IV

Hay un ruido a su izquierda, el crujido de la hierba seca pisada y Cameron se vuelve, mirando directamente hacia el sol naciente y ve un hombre a caballo que se acer­ca a él. Es alto, delgado, más o menos de la estatura y la talla de Cameron, parece, pero quizá sea un poquitín más ancho de hombros. Sus cabellos, como los de Cameron, son rubios, pero mucho más largos; caen lacios sobre sus hombros y le llegan hasta el pecho. Tiene una barba es­pesa y rizada, sin recortar pero pulcra. Lleva un som­brero de ala ancha, pantalones de piel y una chaqueta de cuero tostado. A causa del sol, al principio Cameron no distingue bien sus rasgos, pero después de un mo­mento sus ojos se adaptan y ve que la cara del otro es muy parecida a la suya, labios delgados, nariz fuerte y afilada, barbilla partida, fríos ojos azules debajo de unas gruesas cejas. Claro. Tu cara es mi cara. Tú y yo, yo y tú, atraídos por el mismo sitio, en el mismo momento, atravesando muchos mundos. Cameron no había esperado esto, pero ahora que había sucedido, parecía ser inevi­table.

Se miran. Ninguno habla. Durante ese momento silen­cioso Cameron inventa una escena para ambos. Imagina al otro desmontando, examinándole maravillado, andando a su alrededor, estudiando su cara, frunciendo el ceño, meneando la cabeza, finalmente sonriendo y diciendo:

—Caray. No sabía que tenía un hermano gemelo. Pe­ro aquí está usted. Es como mirarme en el espejo.

—No somos gemelos.

—Tenemos la misma cara. Todo igual. Recorte un poco de cabello y nadie podría distinguirme de usted, ni a us­ted de mí. Si no somos gemelos, ¿qué somos?

—Somos más que hermanos.

—No le entiendo, amigo.

—La cosa es así: yo soy usted; usted es yo. Un alma, una identidad. ¿Cómo se llama?

—Cameron.

—Claro. ¿Nombre de pila?

—Kit.

—Una abreviatura de Christopher, ¿no? Yo también me llamo Cameron. Abreviatura de Christopher. Le digo que somos una única y misma persona, salida de dos mundos diferentes. Somos más que hermanos. Más que cualquier cosa.

No se dice nada de esto, sin embargo. En cambio, el hombre de las ropas de cuero pasa lentamente cerca de Cameron se detiene, le lanza una mirada larga y despro­vista de curiosidad y dice simplemente:

—Buenos días. Bonito tiempo. — Y sigue adelante.

—Aguarde —dice Cameron.

El hombre se detiene. Mira hacia atrás.

—¿Qué?

Jamás pida ayuda. Finja siempre. Sonrisa confiada. Mirada dura y firme.

Sí. Cameron recuerda todo eso. Pero, con todo, la in­filtración parece más fácil de lograr en una ciudad. Allí uno puede integrarse. Aquí es más difícil, expuesto como está en el severo paisaje despoblado.

Cameron dice, con el tono más casual posible, usan­do lo que espera sea un acento neutro y sin relieve:

—Vengo de tierra adentro. De muy lejos.

—Hum. No me pareció que fuera de esta comarca. Su ropa.

—Ropa de tierra adentro.

—Su forma de hablar. Es diferente. ¿Y?

—Soy nuevo aquí. Pensé que quizá pudiera indicar­me un lugar donde alquilar un cuarto, hasta que pueda instalarme.

—¿Y llegó hasta aquí a pie?

—Tenía una mula. La perdí en el valle. Perdí todo lo que tenía.

—Hum. Los indios metiéndose de nuevo. Les das un poco de ginebra y se vuelven locos.

El otro sonríe apenas; luego la sonrisa se desvanece y se retira en su impasibilidad, sentado inmóvil con las manos en las caderas, su cara una máscara de paciencia que sólo parece ser una delgada cobertura para la im­paciencia, o algo peor.

¿Indios?

Me hicieron pasar un mal momento —dice Cameron, entrando en la fantasía.

—Hum.

—Me limpiaron y me soltaron.

—Hum.

Cameron advierte que su sensación de compartir una identidad con este hombre disminuye. No hay manera de comprometerlo. Yo soy usted, usted es yo y sin embargo usted no se fija en el extraño hecho de que yo llevo su cara y su cuerpo, aparentemente no le intereso en absoluto. O, si no, usted oculta maravillosamente bien su interés.

Cameron dice:

—¿Sabe dónde podría conseguir alojamiento?

—No hay mucho por aquí. Hay pocos colonos de este lado de la bahía.

—Soy fuerte. Puedo hacer cualquier trabajo. Quizás usted podría...

—Hum. No.

Una fría despedida reluce en los ojos helados. Came­ron se pregunta con qué frecuencia la gente del mundo de su vida anterior vio esa mirada en los suyos. Tira de las riendas. Se ha acabado su tiempo, forastero. El caba­llo gira y sigue ágilmente su camino por el sendero.

Desesperado, Cameron grita:

—¡ Otra cosa!

—¿Hum?

—¿Usted se llama Cameron? — Una chispa de interés.

—Podría ser.

—Christopher Cameron. Kit. Chris. ¿Se llama así?

—Kit. —Los ojos del otro penetran los suyos. La boca se aprieta hasta que los labios se vuelven invisibles; no frunce el ceño, hace un movimiento pensativo, especula. Hay tensión en su forma de sujetar las riendas. Por pri­mera vez, Cameron siente que ha establecido contacto.

—Sí. Kit Cameron. ¿Por qué?

—Su mujer —dice Cameron—. ¿Se llama Elizabeth?

La tensión aumenta. El otro Cameron se envuelve en un silencio explosivo. Algo terrible está creciendo en su interior. Luego, inesperadamente, la tensión se corta. El otro hombre escupe, gruñe, se derrumba en su silla de montar.

—Mi mujer murió —murmura—. Dígame, ¿quién dia­blos es usted? ¿Qué quiere de mí?

—Soy... soy... —Cameron vacila. El miedo y la piedad lo abruman. Un mal comienzo, un lamentable comienzo. Tiembla. No había pensado que podía ser así. Haciendo un esfuerzo se controla y. dice, fieramente—: Tengo que saberlo. ¿Se llamaba Elizabeth?

Como respuesta, el jinete golpea salvajemente los ta­lones contra las costillas de su caballo y se aleja al ga­lope, huyendo como si hubiese tenido un encuentro con Satanás.

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