Nadie sabe la cara que tuvo Cervantes, y tampoco hay certeza sobre la que tuvo Shakespeare, por lo que el Quijote y Macbeth son textos a los que no acompaña ninguna expresión personal, ningún rostro definitivo, ninguna mirada que los ojos de los demás hombres hayan podido congelar y hacer propia a través del tiempo. Si acaso sólo los que la posteridad ha tenido necesidad de otorgarles, con vacilaciones y mala conciencia y mucho desasosiego, expresión y mirada y rostro que seguramente no fueron de Shakespeare ni de Cervantes.
Parece como si los libros que aún leemos nos resultaran más ajenos e incomprensibles cuando no podemos echar un vistazo a las cabezas que los compusieron; parece como si nuestro tiempo, en el que nada carece de su correspondiente imagen, se sintiera incómodo ante aquello cuya responsabilidad no puede atribuirse a un rostro; parece, incluso, como si las facciones de los escritores formaran parte también de su obra. Tal vez por eso, anticipándose, los autores de los últimos dos siglos han dejado numerosos retratos, en cuadro o en fotografía, y tal vez por eso yo he ido desarrollando la costumbre, a lo largo de los años, de coleccionar postales con esos retratos. La colección, hecha sin método y meramente acumulativa, consta hoy de unas ciento cincuenta imágenes. Son las que estoy acostumbrado a ver, aquellas con las que estoy familiarizado. Es con estos retratos, y no con otros (quizá mejores o más llamativos), con los que identifico e identificaré siempre a Dickens, a Faulkner o a Rilke, porque los tengo a mano y a veces los miro. Es significativo que no haya entre ellos el de ningún español, pero da la impresión de que en nuestro país esas imágenes no han interesado, no se venden postales de nuestros escritores, o yo no he logrado encontrarlas. Inglaterra es lo opuesto, ya que Londres cuenta con un museo de retratos tan sólo, la National Portrait Gallery, de la que inevitablemente proceden muchos de estos rostros. En este texto me limitaré a mirarlos una vez más, brevemente, no todos sino unos cuantos, pero ahora con la pluma en la mano. Sería iluso tratar de extraer lecciones ni leyes, o meros rasgos comunes. El único que salta a la vista es que todos son escritores; y por fin artistas perfectos, ya que ahora están todos muertos.
Pero quizá se podría observar que no son demasiados los que se muestran de cuerpo entero, ni siquiera muchos los que enseñan algo más que su cabeza aislada, como si sólo de ella, y no también de sus manos, hubieran salido las palabras por las que los conocemos. De los pocos que aparecen sentados o incluso de pie o echados y dejan ver parcial o totalmente sus cuerpos por lo general inútiles, tal vez sea Dickens el más extraordinario, pese a que sus poses no parecen demasiado estudiadas y tienen mucho de cotidianas. No cabe duda de que el autor posó, pero podría no haberlo hecho. Las tres veces está sentado, y en dos de las fotos lo está del revés en una silla, esto es, a horcajadas. En la primera, a solas, podría pensarse que la postura es artificial, preparada. Apoya los brazos sobre el respaldo, el derecho elevado hasta conseguir que la mano le sostenga la cabeza, melancólica y graciosamente inclinada. Tiene la mirada ida, pero con coquetería, y es al mismo tiempo una mirada de acero, como si estuviera ante un espectáculo que no le agradara. El pelo algo revuelto, la barba de chivo, los pantalones no tan arrugados. En la segunda foto está con sus hijas, leyéndoles de un volumen tan exiguo que no podría tratarse de ninguno suyo. También aquí está sentado en silla, el respaldo por delante, y dos veces son demasiadas para no pensar que Dickens, efectivamente, tenía que sentarse así casi siempre. En esta segunda foto el pelo y la barba están más canosos y apaciguados, y se le ven los pies, bien pequeños, la ropa más de