No puede decirse de Violet Hunt que fuera muy coherente, al menos en lo relativo a su vida sentimental, ya que tuvo gran afición a las «situaciones irregulares» y a la vez frecuentes y aparatosos ataques de respetabilidad. El mayor de éstos lo sufrió en el curso de sus relaciones con el famoso hombre de letras Ford Madox Ford, autor de la magistral novela El buen soldado e íntimo amigo y colaborador de Conrad. Ford, ante la negativa de su mujer a concederle el divorcio y la insistencia de su amante Hunt, en dejar de serlo, estuvo a punto de recuperar la ciudadanía germana de sus ancestros para casarse según las leyes alemanas e incluso llegó a celebrar un deprimente remedo de boda, oficiado por un sacerdote desposeído del hábito, para darle gusto a la descontenta. El resultado de toda la operación fue un escándalo y un pleito -con dos señoras Ford por medio- que al novelista le acarreó unos días de cárcel y a Violet Hunt, además de un breve exilio por Europa, la reacción contraria de uno de los hombres que más admiraba, el muy precavido y formal Henry James, quien calificó la situación de «lamentable, lamentable, ¡oh, lamentable!».
Fue Violet Hunt una más de sus protegidas con las que, a diferencia de lo que suele implica el término, James no tuvo más que castas relaciones. En este caso, además, no por falta de oportunidades, ya que en una ocasión, estando invitada en la casa de campo de James, Violet se sintió mal después de la cena, que vomitó. Aprovechó la circunstancia para cambiarse y presentarse luego en el salón vestida tan sólo con una bata china y «el talante coqueto», según sus propios diarios. James, sin embargo, inició una larga disquisición sobre las novelas de la señora Humprhy Ward, autora a la que al parecer leía y apreciaba más que a quien nunca llegó a ser señora, para su doble chasco.
No fue James el primer hombre maduro con el que Violet estuvo bien dispuesta a aventurarse: a los trece años se ofreció en matrimonio al apóstol de la estética John Ruskin, que por entonces tenía cincuenta y seis. Lo compadeció mucho por la muerte de Rose La Touche, a quien Ruskin había anhelado durante largo tiempo, pues se había prendado de ella cuando la joven contaba tan sólo diez: hombre paciente, había tenido el buen gusto de esperar a que cumpliera dieciocho, pero sólo para recibir calabazas, y esa muerte años después. Por fortuna para Violet, su generoso ofrecimiento se vio asimismo aplazado y más tarde olvidado. Parece ser que también un joven Oscar Wilde le propuso matrimonio cuando su sexualidad era abarcadora, y es seguro que Violet fue una de las pocas mujeres que logró seducir a un ingenuo y luego más restringido Somerset Maugham, mientras que fue ella la seducida por H G Wells, conocido mujeriego. No debe inferirse tras la mención de todos estos nombres célebres que Violet Hunt fuera una megalómana, pues algunos de sus amoríos más sufridos y duraderos fueron con individuos que no han pasado a la historia, como un diplomático que no sólo la tuvo a la vez que a otras cinco o seis amantes, sino que además le contagió la sífilis. Antes ya había padecido y gozado por causa de otro, sólo tres años más joven que su padre y pintor como él.
Lo más llamativo de todo esto es sin duda la época, pues si Violet Hunt disfrutó plenamente del breve reinado eduardiano de gran permisividad (siempre que no fueran descubiertas las «irregularidades»), también vivió gran parte del victoriano, tan mojigato, al haber nacido en 1862. Eso quiere decir, por cierto, que Violet Hunt tenía cuarenta y seis años cuando inició sus amores con Ford Madox Ford, once más joven que ella. No muchas mujeres de su tiempo podían vanagloriarse de haber hallado al hombre de su vida a semejante edad. Hay que deducir que Violet, aunque madura, seguía siendo algo ingenua, ya que cayó en las redes de Ford de modo un tanto teatral: «gracias a la Providencia», según ella (pero parece que más bien gracias a un hábil codazo de él), su mano fue a parar al bolsillo de la chaqueta de Ford y en él descubrió un frasco con el letrero «VENENO» burdamente escrito en la etiqueta. Se lo arrebató, le preguntó si pensaba ingerirlo, él respondió que sí y ella juzgó que le había salvado la vida y que por tanto debía amarlo. Según quienes conocían a la verdadera señora Ford, ésta, de haberse visto en la misma situación, más bien habría animado al marido a tomar del frasco.
Violet Hunt aún hallaba tiempo para bastantes más cosas entre tanta pasión, tales como apoyar el movimiento sufragista, esquivar las proposiciones de lesbianas notorias, asistir a mil y una fiestas y escribir artículos y libros, hasta un total de treinta y uno de éstos, contando novelas, relatos, poemas, teatro y traducciones. De todas estas obras las que más han perdurado son sus cuentos neogóticos y de fantasmas, en verdad espléndidos, para los que Henry James sugirió el título (por desgracia no aceptado) Cuentos fantasmales de una mujer de mundo, lo cual desde luego ella era, hasta el punto de tener a veces la sensación de que sus admirados colegas la querían y trataban más por su inagotable capacidad para el chismorreo y para abrirles puertas sociales que por sus talentos literarios. Ella siempre buscó padrinos, y sólo consiguió tenerlos a medias -por no decir un poco reacios- en James y Conrad y Wells y Hudson. El primero, muy dado a poner apodos, la llamaba de dos maneras: «la indecente babilonia» y «la mancha morada», por el color del abrigo y el sombrero con los que la conoció.
Al final de su vida, ya sin amantes después de Ford, dio en crear personajes masculinos maquinadores y traicioneros, nunca con demasiado éxito. La progresión de la sífilis la hacía perder la cabeza y meter la pata sin posible arreglo: al novelista Michael Arlen le dijo una vez: «Hay que ver lo agradable y listo que es Michael Arlen. Me pregunto a qué se deberá que sus libros sean tan espantosos». No es de extrañar que se fuera quedando sola y triste hasta su muerte a los setenta y nueve años, en 1942. Su carácter fuerte y contradictorio pervive en algunos personajes memorables de aquellos escritores más importantes que fueron amigos o amantes suyos: ella los inspiró, ellos no lograron hacerla muy feliz. Sólo alguien muy ingenuo podría decir que a cambio la inmortalizaron.