VII

Las praderas vacías se extienden hasta el horizonte. Esto podría ser el desierto de Gobi. Cameron no ve ciu­dades, ni pueblos, ni aldeas; sólo seis o siete tiendas ne­gras y bajas, armadas formando un círculo en el claro entre dos montecillos gris verdoso, a pocos cientos de yardas del lugar donde se encuentra. Mira más allá, al otro lado de las tierras suavemente onduladas, y espía oscuras figuras animales en el límite de su visión: unos doce caballos, muy juntos, hocico con hocico, flanco con flanco, caballos con jinetes. O quizá sean una congrega­ción de centauros. Todo es posible. Sin embargo, decide que serán indios, quizás una patrulla guerrera de jóvenes bravos, que acampan en estas llanuras desoladas. Le ven.

Muy posiblemente lo vieron un poco antes de que él los viera. Sin prisa, el grupo se deshace, gira, se pone en marcha hacia él.

Él aguarda. ¿Por qué iba a huir? ¿Dónde podría ocultarse? Su paso se acelera, del paso al trote, del trote al galope; ahora se zambullen hacia él con fluida feroci­dad y una terrible impaciencia. Usan chaquetas abiertas de piel y toscas polainas de cuero; llevan lanzas, arcos, hachas de guerra y sables curvos; montan caballos pe­queños y ágiles, poco más que poneys, incansables pa­quetes de energía. Lo rodean, tirando de las riendas; los pequeños y fieros corceles se encabritan y relinchan. Lo miran atentamente, señalan, ríen, intercambian comen­tarios duros y despreciativos en un lenguaje misterioso. Luego, solemnemente, los caballos echan a andar con lentitud, formando un círculo a su alrededor. Tienen ca­ras planas, narices pequeñas, barbas, pómulos anchos y prominentes; la coronilla de sus cabezas está afeitada, pero largos cabellos negros cubren sus orejas y sus nu­cas. Los pesados pliegues de sus párpados superiores dan a sus ojos un aspecto oblicuo. Sus pieles son cobrizas pero con un tinte amarillento, como si no fueran indios, sino... ¿qué? ¿Japoneses? ¿Un grupo de samurais? No, probablemente no son japoneses. Pero tampoco son in­dios.

Continúan rodeándolo, moviéndose cada vez más deprisa. Charlan entre sí y ocasionalmente gritan lo que pa­recen ser preguntas. Parecen fascinados por él, pero al mismo tiempo despreciativos. En una súbita demostración de manejo del caballo, uno de ellos rompe la formación circular y, obligando a su pony a galopar instantáneamen­te, pasa velozmente junto a Cameron, inclinándose para golpearle el brazo con el dedo. Luego lo hace otro, y otro, pasando como rayos a través del círculo, empujándole, tirándole del pelo, atropellándole casi. Sacan sus espadas y las agitan en el aire, justo por encima de su cabeza. Lo amenazan, o fingen hacerlo, con sus lanzas. Mientras ha­cen todo eso, ríen. Él se queda inmóvil. Esta ordalía, sospecha, es para poner a prueba su valor. Y es aprobado. El lunático galope se detiene; tiran de las riendas y va­rios de ellos desmontan.

Son hombres pequeños, que le llegan a la altura de los hombros, pero más fuertes de pecho y hombros que él. Uno saca una bota de cuero y se la ofrece con gesto ine­quívoco: toma, bebe. Cameron sorbe con cautela. Es un fluido espeso y grisáceo, al mismo tiempo dulce y agrio. ¿Leche fermentada? Siente náuseas, hace una mueca, se obliga a beber otro sorbo; lo miran atentamente. La se­gunda vez no es tan malo. Bebe un tercer sorbo, sin es­fuerzo y, gravemente, devuelve la bota. Los guerreros ríen, pero ahora no se burlan, aprueban, y el hombre que le había dado la bota palmea admirativamente el hom­bro de Cameron. Y vuelve a tirarle la bota. Luego monta de un salto y, abruptamente, todos se alejan. Mongoles, comprende Cameron. Los hijos de Gengis Khan, galopan­do hacia el horizonte. ¿Un imperio mundial? Sí, y éste debe ser el salvaje oeste para ellos, la frontera donde los jóvenes celebran sus ritos de pasaje. Allá en Europa, después de siete siglos de dominio mongol, deben vivir en ciudades, domesticados, bebiendo vino, yendo al tea­tro, cultivando jardines, pero aquí siguen las costum­bres de sus antepasados, los conquistadores. Cameron se encoge de hombros. Aquí no hay nada para él. Bebe un último trago de leche y tira la bota en la hierba. Ade­lante.

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