Arthur Conan Doyle ante las mujeres

Resulta inverosímil que un hombre tan intachable y querido como Arthur Conan Doyle pudiera perder al final de su vida buena parte de su consideración y aun de sus amigos. Sin embargo eso fue lo que le ocurrió cuando, once años antes de su muerte, se entregó al espiritismo, dejó muy de lado los escritos que no tuvieran que ver con esa fe y se dedicó a viajar por el mundo predicando su convencimiento. Escrupuloso como era, en 1924 calculó que en sus primeros cinco años de apostolado había recorrido más de cincuenta mil millas y se había dirigido a unas trescientas mil personas, algunas de ellas tan alejadas como para poseer nacionalidad australiana o sudafricana. El lo juzgaba su deber, pero, visto el hecho desde fuera, no era la primera vez en su vida que lo religioso le jugaba una mala pasada: cuando en 1900 se presentó a las elecciones al Parlamento por su ciudad natal, Edimburgo, llevaba todas las de ganar hasta el mismo día de la votación, que amaneció con una invasión de pasquines en los que se recordaba que Conan Doyle había nacido católico y se había educado con los jesuítas. Ambas cosas eran innegables, si bien hacía ya lustros que él había abandonado la religión de sus progenitores irlandeses. Los pasquines habían sido obra de un fanático protestante llamado Prenimer al que alguien había financiado, y fueron bastante para que Conan Doyle perdiera lo que, sin ellos, habría ganado a buen seguro. Aquel Prenimer fue uno más de los villanos con que hubo de vérselas a lo largo de su vida, incluyendo entre ellos al Profesor Moriarty y al mismísimo Sherlock Holmes.

Ya desde joven, y dado que practicaba el boxeo, se vio envuelto en reyertas con villanos por defender a mujeres: en el gallinero de un teatro golpeó a varios soldados porque uno de ellos había dado un codazo a una joven que se hallaba allí cerca; y nada más llegar a Portsmouth, donde pensaba establecerse como médico, le propinó una paliza a un sujeto al que vio patear a una mujer en la calle. Para su suerte o desgracia, aquel sujeto se presentó al día siguiente en su consulta y fue su primer paciente, aunque al parecer no reconoció en el médico a su agresor nocturno. La mano, en todo caso, siguió yéndosele a Conan Doyle cuando se trataba de defender mujeres: viajando por Sudáfirica en tren con su familia, uno de sus hijos, ya crecido, se permitió comentar lo fea que era una señora que pasó por el pasillo. Casi no pudo terminar la frase, pues al instante recibió un sopapo y vio muy cerca el rostro enrojecido de su viejo padre, que le decía con suavidad: «Recuerda que ninguna mujer es fea».

Un hombre como Conan Doyle tenía que ser un poco autoritario, en familia al menos. Pero durante los años en que su primera mujer, Touie, estuvo enferma de tuberculosis y él amaba ya a quien sería la segunda, Jean Leckie, sus nervios estaban a flor de piel y, más que respeto, acabó por inspirar terror a sus vástagos. No podían hacer el menor ruido mientras él estaba escribiendo, porque si lo hacían Conan Doyle salía de su estudio hecho una furia, vestido con una vieja y demoniaca bata color de orín, y los castigaba. A veces ni siquiera le era necesario gritar, sino que le bastaba con su petrificante mirada. Se sabe de una ocasión en que estaba leyendo el Times cuando su hija Mary empezó a hacerle inocentes preguntas sobre la fertilidad de los conejos. Por una esquina del periódico apareció un ojo, sólo uno, y eso fue suficiente para que a la niña se le congelara la pregunta en los labios y su curiosidad quedara aplazada.

