LA FEALDAD DE LA VIDA

El viento del verano sopla alegre sobre Castrollano

al día siguiente de la visita al barrio de pescadores.

Las hojas de los castaños del parque aletean como grandes pájaros silenciosos. En la playa, las olas rompen sobre la arena, llenas de inocencia. El polvo de

las ruinas se aleja en rápidos torbellinos hacia los

prados de las afueras. Las faldas ligeras de las niñas

se levantan y giran en el aire. Bajo el cielo brillante, la ciudad parece esta mañana más animada, como si

el sol y la brisa la liberasen de sus penurias y sus pecados y sus torturas.

Alegría respira hondo, asomada a las ventanas del patio de manzana. Al otro lado, alguien ha tendido a primera hora la colada, sábanas blancas, algunas enaguas, un par de camisitas de recién nacido, ropas volanderas y livianas que se recortan sobre el fondo desconchado de la fachada. Una mujer canta a voz en cuello en alguno de los pisos, con tono destemplado y contento. Se oyen ruidos de niños, el trino enjaulado de un canario, un rápido repique de campanas, el vozarrón de un hombre llamando a Josefa, maullidos de gatos enfurecidos, el sonido alborotado del mar.

Alegría piensa que es un buen presagio, esa recuperación de la normalidad, ese regreso de la vida cotidiana, con su multitud de pequeñas tareas agradables. Las cosas insignificantes han adquirido ahora un gran valor. Hoy, por ejemplo, parece como si estuviera a punto de ocurrir un acontecimiento. Feda le ha prometido que se levantará pronto para lavarle la cabeza y peinarla. María Luisa va a dejarle el único traje de chaqueta que aún conserva, un poco descolorido ya y ajado, pero todavía presentable. Carmina ha puesto a su disposición bolsos y zapatos, y hasta unas gotas de una colonia francesa suave que guarda como un tesoro pero que le vendrá muy bien, que te vean guapa, hija -le ha dicho-, y como si no te faltara de nada, que a los pobres ya sabes que no los quiere nadie… Pensar en arreglarse por un día la pone contenta, como cuando estaba con Alfonso en Pontevedra y se vestía para ir a misa. Y además, es probable que Carmina tenga razón. Aunque doña Adela sienta aprecio por ella, es mejor que la vea con buen aspecto, no vaya a ser que le niegue el trabajo por miedo a que se presente así a atender a los clientes.

Ya se imagina con placer el viejo mostrador de madera de la droguería Cabal, los estantes donde se almacenan los botes de pintura y los productos de limpieza, la vitrina blanca de las colonias y los cajoncitos llenos de lápices, coloretes y cajas de polvos, siempre perfectamente ordenados y limpios. Imagina también el reencuentro con los compañeros, después de tanto tiempo, y se ve a sí misma despachando, dando cambios, rebuscando en el almacén, abriendo las cajas recién llegadas… El día anterior, mientras volvían de casa de Miguel, pasaron por delante de la tienda. Era tarde, ya le habían echado el cierre, pero fue una sorpresa agradable comprobar que el negocio seguía en marcha. Se detuvieron ante el escaparate. Estaba casi vacío, y las pocas cosas allí expuestas -un par de escobas, un viejo frasco de colonia, algunos botes oxidados de pintura- parecían dar mayor realce al cartel dibujado con esmero, el yugo y las flechas y las grandes letras góticas, La Droguería Cabal saluda al Glorioso Ejército Nacional, Salvador de España… Han visto ese mismo cartel en otras muchas tiendas, y ya no las asusta. Que doña Adela exhiba semejante mensaje no quiere decir gran cosa. Muchos lo hacen sólo para librarse de los ataques de los fanáticos, que pretenden que todo el mundo demuestre públicamente su adhesión a los vencedores. Pero al lado de ese letrero hay otro, éste pequeño y más burdo, que las llena en cambio de entusiasmo, Se necesita dependienta…

