Alegría cierra tras de sí la puerta del portal con tal estrépito, que todas se vuelven a mirarla, asombradas de aquel inesperado arranque de cólera. Ella suspira aliviada, y hasta parece sonreír un poco, como si el golpe furioso la hubiera resarcido de tanta humillación. Un grupo de murciélagos aletea y chilla, revoloteando en la oscuridad pegajosa de la calle. La noche ha caído, lenta, triste, sobre Castrollano. Las viejas farolas que aún quedan en pie, apagadas, parecen esqueletos deformes. Detrás de algunas ventanas, las luces mortecinas producen sombras agigantadas, informes monstruos que van y vienen. Merceditas los contempla con aprensión, temiendo que aquellos fantasmas atraviesen cortinas y cristales y se les abalancen encima, arrastrándolas al otro mundo. Desaparecerán, y nadie preguntará por ellas, nadie llegará ni siquiera a saber que estaban allí, que habían vuelto, que aún existían. Serán menos que polvo, menos que aire, nada, cuatro mujeres y una niña que no son nada y a quienes nadie creerá recordar. La manita suave de Mercedes aprieta con fuerza la de su madre, de pronto fría pero aún tan firme que el miedo se aleja, aleteando en las tinieblas como los murciélagos.
Entre las ruinas del mercado del Sur, una hoguera anuncia la presencia de gentes. Se oyen murmullos, llantos de niños, una voz de mujer que chilla, ¡déjame ya, hijo de puta, que hueles a podre!, golpes, quejas, silencio, murmullos, llantos de niños… El ruido de la miseria, piensa Letrita, y por un momento tiene la debilidad de imaginarse a sí misma y a las chicas así, desprovistas de todo, acogiéndose al calor dudoso de un fuego y una manta vieja, al refugio desvalido de un muro vacilante. La negra vida de los derrotados.
Un poco más allá, detrás de las casas de la Carbonería, las monjas del hospicio, alertadas por una buena mujer, recogen esa noche a cuatro criaturas. Han estado caminando todo el día. La tarde anterior se les murió la madre, allá en el caserío donde vivían, y una vecina les hizo saber que no había quien se hiciera cargo de ellos, y que más les valía echar a andar hacia Castrollano, porque en la ciudad vivía mucha gente con dinero que les daría de comer. Al padre no lo han vuelto a ver desde que se fue a la guerra, pero la misma vecina les dijo que no lo esperasen, que estaba muerto y bien muerto, fusilado junto con otros muchos de la comarca. La mayor -a quien ya le asoman unos pechos tiernos por debajo de la blusa remendada- entrará pronto de criada en casa de un viudo. El segundo se escapará un par de meses después del hospicio, y acabará siendo un cadáver destrozado, sin cara ni nombre, bajo las ruedas de un tren. A los dos pequeños las monjas los darán en adopción. Ninguno de ellos volverá a saber nada de los otros, aunque soñarán por las noches con extrañas caras de niños llenos de mocos.
Las mujeres de la familia Vega caminan silenciosas por la ciudad asolada y oscura. La madre no ha dicho nada desde que abandonaron la casa de Sacramento, pero todas saben que se dirigen a la calle del Agua, al piso de Carmina Dueñas que, de seguir viva, las acogerá sin duda. Carmina y Letrita son amigas desde niñas. A los seis años, ya compartían el mismo pupitre en la escuelita de doña Rosario, donde aprendieron algunas reglas de aritmética y gramática y todas las posibles combinaciones de puntos y bordados, dientes de perro, bastillas, repulgos, vainicas, recamados, entredoses, bodoques, festones… Carmina siempre fue una costurera primorosa, y toda la vida regaló a las amigas camisas delicadas, exquisitos tapetes y hasta hermosos cubrecamas trabajados punto a punto en sus largas horas de soledad.
