VIII

Aquí no crece la hierba. Ve los muñones de los edifi­cios, los troncos ennegrecidos de los árboles muertos, los montones de ladrillos y tejas rotas. El olor de la muerte está en el aire. Todos los puentes se han hundido. La nie­bla se acerca, desde el otro lado de la bahía, densa y grasienta, y se convierte en una pantalla en la que hay imá­genes vivas. Estas ruinas están habitadas. Hay figuras que se mueven en ellas. Son los muertos vivos. Mirando a la espesa niebla tiene una visión de la onda explosiva, retro­cede cuando las partículas alfa se derraman sobre su piel. Contempla a los supervivientes emergiendo de sus casas destruidas, chapoteando en las calles que arden lentamente, desnudos, atónitos, sus cuerpos chamuscados, sus ojos vidriosos, algunos de ellos con los cabellos ardiendo. Los muertos que andan. Nadie habla. Nadie pregunta por qué ha sucedido esto. Está mirando una película muda. El fuego apocalíptico ha tocado la tierra; el suelo está ardiendo. Llamas azules y fosforescentes se levantan del terreno. El juicio final, el día de la ira. Ahora oye una mú­sica terrible que empieza, una marcha fúnebre, toda violoncelos y contrabajos; las notas oscuras llegan después de largos intervalos: uum, uum, uum, uum. Y luego, el tempo se acelera, la música se convierte en una danza macabra sincopada, vivaz, de timbres aún oscuros, de ritmo fúnebre: uum, uum, uum, di-duum, di-duum, di-duum, di-duum, di-duum, espasmódico, caótico, salvaje­mente alegre. La melodía distorsionada de la Oda a la Alegría acecha en algún lugar de los harapos de sonido. Las víctimas moribundas estiran las manos descarnadas hacia él. Él menea la cabeza. ¿Qué favor puedo haceros? La culpa le asalta. Él es un turista en su tierra de dolor. Sus ojos se lo reprochan. Los abrazaría, pero teme que se derrumben si los toca y deja que la procesión pase a su lado sin hacer nada por cruzar el abismo que los se­para. «¿Elizabeth?» murmura. «¿Norman?» No tienen ca­ras; sólo ojos. ¿Qué puedo hacer? No puedo hacer nada por vosotros. Ni siquiera llegan las lágrimas. Desvía la mirada. Aunque hablo con las lenguas de los hombres y los ángeles y no tengo caridad, me he vuelto como un metal sonoro o un tintineante címbalo. Y aunque poseo el don de la profecía y entiendo todos los misterios y todo el conocimiento; y aunque poseo toda la fe, de modo que podría mover las montañas, como no tengo caridad no soy nada. Pero este mundo está más allá del alcance del amor. Desvía la vista. Aparece el sol. La niebla se desvanece. Las visiones se borran. No ve más que la tierra muerta, las cenizas, las ruinas. Muy bien. Aquí no tenemos la prolongación de una ciudad, pero buscamos una que vendrá. Adelante, adelante.

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