Por la noche, mientras juegan una partida al tute, hablan sin parar de ese asunto. Carmina no podrá ayudarlas indefinidamente. El dinero les hace falta con urgencia, y saben que, en sus circunstancias, no va a ser fácil conseguir trabajo para ninguna de ellas. María Luisa, por supuesto, ha perdido el suyo. Ha sido depurada por sus actividades políticas, y jamás podrá volver a dar clases. Ella nunca lo menciona, y ni siquiera quiere pararse a recordarlo, porque si tiene que sumar esa pérdida a todas las demás, está segura de que se volverá loca. Ya cambiarán las cosas en el futuro, piensa, algún día todo volverá a ser normal, y podrá pasearse de nuevo entre los pupitres llenos de niños, mirándoles las caras inocentes y graciosas, y tratando de ayudarles a descubrir el mundo. Esos tiempos tienen que volver, este espanto no puede durar para siempre, se dice a sí misma. Pero entretanto hay que trabajar, en lo que sea y como sea. Conseguir un poco de dinero para comprar las cosas imprescindibles, las de las cartillas de racionamiento, algo de comida, carbón y productos de aseo. Que Alegría tenga la oportunidad de volver a su antiguo trabajo es pues una gran noticia que las mantiene excitadas y contentas buena parte de la noche. Pasan varias horas haciendo planes, dándole consejos, repitiéndose las unas a las otras las mismas razones tranquilizadoras, cómo no te va a coger doña Adela, con todo lo que tú la ayudaste sin pedirle nunca nada a cambio, y además esa señora es muy buena gente y jamás se metió en nada de política, ni a favor de unos ni a favor de otros, seguro que mañana mismo estás trabajando, Alegría, ya verás como sí…

En la casa se oyen ruidos, una puerta que se cierra, el fuego de la cocina empezando a arder. Feda ha cumplido su promesa y ya se ha levantado para ayudarla. En seguida están todas despiertas, incluida Carmina, a quien le gusta dormir la mañana pero que hoy madruga para asistir a los preparativos casi con el mismo nerviosismo que si fuese una novia la que va a salir de su casa. Un par de horas después, Alegría y María Luisa, que se ha empeñado en acompañarla, caminan hacia la droguería Cabal. La prisa las hace ir tan rápido que llegan casi sin aliento, con las caras enrojecidas de la carrera y del calor del día. Tienen que detenerse unos minutos a pocos pasos del local, y María Luisa aprovecha para colocarle bien la ropa a su hermana y pasarle las manos por el peinado, recogiendo algunos mechones que el aire ha movido. Se ríen como dos niñas, como cuando iban juntas a casa de doña Asunción, la madrina, y se arreglaban la una a la otra antes de entrar, sabiendo que sólo si su aspecto era impecable recibirían dulces y algún dinero.

Bajo los grandes retratos de Franco y José Antonio que presiden la tienda -antes siempre abarrotada de género y ahora casi vacía-, se mantiene sin embargo el viejo olor indefinible que ha impregnado desde hace años los muebles y las paredes y forma ya parte de aquel espacio, ráfagas entremezcladas de barnices, carbono, polvos de arroz, matarratas y agua de lavanda. Detrás del mostrador, donde siempre trabajaban tres o cuatro personas, sólo hay ahora una, Nieves, la antigua encargada, que mantiene intacto su aspecto de mujer encantadora y un poco triste, como desamparada. En cuanto reconoce a Alegría sale para besarla, sorprendida y contenta. Doña Adela, tan elegante como siempre, cruza en ese momento la puerta para iniciar sus tareas matinales. Saluda afable a las dos hermanas, y en seguida las invita a pasar a su pequeña oficina de la trastienda.

– ¡Vaya, sí que me alegro de verte, hija! Y estás muy guapa, además. Más delgada, pero muy guapa. Claro que delgadas lo estamos todas, con este hambre que estamos pasando…

– Pues usted tiene muy buen aspecto, doña Adela.

– Sí, no me puedo quejar… Han sido malos tiempos, pero por lo menos en mi casa no ha habido ninguna desgracia, hemos tenido mucha suerte, gracias a Dios. Y la droguería… Bueno, ya ves, vamos resistiendo. ¿Y tú qué tal, hija? ¿Cómo están tus padres?

– Mi padre murió, pero mamá está bien, gracias.