Pero Letrita olvidó todo lo aprendido apenas hubo abandonado la escuela a los doce años. Quizá lo hizo creyendo que, al ignorar el trasiego de las agujas y las telas y los suaves hilos de seda, evitaría el destino de su hermana mayor. Elisa -tan hermosa con su ondulado pelo rubio que a Letrita, de niña, le parecía un hada- había sido la bordadora más entregada y virtuosa de cuantas conocieron las aulas de doña Rosario. Se pasaba las horas sentada en el mirador de la casa, frente al puerto, enredando ensimismada los dedos en las preciosas madejas de hilo y acariciando los tejidos de sutiles texturas con el mismo placer con el que una amante mimaría la piel del cuerpo deseado. De sus manos salían, sin esfuerzo aparente, flores todavía húmedas del rocío, guirnaldas de hojas a las que el sol aún no había devorado la palidez virginal de las primeras horas y hasta pájaros de fuego que parecían cantar. La gente se quedaba admirada ante sus bordados, tanto como ante su inquietante belleza y su permanente silencio, tan raros la una y el otro que las mujeres mayores se preguntaban en voz baja dónde encontrarían los Cristóbal un hombre con el valor suficiente para pedir en matrimonio a aquella muchacha tan ajena al mundo. Pero no hizo falta buscarlo: al cumplir los catorce años, su madre le comunicó que se haría monja. En el monasterio de clausura de las Pelayas necesitaban hermanas de manos habilidosas para cumplir con los muchos encargos que recibían. Habían visto algunos de sus trabajos, y estaban dispuestas a aceptarla sin dote, todo un privilegio para una familia como la suya, que de otra manera jamás habría podido permitirse el lujo de meter monja a una hija en un lugar como aquél.
Nadie recordaba haber visto nunca llorar a Elisa, ni siquiera de pequeña, pero en cuanto supo la noticia empezó a caerle por las mejillas un borbotón de lágrimas silenciosas, que ya no volvió a cesar. Su único gesto de resistencia fue un susurro, no, madre, por favor, pero la madre se dio media vuelta y la dejó plantada en el mirador, con el llanto derramándose sobre los hilos de colores, que se destiñeron en su regazo hasta formar una absurda mancha estridente.
Seis meses más tarde, Elisa murió en la enfermería del monasterio. Ningún médico se atrevió a diagnosticar la razón. Quizá fue de pena, dijeron. La propia abadesa había llamado a los padres poco después del ingreso para decirles que estaba convencida de que la vida de clausura no le sentaba bien a Elisa, que la pobre criatura no paraba de llorar y temblar de frío y se negaba a comer, que sin duda alguna el misericordioso Dios no la quería religiosa y enferma, y que era mejor que se la llevasen a casa. El padre, como siempre, calló. La madre frunció el ceño y se negó a hacerse cargo de aquella hija caprichosa. Después de mucho insistir, la abadesa comprendió que se las veía con una mujer sin corazón, y decidió cuidar a la desdichada niña y encomendar al Señor su destino.
Unos días más tarde, Letrita fue con su padre a verla. Regresó a casa tan consternada, que aquella noche le subió altísima la fiebre. Su hada rubia se había convertido en un espectro. La piel le colgaba sobre los huesos de la cara como a una anciana, y de los ojos, hinchados y purulentos, seguían brotándole sin descanso las lágrimas. No dijo nada, pero cuando ya se iban le acarició la mano a través de la reja que las separaba y la miró intensamente durante unos segundos. Letrita no vio que su boca se abriera, pero a pesar de eso oyó claramente su voz susurrándole: No dejes que te hagan lo mismo que a mí, no dejes que decidan tu vida.
