero no aceptaba fácilmente una negativa, al menos en los asuntos que para ella eran importantes. En esos momentos, y ya desde pequeña, le crecía por dentro como una fuerza, unas ganas tan irresistibles de hacer su santa voluntad que ella misma se sentía transfigurada, convertida en otra Feda mucho más valiente y segura de sí misma. E irresistible. Y ahora, una vez superado el desengaño de los primeros días, esa Feda intrépida había vuelto a nacer en su interior, y se negaba a admitir el abandono. De hecho, muchas noches, cuando estaba a punto de dormirse, le parecía que llegaba Simón y que la besaba y la abrazaba y le mordía los pechos y los muslos y se metía dentro de ella. Estaba convencida de que, en ese mismo momento, él la deseaba, soñaba con ella, la tomaba con su imaginación, en solitario. Siempre queriéndola.

Así fue pasando el tiempo. Hasta que llegó el mes de octubre del año 37, tan desapacible como no se recordaba desde hacía mucho, un octubre de lluvias intensas y vientos furiosos que tronaban por las calles, desgajando árboles, arrancando postigos y tejas y levantando en la mar olas gigantescas. Y en medio de aquel destrozo como del fin del mundo, hasta los más optimistas tuvieron que reconocer que Castrollano estaba a punto de caer en manos de Franco. Desde el comienzo de la guerra, el ejército fascista había estado más atento a otros frentes vitales. Pero en ese momento, y rendidas ya las ciudades del entorno, avanzaba victorioso y se preparaba en las cercanías para el asalto final.

Durante casi dos meses, Castrollano fue bombardeado sin tregua, hasta dos y tres veces diarias. Sobrecogidos de miedo, muertos de hambre y de impotencia, muchos trataban de fingir, sin embargo, una normalidad inexistente, y salían a las calles jugándose el pellejo aunque no les fuera preciso, sólo para dar un paseo o tomarse un café, como si con sus gestos cotidianos pudieran evitar lo que terminaba por ocurrir, el momento angustioso de las sirenas, las carreras hacia los refugios más cercanos sin dejar de atisbar el cielo ni de calcular, por el estruendo de los motores, la cercanía de los bombarderos, una ciudad entera tratando de protegerse, hombretones como murallas corriendo pálidos, madres atentas en medio del terror a proteger del frío los oídos y las bocas de sus hijos, ancianas arrastrándose a pasitos -luchando todavía por librar la vida ya escasa-, niños paralizados por el pánico. Después llegaba la destrucción, la muerte. Una vez y otra y otra.

Letrita sabía por la prensa que la represión contra los republicanos en las ciudades tomadas estaba siendo cruenta. Se hablaba de ejecuciones en masa, de encarcelamientos multitudinarios, de delaciones insospechadas. Ahora que ya no creía en casi nada, estaba segura de que tales atrocidades no eran exclusivas del bando enemigo. Pero también daba por supuesto que su familia sería perseguida y castigada. Publio al menos, que tanto había luchado por sus convicciones. Su nombre era de sobra conocido como para que cualquiera pudiera denunciarlo, por venganza, por ambición, tal vez por puro miedo. No podía soportar la idea de verlo morir asesinado o de que terminara sus días encerrado en una cárcel. Quizá ése fuera el final de los héroes, de los auténticos resistentes. Quizá, si él hubiera podido decidir, habría querido acabar así, defendiendo con toda la dignidad posible aquello en lo que siempre había creído. Muriendo por ello si era necesario. Pero Publio ahora no decidía nada, ni comprendía nada ni, tal vez, recordaba ya nada. Y ella no iba a sentarse a esperar a que viniesen por él. Tenía que intentar salir de allí como fuese.

