LA MUERTE DE PUBLIO

La calle de la Estación, siempre fea y descuidada, es ahora un despojo, un barrizal. Las aceras ya no existen. Hay escombros por todas partes, piedras y tejas, ladrillos y trapos y maderos, inmundos restos del tiempo anterior a las bombas, a la huida. Negocios cerrados, letreros colgantes, ventanas donde los cristales rotos han sido reemplazados por cartones, maderos sosteniendo muros que parecen a punto de desplomarse. La muerte extendió alas veloces y sangrientas sobre Castrollano, y la ciudad entera hubo de plegarse al destrozo y el abandono, y yace derrumbada, como un cadáver al que nadie ha recogido ni amortajado, ciudad muerta y putrefacta de la que nadie se apiadó. No hubo tiempo.

En la esquina con la plaza del Carmen, la villa de doña Asunción -la madrina de María Luisa- conserva sólo la pared trasera y algunos restos de las laterales. El papel floreado del salón, que tanto les gustaba cuando eran niñas, está ahora desteñido y sucio, cubierto de moho, y la pintura verde agua de su cuarto se ha reventado en llagas mugrientas. Los yesos de los techos forman amasijos oscuros en los rincones, donde alguien debió de amontonarlos para arrancar las maderas de los suelos. No quedan muebles, ni cortinas, ni puertas, y hasta la bañera y el retrete y los grifos han desaparecido. Pero en la habitación donde estuvo el piano, torcido, lleno de churretones, permanece el retrato de los padres de doña Asunción, él con su traje blanco y su jipijapa de cafetal, mirando con orgullo la belleza algo mulata y ostentosa de su mujer.

Merceditas, que alguna vez jugó en el pequeño jardín cubierto ahora de escombros, rompe a llorar. A pesar de sentir el corazón encogido, todas intentan tranquilizarla, seguro que doña Asunción está bien, se habrá ido a vivir con su hermana, y además tienes que acostumbrarte, Merceditas, hija, una guerra es una guerra, poco a poco todo volverá a ser como antes… La niña logra calmarse, y las mira al fin con los ojos ya secos aunque asustados, y entonces, bajando mucho la voz, como si no se atreviera a decir lo que va a decir, pregunta:

– ¿Y si a nuestra casa le ha pasado lo mismo?

Es Letrita la que contesta, ante el silencio angustiado de las hijas:

– No. Yo sé que no.

– ¿Y cómo lo sabes, abuela? -Esas cosas se saben dentro de la cabeza, niña. Lo mismo que tía Feda sabe que su novio está vivo, y yo en cambio supe que tío Miguel se había muerto antes de que llegase el telegrama. Lo sé porque lo sé. Y dentro de diez minutos lo sabremos todas. ¡Vamos! ¡Caminando! ¡Que si nos paramos en todas las esquinas no llegaremos nunca!

Perplejas ante el destrozo, siguen el camino, atravesando la plaza en dirección a las calles del centro. Es entonces cuando se dan cuenta de que algo raro ocurre: no es normal, toda esa gente caminando en sentido contrario al suyo, hacia la estación. En su mayor parte parecen campesinos, pero deben de haberse vestido con la ropa de domingo y andan con aire festivo y, sin embargo, silenciosos. En seguida empiezan a ver grupos de mujeres -algunas con las pecheras cubiertas de medallas y escapularios- que van como transidas, las manos juntas y los ojos bajos, murmurando palabras incomprensibles. María Luisa se detiene a preguntar qué ocurre. Una muchacha, vidriosa la mirada, despeinada la melena de los apretujones, toda temblante la voz aún emocionada, informa del suceso. La Virgen de la Lluvia vuelve a su santuario, ahora que la guerra ha terminado y sus enemigos han sido vencidos. Con su ayuda, acabaremos con todos los rojos, casi grita la beata. Las mujeres de la familia Vega se miran con aprensión. Y callan.

Al fin enfilan la cuesta del Sacramento, y el corazón de Letrita empieza a latir demasiado fuerte, en parte por la tensión de subir aquella pendiente empinada cargando la maleta, pero sobre todo por la excitación. Al doblar la curva a la mitad de la calle, aparece al fin el edificio intacto, superviviente de los bombardeos y las penurias. Entonces tiene que pararse, sofocada y de pronto exhausta. Merceditas, en cambio, echa a correr:

– ¡Ahí está! -grita-. ¡Hemos llegado! ¡No se ha caído, abuela! ¡Tenías razón! ¡No se ha caído!

