El desfile ha alcanzado un inquietante nivel de frenesí. Manifestantes y carrozas llenan ahora las calles laterales además de la gran avenida y no hay manera de huir de su demoníaco entusiasmo. Llueven gallardetes desde las ventanas de los edificios de oficinas y unas gigantescas fotografías del secretario DeGrasse han brotado en todas las paredes como oscuras infestaciones de líquenes. Un chico se acerca mucho a Cameron, extiende el puño cerrado, abre los dedos: en la palma de su mano descansa un estuche brillante adornado con gemas, en forma de huevo, del tamaño de un pulgar.
—Esporas de la Patagonia —dice—. Deme diez cambios y serán suyas.
Cortésmente, Cameron declina la oferta. Una mujer que lleva un vestido azul y naranja lo coge del brazo y dice en tono urgente:
—Todos los rumores son ciertos, ¿sabe? Han sido confirmados. ¿Qué va a hacer respecto a eso? ¿Qué va a hacer?
Cameron se encoge de hombros, sonríe y se suelta. Un hombre que lleva botones brillantes pregunta:
—¿Le gusta el festival? Lo he vendido todo y el próximo Diadedios me mudo a la autopista.
Cameron asiente y murmura enhorabuenas, esperando que sean lo que corresponde. En una esquina se enfrenta, una vez más, con el obispo que se parece al hermano de Elizabeth, que es, concluye, el hermano de Elizabeth. «Olvidad vuestros pecados», sigue gritando. «¡Pagad vuestras deudas!» Cameron mete la cabeza entre dos chicas regordetas que están en el bordillo e intenta llamarlo, pero su voz falla, emite sólo un ruido ronco e incomprensible y el obispo sigue de largo. Será mejor marcharse, se dice Cameron. Este lugar le agota. Ha llegado a él demasiado pronto y su carácter maniático es más de lo que quiere enfrentar. Encuentra un callejón silencioso y se queda allí, respirando hondo hasta que está suficientemente en calma para partir. Muy bien. Adelante.