Desde principios de octubre, mucha gente desesperada estaba huyendo en barco. A diario había pesqueros y navios de carga que zarpaban hacia los puertos franceses, desde donde los fugitivos eran repatriados por tren a la zona republicana, a Cataluña o al Levante. Se decía que la travesía era muy arriesgada. Además de las tempestades habituales en aquella época del año en el golfo de Vizcaya, los rumores, probablemente ciertos, hablaban de que los buques de la Marina golpista controlaban la costa y detenían a todos los barcos sospechosos. Gracias al teléfono, se sabía de algunos que habían logrado llegar a Francia. Pero de otros muchos no había noticias. Quizá estaban muertos, ahogados en el fondo del mar, o, aún peor, presos en algún puerto, o fusilados. A pesar de todo, a Letrita le parecía más arriesgado quedarse.

A mediados de mes -al día siguiente de un bombardeo aún más violento que de costumbre, que arrasó los depósitos de agua y buena parte del barrio de pescadores y dejó un número incontable de muertos-, reunió a la familia y les comunicó su decisión: gracias a las buenas relaciones de Publio, había conseguido salvoconductos para todos. Siete salvoconductos -y tres más para Merceditas y los hijos de Miguel- que les permitirían irse de inmediato. Si es que estaban de acuerdo. Esa misma noche se dirigirían al puerto y saldrían en el primer barco que los aceptase a bordo. Luego, si la situación en el Mediterráneo seguía igual, regresarían a España a través de la frontera de Port Bou. Por la mañana había sacado del banco todos los ahorros. No eran una fortuna, pero administrándose bien, les darían lo suficiente para vivir algún tiempo.

Alegría aceptó sin dudarlo. Desde el comienzo de la guerra había participado con entusiasmo en las actividades de algunos grupos de mujeres, repartiendo propaganda antifascista por las calles y trabajando en el cuidado de los niños de los barrios obreros, más menesterosos que nunca. Estaba segura de que cuando entrasen los golpistas en la ciudad ella pagaría por eso. Ir a la cárcel -no quería pensar en la posibilidad de morir- no le importaba tanto por sí misma como por Mercedes, porque tal vez no quedaría nadie que pudiese cuidar de ella. Además, no deseaba separarse de sus padres. Así pues, sólo tardó unos segundos en decidirse a huir.

El tío Joaquín, por supuesto, dijo que no. A grandes voces, hizo saber que no iba a permitir que pudiesen con él esos cabrones de curas que ya le habían dejado sin casa y ahora pretendían dejarle además sin calles y sin mar y sin tertulia. Que lo mataran si tenían huevos, pero él no estaba dispuesto a renunciar a su vida de siempre. También Margarita, que no se veía viviendo en ningún otro lugar, decidió quedarse con sus hijos. Y Carmina, que rechazó la propuesta toda llorosa a causa de su proverbial miedo a alejarse de Castrollano. Pero Letrita contaba con esas tres negativas. La sorpresa llegó cuando Feda, sin atreverse a mirarla, afirmó que quería quedarse para cuidar del tío. Aunque no se lo esperaba, su madre ni se inmutó.

– Ya -dijo, clavándole los ojos-. ¿Qué pasa, que tienes miedo de que si te vas no vuelva a encontrarte el calzonazos de Simón?

Feda enrojeció. Desde que Letrita había empezado a hablar, haciéndoles aquella propuesta sorprendente había calculado rápidamente las consecuencias de su marcha. Huir significaría no recibir nunca más noticias de Simón. Ya no sabría si estaba vivo o muerto, y esa angustia se la comería, no tenía ninguna duda. Prefería mil veces quedarse sola en la ciudad, lejos de su familia, antes que separarse de todo lo que aún la unía a su novio. Sin embargo, Letrita había decidido no consentirle más caprichos a aquella hija tan mimada. La culpa la tenía ella, por haberle permitido tantas tonterías con el cuento de que era la más pequeña, pero ahora no tenía tiempo para lamentarse de sus errores.

– Me da igual tu opinión, Feda. Vendrás con nosotros, lo quieras o no. Y si se te ocurre escaparte o algo así, te juro que desde ese momento dejarás de ser mi hija. Ya lo sabes.