– Dile que la acompaño en el sentimiento, nadie sabe lo que es quedarse viuda hasta que le llega… -y doña Adela piensa por un momento en lo liberada que se sintió ella cuando se le murió el marido, aquel pesado de Antonio, y ganas le dan de sonreír, pero su rostro, tan acostumbrado al fingimiento, mantiene el gesto de la pesadumbre-. Bueno, hija, pues ya sabes, aquí estoy para lo que necesites.

– Gracias, doña Adela. Yo… quería preguntarle si podría volver a trabajar aquí.

La mujer la observa con sorpresa. No parecía esperarse semejante petición, que la pone en un aprieto. Pero está acostumbrada a resolver rápidamente los conflictos, y enseguida reacciona:

– ¿Tienes el certificado de adhesión al Movimiento Nacional? Alegría palidece.

– No.

– Pues sin eso no te puedo dar trabajo, hija… Yo no tengo nada contra ti, más bien al revés, ya sabes que siempre estuve muy contenta contigo, pero ahora las cosas son difíciles para todos, y no debo arriesgarme a meterme en líos por una tontería como ésa. Si consigues el certificado y el puesto está todavía libre, tuyo será.

Alegría calla. María Luisa sin embargo, como de costumbre, no puede evitar contestar:

– Usted sabe perfectamente que no va a conseguirlo, doña Adela, lo sabe muy bien. Pero, qué importa el certificado, mi hermana siempre fue una trabajadora ejemplar. ¿O ya se ha olvidado de que no faltó nunca, ni siquiera en medio de los peores bombardeos? ¿Quién se quedaba ayudándola cuando había que hacer inventario, y sin cobrar ni un céntimo más? ¿Quién sustituía a Nieves como encargada cuando ella no venía, y siempre por el mismo sueldo? ¿Y ahora resulta que no puede volver a emplearla porque ningún cura ni ningún militar ni ningún falangista va a decir que es buena? ¿Le parece justo?

Doña Adela ya se ha puesto en pie y su cara siempre sonriente se ha vuelto seria, casi ceñuda.

– No sé si es justo o no, pero tenéis que entender que soy una mujer viuda, sin un hombre que me apoye, y que todo está muy complicado. Yo no puedo echaros una mano. Lo siento, de verdad que lo siento, pero no puedo.

María Luisa, cada vez más enfadada, insiste:

– Ella también es una mujer viuda, ¿se acuerda usted?

– Sí, lo sé, lo sé, pero así es la vida, hijas, qué le vamos a hacer… Alegría interrumpe la discusión:

– Déjalo, vámonos ya… -Se despide rápidamente de doña Adela y de Nieves, que la mira compungida, y sale a la calle tragándose las lágrimas y la rabia-. No le des más vueltas, no importa, no es el único trabajo en Castrollano, ya encontraremos algo, no te preocupes…

María Luisa todavía se gira hacia la droguería y maldice, ojalá no vuelva a entrarle nadie en la tienda y se le pudra todo, y su furor hace reír por un momento a su hermana. Luego caminan cogidas del brazo, en silencio durante un rato y charlando de naderías después, fingiendo una despreocupación que, sin embargo, no pueden sentir.

De pronto, alguien grita y abraza a María Luisa.

– ¡María Luisa…!

Teresa Riera era preciosa, tan guapa, con sus grandes ojos grises y su oscuro pelo ondulado, que la gente se volvía por la calle para mirarla. Ella solía reírse cuando se lo decían, ser guapa está bien, contestaba, pero hay cosas más importantes. Quizá su belleza provenía también de esas otras cosas, de su forma armoniosa de estar en el mundo, de aquella bondad que hacía que todos los seres débiles buscasen refugio en ella, los niños y los perros y los viejos enfermos y hasta los desgraciados que pedían limosna en las esquinas. Era tan guapa, que María Luisa no puede evitar sentirse mal al mirarla ahora, cuando termina el largo abrazo y se encuentra con el rostro demacrado, los ojos saltones sobre una piel que se ha vuelto arrugada como la de una mujer mayor, el pelo rapado casi al cero. La guerra ha dejado también sobre los cuerpos su huella de desgaste y de devastación.