Alegría la detiene con su voz. Todas saben que es la madre quien debe precederlas en este momento, como si celebrasen un rito, y llegar la primera a la puerta, y abrirla. Si es que aún se abre para ellas.

Despintada y sucia, la vieja puerta del portal exhibe doliente los agujeros de las balas que disparaban los rebeldes amotinados justo enfrente, en el cuartel de Campoalto, convertido ahora en una ruina victoriosa sobre la que campea, empapada y arrugada como un trapo, la nueva bandera. Aquéllos habían sido días malos, aunque ninguna sabría ya decir si fueron los peores. Quizá no. Quizá los recuerdan de una forma especial porque fue entonces cuando descubrieron el miedo y cuando su padre dejó de estar vivo, sí, aquel amanecer del 19 de julio del 36 en el que los soldados empezaron a disparar sin que nadie supiese aún claramente por qué ni para qué. Sólo Publio, que había oído rumores más inquietantes de lo normal la tarde anterior, en el café Marítimo, pensó al empezar a sonar los tiros que lo del golpe de estado debía de ir en serio. Pronto se lo confirmaron a través de la radio las primeras noticias, que rápidamente inundaron de gritos y sollozos y rezos y crujir de dientes el edificio, y la ciudad entera, y todo un país de pronto desplomado a los pies de la Bestia, que acabaría por abrirle el vientre y arrancarle las entrañas y devorárselas, infinitamente voraz. Y así apareció el miedo, un caballo sin jinete asolando las vidas, espectral y al cabo silencioso compañero de tantos días y noches del futuro.

Pero Publio aún pudo creer en lo que siempre había creído, el triunfo perenne de la Razón, que él nombraba de esa manera, con mayúsculas, arrastrando la erre inicial. Sobre el sonido de fondo de los disparos, que retumbaban a ráfagas en la calle vacía, mantuvo una optimista reunión con don Manuel, el del primero, con el que siempre había compartido opiniones políticas, mientras Letrita preparaba una tila para su mujer, a quien le castañeteaban los dientes. Feda, aún enfadada porque la noche anterior le habían prohibido salir y no tuvo manera de avisar a Simón de su ausencia, trataba inútilmente de conseguir permiso para acercarse a casa de su novio. Y Alegría intentaba mantener quieta a Merceditas, que parecía tomarse aquello como un juego y subía y bajaba de unos pisos a otros, dando cuenta de que doña Petra se había desmayado o de que el chico del primero quería lanzarse a las calles y apuntarse de voluntario en el ejército, y su madre había tenido que encerrarlo en el baño, donde se dedicaba a aporrear la puerta y dar voces. Ella fue también la primera que informó, muy nerviosa, de que las balas -que se oían cada vez más frecuentes- habían entrado por la ventana en el comedor de doña Josefa, yendo a incrustarse en la alacena, con estruendo de loza rota. Mientras lo estaba explicando, se oyó chillar a Feda en su cuarto: un disparo le había pasado rozando la cabeza, antes de clavarse en la pared, reventándola y lanzando cascotes por toda la habitación. Afuera se oyeron de pronto voces desgarradas, llantos. Publio se atrevió a asomarse a la ventana, y vio el cuerpo del niño retorciéndose todavía sobre la acera, cada vez más lentamente, hasta quedarse quieto, y la sangre formando un reguero brillante que corría calle abajo, asediado ya por las moscas. Tendría once o doce años. Un niño muerto. En ese mismo instante, Publio comprendió que aquél era sólo el primer muerto de los muchísimos que habrían de venir. Y no pudo evitar sentir que una parte de sí mismo estaba muriendo también, que sus ideas, sus luchas, sus esperanzas de crear un mundo mejor para quienes le seguirían en el tiempo habían empezado a desangrarse poco a poco, igual que el pequeño cuerpo, e iban a pudrirse a algún rincón abandonado de la luz, inútiles ya, acalladas, muertas.

Pero todavía le quedó un resto de valor para enfrentarse a su propia visión. No debía pensar en la catástrofe. Quizá aquel levantamiento costase algunas vidas y llevara unos cuantos días aplastarlo, pero estaba seguro de que todo acabaría pronto. Y eso era lo que tenía que transmitir a las mujeres. No quería que se preocuparan innecesariamente. Ni siquiera les dijo lo del niño muerto, tragándose su propia consternación. Habló, tartamudeando, de un hombre herido, cosa poco grave, a lo que parecía.