Desde aquella mañana, Letrita dejó de creer en Dios y en sus padres. Sólo tenía once años, pero comprendió que la crueldad de los arrogantes era uno de los más demoledores atributos del ser humano, y que la sumisión de los débiles equivalía a su aniquilación como personas. Decidió que ella haría otra vida, una suya, propia, al margen de la voluntad materna. Durante mucho tiempo, se imaginó escapándose de casa y viajando a bordo de uno de los grandes veleros que atracaban en el puerto hacia alguna de aquellas ciudades de nombres preciosos que aparecían en los carteles de las compañías de navegación, Maracaibo, Callao, Montevideo, Veracruz o quizá La Habana, a cualquier lugar lejano y desconocido donde nadie tuviese poder sobre ella. Aún no había renunciado a ese sueño cuando apareció Publio, pasando cuatro veces al día bajo el mirador en el que antes bordaba la silenciosa Elisa y donde ahora se quedaba ella muchas horas, interesada en el ajetreo constante de los muelles. Cuando empezaron a verse a escondidas de los padres y a tener largas conversaciones, sentados en lo alto del cerro de las Hermanas sobre los periódicos que Publio desplegaba con cuidado para no ensuciarse, Letrita supo que era en el mundo bondadoso y sereno de aquel hombre en el que ella quería vivir. Y que valdría la pena luchar a su lado para liquidar el tiempo de los crueles y los sumisos.
Durante todos aquellos años, la confidente de sus penas y sus anhelos había sido Carmina Dueñas. Habían aprendido a reírse juntas de sus disgustos y sus fracasos, y la risa las unió con un lazo más inquebrantable que cualquier concepción del mundo. Cuando Carmina, al cabo de mucho tiempo de matrimonio estéril, comprendió por fin que nunca tendría hijos, empezó a tratar como propios a los de su amiga, que entretanto paría una y otra vez, aunque algunos de los niños se le morían enseguida. Y cuando se quedó sola y a punto de cumplir los treinta, en aquella absurda situación que ella misma denominaba de viuda con el difunto vivito y, sobre todo, coleando, la familia Vega pasó a ser definitivamente la suya.
Carmina había hecho una buena boda. Manolo Rueda la quería, y era el tipo más divertido de cuantos pisaban Castrollano, además de propietario de una pequeña mercería que daba lo suficiente para vivir bien. Entusiasta y nervioso, se lanzaba a todas las aventuras que se le ponían por delante, incluidos negocios ruinosos, escaladas a montañas altísimas, farras con los amigos, excursiones por comarcas remotas o amoríos con vicetiples robustas y coristas descaradas. Carmina, que lo trataba como a un niño, se lo perdonaba todo, hasta lo de los amoríos, porque sabía que la seguía queriendo, y para ella eso bastaba. Por lo demás, como solía decir sin ningún recato a sus amigas, prefería un marido infiel y feliz a un esposo devotísimo pero mustio.
El día que cumplió los cuarenta años, en 1909, Carmina se lo encontró al llegar de la mercería justamente así como no se lo quería encontrar, mustio, cabizbajo, tristón. Acababa de darse cuenta de que lo mejor de su vida había pasado, le confesó. ¿Y qué había hecho? No había cumplido ninguno de sus sueños de infancia, no había cruzado el Orinoco, ni pescado un tiburón, ni avistado las cumbres nevadas de los Andes, lloriqueó. Así que Carmina, abrazándolo, se lo dijo muy clarito: Pues vete, hijo, vete, haz todo lo que puedas, yo me quedo aquí tan feliz. Y se quedó.
Manolo se marchó una mañana de primavera a bordo de un vapor correo de nombre conveniente, El Despreocupado, para no volver nunca más. No llegó a avistar las cumbres de los Andes ni cruzó el Orinoco, pero sí que logró pescar algunos tiburones allá en el mar Caribe, junto a Manzanillo, donde se instaló al descubrir que la isla de Cuba le ofrecía muchas más aventuras que Castrollano y todo el continente europeo juntos, y que una mulata de nombre Lolita reunía en sí la robustez y el descaro de todas las vicetiples y coristas posibles, además de la santa paciencia de su esposa.
