II

Antes de que empezara sus viajes se le dijo que era esencial definir el papel que pensaba desempeñar. ¿Iba a ser turista, o explorador, o un infiltrado? Ésas son las opciones que se plantean a cualquiera que llega a un sitio nuevo. Cada una presenta riesgos especiales.

Optar por ser un turista es elegir la senda más fácil y despreciable; en el fondo es también la más peligrosa, en cierto sentido. Hay que aceptar los epítetos que co­rresponden al papel: pensarán en usted como un turis­ta tonto, un turista ignorante, un turista vulgar, un sim­ple turista. ¿Quiere ser considerado simple? ¿Es capaz de aceptar eso? ¿Es ésa realmente la imagen que prefiere... desconcertado, perplejo, dejándose llevar de la nariz? Contratará excursiones, llevará guías y cámaras, irá a la catedral, al museo y al mercado y se quedará siempre fuera de las cosas, viendo mucho, no experimentando na­da. ¡Qué desperdicio! Se verá disminuido justamente por el viaje que creyó iba a ampliar su vida. El turismo lo vacía y lo reseca. Todos los lugares se convierten en uno solo: un hotel, un guía sonriente, atezado, de gafas ne­gras, un autocar, una plaza, una fuente, un mercado, un museo, una catedral. Usted se transforma en una cosa débil, marchita, hecha a base de folletos de viaje pega­dos entre sí; estaría desnudo si no fuera por las visas; la suma de las aventuras de su vida es una caja de monedas sobrantes de muchas tierras imposibles de distin­guir.

Ser un explorador es hacer la elección del 1 macho. Usted entra contoneándose, decidido a conquistar, por­que ¿acaso cualquier descubrimiento no es una especie de conquista? Su posición existencial, como la de cual­quier turista, queda fuera del centro de las cosas, pero usted no siente vergüenza por eso y mientras los turistas son esencialmente pasivos el papel del explorador es activo: un explorador se propone controlar ese centro, tomar posesión, exprimirlo. En el papel del explorador, usted se cubre conscientemente con las galas del poder: seguridad en sí mismo, cuenta en el banco bien nutrida, variedad de tarjetas de crédito. Usted capitalizará el atrac­tivo de ser un forastero. Su curiosidad es invencible; ha­ce preguntas desvergonzadas acerca de los temas más íntimos, sin abandonar el contacto visual ni por un ins­tante. Usted abre puertas cerradas con llave y dirige lu­ces brillantes hacia cuartos llenos de cortinas. Usted es Magallanes, es Malinowski, es el capitán Cook. Usted ga­nará mucho pero —¡ah, éste es el precio!— siempre será temido y odiado, nunca se le permitirá llegar al auténti­co centro. Y la superficialidad no es el peor peligro. Re­cuerde que Magallanes y el capitán Cook dejaron sus hue­sos en playas tropicales. A veces los nativos se impacien­tan con los exploradores.

Pero... ¿el infiltrado? Es, al mismo tiempo, el papel más difícil y el más provechoso. ¿Será el suyo? Considé­relo. Tendrá que acertar con él cuando llegue a su des­tino, aprender las reglas instantáneamente, encontrar el camino como si fuera un veterano, descubrir la ubica­ción de tiendas y carreteras y hoteles, adivinar la unidad monetaria, las reglas de conducta social... y todos esos conocimientos deberán ser dominados subrepticiamente, sólo por medio de la observación, mientras se mueve en silencio, disfrazado, sin pedir ayuda jamás. Debe trans­formarse en parte del mundo en el que ha ingresado y la manera de hacerlo es que todos supongan que usted ya es parte de él, que siempre ha formado parte de él. Ate­rrice donde aterrice tendrá que reconocer que la vida ha seguido su camino durante millones de años; la vida si­gue, regularmente, con o sin usted. Usted es el intruso y si no quiere sentir su intrusismo será mejor que aprenda deprisa cómo encajar allí. Por supuesto que no es fácil. El infiltrado no tiene el privilegio de comprar estabilidad haciéndose el tonto. No podrá decir «¿Cuánto cuesta el billete del tranvía?» No podrá decir «Soy forastero y ten­go esta clase de dinero, dólares, peniques, níqueles, rea­les; ¿son de curso legal aquí?» No se atreverá a identifi­carse como forastero en ninguna circunstancia. Si no co­noce los modismos o le falta el acento, puedes decirles que se crió fuera de la ciudad, pero eso es lo máximo que puede revelar. La verdad es su eterno secreto, aun cuando tenga problemas, especialmente si tiene problemas. Cuan­do esté acorralado no tendrá tiempo de decir: «Mire, yo no he nacido en este universo, ¿sabe? Llegué zumbando desde otro lugar, de modo que perdóneme, excúseme, com­padézcame». No, no, no; no puede hacer eso. No le cree­rán y, aunque lo hagan, será peor para usted cuando lo sepan. Si quiere infiltrarse, Cameron, tiene que fingir hasta el fin. Sonrisa confiada; mirada dura y firme. Y tiene que infiltrarse. Lo sabe, ¿verdad? En realidad, no puede elegir.

La infiltración también tiene sus peligros. La parte dura llega cuando lo descubren, y siempre será descu­bierto. Entonces reaccionarán rencorosamente ante su en­gaño; golpearán con furia ciega. Si tiene suerte, se habrá marchado antes de que descubran su grasiento secretito. Antes de que encuentren el libro de frases desechado en el cuarto de la pensión, antes de que tropiecen con las páginas arrancadas de su diario íntimo. Le descubrirán. Siempre lo hacen. Pero en ese momento usted ya estará en otro sitio, o así lo espera, fuera del alcance de su ira y su pena, fuera de su alcance, fuera de su alcance.

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