Luego se detuvo a reflexionar sobre qué debía hacer. Más que nunca, sentía la necesidad de acudir a su despacho en la Diputación, al que no recordaba haber faltado jamás en los últimos diecisiete años. Estaba seguro de que su presencia allí, dado que era el funcionario de mayor edad, sería importante para calmar los ánimos y demostrar a todos -incluido él mismo- que no ocurría nada irremediable. Sin embargo, no podía salir mientras los soldados siguiesen disparando sin ton ni son. Tendría que esperar unas horas, hasta que todo acabase. Entretanto, había que organizar las cosas. Impedir que alguien se acercase a las habitaciones que daban al cuartel. Racionar las provisiones por si tenían que pasar un par de días -estaba seguro de que no serían más de un par de días- encerrados en casa. Echar una mano en lo que hiciese falta a los vecinos. Con el ánimo generoso y eficaz que le caracterizaba, se puso manos a la obra. Despidió a doña Antonia y don Manuel, en cuya sensatez confiaba plenamente. Mandó a las mujeres a la cocina, con la orden estricta de no acercarse a los cuartos de la parte delantera. Y cuando todo estuvo en orden en su casa, decidió iniciar las visitas a los otros pisos. Como había oído que doña Petra no se encontraba bien a causa del susto, subió a verla en primer lugar. Y fue entonces cuando ocurrió el incidente que acabó de destrozar su vida.

Publio nunca había juzgado a la gente por sus ideas, sino por sus comportamientos. A pesar de su apoyo al partido socialista, tenía buenos amigos entre los conservadores. Incluso compartía tertulia con un cura tan anticuado como sarcástico, por el que sentía una especial simpatía que le era correspondida sin disimulo. Y creía no sólo en la bondad del ser humano, sino en que esa bondad era siempre aceptada por los demás, igual que se acepta y se reconoce la dulzura del sol una hermosa mañana de primavera. Irremediablemente. Había logrado mantener intacta esa inocencia a lo largo de los setenta y un años de su vida, como si su propia afabilidad lo hubiera protegido contra la incomprensión y el menosprecio ajenos. Pero aquel día, el primero de la guerra, tuvo que aprender en tan sólo unos minutos que las cosas no eran así. Su mundo infantil y claro se desmoronó de repente, igual que había empezado a desmoronarse sin salvación el mundo que él y la gente como él habían intentado construir en los últimos años. El golpe resultó demasiado duro.

Fue Etelvina, la única hija de doña Petra, quien le abrió la puerta. Ahora era una muchacha de casi veinte años, pero él la había conocido de muy niña, y siempre había sentido por ella un gran cariño. Desde pequeña, había compartido muchas horas de meriendas y juegos con sus propias hijas, y Publio hubiese jurado que el afecto que la chica siempre le había demostrado era tan sincero como inquebrantable. Jamás se le habría ocurrido pensar que en las cosas de los cariños se mezclasen las ideas políticas. Pero aquella mañana, Etelvina ni siquiera le sonrió al verlo, ni le invitó a pasar, como era la costumbre. Lo miró ceñuda, quizá un poco burlona, y se mantuvo medio escondida detrás de la puerta entreabierta. Publio se sorprendió, pero achacó aquel raro comportamiento a la preocupación por lo que estaba sucediendo:

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Etelvina contestó secamente:

– Sí, muy bien. ¿Qué quiere?

– Nada, no quiero nada, Telvina… He venido para ver si vosotros necesitabais algo. Me han dicho que tu madre se ha puesto mala.

– Mi madre ya está bien. Y no necesitamos nada de ustedes. Salvo que nos dejen en paz. Estamos rezándole un rosario a la Virgen de la Lluvia para pedirle que triunfe el levantamiento. Y que acaben pronto con todos ustedes, que tanto daño le han hecho a España.

Publio palideció. No supo qué contestar. Quiso tomárselo a broma, echarse a reír, hacerle cosquillas como cuando era pequeña, decirle que aquello no era posible después de tanto tiempo de buena vecindad…

Pero ninguna de esas palabras llegó a salir de su boca. Al ver la mirada tan agresiva de Etelvina, se le atragantaron todas antes incluso de que ella le cerrase la puerta en las narices.