Cuando supo que su marido no pensaba regresar a casa, Carmina no se lo tomó del todo mal, e incluso llegó a habituarse pronto a su rara situación y a cogerle cariño a la familia que Manolo iba creando en Manzanillo y de la que le daba puntual cuenta en sus frecuentes y tiernas cartas. Fue la madrina por poderes de la primera hija, a la que pusieron su nombre y de la que ella se ocupó en la lejanía con toda la devoción de una madre postiza. A pesar del escándalo de muchas de sus amigas, las fotografías de las siete criaturas de su marido fueron alineándose con los años en la consola de su sala de estar, junto a otra más grande en la que posaba muy sonriente y moreno el propio Manolo al lado de su mulata, bien enganchetados del brazo. A cambio, ella le envió un retrato de su boda que la pareja de concubinos colgó sobre el cabecero de su cama. Poco a poco, la gente fue acostumbrándose a aquella situación, y llegó a ser normal que las clientas menos pacatas de la mercería le preguntasen por la salud de su marido, la otra mujer y los niños.
La única pena de Carmina durante aquellos años se la había provocado su cobardía: a pesar de la insistencia de Manolo y hasta de Lolita y los crios, que siempre añadían unas letras en las cartas, nunca tuvo valor para coger un barco y plantarse allí. Estaba convencida, por alguna extraña superstición que ni ella misma podía explicarse, de que en cuanto se alejase de Castrollano le sucedería algo malo, quizá la muerte. Ése fue también el motivo por el cual no quiso huir con los Vega de la ciudad, a pesar de que por aquel entonces andaba muy desanimada. La guerra, con sus infinitas penalidades propias y ajenas y, sobre todo, la falta de noticias de la familia cubana desde que el correo de ultramar había dejado de funcionar la tenían acongojada. Cuando, después de todos aquellos meses viviendo en su casa, Letrita le anunció su decisión de abandonar Castrollano y le pidió que se fuese con ellos, rompió a llorar como una niña, pero aun así fue incapaz de dar el paso. Sólo a la hora de la despedída recuperó su humor, y aseguró entre risas que en realidad se quedaba porque no podía imaginarse siendo peinada por manos distintas de las de su peinadora de toda la vida. ¿Cómo iba a arriesgarse ella a perder el poco pelo que aún le quedaba y a que se lo cambiasen de color? Hijas, añadió, a ver si me voy a morir por ahí hecha un adefesio. ¡Ni hablar!
Letrita recuerda ahora su cara en el último instante, al otro lado de la misma puerta a la que acaba de llamar con su sonido rítmico de siempre -un golpe largo y tres breves-, la cara redonda y afable de Carmina, sus ojos pálidos tan a menudo achinados y húmedos de la risa, el pelo blanco teñido siempre con un reflejo violáceo, la colonia barata que en ella huele sin embargo a rosas frescas, recuerda toda la ternura y el apoyo y la comprensión y la entereza que le debe, y anhela desesperadamente que esa puerta se abra para abrazarla más fuerte de lo que jamás la ha abrazado y sentir una vez más que, pase lo que pase, ella está ahí, con su clara e infinita amistad entre las manos.
Cuando al fin aparece, después de haberlas descubierto a través de la mirilla, el rostro de Carmina ha vuelto a ser el de la niña que fue. Toda ella, en realidad, se ha transformado. Se sonroja como una niña, grita como una niña, las besuquea y abraza una y otra vez como una niña que hubiese recuperado lo más querido. Pero la alegría queda pronto velada por las malas noticias de una y otra parte: la muerte de Publio y Miguel, y la del tío Joaquín y Manolo, que sucumbió a unas fiebres palúdicas el último día del año 38. La carta de la ahijada comunicando la desgracia en nombre de su madre anafalbeta tardó cinco meses en llegar, pero, milagrosamente, llegó. De todas maneras, ella ya se barruntaba algo, porque aunque nunca se las había dado de bruja ni creía en los espíritus, aquella noche del 31 de diciembre la foto de Manolo y Lolita se cayó de la consola y el cristal se hizo añicos contra el suelo. Desde entonces se le había quedado como una sensación de vacío por dentro que no se le curaba con nada y que se asentó definitivamente con la llegada de la carta de Cuba.
