El pesimismo de las novelas y cuentos de Ivan Turgneniev, que algunos de sus colegas llegaron a reprocharle, debió de ser el tributo mínimo y menos dañino de cuantos pudo pagar a un entorno familiar ominoso, por no decir resueltamente malvado. Su acaudalada y célebre madre, Varvara Petrovna, era de una crueldad, mezquindad y barbarie sólo superadas por las de su propia madre, la abuela de Ivan, de quien éste relataba el siguiente episodio: aquejada de parálisis ya en la vejez, se pasaba la mayor parte del tiempo inmóvil en un sillón. Un día se enfadó enormemente con un muchacho, el siervo que la atendía, y en medio de su acaloramiento cogió un leño y le golpeó en la cabeza con tal fuerza que el chico quedó inconsciente en el suelo. Esta visión resultó tan desagradable a la anciana que atrajo al muchacho hasta sí, le colocó la sangrante cabeza en el sillón que ella ocupaba, le puso un almohadón encima y, sentándose sobre él, lo asfixió, es de suponer que para que dejara de perturbarla con su improcedente chorro de sangre.
Hay que reconocer que, con semejantes antepasados, Turgueniev tuvo mucho valor y mérito al escribir su primera obra narrativa, Notas de un cazador, sobre la que se forjó la leyenda de que el zar Alejandro había decretado la emancipación de los siervos tres días después de leerla. También se decía que la zarina, al menos en dos ocasiones, había ordenado a los censores que no intervinieran los libros de Turgueniev, aunque es difícil saber si esto último era también un mérito o un oprobio. Sin embargo, pese a estos inicios y a sus numerosos escritos sobre la cuestión rusa, Turgueniev hubo de sufrir a lo largo de su vida el frecuente odio y desprecio de sus compatriotas, quienes veían en él a un ruso anómalo, occidentalizado y distante, ateo y frívolo, que pasaba demasiado tiempo en Francia, Inglaterra o Alemania, ocupado principalmente en cazar perdices. Es cierto que adoraba la caza, pero no lo es menos que nunca se desentendió de los asuntos de su país natal, y por ello resulta injusto que un amigo le recomendara una vez la compra de un telescopio para observarlos.
La verdad es que a este respecto Turgueniev parecía un hombre escindido, o tal vez necesitaba hacerse perdonar su duplicidad por sus dobles allegados: en sus cartas a amigos eslavos se dedicaba a denostar el mundo occidental, con particular rechazo hacia las convicciones y convenciones francesas; en las que escribía a gente como Flaubert, Maupassant, Merimée o Henry James, se quejaba amargamente de lo que se han quejado todos los rusos, a saber, de lo ruso. En París pasaba casi por un autor francés, aunque con un elemento aristocrático que lo delataba como extranjero; en este sentido no había cambios cuando se hallaba en su propiedad de Spasskoye o en San Petersburgo, donde tanto los siervos como los demás escritores lo veían asimismo como a un extranjero. Tanto era así que en una ocasión, cuando llegó a Spasskoye acompañado de su traductor al inglés, Ralston, se produjo una confusión muy significativa. Ralston se parecía mucho físicamente a Turgueniev, ambos de gigantesca estatura y pelo y barba muy blancos. Cuando los siervos vieron aparecer a su amo acompañado de una especie de doble extranjero que sin embargo sabía ruso, y que para mayor pánico se dedicaba a visitar cada casa y cada choza haciendo preguntas meticulosas y anotando en una libreta toda clase de datos y vocablos, creyeron que todo aquello no podía sino obedecer a un propósito siniestro, maligno y aun sobrenatural. Acabaron por convencerse de que la misteriosa presencia era el anuncio de un castigo: muchos de ellos embalaron todas sus pertenencias y, con sus pobres carros, formaron fila en la carretera, a la espera de la orden de marcha: habían llegado a la conclusión de que iban a ser deportados a Inglaterra con el satánico doble del amo, para que sus lugares fueran ocupados por una población más sumisa, previsiblemente traída en extraño trueque de la propia Inglaterra.
