XV

Reconoce este lugar. Su calle, su casa, su jardín, su auto verde bajo la enramada, el amarillo de Elizabeth aparcado fuera. ¿Ha vuelto a casa, tan pronto? No lo ha­bía esperado, pero sabe que cada uno de sus saltos debe haber sido, de alguna manera, la consecuencia de una elección deliberada y, evidentemente, ese mecanismo oculto en su interior que ha dirigido sus viajes ha deci­dido traerlo de vuelta a casa. Muy bien; volvamos a la base. Digiere tus viajes, examínalos, deja que tus experiencias obren su alquimia en tu interior; para eso será necesario que te quedes quieto un momento. Después siempre puedes volver a marcharte. Mete la llave en la cerradura.

Elizabeth tiene un cuarteto de Mozart en el tocadis­cos. Está sentada, con las piernas recogidas, en el sillón que está junto a la ventana del living, hojeando una re­vista. Cae la tarde y la línea de edificios de San Francis­co, claramente visible al otro lado de la bahía, está coro­nada por el halo del sol que se pone. Hay flores recién cortadas en el florerito de cristal, sobre la mesa de ma­dera; la fragancia de gardenias y jazmines danza junto a él. Sin prisa, ella levanta la mirada, enfoca sus ojos en los suyos, lo maravilla con la calidez de su sonrisa y dice:

—¡Vaya! ¡Hola!

Ella se le acerca.

—No te esperaba tan pronto, Chris. En realidad, no sé si esperaba que volvieras.

—¿Tan pronto? ¿Cuánto tiempo estuve ausente, pa­ra ti?

—Desde el martes por la mañana hasta hoy jueves. Dos días y medio. —Mira su barba áspera, su camisa arrugada y desteñida por el sol—. Para ti ha sido más tiempo, ¿verdad?

—Muchas semanas. No sé exactamente cuánto tiem­po. Estuve en ocho o nueve lugares diferentes y me que­dé bastante tiempo en el último. Eran aldeanos, labra­dores, alguna tribu eslava primitiva que vivía junto a la bahía. Yo era su dios, pero me aburrí.

—Tú siempre te has aburrido fácilmente —dice ella y ríe, y le coge las manos, acercándolo. Lo roza suave­mente con los labios, un picotazo, un beso en broma, su saludo habitual y luego se besan con pasión, los cuerpos muy juntos, las lenguas buscándose. Él siente un latido en su pecho, la vieja e inextinguible pulsación. Cuando se sueltan, retrocede, un poco mareado y dice—: Te eché de menos, Elizabeth. No sabía cuánto iba a echarte de menos hasta que estuve en otros sitios y me di cuenta de que podía no hallarte de nuevo.

—¿En serio te preocupaba eso?

—Mucho.

—Yo nunca dudé que volveríamos a estar juntos, de un modo u otro. El infinito es tan grande, amor mío. Lograrías volver a mi lado, o al lado de alguien muy pare­cido a mí. Y alguien muy parecido a ti me encontraría a mí, si tú no lo hicieras. ¿Cuántos Chris Cameron crees que se están moviendo entre los mundos? ¿Mil? ¿Un trillón de trillones?

Sin interrumpirse se vuelve hacia el aparador y dice:

—¿Quieres un poco de vino? —Sirve de una garrafa medio vacía y dice—: Dime dónde has estado.

Él se le acerca por detrás, apoya las manos en sus hombros y las desliza por la espalda de su blusa de seda hasta la cintura, sujetándola, besando su cuello. Dice:

—En un mundo donde hubo una guerra atómica, aquí, en uno donde quedaban indios salvajes en Livermore, en uno donde todo eran robots fantásticos y helicópteros fu­turistas, en uno donde Johnson fue presidente antes que Kennedy y Kennedy vive y es presidente ahora, en uno donde... oh, ya te contaré los detalles. Antes, tengo que relajarme un poco.

La suelta, besa el lóbulo de su oreja, toma uno de los vasos y se saludan y beben, vaciando rápidamente el vino.

—Es estupendo estar en casa —dice él en voz baja—. Estupendo haber ido donde fui, estupendo haber vuelto.