En honor a la verdad hay que decir que con su segunda tanda de hijos, los que tuvo de Jean Leckie, fue mucho más benévolo: los dejaba corretear a su antojo mientras él jugaba al billar, sin darles con el taco ni nada si por su culpa erraba un golpe. Como puede imaginarse, con sus propias mujeres fue también muy caballeroso: a la segunda, de gran belleza, la hizo Lady Conan Doyle y le dio todas las comodidades y aun riquezas de su edad madura. Es de suponer que hizo lo posible para compensarle los diez años de adoración y espera que ella hubo de padecer hasta su matrimonio, ya que, amándola como la amaba, Conan Doyle no podía herir ni dejar a la primera, por cuya enfermedad llegó a exiliarse a Egipto y Suiza en busca de climas más benignos. Según se desprende de algunos testimonios, su amor por Jean Leckie fue tan grande que por complacerla aprendió a tocar (mal) el banjo, pero estrictamente platónico mientras Touie estuvo con vida. Precisamente por ser tan platónico, no tuvo el menor inconveniente en confesar sus sentimientos a su propia madre y familia y en hacer que Jean Leckie los frecuentara, como si fuera su novia, o, mejor dicho, su futura esposa ya prevista. Lo curioso es que la madre de Conan Doyle, con quien él mantuvo siempre un fuerte vínculo y una nutrida correspondencia, les dio la bendición inmediata y acogió a la novia de su casado hijo como a una nuera. Sólo su cuñado Hornung, el creador del ladrón Raffles, le espetó en una ocasión: «Me parece que concedes demasiada importancia a que esta relación tuya sea o no platónica. No veo gran diferencia. ¿Cuál es la diferencia?». La respuesta de Conan Doyle fue tajante: «Es toda la diferencia», rugió, «entre la inocencia y la culpabilidad».

Con ambas cosas tuvo mucho que ver, no sólo en su literatura sino también en su vida. Durante muchos años recibía cartas a nombre de Sherlock Holmes: admiradores aparte, muchas personas le pedían (a Holmes) que se ocupara de tal o cual caso, tal o cual problema que les angustiaba. Pero llegó un día en que la carta solicitando ayuda le fue dirigida a él, Conan Doyle. Se trataba de una joven cuyo novio danés había desaparecido justo antes de la boda; temía por su vida, no se explicaba su deserción a menos que le hubiera ocurrido algo grave. Siempre caballeroso con las damas, Conan Doyle aceptó el caso y lo resolvió: no sólo dio con el danés fugitivo, sino que además hizo ver a la joven lo poco que aquel extranjero merecía sus desvelos. Con posterioridad se encargó de al menos dos casos más, mucho más dramáticos y complicados, llevado no por su afán de descubrir a un criminal, sino de liberar y exonerar a quienes creía inocentes condenados. A partir de sus éxitos personales como investigador, le llovieron las ofertas, entre ellas la de un noble polaco bajo sospecha que le adjuntaba un cheque en blanco. Rehusó todas excepto las ya mencionadas.

Los cheques en blanco parecen haber sido moneda corriente en la vida de Conan Doyle, ya que él, cuando empezó a ganar fuertes sumas con Holmes y dejó de pasar apuros, enviaba con frecuencia talones de estas características a sus hermanos más jóvenes, que aún seguían en apuros. También le fue ofrecido alguno de procedencia literaria, por editores deseosos de que resucitara a Holmes después de haberlo hecho caer por las cataratas de Reichenbach en 1893. La idea de matarlo le había tentado ya con anterioridad, y fue la propia madre de Conan Doyle, devota lectora de sus aventuras y a quien su hijo enviaba las pruebas de imprenta para aplacar su impaciencia, la que salvó la vida del detective. Cuando Conan Doyle le anunció por carta su intención de acabar con él, alegando que su existencia le «distraía de cosas mejores», ella le contestó por correo urgente: «¡No harás tal cosa! ¡No puedes! ¡No debes!». Y Conan Doyle aplazó la muerte hasta dos años más tarde.