Letrita y Carmina se cuentan y se escuchan las penas con calma. Para ellas ha pasado ya el tiempo de la vehemencia, el tiempo de la desesperación. Han aprendido que a cierto dolor sólo se sobrevive conformándose a él, adaptando a su garra cada una de las células del cuerpo. Saben que es inútil combatirlo, inútil darle de lado, inútil olvidarlo, porque no se olvida. Saben que hay que llevarlo dentro y dejarle hacer su tarea, cavar su hoyo, morder su presa, abatir su víctima. Hay que vivir en paz con el dolor y acompasar el paso al suyo. Por eso no necesitan llorar la una por la otra, ni hacerse aspavientos y buscar palabras compungidas o consoladoras. Les basta con sentir que, una vez más, están ahí, ellas sí que están aún ahí, vivas, presentes, sentadas lado a lado igual que se sentaban en el pupitre de la escuelita de doña Rosario, tibias y juntas aunque los corazones estén retorcidos y arrugados de tanto vivir.
Las hijas respetan en silencio el reencuentro y las confidencias de las amigas. Pero Merceditas no. Merceditas acaba de cumplir nueve años, y no quiere oír hablar más de muertos ni de tristezas. Cuando empezó la guerra, no llegó a comprender lo que sucedía. Delante de ella, todos se esforzaron por ocultar la crueldad de las cosas, y evitaron mostrarle el miedo o la angustia. Su única pena fue la postración del abuelo, pero a eso se acostumbró enseguida. En cuanto a la muerte del tío Miguel, la sintió más por el dolor de su familia que por el suyo propio, pues no había tenido mucho trato con él. El resto -los tiroteos, las bombas, las huidas, la vida a salto de mata- lo recuerda como si hubiese formado parte de un juego prolongado y no de una tragedia.
Luego llegó Noguera, y aquella existencia apacible en el campo, correteando con los nuevos amigos entre los naranjales y las huertas y bañándose en las albercas a escondidas de los paisanos. Pero la muerte del abuelo puso fin a la despreocupación. Por primera vez, comprendió lo persistente y hondo que puede llegar a ser el sufrimiento. Y aquella sensación salpicó de pronto todo lo ocurrido a su alrededor en los últimos años, ensombreciendo su memoria. Ahora, de regreso a la ciudad de la que guarda recuerdos fragmentados, quiere olvidar todo eso, olvidar la negrura de las ropas, la palidez de las caras, el hondo resonar de los sollozos, el latigazo demasiado doloroso del adiós definitivo. Quiere olvidar la derrota, la convulsión mal disimulada que provocaron en casa las noticias del fin de la guerra, el miedo que ha creído adivinar en las miradas y las voces y sobre todo en los largos silencios ensimismados. Por las noches, piensa en todo eso cuando cierra los ojos. A veces, demasiado acongojada, necesita hablar de ello con Alegría:
– Mamá, ¿qué nos va a pasar?
– No nos va a pasar nada, mi luna. No sé, quizá durante algún tiempo no podremos comer cosas ricas y tú no tendrás vestidos nuevos. Pero eso no es lo más importante, Mercedes. Lo más importante es que la abuela y las tías y tú y yo estamos juntas. Y estando juntas no nos va a pasar nada malo.
– Pero hemos perdido la guerra…
– Sí, hemos perdido.
