Adah Isaacs Menken, la poetisa ecuestre

Resulta extraño que al final de su vertiginosa vida la mayor preocupación de Adah Isaacs Menken fuera la publicación de su único libro de poemas titulado Infelicia, que por otra parte no logró ver, ya que murió una semana antes de su aparición, el 10 de agosto de 1868. Bien es verdad que a lo largo de todos sus años más conocidos (una docena aproximadamente) no fue ajena a las letras ni sobre todo a los literatos, pero la mayor parte de su tiempo lo pasó atada a un caballo sobre un escenario, y fue más a eso y a sus continuos escándalos a lo que debió convertirse en la primera dama norteamericana internacional del teatro y en la favorita de los periódicos de dos continentes.

Muchos de sus contemporáneos ya pusieron en duda los términos «dama» y «teatro» que acabo de utilizar, relacionados con su persona. A sus cuatro maridos (entre ellos un boxeador y un tahúr, este último muerto de mala manera en Denver) hubo que añadir numerosos amantes, entre los cuales se contaron obligadamente escritores, como Alexandre Dumas père al final de sus días y el poeta masoquista por excelencia, Algernon Charles Swinburne, pelirrojo, diminuto, victoriano, borracho, homosexual y adicto a los latigazos. Adah Isaacs Menken mantuvo también trato con otros, pero de diferente índole: Walt Whitman fue su amigo y tuvo en ella a su primera discípula; George Sand fue la madrina de su único hijo, pomposamente bautizado Louis Dudevant Victor Emmanuel y que vivió muy poco; el malogrado Fitz-James O'Brien, amigo de Poe y quizá con tanto talento como él, fue su compañero de juergas; Charles Dickens, cuando ya era un hombre muy respetable y acomodaticio, dio su consentimiento para que La Menken (como ella misma gustaba llamarse) le dedicara su tomito de poesías; Gautier la alabó durante su estancia en París, Verlaine se burló de ella en unos versos malintencionados; y en cuanto a su compatriota Mark Twain, cuando aún se llamaba Clemens dejó para la posteridad la más completa descripción de sus actuaciones. Lástima que a aquel periodista sureño no le convencieran las artes de Menken, y sobre todo lástima -para ella- que Clemens hubiera de hacerse célebre por su capacidad para la sátira. El número fuerte de Adah Menken, el que la hizo famosa en medio mundo, consistía en la cabalgada del final de la obra Mazeppa, una adaptación libérrima de la pieza de Byron en la que ella daba vida al héroe del título. Pese a la malevolencia de Twain, parece fuera de duda que las facultades interpretativas de aquella estrella eran cuando menos originales: en una ocasión encarnó a Lady Macbeth y cambió -involuntariamente- todo el texto de Shakespeare sin que el público lo acusase (en este tipo de representaciones más clásicas sus compañeros de reparto, menos dotados para la improvisación, naufragaban todos por culpa de ella). En Mazeppa, sin embargo, lo que la gente iba a ver era su aparición final amarrada a los lomos del caballo y vestida con una ajustada malla de color carne que ya a escasa distancia creaba la ilusión de que la actriz iba desnuda (no importaba mucho que La Menken luciera un ridículo bigotillo en consonancia con su papel masculino). Según Twain, que se lamentaba de no haber llevado prismáticos al teatro, más que una malla lo que le pareció que llevaba Menken fue «una prenda blanca de insignificantes dimensiones cuyo nombre he olvidado, pero que resulta indispensable para los niños de muy tierna edad». El comportamiento de la intérprete y héroe lo consideró «lunático» a lo largo de la función entera, y se congratuló de que en la segunda pieza más explotada de su repertorio, El espía francés, La Menken incorporara a ese espía, «mudo como una ostra», por lo que las «extravagantes gesticulaciones» de la actriz parecían más pasables. Si hemos de creer al cronista, resulta inexplicable que una artista tan limitada pudiera llenar las salas de ambos lados del Atlántico durante años. Algo más había de tener. En persona era sin duda una gran seductora, capaz de domar e incluso enamorar a los más acerbos críticos, entre ellos el periodista Newell, que la denostó brutalmente para acabar siendo su esposo durante una semana (pero otro marido le duró sólo tres días). Y, al parecer, su talento para la provocación y la publicidad no ha tenido igual en el mundo hasta bien entrado el siglo XX: cuando Baltimore estaba a punto de caer en manos de la Unión durante la Guerra de Secesión, decidió recordar sus orígenes (había nacido cerca de Nueva Orleans y quizá era cuarterona), y exigió que el decorado del teatro fuera pintado de gris, como el uniforme confederado que ya perdía la plaza; cuando tuvo tiempo para ello (dio conferencias), se mostró como una de las más aguerridas, irónicas y sabias feministas de su tiempo, clamando contra la esclavitud de la mujer y haciendo siempre lo que se le antojaba, hasta cuando se vio detenida por las tropas nordistas: según contó en una carta, «… querían enviarme al Sur, pero sin dejarme llevar más que cien libras de equipaje. Por supuesto que no acepté semejante cosa… No iba a cruzar las líneas sin llevar ninguna ropa».

De la verdad de su vida se sabe poco y mucho de sus leyendas: se llegó a decir que era una judía española natural de Madrid (judía quizá sí era), que en su adolescencia había sido prostituta en La Habana (pervertida antes por un barón austríaco) y que, siendo ya famosa, se presentó ante el emperador Francisco José, en la corte de Viena, con una capa que se quitó al saludarlo dejando al descubierto lo único que llevaba debajo, el disfraz de Mazeppa ecuestre que la hacía figurar desnuda (al parecer no llevó el caballo a palacio). Sus fotos son numerosas, casi siempre en poses plastiques, y la más encantadora es la que la muestra sobre las rodillas de un viejo Dumas gordo y casi descamisado, la cabeza apoyada contra su pecho convexo.

Aunque sufrió más de una caída desde el caballo y una de ellas poco antes de su muerte, parece que murió de otra cosa, aunque los médicos no se pusieron de acuerdo ni estuvieron muy interesados en conseguirlo. No se sabe bien cuándo nació, pero tenía treinta y tantos años: los últimos los había pasado cada vez más mohína, escribiendo sobre la figura de Shylock y, como dije al principio, pendiente sobre todo de sus poesías. Aunque dicen las malas lenguas que si no llegó a ver el volumen fue sólo por culpa suya, ya que lo que más le preocupaba era el retrato que ilustraría el libro y que obligó a cambiar decenas de veces, retrasando tanto su estreno como poetisa que éste acabó siendo póstumo. Puede que fuera mejor así, ya que si las críticas a sus actuaciones hacía tiempo que la dejaban indiferente, las muy virulentas que recibieron sus versos quizá le habrían hecho demasiado daño.

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