andar por casa. En ambos retratos está muy erguido, como si fuera de escasa estatura o muy nervioso. En ambos, contra lo esperable, se nos muestra serio, no parece hombre jocoso, ni siquiera alegre, sino un poco respingón y atildado. Sus hijas lo veneran, lo adoran, le aguantan toda manía y toda impaciencia. Tiene algo de petimetre, y sin embargo no logra engañarnos: el hombre que dio vida a Pickwick, a Micawber, a Weller, a Snodgrass y a tantos otros deja ver su verdadero carácter ocurrente y festivo en ese detalle: es un hombre al que no le importa posar con las piernas abiertas y descompuestas, es un hombre que se sienta a horcajadas. No lo hace así en la tercera foto, en la que no obstante ofrece otro rasgo de inteligencia y astucia, ya que no finge estar escribiendo, lo cual sería una vulgaridad y difícil de fingir además, sino que finge estar pensando con la pluma en la mano, ambas tocan el papel. Dickens está parado, cavilando sobre la siguiente frase que no escribirá, con los ojos perdidos y un poco risueños, lo cual no es de extrañar, ya que lo último que podemos creer de él, ni seguramente podía creer él de sí mismo, es que cuando escribía sus velocísimos e inmensos tomos se detuviera nunca a pensar tanto rato.
Mallarmé mantiene alzada una pluma que no toca el papel, y por tanto él sí finge estar escribiendo, pero lo hace muy mal, con su chal doblado sobre los hombros, ante sí la mesita contra un fondo blanco delator. A diferencia de Dickens, que logra desentenderse y dominar a la cámara que lo retrata, Mallarmé no sólo está pendiente de ella, sino fascinado y esclavizado. Para él ese momento es un momento de eternidad, una representación confesa y además histórica, la mirada es la de alguien que ya ha recibido y aún espera instrucciones con complacencia, es una mirada de obediencia, gratitud e infantil ilusión. El hombre que la sostiene admira el progreso con ingenuidad, del mismo modo que se admira de un soneto con la rima en -yx. Por eso resulta mucho más realista el óleo que pintó Manet, en el que un cigarro ocupa el lugar de la pluma, y la mano izquierda, que en la foto aguardaba sólo el advenimiento del instante eterno sin saber qué hacer, se esconde en el bolsillo de la chaqueta en un gesto habitual. En el óleo Mallarmé es más joven y está más delgado, se recuesta tranquilo y no mira nada: aún no cree en la existencia de momentos de eternidad.
Por el contrario Oscar Wilde creyó siempre en ellos y sólo en ellos, y por eso, uno a uno, los va cuidando. Pero su capacidad para engalanarse es tan exagerada que el disfraz acaba por convertirse en lo más auténtico y en lo descontado, o en lo que menos cuenta. Lo que más le preocupa es su propio rostro, y en sus dos retratos Wilde ansia ser un hombre guapo y logra mirar como si en verdad lo fuera: como lo hacen hoy en día los modelos de publicidad. El gesto de la boca es el mismo en las dos ocasiones, como si su dueño supiera de sobra ante el espejo que es el único aceptable, el único favorecedor. Lo curioso de las dos fotos es que toda la ironía y el humor de que estaba dotado Wilde han ido a parar a la vestimenta y están del todo ausentes de la cara, a la que se toma muy en serio. Las fosas nasales demasiado abiertas indican que Wilde está en vilo, conteniendo la respiración. Se trata de un hombre que, pese a todo, está convencido de que la belleza sólo puede venir del rostro y de la expresión. La sortija, el bastón, la melena, los guantes, las pieles, el sombrero, la capa y el lazo en realidad le traen sin cuidado, son sólo el inicial y más tarde prescindible reclamo, lo que obligará al espectador a reparar en sus fotos, requisito previo para que después pueda fijarse en lo que de verdad importa, en la mirada y el rostro de quien, lejos de bromas, desea alcanzar por encima de todo la belleza de la seriedad.