Feda se tomó en serio la amenaza materna. Suspirando, aunque sin atreverse a decir ni una palabra más, metió su escaso equipaje en la maleta que compartiría con Alegría y Merceditas. Y, ya anochecido, dijo adiós toda llorosa a Carmina y al tío Joaquín -quien, intuyendo tal vez el ya cercano estallido de su viejo corazón, se despidió de ellos como si se fueran a merendar, agitando el bastón en el aire y gruñendo un hala, hasta luego que, sin embargo, apenas se oyó a pesar de su potente voz- y salió junto con el resto de su familia hacia el puerto.

La gente se agolpaba en los muelles, esperando poder subir a bordo de alguno de los barcos dispuestos a partir. Sin embargo, a pesar del miedo y el ansia por irse lo antes posible, apenas se oían voces. Se aguardaba en silencio, rumiando sin duda por dentro la amargura de una despedida como aquélla, pero sin ánimo ya para manifestarla. Sólo el ronquido de los motores, mientras los navios zarpaban despacio, atravesando el puerto temblorosos y solemnes, rompía la calma. Cada partida era observada con desazón por los que aún esperaban, que miraban alejarse en la oscuridad a los otros, los que ya no tenían vuelta atrás, irremediablemente condenados a atravesar aquel mar tan enorme y desconocido. Hubo quien, después de comprender la tristeza de los que se iban, renunció a sus planes de fuga y regresó a casa, dispuesto a enfrentarse a la incertidumbre y quizá a la propia muerte, protegido por el mismo espacio, la misma luz, las mismas gentes, las mismas palabras, las mismas y de pronto tan queridas cosas de toda la vida.

Pero los Vega se quedaron. Y al cabo de tres o cuatro horas pudieron embarcar en el Don Quijote, un pesquero de buen tamaño y ágil, de brillante casco rojo sobre el que ondeaba, casi invisible en la noche, la bandera tricolor. No había patrón. Al mando iba un marinero viejo, con la cara marcada por cada una de las tempestades a las que había sobrevivido. A bordo, medio centenar de almas, algún dirigente político, varios guardias de Asalto, una docena de milicianos, un grupo de hombres heridos y cuatro o cinco familias, mujeres y viejos temblorosos y niños asustados.

Al amanecer, el Don Quijote zarpó, ruidoso y lento. Arrumbó hacia la bocana del puerto, enderrotó luego al Nordeste, arrió por prudencia la bandera republicana y se hizo a la mar. El sol se había alzado ya en el cielo, extrañamente azul aquella mañana, y parecía cubrir de oro las calles arrasadas de Castrollano, que flotaba en la lejanía, leve y centelleante, como una ciudad habitada por hadas. A su alrededor se extendían las colinas verdes, las pequeñas siluetas suaves de los árboles, los ríos que abrían tranquilos surcos violáceos hacia el mar. Y a lo lejos, apenas visibles en la distancia, las miradas más capaces aún alcanzaban a distinguir las cumbres nevadas, blanquísimas e imbatibles. Si alguien lloró, lo hizo en silencio. Si a alguien se le partió el corazón, no dijo nada.