Volvió a casa pálido, encogido. Las hijas se asustaron al verlo, y Letrita, después de tratar de averiguar en vano qué había ocurrido, lo convenció para que se acostase. Él se sirvió una copa de coñac y se encerró luego en el dormitorio, pidiendo no ser molestado. Desde allí se oía el ruido insoportable de los tiros. Cada uno de ellos parecía estallarle ahora a él por dentro, reventando todas las cosas hermosas y dignas que habían ido asentándose y madurando en su cabeza a lo largo de su vida. Cerró los ojos, y comprendió que ya no quería volver a abrirlos. No quería volver a mirar el mundo, porque en el mundo no quedaba nada que mereciese la pena ser mirado.

Tuvo la impresión de que un agujero eternamente hondo y eternamente negro se lo tragaba, como la muerte. Y nada hizo por evitarlo.

Cuando Letrita entró en la habitación más de una hora después, se lo encontró convertido en un anciano. Los años, que hasta entonces habían respetado su inteligencia y su ánimo, y también la estatura y el porte, la fortaleza de los huesos y hasta la delicadeza de una piel siempre pálida, se le habían echado de pronto encima. Parecía haber menguado. Una telaraña de arrugas profundas le marcaba el rostro, y los ojos antes tan vivaces se habían vuelto pequeños y débiles, ausentes. Su voz ni siquiera se alzó para saludarla.

Al verlo así, Letrita rompió a llorar y lo abrazó con la misma pena con la que en el pasado tuvo que abrazar a los hijos muertos. Lo había adorado desde que tenía dieciséis años y él, cerca ya de los treinta, la saludaba cada mañana al pasar por delante del mirador de su casa camino de la oficina de su padre en el puerto, con el sombrero claro y el bastón bien empuñado y la mirada suave. Había seguido adorándolo las primeras veces que se hablaron y cuando él le pidió matrimonio. Y después, a lo largo del tiempo, ocupada en cuidar de los hijos vivos y recordar a los muertos, disfrutando de la fortuna y soportando las penurias que llegaron cuando el negocio familiar fracasó, día tras día y año tras año, siempre lo había adorado. Lo conocía como si fuera carne de su carne, y cada una de las ilusiones de él era también suya, igual que suyo era cada uno de sus dolores. Hacía ya mucho que no necesitaban hablar para entenderse. Al verlo así, Letrita rompió a llorar porque supo que se le había partido el alma. Y que era para siempre.

El ya no tuvo fuerzas para consolarla. Su vida había terminado. A partir de aquel día, y hasta los momentos finales en que recuperó brevemente la lucidez, se limitó a ser un cuerpo sin razón ni voluntad. Ni la huida de Castrollano, ni las noticias de la guerra, ni siquiera la muerte de su propio hijo lograron conmoverle. Ya nada podía agrandar su pena, pues en un solo momento, en un único cadáver y una primera expresión de odio, había alcanzado a ver toda la crueldad que llegaría, y ese dolor abrió en su espíritu una herida imposible de cerrar.

Fue Letrita quien tuvo que hacerse cargo de la situación a partir de aquel momento. Sin verter más llanto que el del primer instante -que secó en seguida, consciente de que su fortaleza era ahora imprescindible para el bienestar de los suyos-, sumó a su propia solidez la solidez desvanecida de Publio, y fue en adelante madre y padre, esposa y marido. Ella organizó aquellos primeros días de sitio en la casa, ocupándose de tranquilizar a las chicas. No permitió quejas ni desidias ni lloriqueos ni malos humores ni temblores ni abandonos. Todo el mundo tuvo tareas que hacer, y todo el mundo, incluidos los vecinos aún amistosos, jugó a las cartas al atardecer, después de tomar un poco de café con pan duro migado o con galletas que ya empezaban a ponerse rancias.