Eso es algo que no parece preocuparle a Baudelaire, quizá porque a él no le es necesario con unos rasgos tan nobles. Mira esquivo con los puños en los bolsillos cuando es más joven y tiene más pelo, y airado o expectante -impaciente- cuando es más viejo y está más calvo. Es un elegante natural, pero ha añadido deliberación, aún más con la edad, y la oreja que en ambas fotos asoma es notable, subraya con su agudeza la intensidad del conjunto, como también los pliegues que se harán arrugas. La expresión es casi idéntica en los dos retratos, más dura y harta en el segundo, como quien quiere que todo acabe de una vez y está ya ocupándose de lo que no puede estar ni estará en la imagen, de lo que queda fuera de cualquier imagen. Es sobre todo un hombre con prisas, mientras lo retrataban ya ha desaparecido, quizá porque lo que más le interesa no está en su rostro, o no lo tiene.
Henry James puede decirse que no lo tuvo nunca, ni siquiera cuando llevaba barba, en su ya calvísima juventud. En todo caso, no es esa imagen pilosa la que de él ha quedado, sino la del cuadro de Sargent, muy parecida a la de la foto en que se lo ve acompañando a su hermano William, mayor que él. La cara de James es un todo uniforme, las mejillas y el cráneo formando un continuum indivisible de político o de banquero. Sin embargo, en el cuadro de Sargent, de mirada opaca, se ve un detalle que le impide ser ninguno de esos personajes, por mucho que todo tienda hacia la respetabilidad: el pulgar introducido en el bolsillo de su chaleco, con torpeza y con timidez, sin aplomo y con incomodidad, la mano entera, azorada, se cuelga de él. En la foto son en cambio los ojos lo único que se salva de ser pasado por alto, junto con la corbata de lazo jovial, una extraordinaria concesión a la fantasía en individuo tan aséptico. Pero esa mirada es de una inteligencia que produce espanto, pues es una inteligencia volcada hacia el exterior, mucho más inquisitiva que la de su hermano, tan filosófico, cuyo rostro parece tener más personalidad a primera vista y engaña: basta con mirar las miradas para comprobarlo, la de William al frente, casi sin ver, la de Henry sesgada, viendo seguramente hasta lo que no hay.
La de Sterne no ofrece dudas: es una de las más vivas de un siglo repleto de miradas vivas, y pertenece a un hombre consciente de su gran talento, pero no presumido. El sí muestra sus manos con desenvoltura en el cuadro de Reynolds, el dedo índice de la derecha en la sien, señalando su ingenio, la izquierda sobre la cadera, bien asentada, segura de sí misma y de la conveniencia de la posición, tan distinta de aquella otra de Mallarmé. Con el codo aplasta sin escrúpulos las hojas por las que se le recordará (mientras viva estará por encima de ellas), y los labios esbozan una sonrisa de malévola amenidad, la de quien sabe qué va a responder en cuanto su interlocutor haga pausa, pues parece que estuviera escuchando por cortesía (su turno) a alguien de retórica muy inferior. El busto de mármol, en cambio, es una idealización fallida: el peinado romano y la desnudez incongruente se ven desmentidos por los ojos como dos brasas y la enorme nariz: parece todo lo contrario de un hombre en reposo, es más, no parece que ese rostro pudiera descansar jamás, ni siquiera apresado en un bloque de mármol por el que pese a todo se cuela su agitada respiración.
Gide, como antes James, también introduce el pulgar en el bolsillo de su chaleco, pero el gesto es de muy diferente signo, casi contrario. En ese Gide joven con barba, capa y sombrero hay buenas dosis de chulería y una clara predisposición al agravio, en él se ve casi a un duelista profesional. Los ojos son tacaños, huidizos y despreciativos, y toda la figura (el cuello alzado, la barba, el decidido paso) está llena de aristas, es afilada. Casi todo ha desaparecido, milagrosamente, en la foto de su madurez: en ella se ve a un individuo comprensivo y doliente, la dureza sólo perceptible en los labios tan dibujados y finos y negada en cambio por las generosas cejas y por los lentes que suavizan una mirada quizá aflictiva que parece conmiserativa. Si se contempla cada retrato por separado, se estará en ambos casos ante un hombre misterioso, pese a cuanto contó en sus diarios. Si se contemplan los dos al tiempo, nos encontramos con un enigma.