Apenas hubo tiempo para las nostalgias. Enseguida sonó, amortiguado pero inconfundible, el bramido de las máquinas asesinas, y una lluvia de fuego cayó largamente sobre el puerto. El espectáculo de la destrucción, a la que habían escapado por minutos y de la que sin duda estaban siendo víctimas muchos de los que aún quedaban allí, sobrecogió los ánimos. Sin embargo, lo peor estaba aún por venir. Todavía se veían las llamas ardiendo en los muelles, cuando se avistó un barco. Parecía otro pesquero inofensivo, pero la bandera monárquica y las ametralladoras ostentosas sobre el puente no dejaban lugar a dudas. Debía de tratarse de uno de los navios de la Marina de Franco. Los refugiados corrieron a esconderse en la bodega, salvo dos de los guardias de asalto, los más serenos, que permanecieron en cubierta. Pronto sonaron órdenes amenazadoras, y los motores del Don Quijote se detuvieron. El barco cabeceaba ahora inerte. Después de un tiempo eterno, uno de los guardias bajó para avisar con palabras entrecortadas que el bou artillado mandaba poner rumbo a Puentesala, en poder ya de los fascistas. Por primera vez, se oyeron en voz alta sollozos, cagamentos, blasfemias. Letrita echó un vistazo a los suyos. Feda tenía los ojos cerrados. Alegría abrazaba a la niña y trataba de quitar importancia a todo aquello. Publio, el pobre Publio viejo e inocente, intentaba mantener el equilibrio con los pies abiertos y la ayuda del bastón, un poco pálido, como si estuviera mareándose, pero ajeno a todo. La miró y le sonrió, con la boca abierta, igual que un niño. Hacía años que Letrita no creía en Dios. Sin embargo, en aquel momento se puso a rezar en silencio.

Alguien decidió que era absurdo seguir hacinados en la bodega. Al fin y al cabo, iban a detenerlos a todos en cuanto llegasen a Puentesala. Volvieron a cubierta. La luz los deslumhró unos segundos, aunque ya no era el sol intenso de antes, sino una claridad amarillenta y desfallecida. Una niebla pálida cubría ahora el horizonte e iba alzándose por el cielo, avanzando hacia los barcos parados en mitad del mar. A pocos metros de distancia, un par de hom-bres uniformados apuntaron firmemente las ametralladoras del bou contra el grupo demudado de fugitivos, y cinco o seis soldados los encañonaron con sus fusiles. Se oyó un grito: ¡Qué, comunistas! ¿Ya os cagasteis?, y luego carcajadas. Algunos respondieron, indignados. De pronto, uno de los milicianos se tiró al agua y empezó a nadar, alejándose de los pesqueros, tratando quizá de llegar a la costa. Sonó un disparo, y el cuerpo se volteó en el agua, se mantuvo boca arriba durante unos instantes, agitó convulsamente los brazos y luego se hundió, dejando una estela roja que pronto fue llevada por la corriente. Un largo jirón de niebla, ligero como una gasa, surgió entonces de la nada y envolvió por unos momentos al bou, difuminando el cañón de las armas y las caras jocosas de los marinos. Alguien gritó de nuevo, ¡Arrancad el motor de una puta vez, o seguimos disparando! Las máquinas roncaron. Los dos pesqueros pusieron rumbo hacia Puentesala, el bou artillado vigilando tan de cerca al Don Quijote que, de haber sido observados en la lejanía, habrían parecido un único navio deforme.

Quizá el tiempo se había detenido. La muerte aguardaba allí donde el mar se convirtiese en tierra. Nadie hablaba. Nadie se movía. Se habían terminado las razones. Pero silenciosa, muy despacio, la niebla fue creciendo alrededor de aquel barco ya fantasma, desenroscándose como una serpiente blanquecina, hasta que lo invadió todo. La mancha antes oscura del enemigo palideció, un poco más a cada minuto, y acabó disolviéndose entre las nubes, como si se la hubieran tragado. A bordo arreciaban los gritos, hijos de puta, ni os mováis, os vamos a matar a todos en cuanto esta puta niebla desaparezca, no se os ocurra intentar ninguna maniobra… No fue preciso decir nada. Bastaron las miradas y los gestos. El pesquero viró a toda marcha y navegó de nuevo hacia el Nordeste, dejando atrás las ráfagas de ametralladora que se perdieron impotentes en el mar, como las chinas inofensivas de un niño que juega. Sólo entonces estallaron los chillidos, los aplausos, las voces de alegría. Dos días después, en medio de una furiosa tempestad, sin combustible y a remolque de un colega francés, el Don Quijote entró en el puerto de La Rochelle.