Ella vuelve a llenar su vaso. El ritual doméstico fa­miliar: el vino tinto es su bebida, vino tinto barato, de garrafa grande. Un sacramento, que le es más querido que las ofrendas de sus recientes súbditos. Por la mitad del segundo vaso dice:

—Ven. Vamos adentro.

La cama tiene sábanas limpias, frescas, invitadoras. Hay tres gruesos libros en la mesilla de noche; ella se ha puesto a leer en serio durante su ausencia. Aquí tam­bién hay flores recién cortadas, perfume en todas par­tes. Sus ropas caen. Ella toca su barba y ríe ante la aspe­reza, él besa la zona suave y fresca que hay en la parte interna de los muslos de ella y restriega suavemente su mejilla allí, lijándola con amor y luego ella lo abraza y sus cuerpos se deslizan uno contra otro y él la penetra. Después, todo sucede muy velozmente, demasiado veloz­mente; él ha estado mucho tiempo ausente de ella, aun­que ella no de él, y ahora su presencia lo excita, hay algo extraño en su cuerpo, en sus movimientos que apre­sura su éxtasis. Siente un ligero remordimiento, pero no más que eso; sabe que pronto la compensará, ambos lo saben. Se quedan en un somnoliento abrazo, en silencio, y eventualmente desembocan en una tierna pasión nueva y esta vez todo es como debe ser. Después, dormitan. Una espectacular puesta de sol brilla sobre la ciudad cuando él abre los ojos. Se levantan, se duchan juntos, ríen mucho, juegan mucho.

—Crucemos la bahía y cenemos como Dios manda —sugiere él—. Vayamos al Trianon, al Blue Fox, a casa de Ernie. Donde tú digas. Esto hay que celebrarlo.

—Pienso lo mismo, Chris.

—Es estupendo estar en casa de nuevo.

—Es estupendo que estés aquí —le dice ella y busca su bolso—. ¿Cuándo piensas volver a marcharte? No es que quiera echarte, pero...

—¿Sabes que no me quedaré?

—Claro que sí.

—Sí. Tenías que saberlo.

Ella no había puesto objeciones a su partida. Ambos trataban de respetar las necesidades del otro; siempre se habían considerado socios con los mismos derechos, libres de hacer lo que desearan.

—No sé cuánto tiempo me quedaré. Probablemente, no mucho. En realidad, volví tan pronto a casa por acci­dente. Planeaba seguir y seguir, un mundo tras otro, y nunca programé el próximo salto, por lo menos no cons­cientemente. Simplemente, saltaba. Y el último salto me dejó en la puerta de mi casa, por alguna razón, de modo que entré. Y aquí estabas tú, para darme la bienvenida.

Ella le toma una mano entre las suyas. Y con un tono casi triste, dice:

—No estás en casa, Chris.

—¿Qué?

Escucha el ruido de la puerta de la calle que se abre. Pasos en el vestíbulo.

—No estás en casa —dice ella.

Él se siente confuso. Piensa en todo lo que ha sucedi­do entre ellos esta tarde.

—¿Elizabeth? —llama una voz grave desde el living.

—Estoy aquí, querido. Tengo visita.

—¿Sí? ¿Quién? —Un hombre entra en el dormitorio, se detiene, sonríe. Está afeitado y viste las ropas que Cameron llevaba el martes; por lo demás, podrían ser ge­melos.

—¡ Eh! ¡Hola! —dice afectuosamente, tendiéndole la mano.

Elizabeth dice:

—Viene de un lugar que debe ser muy parecido a éste. Está aquí desde las cinco de la tarde y ahora nos íbamos a cenar. ¿Qué tal te ha ido a ti? ¿Fue interesante?

—Mucho —dice el otro Cameron—. Ya te lo contaré después. Pero, marchaos, no os quedéis por mí.

—¿No quieres cenar con nosotros? —sugiere Came­ron, sintiéndose impotente.

—Gracias, ya he comido. Pechuga de paloma mensa­jera... en algunos mundos no se han extinguido. Ojalá hubiese podido traer algunas a casa, para el congelador. Vosotros, a divertiros. Os veré luego. A los dos, espero. ¿Te quedarás con nosotros? Tenemos que comparar notas tú y yo.

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