Conrad, a quien Gide tradujo, se ve muy serio, en butaca, no sabe dónde colocar las manos y por eso una de ellas es puño cerrado y la otra está abierta, cubriéndola y disimulándola. Le preocupa mucho su apariencia, como si fuera un hombre que habitualmente no vistiera tan bien como aquí, es decir, no con la pulcritud conseguida para la ocasión. Su retrato se pretende un monumento a la respetabilidad, por la que tanto se afanan los emigrantes y los exiliados, que antes de nada deben demostrar que son gente de bien. La barba está cuidadísima, pero difícilmente podría ser la de un genuino súbdito inglés, con las guías del bigote tan punzantes y esa forma tan picuda y triangular. Los ojos sin pestañas son muy severos, podrían ser los de un hombre justo incubando cólera, alguien inocente a quien se está juzgando. O quizá sean sólo los de un oriental.
Aunque no orientales, pertenecen a la misma familia los de William Faulkner, quien también aparece de punta en blanco en la primera foto, con aire de padrino de boda por culpa de ese pañuelo que se destaca tan insolentemente y del pelo blanquísimo y tan bien peinado. Con la frente arrugada, da la impresión de haber abandonado a regañadientes la idea de pegarle unos tiros a su inminente yerno para resignarse a verlo convertido en tal, pero parece tan reciente el descarte que en la mano izquierda aún se intuye el ademán de quien empuñaría un rifle con serenidad y determinación. En la segunda foto Faulkner se rasca un brazo en mangas de camisa rodeado de perrillos enanos, pero la imagen carece de toda informalidad, por supuesto de carácter idílico e incluso de apacibilidad: el perfil tan severo como el frente de la primera foto, la nuca bien rasurada, un hombre tímido y aun huraño. En ambas ocasiones mira como quien ve llegar a unas visitas molestas e inoportunas a las que no quisiera ni dirigir la palabra. Faulkner, sin duda, preferiría seguir con sus perros o encaminarse hacia la boda de su hija de una vez, aunque fuera sin llevar el rifle.
El pobre Borges parece paciente y lleno de lástima: con cincuenta y tres años, está sobre un taburete y se ha quitado las gafas, menos por coquetería que para facilitar la labor del fotógrafo, a quien debe ofrecerse un rostro sin accidentes. Las sostiene en las manos, muy provisionalmente. Es alguien sin picardía, casi cándido, aparentemente desvalido. No sabe que sentarse en un taburete exige erguirse o cruzar las piernas con desenvoltura, ni que unas gafas recién quitadas deben al menos esconderse del objetivo, ni que la chaqueta abrochada es excesivo signo de probidad (yo diría que es color teja). Está acicalado, pero un poco cómo si le hubieran hecho el retrato en domingo. Y sus ojos, por efecto de la miopía súbitamente recuperada, anuncian el que ahora sabemos que fue su destino: sin las gafas ya no ven, si bien no dejan de mirar por eso.
Rilke no tiene el rostro que se le supondría, tan delicado e insoportable era en sus hábitos y necesidades como gran poeta cuando escribía venciendo los hábitos y colmando las necesidades. La cara es sin más peligrosa, con esas cuencas de los ojos hundidas, y el bigote caído y poco poblado le da un inverosímil aspecto de mongol; los ojos tan fríos y tan oblicuos lo hacen hasta cruel, y son sólo las manos -éstas sí entrelazadas como es debido, al contrario que las indecisas de Conrad- y la calidad de la ropa -excelente corbata y excelente paño- las que le prestan una apariencia de reposo o corrigen levemente la crueldad. La verdad es que podría tratarse de un médico visionario aguardando el resultado de algún experimento prohibido e infame en su laboratorio.