– El otro día hubo una pelea en la alberca. Unos decían que los que han ganado son los malos, y otros que no, que los malos somos nosotros, y que vamos a ir todos a la cárcel, y se pegaron hasta que Julio empezó a sangrar por la nariz y nos llamó rojos de mierda y dijo que se lo iba a decir a su padre para que nos fusilaran…
Alegría calla durante un rato. Hace tiempo que no sabe a ciencia cierta qué decirle a la niña sobre esos asuntos. A menudo lo ha hablado con las otras, pero no acaban de ponerse de acuerdo. Letrita cree que es mejor no darle demasiadas explicaciones. Siempre ha pensado que no es bueno que Mercedes crezca odiando a nadie, y ahora que la guerra está perdida, opina además que no es justo que ella pague también por las cosas de los mayores, y que deben dejarla tranquila hasta que pueda entender ciertas cuestiones y pensar por sí misma. María Luisa, sin embargo, es partidaria de informarla de todo y de educarla en las mismas ideas en las que han sido educadas ellas. Esto no va a durar toda la vida, dice, y alguien tendrá que tomar el relevo cuando nosotros ya no estemos. Si no preparamos a los niños para el futuro, ¿qué será de ellos y del mundo?, afirma convencida. Y ella se pregunta si no tendrá razón. Pero se le parte el alma cuando piensa en su hija señalada con el dedo por la calle, rechazada en la escuela, arrinconada por pertenecer a los derrotados. Entonces la abraza fuerte y la besa muchas veces, como si así pudiese conjurar el mal que la amenaza.
– No hagas caso de esas cosas, mi luna. Son bobadas de niños. Aquí no hay ni buenos ni malos.
Unos piensan unas cosas y otros pensamos de manera distinta, eso es todo. Lo que es terrible es que alguien haga una guerra en nombre de sus ideas. Pero ahora ya pasó.
– Sí, mamá, pero empezaron ellos…
– Claro que empezaron ellos, Mercedes. Y si es verdad que hay Dios, él los castigará. Lo único que nosotras podemos hacer ya es intentar que no vuelva a suceder. No te olvides nunca de eso cuando seas mayor. Y ahora duérmete tranquila, que todo va a ir bien, ya lo verás.
Merceditas se acurruca contra su madre para sentir el calor de su cuerpo, que todavía la parapeta del mundo. Y luego, dormida, sueña que pasea de la mano del abuelo por una playa muy larga, y que el sol le hace cosquillas en la piel. Después el viento le levanta la falda, y al bajar los ojos para mirarse descubre que su vestido, negro y feo, se ha transformado de pronto en otro lleno de flores, con muchos volantes que flotan en el aire como los de los trajes de las bailarinas. Entonces el abuelo y ella rompen a reír. Cuando se despierta, recuerda el sueño y piensa que así es como quiere vivir, riéndose, y que siempre sea verano y haga sol y viento y sus vestidos sean tan bonitos que las demás niñas se vuelvan a mirarla y todas se peleen por ser sus amigas. Quiere que su madre esté preciosa, tan preciosa que un hombre muy bueno se enamore de ella y la cuide, y que la abuela vuelva a sentarse en su silla de la cocina y le cuente cuentos mientras vigila los guisos, y que la tía María Luisa hable orgullosa de los conciertos de su marido y de lo listos que son sus alumnos, y que Feda se pinte otra vez los labios y le describa los bailes a los que va con su novio. Quiere todo eso, porque todo eso significa la seguridad que la arropó durante tanto tiempo, y sabe que no es nada y es mucho a la vez.