Teresa les propone ir un rato a su piso, tienen tantas cosas que contarse y tanto que celebrar ahora que se han encontrado… Su madre ha muerto, dice, pero ella sigue viviendo en el mismo sitio, allí al lado, justo encima de La Imperial, aquella famosa pastelería donde antes se exponían montañas de bombones envueltos en papeles brillantes, merengues de colores y tartas con formas de flores y que ahora está cerrada, cubierta de telarañas la persiana del escaparate. Alegría rechaza la invitación: quiere llegar pronto a casa y descargar al fin su disgusto, así que prefiere seguir sola su camino, dejando a las dos amigas todavía abrazadas, felices de haberse descubierto vivas.

El piso de Teresa y su madre, una mujer adinerada, siempre tuvo buenos muebles y cuadros notables. Ahora está casi vacío. El precioso piano Pleyel que le habían regalado al cumplir los quince años ha desaparecido. En su lugar hay una mesa sobre la que están pegados un montón de papelitos, pequeños trozos alargados de papel, blancos y negros, que parecen simular un teclado. Teresa nota la sorpresa de su amiga. Está desolada:

– Me lo robaron. En realidad, me robaron todo. Pero lo que más me dolió fue que se llevaran mi piano.

Adora la música desde niña, vive para ella. Nunca fue una gran artista, pero le gusta la enseñanza, y su dulzura con los niños la convirtió en una buena maestra. Al inaugurarse el conservatorio en enero del 36, obtuvo una plaza. Pero el conservatorio ya no existe. Lo bombardearon los fascistas cuando asediraron la ciudad, y el hermoso edificio ardió como una cerilla. Lucio Muñoz, el viejo profesor de flauta, contempló el incendio durante toda la noche entre lágrimas, y afirmó que mientras las llamas iban devorándolo todo, se oían ráfagas de música levantándose sobre el silbido del fuego y los estallidos de la madera, pianos llorosos, trompas lastimeras, violines tristes como la mismísima muerte. Así llegó la barbarie, entre el llanto de los hombres y de las cosas.

Ahora, sobre las ruinas de la escuela crecen pequeñas matas de brunelas, ranúnculos, lamios y arenarias. A Teresa, cuando pasa por delante y ve las flores moviéndose despacio en el aire y alegrando la sordidez de los cascotes, le parece que es un símbolo de lo que algún día habrá de volver. Toda esa belleza perdida. De cualquier modo, aunque el conservatorio aún permaneciese en pie, ella no podría seguir dando clases allí. Igual que María Luisa, igual que la mayor parte de los amigos y amigas supervivientes, ha sido depurada. Jamás volverá a enseñar. Pero aún recibe en casa, sin cobrarles ni un céntimo, a un par

de antiguas alumnas, que se resisten a abandonar su aprendizaje. Se sientan ante la mesa y fingen tocar a Schumann, a Chopin, a Debussy, apretando los dedos sobre los trocitos de papel. Ella tararea la melodía de la mano izquierda. Las niñas la de la derecha. A veces se parten de risa al contemplarse a sí mismas de aquella manera. A veces también lloran.

– Ya sé que es ridículo, pero si no lo hiciera creo que me moriría.

– ¿Por qué va a ser ridículo? No, no lo es. La música está dentro de ti. No se puede vivir sin lo que uno lleva dentro. Cuando intentas callarlo, te estalla y te revienta. Toca, Teresa, toca, aunque sea así. La música es tu vida. Si permites que te quiten también eso, será como si te hubieran matado. Teresa sonríe, animada:

– No lo lograrán, ¿verdad?

– Claro que no lo lograrán.

Sonríe, pero su aspecto es malo, y a veces no puede evitar una mueca de sufrimiento. Está seriamente enferma. En la cárcel cogió una tuberculosis ósea que le provoca dolores muy fuertes. Su espalda parece un nido de víboras. Le han dicho que podría operarse, pero le costaría mucho dinero, y no lo tiene.

– A veces me miro al espejo y no me reconozco. ¿Era yo la que afirmaba que ser guapa no es importante? Ahora daría algo por volver a serlo. Ya sé que parece una tontería, pero pienso que si vuelvo a ser guapa será porque estoy bien, porque todo ha pasado, porque la catástrofe se acabó… La vida se ha vuelto fea, y yo también. Me pregunto si quiero seguir viviendo en medio de tanta fealdad.