Feda vivió todo aquello como si estuviera envuelta en su propia niebla, la travesía en el barco, el viaje en tren cruzando Francia, los días de refugio en Barcelona, el encuentro con María Luisa -que llevaba casi un año viviendo en Cataluña con la familia de Fernando-, el traslado más al sur y las primeras semanas en Noguera. Las últimas lágrimas las había vertido al salir de casa de Carmina. Luego se quedó sin ellas. Fue como si el alma se le adormeciera, y pasara por los sucesos y los lugares sonámbula. Incluso Simón había desaparecido de sus noches, y ella llegó a temer que estuviera muerto. Pero poco a poco, en medio de aquella vida que recuperaba lentamente la fuerza de la cotidianeidad, se fue despertando. Una mañana amaneció con uno de sus viejos dolores de estómago, y tuvo que estar a manzanilla hasta la noche. Al día siguiente se puso a llorar cuando María Luisa le echó una bronca por no ocuparse de nada.

Y al otro, por fin, Simón volvió para quererla. Entonces el alma de Feda se sacudió los últimos restos del sueño, bostezó, se estiró largamente y echó a andar como si tal cosa, con sus melancolías y sus miedos y sus buenos momentos, añorando siempre el regreso a Castrollano y a los brazos reales de Simón.

Ahora, después de aquel tiempo que parece toda una vida, los tres años más interminables que se pueda imaginar, está al fin allí de nuevo, tan cerca del caserón en la colina, muerta de ansiedad y sudorosa. Pero cuando llega a la verja y alcanza a ver la gran casa al fondo del paseo de tilos, el calor se convierte en escalofrío: todo está cerrado, las contraventanas, la puerta, la propia verja que ella sacude con incredulidad. Un hombre que siega en la finca de al lado se le acerca:

– ¿Busca usted a los Seliña?

– Sí.

– Se han ido.

– ¿Quiénes se han ido?

– Doña Pía y su hijo.

Está vivo. Simón está vivo.

Se ha ido, pero vive, respira, aún la quiere…

– ¿Está bien el hijo?

– Sí, muy bien. Hizo una guerra muy buena, y ahora creo que anda en algo del gobierno. Por eso se han ido.

– ¿Sabe usted adónde?

– A Madrid, claro, a Madrid. Con los ministros y todo eso.

– Gracias, muchas gracias, señor.

Feda regresa hacia la playa despacio, ensimismada, demasiado feliz para fijarse en nada que no sea su propia felicidad, Simón está vivo, Simón todavía me quiere, Simón está vivo… Al llegar al puente del Gabión, salta desde las rocas a la arena y camina junto al mar que, a veces, llega hasta sus pies y le moja los zapatos polvorientos, dejándole manchas blanquecinas de salitre. Pero ella ni se da cuenta. Al final de la playa, más allá de la iglesia de San Pedro, se extienden las ruinas del Club Náutico, bombardeado un amanecer. Varios grupos de niños juegan entre ellas, trepando a las montañas de escombros y saltando al fondo reventado y mugriento de la piscina. Vistas así, de lejos, bajo el solecillo templado de aquel comienzo del verano, a Feda no le parecen los restos dolientes de un pasado perdido ya para siempre, sino el proyecto de algo que habrá de llegar a ser esplendoroso. Allí conoció a Simón, un día del año 35, cuando su amiga Rosa Dindurra se empeñó en que la acompañara a la piscina. Ella se resistía, muerta de vergüenza, no tenía ropa adecuada, no estaba acostumbrada a tratar con gente así, de tanto dinero y tanto postín, pero Rosa le dejó un traje de baño precioso y acabó por convencerla.