El desdichado Poe, por el contrario, parece enteramente inofensivo pese a la mirada torva, el cráneo abombado y los cabellos raquíticos y mal colocados: tiene una mano escondida en el pecho, como si fuera Napoleón, pero para lograrlo ha tenido que abrirse nada menos que cuatro botones de su chaleco, parece un descamisado. Aunque quizá convencido de estar dando una buena imagen: un ingenuo con la ropa gastada, pero es la mejor que tiene.
Pertenece seguramente a la estirpe de Nietzsche, quien, desaliñado, sujeta en su mano izquierda un sombrero de cochero y lleva del otro brazo colgada a su madre, a la que no ha aprendido a ver como a una señora antipática, aún le tiene estima, si no algo más. El pelo tan alborotado como el bigote, y el abrigo se diría prestado por un pariente más grande que él. En la otra foto, a solas, se lo ve más cuidado, el abrigo más justo, el bigote más recogido, el cabello menos alocado. Sin embargo ese pelo que aparece húmedo sube un poco de más hacia arriba, como si se lo hubiera alejado de la frente tan sólo un instante, el que se precisaba para la fotografía. La mano derecha apretada contra la mejilla y cara de velocidad: es como si toda su compostura estuviera prendida con alfileres.
Poco compuesto se aparece en general T E Lawrence cuando no era Lawrence de Arabia sino un soldado de la RAF llamado Ross o Shaw, tan distinto de su imagen idealizada en los cuadros, con el disfraz. Sin él no sabe cómo colocarse, la barbilla sobre la mano, la mano sobre el brazo vertical, ese codo sobre la otra mano, esta mano cerrada, y todo ello con el individuo en pie. De escasa estatura y con los pantalones demasiado cortos, recuerda a Stan Laurel en la primera foto, mientras que en la segunda sus piernas tan flacas y su estrecho pecho inspiran piedad, y de nuevo vemos aparecer una mano por el lugar menos recomendable, para ello ha tenido que retorcer el brazo. Las facciones son plebeyas; en efecto, de lo que quiso ser: un soldado, un proletario. En la tercera lee tirado en el catre con su nuca conspicua, uno de los raros momentos de no sufrimiento, los que quizá no contó en su libro El troquel.
Djuna Barnes, con el abrigo echado sobre los hombros y hermoso turbante, es la más distinguida de la galería. Posa a conciencia y se ha vestido a conciencia, pero en ella es la mera reproducción de una costumbre diaria. A diferencia de Wilde, que se empeñaba en serlo y aparentarlo, sabe que no es guapa y no cree poder parecerlo, por eso no busca la expresión más soñadora que beneficia a casi todos los rostros, sino que mira al frente descreída y sarcástica, confiando sólo en el atuendo (sobre todo en el cuello del abrigo alzado) y en el aplomo de la postura. El collar no la adorna, la protege. Es una mujer a la que domina el pudor mucho más que el aprecio por su propia imagen.
Poco pudorosos eran Mark Twain y Nabokov, o bien histriones. El primero, en camisón o camisa, escribe metido en la cama, y en su caso hay que pensar que, a diferencia de Mallarmé o Dickens, ni siquiera finge, sino que en verdad está escribiendo, aplicado, alguna palabra, pues él no está para perder el tiempo. Es imposible que no supiera que lo estaban retratando, pero esa es la impresión que da, de no saber o de no importarle. La cama está en orden, no semeja la de un enfermo, pues las de éstos están siempre hundidas y desarregladas, las almohadas planas. Al espectador, por eso, no le queda más remedio que preguntarse si acaso Mark Twain vivía en el lecho.