María Luisa no sabe qué decir. Comprende a su amiga. Ella aún tiene a Fernando, aunque esté en la cárcel, tiene a su madre y sus hermanas y a Merceditas. Son grandes razones para vivir. Pero Teresa está sola. Su madre ha muerto. El hombre al que quiso también. Lo ejecutaron. Era un hombre destacado, un buen político, por eso lo ejecutaron. No importa cómo se llamase. Nunca habló de él con nadie, y ahora necesita hacerlo, pero no puede delatarlo. Estaba casado y quería a su mujer, y ella no desea emborronar ese recuerdo. Cuando empezó todo, los dos se alistaron en la milicia, aunque cada uno lo hizo en una columna diferente. Se despidieron sin tristeza, prometiéndose el reencuentro pronto, en la victoria. Durante muchos meses no tuvo noticias suyas, pero vivió pensando en él, cada vez que salvaba la vida en una acción, cada vez que entraba con los compañeros en un pueblo ganado, y mientras caminaba por los senderos y los valles y trepaba por las rocas que los llevaban arriba, hacia lo alto de las montañas solitarias, cerca ya de la Meseta, perseguidos por los fascistas que al fin acabarían por atraparlos.

En la cárcel, en aquel antiguo hospicio donde pasó dos años largos, tan frío y húmedo y triste como un infierno, había coincidido con otra miliciana, compañera de él en la Columna Cantábrica. Fue ella quien le dijo que lo habían matado. Lo ejecutaron con otros tres nada más hacerlos prisioneros, y tiraron sus cadáveres al río. Se veía saltar a las truchas cebándose.

Al oír todo aquello, Teresa no pudo llorar. Se sentía tan rota, tan alejada de su propia vida, que durante el tiempo que permaneció en la cárcel no pudo llorar, como cuando estás muy cansada y sabes que necesitas dormir, pero el sueño se resiste. Sólo cuando al fin llegó a su casa y la encontró vacía y se enteró por una vecina compasiva de que su madre había muerto y de que se lo habían robado todo, sólo entonces rompió a llorar y no paró en cinco días. Aunque en realidad por lo que más lloraba era por el piano, o eso al menos pensaba ella en medio de sus sollozos, pero todo lo otro -su amor, la derrota, su madre, la terrible soledad que la esperaba- debía de estar también ahí.

– No quiero seguir hablando de estas cosas tan tristes. Ahora que tú has vuelto me parece que todo va a ser distinto. ¿Ya tienes trabajo?

– No, ni creo que lo consiga sin el certificado de adhesión…

– No voy a engañarte, María Luisa. La verdad es que no lo tenemos nada fácil. Yo lo he intentado todo, me he presentado en todos los sitios donde necesitaban gente, para lo que fuera, y he pedido ayuda a todos los amigos de mi madre. Nadie se atreve a cogerme. Es arriesgado, porque en cuanto los falangistas se enteran de que alguien como nosotras está trabajando, se ponen hechos una furia. Y ya sabes cómo se lo montan esos cerdos cuando están furiosos. Pero se me ha ocurrido que… Verás, hay gente que está vendiendo comida.

– ¿Vendiendo comida?

– Sí, se van en tren por los pueblos y compran cosas a los campesinos que luego venden aquí. Cosas que no se consiguen con las cartillas de racionamiento, o que sólo te dan en cantidades muy pequeñas. Hay quien paga lo que sea por un poco de queso o un pollo o fruta. Es una especie de contrabando, ya sabes. Estraperlo, creo que lo llaman. Podríamos intentarlo juntas…

– ¿Pretendes que nos dediquemos al contrabando?

– ¿Qué otra cosa quieres que hagamos?

Unos días después, Teresa y María Luisa se subirán a un tren en dirección a las tierras fértiles y cálidas que hay al otro lado de los montes. Carmina les ha prestado el dinero para los billetes y la posible compra, después de una larga discusión familiar en la que todas habrán intentado sin éxito disuadirlas de sus planes. Se bajarán en cualquier estación, en cuanto divisen llanos áridos y vegas verdes y altos álamos creciendo junto a un río, zona de buenos cultivos, y después andarán al azar por los caminos, en busca de alguien cuyo rostro les inspire confianza. Tendrán suerte: al día siguiente regresarán a Castrollano llevando escondidos bajo la faja y el sostén un par de kilos de garbanzos, pequeños y tiernos como la mantequilla, y casi el doble de lentejas.

