VI

El desfile ha alcanzado un inquietante nivel de fre­nesí. Manifestantes y carrozas llenan ahora las calles la­terales además de la gran avenida y no hay manera de huir de su demoníaco entusiasmo. Llueven gallardetes desde las ventanas de los edificios de oficinas y unas gi­gantescas fotografías del secretario DeGrasse han bro­tado en todas las paredes como oscuras infestaciones de líquenes. Un chico se acerca mucho a Cameron, extiende el puño cerrado, abre los dedos: en la palma de su mano descansa un estuche brillante adornado con gemas, en forma de huevo, del tamaño de un pulgar.

—Esporas de la Patagonia —dice—. Deme diez cambios y serán suyas.

Cortésmente, Cameron declina la oferta. Una mujer que lleva un vestido azul y naranja lo coge del brazo y dice en tono urgente:

—Todos los rumores son ciertos, ¿sabe? Han sido con­firmados. ¿Qué va a hacer respecto a eso? ¿Qué va a hacer?

Cameron se encoge de hombros, sonríe y se suelta. Un hombre que lleva botones brillantes pregunta:

—¿Le gusta el festival? Lo he vendido todo y el pró­ximo Diadedios me mudo a la autopista.

Cameron asiente y murmura enhorabuenas, esperando que sean lo que corresponde. En una esquina se enfren­ta, una vez más, con el obispo que se parece al herma­no de Elizabeth, que es, concluye, el hermano de Elizabeth. «Olvidad vuestros pecados», sigue gritando. «¡Pagad vuestras deudas!» Cameron mete la cabeza entre dos chi­cas regordetas que están en el bordillo e intenta llamar­lo, pero su voz falla, emite sólo un ruido ronco e incom­prensible y el obispo sigue de largo. Será mejor marchar­se, se dice Cameron. Este lugar le agota. Ha llegado a él demasiado pronto y su carácter maniático es más de lo que quiere enfrentar. Encuentra un callejón silencioso y se queda allí, respirando hondo hasta que está suficien­temente en calma para partir. Muy bien. Adelante.

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