Fue ella misma quien le presentó a Simón aquella mañana, y él, como si fuera un caballero en un salón de alto rango y no un muchacho en bañador saludando a una chica, se inclinó ceremoniosamente para besarle la mano, haciéndola sonrojarse y reír. A la semana siguiente, en la primera fiesta del Club a la que asistió, la sacó a bailar varias veces seguidas. Feda notaba a través de su vestido y en su propia mano el sudor de las manos de él, y la forma temblorosa con que la miraba. Esa misma noche la acompañó a casa, después de dejar antes a Rosa en la suya, y al llegar al portal la besó y empezó a acariciarle la espalda y luego le puso las manos en la garganta y las bajó por dentro del escote hasta sus pechos. En aquel momento Feda comprendió lo que significaba la palabra placer. Sólo unos días más, y ya se creería también sabia en amor.

Rosa Dindurra, eso es… Quizá haya regresado ya de Francia. La guerra la pilló allí, de vacaciones con sus padres. Cuando Feda y su familia abandonaron Castrollano en el 37, la casa de los Dindurra seguía cerrada y no se sabía nada de ellos. Pero lo más probable es que ahora estén de vuelta. Feda corre, quiere llegar cuanto antes a la calle de la Muralla, piensa que a través de Rosa podrá encontrar a Simón en Madrid, y además acaba de darse cuenta de todo lo que ha añorado a su amiga en estos años. Los pies se le enredan en los socavones que las bombas y el abandono han dejado por todas partes, y un par de veces está a punto de caer. Pero al fin consigue pararse intacta ante la puerta del piso, donde llama con repentina timidez. Una muchacha vestida de uniforme, exactamente igual que en los viejos tiempos, abre la puerta y saluda. A Feda casi no le sale la voz del sofocón.

– Buenas. ¿Está la señorita Rosa?

– ¿De parte de quién?

– Soy Feda. Federica Vega.

El abrazo y los besos duran largos minutos. Rosa está preciosa. Ha pasado toda la guerra en París, y no ha conocido ni el hambre ni el miedo. Su padre, que regresó en cuanto pudo para unirse a los de Franco, ha tenido mucha suerte en los negocios y las cosas le han ido muy bien. A ella, en cambio, la sorprende el aspecto desastrado de Feda. Está pálida y flaca, y el feo vestido oscuro la hace parecer mucho mayor de lo que es. Pero no dice nada. Aunque vive entre algodones, tiene ojos para ver lo que sucede, toda la destrucción y la miseria que asolaron Castrollano y siguen instalándose lentamente a su alrededor, como si la ciudad entera hubiera sido víctima de una peste atroz, cuyas inevitables consecuencias aún perduran.

La charla es rápida, casi a gritos, interrumpida una y otra vez para cambiar de tema o volver al asunto anterior. Se dan las noticias con brevedad, dispuestas a no olvidarse de nada en aquellos primeros momentos, la vida en París era genial, tengo un novio francés y a lo mejor me caso y me voy a vivir allí, es ingeniero, mi padre murió y también mi hermano Miguel, no tenemos nada, el marido de María Luisa está en la cárcel, no sé qué vamos a hacer, pero ya nos arreglaremos… Rosa compadece a su amiga. La vida es injusta, piensa para sus adentros. Feda, tan guapa, tan buena, tan simpática, no se merece todo eso. Va a intentar ayudarla en lo que esté a su alcance, le regalará vestidos, le pedirá a su padre que le dé trabajo, pero, ¿qué más puede hacer? No es ella quien ha decidido que el mundo sea así, es así porque es así, ya está, y no es posible hacer nada por cambiarlo, sólo intentar ayudar a los que lo necesiten, ella va a empezar a ir con su madre al hospicio, dicen que está lleno de niños huérfanos y abandonados, ha muerto tanta gente en la guerra o se han ido, y los pobres niños necesitan que los cuiden, ella quiere hacerlo, quiere ayudar, no puede cambiar el mundo pero sí, por lo menos, echar una manita…

– ¿Sabes algo de Simón?

La pregunta de Feda la sorprende.

– Pues… no, la verdad es que no. ¿Tú tampoco?

– No, bueno, sí, algo. Se fue con el ejército de Franco. Y hoy me han dicho que está en Madrid con su madre. ¿De verdad que no sabes nada?