Aunque Turgueniev fue un amo moderado y humanitario, no es raro que sus siervos fueran capaces de imaginar las más alambicadas represalias, dada la tradición familiar. La madre, Varvara Petrovna, no le iba a la zaga a la abuela: hablaba de «súbditos» y los trataba peor que a tales. A modo de ejemplo, y para no relatar demasiadas atrocidades, prohibía tener hijos a sus sirvientas, ya que les hacían descuidar sus obligaciones, y los pocos vástagos que pese a todo llegaban al mundo por un desliz, lo abandonaban inmediatamente, recién nacidos arrojados a una charca. A sus hijos (Nikolai e Ivan) no los trataba mucho mejor Varvara Petrovna, ya que los siguió azotando hasta que fueron casi hombres, ni tampoco a sus nietos, sobre todo a la ilegítima hija de Ivan y una costurera al servicio de la casa, a la que su abuela, aprovechando los continuos viajes de Turgueniev, torturaba y se entretenía en vestir a veces como a una señorita para mostrarla a sus invitados; cuando preguntaba a éstos a quién se parecía la niña y la respuesta unánime era que a su hijo Ivan Sergueyevich, hacía que la nieta fuera despojada de sus lindos vestidos y enviada de nuevo a penar en la cocina, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Con todo, Ivan era su favorito, como lo prueba el hecho de que, tras una descomunal discusión con él, Varvara Petrovna estampara contra el suelo el retrato juvenil de quien la había ofendido, impidiendo que ninguna criada lo rescatara de entre los cristales rotos durante todo un año.
La relación de Turgueniev con las mujeres no parece, así pues, haber sido nunca muy fácil, pero sería demasiado simple pensar que, detestando como detestaba a su madre, no tuvo más remedio que reproducir el mismo modelo de dominación y vehemencias. El gran amor de su vida fue la cantante Pauline Viardot, también conocida como «La García», sin duda su más verdadero nombre habida cuenta de que se trataba de una gitana (o sucedáneo) española. Estaba casada con Monsieur Viardot, veinte años mayor que ella y al que nunca abandonó, ni cuando rechazó durante un lustro los avances de Turgueniev ni cuando por fin los aceptó. Es más, fue Turgueniev quien hubo de amoldarse a la situación, y se sabe que llegó a pasar largas temporadas conviviendo con el matrimonio, en términos «fraternales» con Monsieur Viardot y más o menos conyugales con «La García». Ésta era una mujer fea pero magnética, de fortísimo carácter y no privada de talento, y de ella existe un retrato literario debido al mismísimo poeta Heine en el que su encendida admiración adquiere tintes de espanto si se piensa que Turgueniev, a diferencia del retratista o del pintor Delacroix, no se limitaba precisamente a admirarla en escena: «… hay momentos en sus apasionadas actuaciones», dice con entusiasmo Heine, «sobre todo cuando abre de par en par su enorme boca con su deslumbrante dentadura blanca, y sonríe con tan cruel dulzura y tan deliciosa ferocidad, en que uno tiene la sensación de que las monstruosas plantas y animales de la India y África estuvieran a punto de aparecerse». La Viardot o García acabó por serle infiel a Turgueniev con un pintor, y la relación quedó cortada, pero no para siempre ni mucho menos: hacia el final de su vida, el novelista escribía libretos para las operetas que ella componía e interpretaba, y no sólo eso, sino que actuaba en ellas, arrastrándose por el suelo rodeado de odaliscas y disfrazado de sultán turco. La Emperatriz Victoria, que asistió a una de estas representaciones familiares, disfrutó mucho, pero expresó sus dudas acerca de la «dignidad» del comportamiento de tan gran hombre.