Al quinto día, Miguel y dos amigos suyos aparecieron por la ventana de la cocina de don Manuel. Apenas enterado del golpe, el pobre Miguel, que pasaba unos días en una aldea de la montaña con Margarita y los niños, había regresado a Castrollano para unirse a los milicianos. Preocupado por la situación de su familia, había logrado llegar hasta la casa a través de los tejados, y estaba dispuesto a sacar de allí a todos los vecinos que quisieran ser rescatados. Letrita se tragó la conmoción que supuso para ella saber que su hijo ya estaba armado y dispuesto a partir hacia cualquier lugar donde hicieran falta soldados. No dijo ni una palabra. Preparó el equipaje imprescindible en un par de maletas, guardó en una bolsa las cosas de más valor -incluidas las pocas joyas que aún le quedaban de los buenos tiempos- y todavía fue capaz de dirigir con autoridad la operación de recoger la casa, metiendo los objetos delicados en los armarios, apilando colchones, cubriendo los muebles con sábanas viejas, revisando las trampas para los ratones, cerrando la llave de paso del agua y quitando los plomos, exactamente igual que si se fueran de vacaciones por unas semanas. Nadie se mostró tan sereno como ella durante aquel rescate difícil, en el que hubo que trasladar en una silla a Publio, más torpe y anquilosado a medida que pasaban los días. Incluso mantuvo intacto su sentido del humor al instalarse en casa del tío Joaquín, quien los recibió refunfuñando porque su presencia alteraba el orden estricto de su vida de solterón maniático, aunque no les echase la culpa de su desgracia a ellos sino a la Iglesia, que según decía se había empeñado en amargarle toda la existencia, sin respetar ni siquiera su triste vejez. Y todavía conservó el valor en la despedida de Miguel, que partió en un tren lleno de hombres sonrientes y ruidosos, más parecidos a alegres veraneantes que a soldados, salvo por las armas que llevaban en bandolera y que agitaron al aire a través de las ventanillas cuando el tren arrancó lentamente, desvaneciendo sus siluetas entre los humos. Muchos de ellos no volverían. Letrita lo supo, pero se calló, y hasta le dio un sopapo ligero a Feda al ver que se echaba las manos a los ojos para tapar las lágrimas.

Durante todo aquel tiempo, ella siguió tomando decisiones y repartiendo tareas. Alegría y Merceditas fueron las encargadas de hacer la compra en un mercado todavía bien surtido aunque cada día más caro, del que volvían siempre escandalizadas. Y Feda se ocupó de ir todas las mañanas a Correos, a recoger y enviar las cartas, que empezaban ya a espaciarse demasiado. Por suerte, enseguida llegaron noticias de María Luisa, que seguía en Madrid aunque estaba haciendo planes para trasladarse a Barcelona, con su familia política. Además de su trabajo en la escuela, ahora conducía los fines de semana un tranvía, supliendo igual que otras muchas mujeres a los hombres que ya estaban en el frente. Fernando se había incorporado como oficial al ejército y luchaba en Extremadura. Estaba bien, un poco asustado por la brutalidad que lo rodeaba, pero bien, y mandaba saludos.

La casa del tío Joaquín, un edificio burgués de finales del siglo anterior, se levantaba justo frente al viejo puerto, en la esquina entre la plaza de la Reina y la calle del Fomento; a espaldas del temido barrio de pescadores, con sus miserables edificios medio en ruinas, sus calles embarradas y sus muchas casas de putas. Desde el balcón del comedor, en los días claros, se alcanzaba a ver una enorme extensión de mar, cambiante y dúctil bajo las luces y los vientos. Una preciosa mañana de principios de agosto, Merceditas, ocupada en peinar a su muñeca, vio una mancha oscura que aparecía repentina sobre la lejana línea del horizonte. Algunos pesqueros de bajura habían salido a faenar al amanecer. De pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, sus cascos de colores enfilaron hacia el puerto. A medida que se acercaban a la bocana, la mancha oscura parecía seguirlos, y su perfil empezó a tomar forma. Era un gran barco gris, amenazador y veloz y rígido como un monstruo marino. Los curiosos que todos los días remoloneaban por el puerto formaron corrillos, y en cuanto los primeros pesqueros fondearon y los hombres bajaron a tierra, se les acercaron, tal vez inquiriendo noticias. Hubo gestos de asombro, manos lanzadas al aire, quizá gritos, y en seguida todos, marineros y paseantes, echaron a correr a través de los muelles, seguidos de cerca por los pescadores de los otros barcos, que iban llegando a puerto y eran abandonados a la carrera por las tripulaciones, olvidando a bordo la pesca del día.

Merceditas tuvo miedo, y voló a la cocina donde la abuela preparaba unas lentejas con tocino pero sin chorizo, porque el chorizo estaba ya demasiado caro en aquellos días y Alegría no había querido comprarlo. Letrita se asomó al balcón, y, al ver el monstruo, volvió a entrar rápidamente en la casa, dando instrucciones de abandonarla. Salieron a toda prisa, sin tiempo para coger las cosas de valor, y ya en la calle se vieron mezclados con una multitud que corría hacia el interior de la ciudad. Algunos tiraban cosas desde las ventanas a los familiares que aguardaban abajo, chillándose los unos a los otros. Los más viejos eran llevados casi en volandas o bien, abandonados a su suerte, lloriqueaban asustados, intentando seguir el ritmo despiadado de los jóvenes. Desde el barrio de pescadores, una riada de niños harapientos y de mujeres en delantal se afanaba tras los hombres, que de vez en cuando miraban atrás sin detenerse, llamando a voces a sus hijos o a sus compañeras.