Durante algunos meses, una vez a la semana, las dos amigas harán aquel viaje y volverán con los saquitos de legumbres ocultos bajo su ropa interior. Luego los venderán en las casas ricas de Castrollano, entrando entre risas disimuladas por la puerta de servicio y dejándose tratar como maleantes, las del estraperlo, que llegan las del estraperlo, susurra la muchacha, y las hace pasar al rincón más escondido de la cocina, donde la señora de la casa pesará la mercancía, la observará con detenimiento y al fin regateará el precio. Así ganarán algunas pesetas, lo suficiente para empezar a adquirir con las cartillas de racionamiento las cosas más imprescindibles.

En los primeros viajes, Teresa y María Luisa disfrutarán como si estuviesen corriendo una gran aventura. Incluso la presencia de las parejas de la Guardia Civil, que recorren a menudo los vagones, mirando con enojo y desconfianza a todos los viajeros y pidiéndoles a los que les resultan sospechosos los papeles, provoca en ellas una emoción que luego, al recordarla, les causa grandes carcajadas. Cuando los vean aparecer, pondrán cara de buenas chicas, los saludarán sonrientes, hablarán en voz alta de lo crecidos que están los hijos y lo bien que hacen de monaguillos en la iglesia y a veces hasta fingirán ir rezando. Así conseguirán pasar desapercibidas un día y otro.

Pero con el paso de las semanas y la llegada del otoño, Teresa empezará a encontrarse cada vez peor. Sus dolores irán aumentando, propiciados por la humedad de la montaña, que se le mete en los huesos por mucho que se abrigue y hasta se cubra durante el trayecto con una vieja manta. El frío asola aquellos vagones de tercera y los pajares o los vestíbulos de las estaciones en los que suelen dormir, esperando el tren de regreso del día siguiente. Las víboras de su espalda serpentean, fustigan y pican sin cesar, haciéndole lanzar gemidos que no logra contener. A veces, María Luisa tendrá que ayudarla a caminar, a subir y bajar de los trenes por aquellos altos escalones que sus huesos se niegan a alcanzar. Pronto llegarán las nevadas, y los viajes se harán más largos, y el frío azuleará sus dedos y sus caras. Uno de aquellos días, en el trayecto de regreso, Teresa se encogerá de dolor sobre el asiento, mareada y sudorosa. Cuando se recupere un poco, contemplará callada las montañas que el tren recorre lentamente, abriéndose paso con esfuerzo a través de la nieve. El ritmo de la vida parece haberse ralentizado. Los copos flotan, se sostienen en el aire, se posan luego despacio sobre otros copos. El ruido de la locomotora llega ensordecido y lejano. La transparencia grisácea de la luz envuelve las cosas, alejándolas las unas de las otras. El mundo parece hermoso y suave, muy hermoso y muy suave y muy triste.

Al regreso a Castrollano, tendrá que pasar varios días en la cama, retorciéndose de dolor, a pesar de que su buen amigo Pepe Delgado, que es médico en el hospital y cuida de ella todo lo que puede, robará dos ampollas del analgésico más eficaz que logre encontrar. Luego, poco a poco, las víboras irán adormeciéndose, y al cabo de unas semanas Teresa volverá a caminar, aunque apoyada en un bastón que deberá acompañarla ya para siempre, según le ha dicho Pepe. A pesar de todo, le propondrá a María Luisa que inicien de nuevo sus expediciones. Pero ella se negará. Se acabó su actividad de estraperlistas. Ahora tendrán que pedirle ayuda a Plácido Bonet. Seguro que él les encontrará algo, igual que se lo ha encontrado a Feda y Alegría. Todavía queda gente decente en el mundo.