En cuanto a Nabokov, es un bromista que no quiere reconocerlo abiertamente y por eso el gesto es de pasión y hallazgo. Pero se atreve a mostrar unas espantosas o dañadas rodillas y a calarse una gorra inadmisible para quien nunca llegó a ser verdadero americano. Hace como que caza una mariposa con sus bermudas, pero lleva el bolsillo de la camisa lleno de plumas o gafas o algo: algo impropio, en todo caso, para ir de caza. Es ya un hombre mayor, pero ello se percibe menos en el rostro excitado que en el uso de la rebeca. Por otra parte, nadie cobra una pieza con un brazo en jarras.
Si Djuna Barnes era la más distinguida y Lawrence el más plebeyo, Thomas Hardy es el más campesino de la colección. Dejando a James de lado (por el otro extremo), es el único que no parece escritor en modo alguno, al menos en esta foto de su vejez, en la que el grueso chaleco abotonado de lana y la piel cuarteada (parece madera), los ojos sin una pestaña y las cejas demasiado crecidas y el bigote de paja lo convierten en un médico rural cuya expresión insatisfecha podría deberse tanto a una obligatoria e indeseada jubilación como a haber asistido a demasiadas historias sombrías, «ironías de la vida», como él las llamó. Para esta época Hardy ya había abandonado la prosa por la poesía, y sin embargo parece cualquier cosa menos un poeta. Si se piensa que aún viviría catorce años más, estremece imaginar a qué estado llegaría esa piel surcada. O quizá hay que pensar que por campesina fue siempre así, desde la juventud.
Quien sí es un poeta innegable es Yeats, pese a que en la foto tiene ya los cabellos blancos y a los hombres de edad no suele asociárselos fácilmente con la producción de versos. Al ver ese gesto se ve a un fanático o a un iluminado, alguien de carácter demasiado fuerte convencido de cuanto hace y opina, es un gesto de autenticidad. El pelo revuelto lo salva de ser un viejo y casi parece rubio, dota de movimiento y brío a toda la cara, es un individuo al que le sobra el vigor. Pero llaman también la atención las cejas más oscuras; y esa mirada invisible, solamente adivinada detrás de los lentes, hace que en realidad sea con los labios firmes con lo que mire, como si todo él fuera tan sólo voz.
Contrariamente al suyo, el rostro de Eliot podría muy bien ser el de un ensayista, por no decir, haciendo trampa, el de un empleado de banca, ya que sabemos que eso es lo que fue. Es un hombre que lleva lustros peinándose de la misma manera, y no le importa en absoluto que el cabello tan planchado le acentúe las orejas de soplillo, ya que es consciente de que son lo que da singularidad a su cabeza. Se trata de un individuo perfeccionista y meticuloso, y no le cuesta esfuerzo mantenerse tan pulcro, es sólo la costumbre. Tiene la mirada confiada y serena de quien apenas alberga dudas sobre el orden del mundo, porque esencialmente está de acuerdo con él y contribuirá a mantenerlo. Sin embargo, el conjunto de ese rostro exhala una extraña esperanza, casi vehemente, y por eso podría tratarse asimismo de un inventor.
La verdad es que Melville defrauda un poco: parece una caricatura de sí mismo, es decir, del hombre que uno apostaría que escribió Moby Dick y no tanto Bartleby o Billy Budd. El tórax está sombreado, o mejor difuminado, como para hacer resaltar aún más lo único que cuenta en realidad de esa cara, la barba larguísima y patriarcal, excesivamente patriarcal.
Este caballero venerable, cuyo retrato es estrictamente contemporáneo de los dos de Oscar Wilde, es su absoluto opuesto, su condena y su negación, con el pelo tan corto, tan gris y tan crespo, el indisimulado entrecejo menos canoso y esa mirada turbia en el ojo izquierdo y autoritaria en el ojo derecho, tan difusa en la suma como la modesta chaqueta de la que sólo alcanza a distinguirse un botón, un botón muy alto. Melville es en esta foto un abuelo, o un cuáquero, o un peregrino, o una gloria nacional, o lo que es peor, un personaje simbólico salido de sus propias obras.
