La idea inicial de este libro surgió de otro en el que tuve parte: en la antología de rarísimos relatos titulada Cuentos únicos y que publiqué en 1989 (Ediciones Siruela, Madrid), cada pieza iba precedida de una breve nota biográfica sobre los muy desconocidos autores. Tan desconocidos eran en su mayoría que a veces los datos de que disponía eran mínimos y no investigables, desde luego firagmentarios y a menudo tan extravagantes que parecían inventados, como creyó más de un lector que coherentemente dudó también de la autenticidad de los cuentos. La verdad es que si se leían todas seguidas, esas brevísimas biografías formaban un relato más, seguramente no menos único y espectral que los otros.
Creo, y creí entonces, que ello se debió no sólo a los dispersos y llamativos datos con que contaba acerca de esos autores malogrados y oscuros, sino a la manera de tratarlos, y pensé que lo mismo podía hacerse con los escritores más vigentes y renombrados, sobre los cuales, en cambio, el curioso puede saber hasta el último detalle, en consonancia con la época de erudición exhaustiva y tantas veces inútil en que llevamos viviendo casi un siglo. La idea era, en suma, tratar a esos literatos conocidos de todos como a personajes de ficción, que probablemente es la manera, por otro lado, en que todos los escritores desean íntimamente verse tratados, con independencia de su celebridad u olvido.
La elección de los veinte que aquí aparecen fue arbitraria (tres norteamericanos, tres irlandeses, dos escoceses, dos rusos, dos franceses, un japonés, una danesa, un italiano, un alemán, un checo, un polaco, un inglés de la India y un inglés de Inglaterra, si nos atenemos a sus lugares de nacimiento). Sólo me impuse como condición que todos estuvieran muertos, y descarté la posibilidad de ocuparme de españoles: por una parte, no quería invadir, ni siquiera tangencialmente, el territorio del que se nutren tantos de mis compatriotas expertos; por otra, son ya tan numerosas y variadas las ocasiones en que se me ha negado la españolidad por parte de algunos críticos y colegas indígenas (tanto en lo que se refiere a la lengua como a la literatura como casi a la ciudadanía) que a la postre, me doy cuenta, he llegado a sentir cierta inhibición a la hora de hablar de los escritores de mi país, entre los que sin embargo están algunos de mis preferidos (March, Bernal Díaz, Cervantes, Quevedo, Torres Villarroel, Larra, Valle-Inclán, Aleixandre, por no citar a los vivos) y entre los que me temo que pese a todo me voy contando. Pero es como si me hubieran convencido de que no tengo derecho a ello, y uno actúa según sus convencimientos.
Lo que se cuenta en este libro son vidas o retazos de vidas estrictamente: rara es la vez en que se emite algún juicio sobre las obras, y la simpatía o antipatía con que los personajes son tratados no se corresponde necesariamente con el aprecio o menosprecio que pueda sentir hacia sus escritos. Lejos de la hagiografía, y de la solemnidad con que a menudo se habla de los maestros artistas, estas Vidas escritas están contadas principalmente, creo, con una mezcla de afecto y guasa. Lo segundo está presente sin duda en todos los casos; lo primero reconozco que falta en los de Joyce, Mann y Mishima.
No tiene mucho sentido intentar extraer conclusiones ni reglas sobre las vidas de los escritores en general a partir de estos retratos: lo que yo muestro en ellos es muy parcial, y precisamente en lo escogido y en lo omitido reside en parte el posible acierto o desacierto de estas piezas. Y si apenas hay nada inventado en ellas (esto es, ficticio desde su origen), sí hay algunos episodios o anécdotas «adornados». En todo caso, lo único que salta a la vista al leer sobre estos autores es que la mayoría fueron individuos calamitosos; y aunque seguramente no más que cualesquiera otros de cuyas vidas supiéramos, su ejemplo no invitará en exceso a seguir la senda de las letras. Por suerte, al menos -y esto merece ser destacado-, se ve que casi todos ellos se tomaban poco en serio, quizá con las salvedades antes mencionadas y privadas de mi afecto. Aunque aquí me cabe la duda de si la falta de seriedad que estos textos transmiten estaba realmente en los personajes o más bien en la mirada del presente biógrafo, improvisado, ocasional y sesgado.
Para el lector suspicaz que quiera comprobar algún dato o detectar «ornamentos», incluyo al final una Bibliografía a la mayoría de cuyos títulos, por lo demás, tendrá muy difícil acceso. La serie de «Vidas escritas» se fue publicando en la revista Claves de razón práctica (números 2 al 21), mientras que el texto llamado «Artistas perfectos», que cierra el volumen a modo de negativo (en él se habla sólo de rostros y gestos), apareció en la revista El Paseante (número 17). Agradezco a los directores de la primera, Javier Pradera y Femando Savater, la alentadora y suave tiranía que sobre mí ejercieron y a la cual sin duda se debe en buena medida la escritura de estas vidas.
JM
Febrero de 1992
P. D. Siete años y siete meses después
Esta nueva edición de Vidas escritas presenta pocos cambios respecto a la existente hasta ahora, pero no está de más consignarlos.
Un par de «vidas» han sufrido leves retoques o añadidos, las demás se ofi-ecen sin variaciones. La mayoría de las fotos que las precedían son distintas que en la edición de 1992 (entonces fueron elegidas por Jacobo Fitz-James Stuart, el editor, y ahora lo han sido por mí).
Hay una sección nueva, o nueva en este libro (en su día la incluí en Literatura y fantasma, de 1993), la titulada «Mujeres fugitivas», escrita con posterioridad a la publicación de Vidas escritas en 1992 pero partícipe del mismo espíritu. De ahí que su lugar más adecuado sea este volumen de breves biografías. Esas piezas vieron por vez primera la luz en la revista Wo-man (números comprendidos entre mayo y octubre de 1993).
Respecto a lo escrito en el Prólogo de hace siete años y siete meses, sólo me resta añadir que el «convencimiento» a que en él me referí no ha hecho sino agrandarse y afianzarse en este tiempo transcurrido. Y que entre mis escritores españoles preferidos habría que agregar ahora -ya no vivo- a Juan Benet.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que, si he disfi-utado escribiendo todos mis libros, fue con este con el que me divertí más. Acaso porque, además de «escritas», estas «vidas» fueron leídas.
JM
Septiembre de 1999