Alegría, que observa el desasosiego de su hija mientras la abuela y Carmina se dan noticias de los amigos y conocidos y hablan de fusilados, de heridos, de arruinados y prisioneros, pero también de los que ahora se pavonean sin piedad por las calles, le propone visitar la casa. Merceditas guarda buenos recuerdos de aquel piso en el que pasó tantos meses, jugando con la casita de muñecas de la que Carmina ha cuidado siempre con fervor, una mansión inglesa llena de mueblecillos de caoba, diminutos utensilios domésticos, figuritas de porcelana y un cúmulo de vestidos, cortinas, alfombras, toallas y juegos de ropa blanca bordados por ella misma. Ahora todo aquello sigue allí, pero polvoriento, desvaído, medio desarmado. Y no son sólo los juguetes. El piso entero, con su siempre reluciente colección de trastos inútiles, baratijas y recuerdos de varias vidas, parece haberse desfondado bajo el peso insoportable de la guerra. Ya no huele a cera, ni hay plantas en los rincones luminosos, ni cestitas con manzanas en los armarios. Los muebles se tambalean, quebrantados. En la bañera, el óxido de las cañerías ha depositado un largo surco imborrable, y hasta las caras de los retratos familiares parecen haber envejecido. Sólo las fotografías de Cuba mantienen su orden y su lustre, aunque la de Manolo y Lolita está ahora coronada por una cinta negra.
Da pena ver en aquel estado esa casa que siempre fue cálida, frecuentada a las horas más inesperadas por amigas que venían a tomar un café o a echar una partida a las cartas, o simplemente a charlar un rato sentadas en las mecedoras, junto a los ventanales que dan sobre los viejos castaños de Indias del parque de Begoña. Da pena ver a Carmina, una vez pasado el primer momento de excitación, menguada y encogida, muerta de frío bajo una toquilla ajada, descuidado el pelo que ahora es de un blanco amarillento.
Pero el regreso de las mujeres de la familia Vega será para ella como una bendición, y poco a poco volverá a agarrarse a la vida con toda su generosidad y su humor. Esa misma noche, por supuesto, se quedarán allí, compartiendo las camas disponibles, como ya había ocurrido después de los bombardeos del Pisuerga. Y al día siguiente, mientras Letrita y ella preparan unas patatas cocidas con el mismo mimo y afán que si estuvieran haciendo un guiso de cordero, Carmina dejará caer:
– Friégame esa fuente, y he estado pensando que lo mejor es que viváis aquí, pásame el cucharón.
Y Letrita, que sabe que no necesita resistirse ni deshacerse en eternos agradecimientos, responderá simplemente:
– Toma, y echa un poco más de sal, las niñas van a ponerse a buscar trabajo, así que dentro de poco tendremos algo de dinero y ya haremos cuentas. ¡Merceditas! ¡Pon la mesa, por favor!
– No, espera, espera, que ya la pongo yo.
Y Carmina sacará del fondo del aparador uno de sus mejores manteles de hilo -algo amarillento del desuso-, la vajilla de porcelana inglesa, algunas piezas de su cristalería buena y hasta los cubiertos de plata con las iniciales C y M entrecruzadas que su suegra le encargó cuando la boda. Comerán patatas cocidas, sí, y tres huevos que aún le quedan de los últimos que le han bajado, a precio casi regalado, de la aldea donde pasó muchos veranos y de donde le llegan de vez en cuando, más por compasión que por negocio, fruta, algunas verduras o un poco de leche. Comerán poco y mal, pero al menos lo harán en una mesa de princesas.