Mayakovski, en cambio, no resulta autoritario pese a la mirada feroz, sino desamparado. Parece un plano sacado de una película más americana que rusa, un delincuente mayúsculo ante el objetivo de la ley. Está retratado contra la pared, como si fuera el enemigo público número uno, o mejor, como el enemigo ya acorralado, justo en el momento previo a su legalísima ejecución callejera y sin juicio. Entre las manos sostiene unos papeles en lugar de un arma, como debería, y eso es lo único que desentona en la por lo demás armoniosa figura, a menos que las hojas no sean poemas, como sería de lamentar y temer, sino panfletos que estuviera leyendo subido a un estrado y ante la multitud. Es un hombre malhumorado o quizá acosado, pero dispuesto a no claudicar ni rendirse aunque lo acribillen, como demuestran las piernas abiertas con determinación. Pero lo más llamativo y lo más resuelto de todo son los zapatos, que de tan conspicuos invaden ligeramente el dobladillo de los pantalones tan bien planchados: esos son zapatos a los que ni en la hora de la muerte se podría renunciar.
También en Beckett son lo principal, sólo que su dueño parece un poco aterrado por ellos, sentado casi en el suelo y en un rincón. Se trata asimismo de un hombre acosado, pero al menos no se ve sorprendido por el acoso, sino que está ya instalado en él: fuma con la mano derecha, y la izquierda parece adornarla, incongruentemente en alguien tan sobrio, con una pulsera más que con un reloj. La ropa es indiferente, aunque parecen gemelos lo que abrocha los puños de la camisa. Pero si no fuera por los zapatones, lo único que importaría, como en cualquier otro retrato de Beckett, serían la cabeza y los ojos de águila, que miran al frente con expresión efectivamente animal, como si no comprendieran a qué se debe la búsqueda de ese momento de eternidad, por qué alguien lo quiere fotografiar. Beckett es un muerto reciente, y por eso, creo, sus ojos todavía se aparecen más vivos que los de los demás.
Casi igual de reciente es el muerto Thomas Bernhard, de quien aún no hay postal, aunque esta foto lo parezca, una de las más conmovedoras de la colección. Pese a sus facciones no muy agraciadas y un poco toscas (de más viejo se le afinaron) y a las patillas demasiado largas que hoy delatan la fecha en que debió hacerse el retrato, el rostro, gracias a la mirada, es uno de los más piadosos, humorísticos, inteligentes y comprensivos de la galería. La mano izquierda que lo acaricia parece, a primera vista, haber adoptado una postura excesivamente artificial, pero ese inicial efecto se ve anulado por la observación posterior, esto es, por ese dedo meñique que está a punto de introducirse entre los labios, subrayando la autenticidad de la apacible meditación. Esa mirada no es de extrañeza, sino de aprendizaje, y resulta tan limpia que de golpe lo borra todo, la considerable calva y la gruesa nariz. «Así que esto es así», parece estar pensando la mirada despierta.
Pero el más muerto de todos es William Blake, que ni siquiera es él, sino su propia máscara. Esa máscara, sin embargo, no fue hecha a partir del cadáver, sino realizada en vida, según denuncia la postal: Plaster-cast from a life-mask, 1823, cuatro años antes de su verdadera muerte. Del mismo modo que otros fingían escribir o reflexionar para hacerse el retrato, Blake lo que finge es morir. Pero tampoco lo hace demasiado bien, pues si se mira con atención el rostro sobre la peana, esos ojos cerrados no pueden ser los de un hombre muerto, porque se aprietan con fuerza, como si aún pudieran ver, y no quisieran. Las fosas nasales aguantan la respiración. La frente está estirada, como recorrida por palpitantes venas. Los labios no existen, son sólo una raya alargada, firme, dibujada de un solo trazo, en esa raya hay tensión. Blake se hizo el muerto cuando estaba vivo, y ahora que en verdad está muerto consigue engañarnos: es un hombre que controla su posteridad. Es una mezcla de vivo y muerto, por eso su retrato es el del artista más perfecto.