La aparición de Plácido en el mes de octubre habrá cambiado la vida de las mujeres de la familia Vega. No será sólo un golpe de suerte, sino la consecuenciadel recuerdo que Publio ha dejado en el mundo de su bondad y su honradez. Rico propietario de minas, accionista de varias empresas metalúrgicas y ferviente monárquico que ha apoyado con entusiasmo el alzamiento -aunque ahora empiece a observar con cierto temor la toma del poder por parte de los militares y los falangistas, mientras el rey aún permanece en el exilio-, Plácido Bonet había sido buen amigo de Publio, a pesar de sus diferencias políticas. Su antiguo afecto se acrecentó en un solo día, el 14 de abril del 34. En cuanto conoció la noticia de la proclamación de la República y la marcha de Alfonso XIII, el empresario se vistió de luto y puso crespones negros en los balcones de su casa. Esa misma tarde, sin embargo, acudió a su tertulia en el café Marítimo, dispuesto a no dejarse amilanar por las circunstancias y a dar la cara a favor de sus ideas. En su mesa de siempre, adonde sólo habían ido aquel día los republicanos, su presencia causó tanta admiración que todos acallaron el júbilo con el que estaban celebrando el acontecimiento y pasaron a discutir sesudamente de cuestiones de gobierno y posibles nombramientos, tratando de evitar la controversia. Pero otros parroquianos de las mesas cercanas, al ver allí al renombrado Bonet, fueron menos corteses, y elevaron las voces aún más de lo habitual, con el claro propósito de ofender al monárquico osado. Cuando desde el fondo de la sala alguien gritó: ¡A ver si los matamos de una vez a todos, a los curas, las monjas y los hijos de puta que apoyan al gran hijo de puta del rey!, Plácido palideció y buscó la mirada siempre cómplice de Publio. Éste se levantó, se dirigió sin dudarlo ni un segundo a la mesa del fanático y le plantó cara:

– Soy republicano desde siempre, y eso quiere decir que, aunque sólo sea por edad, tengo más razones que usted para considerar que hoy es un día histórico. Sin embargo, no voy a permitir que nadie insulte a las personas honradas, aunque no piensen igual que yo. Ahora mismo le va a pedir perdón al señor Bonet.

Por supuesto, la propuesta fue acogida con desprecio y a Publio, que insistía en su exigencia, tuvieron que alejarlo de allí sus contertulios, preocupados por el cariz agresivo que iba tomando el asunto. A pesar de su fracaso, desde aquel momento Plácido Bonet se sintió en eterna deuda de amistad con él.

En el mes de octubre después del final de la guerra, cuando sepa que su buen amigo ha muerto y que su viuda está de vuelta en la ciudad, indagará sin pausa hasta conseguir la nueva dirección de Letrita, y le escribirá una larga carta de pésame, recordando la impresionante personalidad de Publio y poniéndose a su disposición para todo lo que necesite.


Y no te tomes mi ofrecimiento como un puro formalismo. Comprendo que éstos no son buenos tiempos para vosotras, y no querría que lo estuvierais pasando mal estando yo en disposición de echaros una mano en lo que sea. Te ruego por favor que me hagas saber cuándo puedo visitarte, o que vengas tú misma a verme si lo prefieres, y así podremos hablar de todas estas cosas y recordar juntos a nuestro querido Publio.


Para entonces, Feda y Alegría estarán a punto de perder la esperanza de encontrar un trabajo que no suponga el riesgo del estraperlo al que María Luisa ya se dedica. La humillación de Alegría en la droguería Cabal habrá sido sólo la primera de muchas. Durante semanas, las dos mujeres habrán recorrido la ciudad en busca de cualquier cartel que anuncie un puesto libre. Se habrán presentado en varias tiendas, en dos almacenes del puerto que necesitan oficinistas, en la fábrica de vidrio y hasta en una casa en la que piden una asistenta por horas. Pero en todas partes habrán encontrado la misma respuesta. Sin el certificado de adhesión al Movimiento Nacional, nadie quiere darles trabajo. Algunos se lo exigen por miedo. Otros por convicción. Las puertas se han cerrado para la gente como vosotras, eso les contestarán con desprecio en la zapatería Rodríguez, donde se recibe a los clientes brazo en alto y al grito de ¡Arriba España! El mundo es ahora nuestro, añadirá, asquerosamente sonriente, aquel hombre engominado, mientras se limpia las manos sudorosas en la camisa azul. Un día, Alegría llegará a decir que quizá era más humano lo que hacían antes, convertir a los vencidos en esclavos y no dejarlos morirse de hambre como están haciendo ahora con ellas. Su comentado provocará la risa de las otras, pero también la amarga reflexión sobre lo difícil que les va a resultar salir adelante. Mucho más difícil de lo que jamás habrían creído. Quizá, piensa cada una de ellas en silencio, totalmente imposible.

