Henry James de visita

De Henry James puede decirse que fue desdichado y feliz por el mismo motivo, a saber: era un espectador de la vida, apenas participaba de ella, o al menos no de sus aspectos más llamativos y emocionantes. En cambio llevó durante muchos años una vida social intensísima y de lo más entretenida, hasta el punto de que en una sola temporada, la de 1878-79, fue invitado a cenar (y aceptó) ciento cuarenta veces computadas. Era la época en que no había en Londres estreno ni fiesta que no se viera deslucido sin su asistencia.

Sin embargo, la mayor parte de sus últimos dieciocho años los pasó en Lamb House, su casa provincial de Rye, donde no dejó, no obstante, de privarse de compañía: a sus cuatro criados, jardinero y secretaria se añadían numerosas visitas a lo largo de las estaciones, aunque en orden y sin promiscuidad, ya que nunca tuvo más de dos invitados al mismo tiempo. En las cercanías vivían también algunos colegas escritores, como Joseph Conrad y Ford Madox Ford, que entonces aún se apellidaba Hueffer. Con el primero no tenía mucho trato, pues aunque admiraba sus obras, la persona no acababa de satisfacerle, sobre todo porque «en el fondo» era polaco, católico romano, romántico, y además un pesimista eslavo. Sin embargo, cuando se encontraban, se hablaban con gran pompa y admiración y sólo en francés, y cada treinta segundos James exclamaba «Mon cher confrère!», a lo que Conrad respondía con la misma frecuencia «Mon cher maître!». En cuanto a Ford o Hueffer, mucho más joven que James, se veían casi incesantemente según aquél, pero tal vez eso era más de lo que James deseaba: hay constancia objetiva de que en una ocasión, yendo con su secretaria, James saltó una zanja para evitar encontrárselo en la carretera de Rye, donde Hueffer solía acechar su paso.

Henry James era grande, casi obeso, completamente calvo y con una terrible mirada, tan penetrante e inteligente que los criados de algunas de las casas que visitaba se estremecían al abrirle la puerta, con la impresión de estar siendo atravesados hasta el espinazo. Por la calva parecía un teólogo y por los ojos un hechicero. Esto no quita para que fuera muy circunspecto y levemente humorístico en su trato con todo el mundo, como si a propósito imitara a Pickwick. Pero si algo lo molestaba podía ser de una crueldad sin tasa y momentáneamente vengativo, aunque sólo con el verbo. Sus allegados recuerdan pocas ocasiones en las que su inglés se tornara brutal y directo, pero esas pocas no han logrado olvidarlas. Por lo general hablaba como escribía, hasta extremos desesperantes, fomentados por el hábito de dictar sus novelas durante sus últimos años. La más simple pregunta a una criada duraba en su formulación un mínimo de tres minutos, tal era su puntillosidad con la lengua y su horror a la inexactitud y al equívoco. Por un afán de claridad, su habla era totalmente indirecta y oscura, y en una ocasión, para referirse a un perro, y a fin de evitar el directo término, recurrió a definirlo como «algo negro, algo canino…». Tampoco se atrevió una vez a afirmar de una actriz que era abiertamente fea, y hubo de contentarse con matizar que «aquella pobre casquivana poseía cierta gracia cadavérica».

Hablaba con tantos incisos y paréntesis que eso le trajo algún contratiempo: una tarde salió a pasear por la carretera de Rye, como solía, en compañía de Hueffer y otro escritor y de su perro Maximilian, que gustaba de corretear ovejas por el camino y al que por tal motivo llevaba atado a una larguísima correa que le diera amplitud de movimientos. En un momento dado, y a fin de coronar con el debido énfasis una interminable frase, James se detuvo y clavó su bastón en el suelo, y en esa postura peroró durante largo rato mientras sus acompañantes le escuchaban en reverencial silencio y el perro Maximilian, corriendo de un lado a otro y dando vueltas a su antojo, enredaba con su correa bastón y piernas de los caballeros, dejándolos aprisionados. Cuando el Maestro concluyó su arenga y quiso proseguir el paseo, se encontró inmovilizado. Tras zafarse con dificultades, se volvió hacia Hueffer con una llamarada en los ojos, alzó su bastón con reproche y le gritó: «¡Hueffer! ¡Es usted dolorosamente joven, pero a la edad que ya ha alcanzado, si es que no antes, jugar a tales jueguecitos es una imbecilidad! ¡Una im-be-ci-li-dad!».

Pero exceptuando estos raros arrebatos. James era una persona que justamente se distinguía por su impecable comportamiento social y por no meter jamás la pata. Con la misma urbanidad y -esto siempre- circunloquios se dirigía a un diplomático y a un deshollinador, y su curiosidad era infinita sobre cuanto acertaba a pasar ante su mirada. Quizá por eso invitaba a la confidencia, y en modo alguno desdeñaba los cotilleos de aldea mientras estuvo en Rye. Escuchaba sin cesar y hablaba sin cesar también: llegó a oír una confesión de asesinato y llegó a pronunciarle una conferencia sobre los sombreros a un hijo de Conrad que, con cinco añitos, le había hecho una inocente pregunta acerca de la extraña forma del que él llevaba.