Es bien sabido que cuando cedió, en parte por dinero y en parte por indiferencia, primero hubo de escribir un nuevo caso de Holmes sin resucitarlo, esto es, dejando bien claro que lo relatado era algo acontecido antes de su extinción en Reichenbach, y que más adelante hubo de volverlo a la vida, explicando que en realidad el detective no había caído al agua. Pero durante mucho tiempo se resistió. No le apiadó que los jóvenes londinenses pasearan con crespones negros en sus sombreros en señal de luto por Holmes. Y en cambio lo reafirmó el indignante comentario de una tal Lady Blank: «Se me partió el corazón con la muerte de Holmes; disfrutaba tanto con los libros que él escribía…». En más de una ocasión sufrió Conan Doyle este tipo de confusiones o malevolencias: durante su campaña para la elección al Parlamento, la gente interrumpía sus discursos llamándole Mr Sherlock Holmes y haciéndole absurdas preguntas no políticas, sino criminales; cuando fue nombrado Sir tras mucha resistencia por su parte, recibió numerosas cartas felicitándole por haberse convertido en Sir Sherlock Holmes. Podría pensarse que le molestaba que lo confundieran, pero no era eso, y en todo caso lo que le molestaba era que no lo confundieran bastante, es decir, que mucha gente viera en él más a un Doctor Watson que a un Sherlock. Era consciente de que su físico contribuía a que lo emparentaran más con el cronista: Conan Doyle era alto y robusto, de cara ancha y nariz más bien chata, sin asomo de patillas y con ojos pequeños, con largos bigotes que en alguna época llevó puntiagudos y engominados; no era aquilino ni esbelto, y no bastaba con que fumara en pipa y tuviera sobre su mesa lupas de varios tamaños: no daba el tipo, y en cierto modo se le suponía incapaz de las hazañas de su criatura. Sin embargo no era esta cuestión la causa de su antipatía o desapego por el personaje, sino lo que escribió a su madre, o esto otro: «…creo que si nunca hubiera tocado a Holmes, quien ha tendido a oscurecer mi obra más alta, en la actualidad mi posición literaria sería más dominante». Lo que de verdad importaba al creador de una de las mayores maravillas de la historia de la literatura eran las novelas históricas (esa su «obra más alta») que escribía con gran esfuerzo y minuciosa documentación y sin tanto éxito. De Holmes también le cansaba que su personaje no admitiera «ni luz ni sombra»: lo veía como a una máquina calculadora, a la que no podía añadirse nada a riesgo de debilitar el «efecto», y para Conan Doyle el «efecto» lo era todo en la prosa.

Su autor predilecto era Poe, y R L Stevenson entre sus contemporáneos. Aunque nunca lo conoció, sí se carteó con él y sintió su muerte como la de un íntimo amigo. No se llevó mal con James ni con Oscar Wilde, y con Kipling tuvo amistad. Arthur Conan Doyle estaba convencido de su propia importancia, lo cual es una manera agradable de ir por la vida para quien logre creer tal cosa. Cuando se declaró la Guerra de los Boers, incitó a los deportistas a combatir, y, siendo él uno de los más completos, se ofreció en seguida como voluntario. Ante el estupor de su madre, dio la siguiente explicación: «Siento que quizá soy la persona con mayor influencia sobre los jóvenes ingleses, sobre todo los jóvenes deportistas, exceptuando a Kipling. Siendo esto así, es importante que yo les dé ejemplo». Lamentablemente, fue considerado demasiado viejo para luchar, y sólo pudo ir a la guerra en su condición de médico. Tenía unos cuarenta años y estaba muy enamorado por aquel entonces.

Arthur Conan Doyle murió el 7 de julio de 1930, a los setenta y un años, rodeado de su familia, con una mano en la de su mujer, Jean Leckie, y la otra en la de su hijo Adrián. Los miró a todos, uno por uno, pero no pudo decir nada. Mucho tiempo antes había dicho que el secreto de su éxito era que nunca había forzado una historia. Parece que aquel día tampoco forzó una frase.

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