– De verdad que no, Fedita. Sólo hace quince

días que llegamos, y casi no he salido. Además, ¿a dónde? Está todo destrozado, el Club Náutico, y todo… Pero me enteraré, claro que me enteraré, no te preocupes.

Un par de días después, Rosa aparecerá en casa de Carmina Dueñas. Saludará, cariñosa, a todo el mundo y luego se encerrará con Feda, toda nerviosa, en una habitación.

– Tengo noticias. Es verdad que está en Madrid, con un cargo, en Justicia, creo. -¿Me has conseguido la dirección?

– No exactamente… Bueno, sí, me la han dado, pero me han hecho jurar que no te la pasaría. -La cara de Feda languidecerá-. No te preocupes, Fedita, le he escrito yo por ti. Le he mandado una carta felicitándolo por lo de su nombramiento y, de paso, le he contado que te había visto y que se te había muerto tu padre y que, por favor, te escribiera aquí.

Feda se comerá a besos a su amiga. Durante un rato hablarán del futuro, se preguntarán cuánto tardará en llegar su carta, y qué le dirá, y cómo podría ella viajar a Madrid si Simón se lo propone… Luego, Rosa la mirará de pronto muy seria:

– También tengo que decirte otra cosa que no te va a gustar mucho.

– ¿De Simón?

– No, de Simón no, de mí. Verás… es que mi madre me ha dicho que es mejor que no nos veamos como antes, porque papá no quiere. Como ahora sois… rojas, ya sabes. ¡No te enfades conmigo, Fedita, por favor! No vamos a dejar de ser amigas, no es eso, es sólo que ya no puedo llevarte a las fiestas y cosas así. Bueno, cuando las vuelva a haber. Pero podemos seguir viéndonos aquí, o salir a dar un paseo por la playa…

Feda se sentirá como si le estuvieran clavando alfileres en el corazón, un montón de alfileres pequeños y muy agudos, igual que los del acerico rojo de Carmina. Otra vez, lo mismo que doña Pía, lo mismo que la dueña de la tienda de Noguera que se negó a venderles nada en cuanto la guerra terminó, lo mismo que el hombre del tren, lo mismo que doña Petra, lo mismo que todos aquellos cerdos que se creen dueños del mundo porque han ganado, dueños de las vidas y de los sentimientos de los demás, qué razón tenía su padre cuando decía que en la derecha había muchas gentes peligrosas, gentes que jamás darían una oportunidad a los demás, gentes, que iban a misa todos los domingos pero desconocían el significado de la palabra compasión, manoseada y hecha trizas por ellos mismos.

Y entonces le saldrá de dentro un ramalazo de orgullo, la feroz dignidad de los perdedores que se saben, sin embargo, seguros de su razón. No derramará ni una lágrima, no hará un mal gesto. Se pondrá en pie, casi sonriente, y dirá con calma:

– Pues yo no quiero volver a verte, ni aquí ni en ningún sitio. Adiós, Rosa, que disfrutes de tus fiestas de fascistas.

– Feda, por Dios, tú sabes que yo no pienso nada malo de ti, ni mi padre tampoco, si él te quiere mucho, es que las cosas ahora son así, qué vamos a hacer nosotros…

Pero estará hablando en vano, porque Feda ya habrá salido de la habitación y la habrá dejado sola. Rosa abandonará la casa con lágrimas en los ojos, sintiéndose profundamente incomprendida. No es para tanto, no es para tanto, se dirá a sí misma. Y su conciencia asentirá.

Un mes después, Feda recibirá una carta sin remite, pero con matasellos de Madrid. La abrirá temblorosa, rompiendo el sobre que se resiste a sus dedos.