Cuando se hallaba inmerso en una de sus novelas podía ser muy olvidadizo y no recordar que tenía invitados a comer hasta que éstos le esperaban ya sentados a la mesa, pero era extremadamente cuidadoso y exigente con las reglas de la hospitalidad, y por eso, con él, el verdadero riesgo no estribaba en ser su huésped, sino su anfitrión, ya que a partir de las atenciones recibidas o del ambiente de un hogar sacaba conclusiones definitivas que su fabulación, además, desarrollaba con posterioridad. Y así como, por ejemplo, admiraba a Turgueniev tanto literaria como personalmente (lo veía poco menos que como a un príncipe), detestó siempre a Flaubert por haberlos recibido en bata una vez, al susodicho Turgueniev y a él. Al parecer se trataba más bien de una prenda de trabajo, lo que en francés se llamaba entonces un chandail, y seguramente por parte de Flaubert fue una manera de honrarlos y admitirlos a su intimidad. Pero para James aquello era una indudable bata y nunca se lo perdonó: es más, para él Flaubert era ya un hombre que lo hacía todo en bata, y sus libros eran por consiguiente un fracaso, salvo Madame Bovary, que, concedía James, quizá fue escrito en chaleco. Idéntica falta cometió el poeta y pintor Rossetti, quien lo recibió con su guardapolvo, para James de nuevo una bata a todos los efectos. Y recibir en bata era un oprobio que retrataba el alma de quien lo hiciera: el detalle le llevó a inferir que Rossetti tenía repugnantes costumbres, no se bañaba nunca y era intolerablemente lascivo. Sin duda desayunaba jamón grasiento y huevos sanguinolentos. Tampoco fue muy cordial su visita a Oscar Wilde, a quien vio en América, donde el apóstol estético pasaba una temporada. Al permitirse decir James que echaba de menos Londres, Wilde lo miró con desprecio y lo tachó de provinciano: «¡De veras! A usted le importan los sitios». Y añadió tópicamente: «¡Mi hogar es el mundo!». A partir de entonces James dudaba entre referirse a él como a «esa bestia inmunda», «ese fatuo idiota» o «ese ínfimo patán». En cambio, su entusiasmo por el individuo Maupassant no conocía límites gracias asimismo a una visita: el cuentista francés lo había recibido para almorzar en compañía de una mujer desnuda con un antifaz. Esto le pareció a James el colmo del refinamiento, sobre todo cuando Maupassant le informó de que no se trataba de ninguna cortesana, meretriz, sirvienta o actriz, sino de una femme du monde, lo cual James no tuvo inconveniente en creer a pie juntillas.

Como es sabido, sus relaciones con las mujeres fueron más bien inexistentes, por la razón que fuera, y varias se han apuntado. El sexo, sin embargo, no parece haberle sido del todo indiferente, ya que si bien en sus libros apenas se halla la menor referencia explícita a él, tenía a bien, cuando estaba en privado con determinadas personas, indagar sin ningún sonrojo y sin eufemismos acerca de las más tortuosas aberraciones de este tipo. Durante muchos años tuvo claro que no se casaría: por un lado, y pese a que vivió cuarenta años en Inglaterra, juzgaba ridícula la idea de una esposa británica; por otro, como una vez dijo a una amiga al hablar del matrimonio, «tal como estoy soy lo bastante feliz y lo bastante desdichado, y no deseo añadir nada a ningún plato de la balanza». Casarse no era una necesidad, según él, sino el último y más caro de los lujos. En todo caso, las mujeres debieron dejarle un par de sinsabores o desgracias. En una ocasión, serio y enigmático, contó a un amigo cómo en su juventud, en una ciudad extranjera, había pasado horas bajo la lluvia vigilando una ventana y aguardando la aparición de una figura en ella, o quizá un rostro que no dejó ver la lámpara que sólo brilló un segundo y luego quedó para siempre apagada. «Aquello fue el fin…», dijo James, y se interrumpió. Y cuando Hueffer le anunció que iba a viajar a América y a visitar Newport, en Rhode Island, le pidió que se diera un paseo hasta cierto acantilado y rindiera allí por él, vicariamente, honores al lugar en el que había visto por última vez y se había despedido de su prima muerta con la que, muy joven, se debía haber casado.

Quienes lo conocieron lo recuerdan como un hombre despierto, alerta, hiperactivo, nervioso, gesticulante y a la vez pausado. En cuanto hacía o decía era precavido, pero no cauto; es decir, le costaba decidirse a actuar, y una vez que lo hacía -por ejemplo escribir- era imparable. Mientras dictaba sus libros paseaba de un lado a otro de la habitación, y cuando comía a solas se levantaba de la mesa con frecuencia y paseaba también por el comedor, masticando. Le gustaba mucho que lo llevaran en coche, y se preciaba erróneamente de conocer los contornos y tener un excelente sentido de la orientación, lo cual le llevó, a él y a los complacientes propietarios de diferentes coches, a llegar tarde y exhaustos a sus destinos tras dar infinitas e innecesarias vueltas guiados por Henry James. Casi nunca hablaba de sus obras, pero cuidaba mucho su biblioteca, que limpiaba en persona con un pañuelo de seda. No comprendía que sus libros no se vendieran mejor de lo que lo hacían, aunque Daisy Miller fue casi un best-seller. Su amiga Edith Wharton pidió una vez a su editor común que ingresara sus muy superiores ganancias en la cuenta de James. Él nunca lo supo.

Henry James murió por la tarde, el 28 de febrero de 1916, a los setenta y dos años, tras una larga enfermedad durante la cual sufrió delirios: un día dictó dos cartas como si fuera Napoleón, una de ellas dirigida a su hermano José Bonaparte, instándolo a que aceptara el trono de España. Pero meses antes, después de un primer ataque, pudo contar al recuperarse que en el momento de caer al suelo y creer que todo acababa, había oído en la habitación una voz que no era la suya y decía: «¡Así que al fin ha llegado, esa cosa distinguida!».

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