Después de recibir la carta de Plácido Bonet, a la mañana siguiente, Letrita irá a visitarlo. A pesar de su vieja ropa teñida de negro, todavía habrá gente que detenga inevitablemente su mirada en aquella mujer mayor, castigada sin duda por la vida, pero que camina con tanta dignidad, con la cabeza tan alta y el cuerpo tan recto y los ojos tan generosos, con esa guapura ajada que le han dado -a ella, que nunca fue guapa- su orgullo, su tolerancia y su valentía. Segura de que no necesita humillarse ni suplicar, le pedirá al amigo trabajo para sus hijas. Una semana después, Alegría y Feda estarán empleadas en sus oficinas, tratadas con respeto y ganando un sueldo decente. Se sentirán las mujeres más afortunadas del mundo. De haber creído en Dios, habrían rezado cada noche por Plácido, y hasta habrían sido capaces de pensar que era un ángel enviado por el Señor para protegerlas.

Y cuando María Luisa y Teresa abandonen su miserable carrera de estraperlistas, será también él quien se ocupe de encontrarles trabajo. María Luisa entrará de cajera en el mismo café Marítimo donde Publio pasó tantas horas de tertulia defendiendo la bondad intrínseca de los seres humanos. El dueño, don Mariano, un tipo agradable, le debe algunos favores importantes, y Plácido se los cobrará así. Al descubrir de quién es hija la nueva empleada, habrá clientes que protesten, e incluso quienes abandonen ostentosamente el local para no volver nunca más. Pero don Mariano se encogerá de hombros: no puede fallarle a Bonet, y además está empezando a sentir mucha admiración por aquella mujer tan valiente, que jamás agacha la cabeza y es capaz de mirar al fondo de los ojos a cualquiera y devolver tranquilamente los cambios aunque la estén insultando. No está dispuesto a echarla porque unos cuantos intransigentes se empeñen en ello, ni siquiera aunque intenten cerrarle el café. Ha sido siempre un hombre razonable: por las buenas, todo. Por las malas, no hay quien pueda con él.

En cuanto a Teresa, Plácido le buscará algunas clases de piano entre las familias amigas. Pero el día en que deba acudir a darle su primera lección a Elenita Durán, que la espera impaciente al lado de su Pleyel recién comprado a un chamarilero, no se presentará. Esa misma tarde, en el buzón de la casa de Carmina aparecerá un sobre para María Luisa. Dentro, sólo una breve nota escrita a lápiz:


¿Recuerdas que una vez me dijiste que no debía permitir que hicieran callar la música que vivía dentro de mí? Ya no la siento. Ya no puedo tocar. Si miro mi interior, me veo blanca y silenciosa, tan blanca y silenciosa como el paisaje que cruzábamos en el tren. Todo es hermoso y suave, e infinitamente triste. Estoy muerta.

No me acuses, ni te acuses a ti misma. Si algo bueno ha habido en mi vida en los últimos tiempos, os lo debo a ti y a tu familia, y mi alma lo recordará esté donde esté. Eres mi amiga y te quiero, y así seguirá siendo siempre.


Su cuerpo no aparecerá. Nadie sabrá nunca qué lugar ni qué manera eligió Teresa Riera para morirse de aquella vida tan fea que no supo ni quiso soportar. María Luisa irá a recoger las pocas cosas que quedan en su casa. Antes de cerrar la puerta, se sentará ante el piano de papel y fingirá tocar en él la Sonata en si menor de Liszt. Teresa solía decir que, oyendo esa música, era imposible no creer que el hombre es igual a los dioses, dueño y señor de su propio destino, digno de vivir y morir en libertad.

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