Mi querida Feda:


A mí mismo me resulta extraño escribir ese nombre, después de tanto tiempo. Y, sin embargo, ¡cuántas veces lo habré susurrado en las noches después de los combates, Feda, Fedita, déjame besarte, déjame lamer tus pechos y tu sexo, déjame entrar en ti! Quería olvidarte, pero nunca lo logré. Te he deseado tanto todos estos años, que a veces llegué a pensar que eras lo único que me importaba en la vida, y a la mañana siguiente volvía al frente hecho una furia, porque sólo quería que la guerra terminase pronto para volver a estar a tu lado, amándote.

Pero las cosas han cambiado tanto, mi niña… Ahora, quizá ya lo sabes, tengo un cargo importante. He empezado una carrera política en la que estoy seguro llegaré lejos. Me gusta. Creo en esto. En las ideas por las que hemos hecho la guerra y en mí mismo. Tu amor y tu cuerpo me hacían sentirme vivo, pero he descubierto que no eran lo único. Así de claro te lo digo, Feda. Y no te me pongas a llorar.

Tienes que entender que ahora debo cuidar mucho las cosas. No puedo volver contigo. Eso sería cavar mi propia fosa. Aquí no se consienten veleidades. Así pues, me veo obligado a renunciar a ti. Duele, claro que duele. A veces pienso que voy a recordarte siempre, que cada vez que baile con otra, o que bese a otra o que me acueste con otra creeré que lo estoy haciendo contigo. Pero ésta es la vida, Fedita. Hay que elegir. Yo ya he hecho mi elección, y por muy dolorosa que sea, seguiré adelante. Y eso mismo es lo que tienes que hacer tú. Piensa en tu futuro, organizalo. Trata de alejarte todo lo que puedas de los tuyos. Te lo digo por tu propio bien: las cosas no van a ser fáciles para los que están marcados por sus ideas. A ti nunca te ha importado la política, y así es como debe ser. Pero mientras sigas pegada a tu madre y tus hermanas, los demás no pensarán eso de ti. Lucha por seguir tu propio camino, y no permitas que ellas te lo embarren. Empieza a ir a la iglesia. Que te vean allí todos los domingos. Busca apoyo en un confesor. E intenta encontrar un buen marido, un hombre como es debido que cuide de ti y te trate como a una reina. Eso es lo que mereces, mi Feda querida, y eso es lo que te desea con toda la nostalgia del mundo tu

Simón

P.D.: Me he enterado de lo de tu padre y tu hermano, y te acompaño en el sentimiento. Puedo hacerte llegar algo de dinero si lo necesitas. Házmelo saber a través de Rosa Dindurra.


Impasible, callada, Feda se guardará la carta en el bolsillo de su chaqueta, caminará hasta la playa y se sentará sobre la arena húmeda, a los pies del Club Náutico. Durante las largas horas del atardecer se quedará allí, quieta y oscura, y verá apretarse las nubes sobre la colina del Paraíso, ennegrecerse el cielo, encresparse el mar, volar asustadas las gaviotas, llegar la lluvia, regresar los pequeños barcos de pesca hacia el muelle, abrirse luego a lo lejos, sobre la línea palpitante del horizonte, un gran espacio azul y luminoso, desparramarse los nubarrones, morirse el sol. En ese momento, las antiguas luces del Club Náutico se encenderán, como pequeñas candelas sobre las olas negras, y el sonido chillón y descarado de un foxtrot llenará el aire. Las sombras vacilantes de un hombre y una muchacha saldrán al balcón y bailarán apretadas, enredando las lenguas, sobándose. Luego se desvanecerán lentamente, ridículos, patéticos títeres de la imaginación. Feda sacará entonces la carta de su bolsillo y la romperá despacio en trozos cada vez más pequeños. Se pondrá en pie, se meterá en el agua y abrirá la mano. Los papelillos volarán por el aire e irán cayendo uno a uno al mar, miserables fragmentos de la nada, irrisorios restos de un pasado que tal vez ni siquiera existió. Después se dará la vuelta, con la cabeza muy alta, muy firme, y caminará de regreso a casa, empapada y rodeada de luz.

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