Letrita ordenó a Feda y a Alegría que se adelantasen con la niña y corrieran hacia donde fuese, con tal de que fuese lejos del puerto. Pero Alegría se negó a dejarla sola con su padre y el tío Joaquín y se obligó a caminar al paso renqueante de los dos viejos, viendo con angustia cómo se alejaban Feda y Merceditas, de la que se separaba por primera vez desde que todo aquello había comenzado. Mientras sostenía al tío -que refunfuñaba y le daba codazos, incapaz de tragarse su mal genio ni siquiera en un momento como aquél-, rezaba en silencio, pidiéndole a Dios, si es que en verdad existía, que no se le llevara también a la única hija que le quedaba. Ya no sería capaz de soportarlo.

Los cañonazos se empezaron a oír cuando llegaron al comienzo de la calle del Arco. Letrita, aliviada al comprobar que las bombas caían a espaldas suyas, lo suficientemente lejos como para no alcanzarles, decidió refugiarse en casa de Carmina Dueñas, su vieja amiga, que no les negaría cobijo. Pero Alegría no quiso subir, y se empeñó en ir a buscar a la niña y a Feda, a las que encontró al fin abrazadas en un banco del parque de Begoña, muertas de miedo y rodeadas por varias mujeres muy amables que trataban de calmarlas. Volvieron todas juntas al piso de Carmina y allí se quedaron con los demás amontonados, mientras el crucero Pisuerga seguía atacando Castrollano sin misericordia, derribando edificios, reventando árboles y destrozando vidas. Fue la primera prueba de las muchas que vendrían después de que lo de la guerra no era un juego, ni una simple noticia en los periódicos, ni una acalorada discusión de café. Lo de la guerra iba en serio, y era la muerte y el miedo y la tristeza y la rabia y la desolación.

Cuando el Pisuerga abandonó el puerto al cabo de nueve días, en busca de otra ciudad desprevenida sobre la que lanzar su fuego monstruoso, dejó tras de sí un montón de dolor y de ruinas. La misma casa del tío Joaquín, reventada en millones de trozos, se llevó por delante al caer a dos vecinos poco prudentes. Entre sus restos, Merceditas, Alegría y Feda buscaron inútilmente algunos de sus objetos. Lo único que encontraron, un poco arañado por la rotura de los cristales del marco pero prácticamente intacto, fue el retrato de boda de los padres, ella de terciopelo oscuro, con una camelia prendida en el pecho, y él con cuello duro y pajarita, los dos muertos de risa y de ganas de comerse a besos a pesar de la consabida seriedad del momento. Cuando se lo dieron a Letrita, se echó a llorar. Fue un llanto tan repentino, intenso y breve como una tormenta tropical. Y se secó enseguida.

Apenas se calmó, fue a enseñarle la fotografía a Publio:

– Mira, las niñas la han encontrado entre los escombros de la casa del tío. Gracias a Dios. Todo lo demás me da igual, pero perder esto sí que nos hubiera costado un disgusto, habría sido un poco como perder nuestra memoria, ¿no crees? -le dijo, y luego se puso a mirar el retrato y le dio por recordar aquellos tiempos, la felicidad de estar al fin juntos todo el tiempo posible, las muchas noches de amor alborotado y las infinitas horas de ternura. Letrita no tenía ninguna tendencia a idealizar el pasado. Vivir al lado de Publio y de los hijos que no se le habían muerto le parecía un privilegio del que iba gozando día a día, sin volver la vista atrás. Y si lo hacía, nunca era para añorar sino, por el contrario, para detenerse con satisfacción en la idea de que su vida había sido y era mucho más dichosa de lo que ella jamás habría supuesto. Pero aquella vez, quizá porque mientras recordaba miraba el fondo de los ojos de Publio -donde siempre había encontrado tanto amor- y sólo veía vacío, aquella vez, acaso también por el miedo y la pena silenciosa y la percepción inevitable de la derrota que habría de llegar, sintió una punzada en el corazón. Y le pareció entender, aunque no quiso detenerse en tal idea, que al fin había llegado el tiempo definitivo de la nostalgia.

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