En unos días, la casa de la calle del Agua volverá a estar limpia y ordenada, y aunque el escaso dinero no dé ni para comprar la achicoria de las cartillas de racionamiento y el café parezca ahora un lujo legendario, las amigas volverán a frecuentarla. Al menos algunas, porque las partidarias del antiguo orden estricto, las defensoras de la exclusividad de sus privilegios, aquellas a las que la simple mención de la palabra libertad les pone los pelos de punta, ésas no querrán volver. En realidad, como ellas mismas se cuentan las unas a las otras, Carmina siempre les pareció demasiado permisiva, con aquellas cosas raras del marido y la mujerzuela cubana, pero es que antes todo se veía de otra manera y había que disimular lo que se pensaba de verdad. En cambio ahora, en los nuevos tiempos, no se pueden perdonar esos comportamientos. Y aunque Carmina ya está viuda, eso no le justifica el pasado. Además, nunca ha hablado de política, pero todas saben que su marido era anarquista y algo así debía de ser ella misma, y si no por qué no va a misa y por qué tiene tantas amigas rojas, que hasta ha metido a Letrita y a sus hijas a vivir con ella, y ésas más rojas no pueden ser, a mí no me va a engañar la mosquita muerta, seguro que en esa casa se oyen unas cosas tremendas contra Franco y contra Dios, yo no digo que las lleven a la cárcel, no, que una todavía tiene caridad cristiana y no le desea el mal a nadie, pero por lo menos que les pongan una multa o algo así, que ésas fueron las que quemaron los conventos y mataron a los curas y míralas, por ahí tan frescas, y todavía pretenden que seamos amigas… Habrá alguna, más desdichada, que aparezca para excusarse. Oliva, por ejemplo, que vive con un hijo falangista y feroz. Se presentará una tarde, con los ojos enrojecidos, y ni siquiera querrá pasar. Se quedará en la puerta, muerta de vergüenza de su propia cobardía:
– Sólo vengo para que sepas que no puedo venir más, Carmina. Mi hijo no me deja. Dice que si se entera de que vuelvo por aquí, me echará de casa. Y si me echa de casa, ¿dónde voy yo?
Carmina comprenderá su miedo. Oliva es demasiado vieja ya para rebelarse contra nada, demasiado débil. Podría decirle que no debe dejarse amenazar de esa manera, que no acepte que su hijo decida quiénes tienen que ser sus amigas, que más vale sola que mal acompañada… Pero no lo hace. No quiere meterse en la vida de nadie, igual que aspira a que los demás no se metan en la suya. Sin embargo, hay cosas que nunca cambiarán, la mierda de las intransigencias, el ejercicio asqueroso del poder, sea el que sea.
– No te preocupes, Oliva, lo entiendo, claro que lo entiendo. Tú tranquila, hija, que el mundo no se acaba en el comedor de mi casa, y además esto pasará, ya verás como pasará.
Oliva se irá agradecida, pensando que en todo Castrollano, no, en todo el país no hay otra mujer tan buena como Carmina Dueñas y que ojalá el mundo entero fuese así y no como aquel hijo suyo puñetero, tanto luchar para educarlo como a una persona decente y fue a salirle violento y sin corazón, vaya fracaso de madre, vaya fracaso de vida…
Pero las otras volverán, poco a poco, cada una con su propia historia, la del hijo muerto en el frente, la de la nieta reventada por una bomba, la del hermano huido no se sabe a dónde. Hablarán de esas cosas, y de la gran marea de ayer, y de las obras de reconstrucción que empiezan aquí y allá, y de lo difícil que es encontrar unos zapatos bonitos, y del hambre, y de lo pesado que está el marido, venga a decir que se quiere morir pero no se muere, y de la prima de la vecina de la esquina que se ha liado con un militar casado que le ha puesto un piso, y, por cierto, de lo horroroso que es ese Franco que parece un eunuco y seguro que lo es… Hablarán de mil cosas tontas, mientras a sus pies, en los castaños de Indias del parque, se vayan abriendo los grandes ramos de flores blancas. Se coserán la ropa avejentada. Se arreglarán el pelo las unas a las otras. Habrá de nuevo partidas de cartas y risas desaforadas. Pero cada una de ellas llegará y se irá siempre con el dolor, que va dejando a su paso una estela negra y disonante, perfectamente identificable alrededor de los cuerpos que en aquel tiempo caminan por la ciudad, cuerpos baldados del trabajo, cuerpos mustios de desamor, cuerpos exhaustos del hambre, cuerpos mutilados por las armas, cuerpos ateridos del frío, cuerpos mancillados en la prostitución, pobres, tristes cuerpos de los tristes y pobres seres derrotados que, a pesar de todo, anhelan vivir.