Tales dudas las compartió Tolstoi con ella tras haber visto a Turgueniev bailar el cancán con una niña de doce años en el transcurso de una animada fiesta de cumpleaños. El conde Tolstoi, severo, anotó esa noche en su diario: «Turgueniev… el cancán. Triste». Claro que entre ambos había habido bastantes diferencias y bastante amistad. Las primeras tuvieron su punto culminante cuando, tras una encarnizada discusión sobre la conveniencia o no de la occidentalización de Rusia, Tolstoi lo retó a duelo y, para evitar que el lance acabara en rasguños y brindis con champagne, exigió que el arma fuera escopeta. Turgueniev se disculpó, pero al oír que Tolstoi andaba tachándolo de cobarde, fue él quien lo retó a su vez, postponiendo sin embargo el encuentro hasta su regreso de un viaje al extranjero, en aquel momento inminente. Fue Tolstoi quien se disculpó entonces, y así se pasaron diecisiete años, al cabo de los cuales dejaron de aplazar el duelo para cancelarlo por fin y reconciliarse. Tanto Tolstoi como Dostoyevski recurrieron a Turgueniev cuando, viajando por Occidente, lo perdieron todo en el juego (Dostoyevski hasta el reloj). Turgueniev les prestó dinero, lo cual no fue obstáculo para que Dostoyevski lo atacara frecuentemente, amén de tardar nueve años en devolverle el préstamo. Turgueniev lo disculpaba por sus ataques epilépticos y lo trataba como a un enfermo, esto es, con desdén y tolerancia.
No cabe duda de que Turgueniev se encontraba más a gusto con sus colegas franceses, que lo veneraban. Cuando visitaba a Merimée o Flaubert se pasaban las noches en vela, charlando. Algunos ingleses fueron menos cálidos: Carlyle se echó a reír cuando Turgueniev le relató una anécdota que él juzgaba triste, y lo mismo hizo el grosero Thackeray al oírle recitar en ruso un poema del adorado Pushkin. Cuando Maupassant fue a visitarlo dos semanas antes de su muerte, Turgueniev le pidió que la próxima vez le trajera un revólver: tenía cáncer de la médula espinal y sufría atroces dolores. Sus últimos días los pasó delirando, llamando Lady Macbeth a Pauline Viardot y reprochándole que le hubiera negado la dicha del matrimonio. De hecho se refería siempre a su relación con ella como a su «matrimonio oficioso». Entró en un coma del que sólo salió para decirle a Pauline: «Acércate más… más. Ha llegado la hora de despedirse… como los zares rusos… He aquí a la reina de reinas. ¡Cuánto bien ha hecho!». Es difícil saber si podía haber alguna ironía en estas últimas palabras. Ivan Turgueniev murió el 3 de septiembre de 1883, a la edad de sesenta y cuatro años, en Bougival, cerca de París. Su cuerpo fue llevado a San Petersburgo y enterrado, según su deseo, junto al de su viejo amigo Belinski, muerto muchos años antes.
Turgueniev era tan confiado que se pasó la vida dejándose engañar, sobre todo por sus compatriotas, a los que prestaba dinero y ayuda si los veía en apuros, aunque fueran desconocidos. Pese a ser considerado frívolo y ateo, practicaba la seriedad literaria y unas cuantas virtudes con bastante mayor rigor que sus contemporáneos. En su no muy conocido texto «La ejecución de Tropmann», sobre un ajusticiamiento que presenció en París en 1870, cuenta cómo al acercarse el momento de que el asesino Tropmann fuera guillotinado, «la sensación de alguna transgresión desconocida cometida por mí mismo, de alguna vergüenza secreta, creció dentro de mí con cada vez más fuerza», y añade que los caballos del carromato que esperaba para llevarse el cadáver le parecieron en aquel instante las únicas criaturas inocentes que allí había. Esa narración es uno de los más impresionantes alegatos jamás escritos contra la pena de muerte. O quizá, mejor, uno de los más tristes. No en balde Pauline Viardot o «La García», que tuvo que conocerlo bien, dijo de Ivan Turgueniev: «Era el más triste de los hombres».