Djuna Barnes en silencio

La larguísima vida de Djuna Barnes no cundió demasiado, al menos a su literatura, pese a que exceptuando un periodo de su juventud en el que se dedicó al periodismo, fue la actividad a la que más se entregó, amén de a guardar prolongados silencios. Sus silencios fueron tanto escritos como verbales. En el París de los expatriados, el de entreguerras, el de Joyce y Pound y Hemingway y Fitzgerald y otros ochocientos mil aspirantes a artistas bohemios (preferentemente norteamericanos), hay algunos testigos que la recuerdan siempre callada en las multitudinarias reuniones, mirando a su alrededor con aire de tímida superioridad. Otros, en cambio, la recuerdan como a una de las mujeres más brillantes y más capaces de animar una velada, dada a las imitaciones perfectas de conocidos personajes, a la impertinencia, a la risa (una risa llamativa, fuerte, rara, que no duraba mucho: al parecer se cortaba en seco), a los airosos desplantes y a las medianas borracheras.

A juzgar por las fotos de aquella época, era una mujer más elegante que guapa, lo cual, unido a su gran estatura, hacía de ella una mujer imponente, no en el sentido vulgar del término, sino en el sentido de que imponía. Muchas fueron sus aventuras con hombres y mujeres, pero mayor fue el número de hombres y de mujeres cuyas tentativas fracasaron por los más variados motivos, incluso meramente literarios. El entonces famosísimo crítico Edmund Wilson, al que ella en principio admiraba, la invitó a cenar una noche de 1921, cuando ella tenía veintinueve años. A los postres le propuso que se fuera a vivir con él y que viajaran de inmediato a Italia como primer paso plausible para un intelectual romance. Puede que Djuna Barnes lo estuviera considerando cuando Wilson empezó a discursear lleno de entusiasmo incontrolado sobre la novelista Edith Wharton. Y ese fue su gran error, porque Barnes no soportaba a Wharton. Quizá no lo descalificó como crítico, pero sí como posible amante.

En alguna otra ocasión las cosas fueron menos civilizadas: se sabe de un portero de un hotel de la rue Saint-Sulpice que intentó violarla en su habitación, y de un periodista borracho que se metió con ella y con su amante Thelma Wood en un café. Alguien procuró llevárselo, pero Djuna Barnes ya había oído lo suficiente: siguió al periodista en su camino hacia la calle, le dijo cuatro cosas y en respuesta recibió un puñetazo en el mentón que la derribó por tierra. No se arredró sin embargo, y contribuyó en no escasa medida a que el borracho fuera finalmente reducido y luego vapuleado. Pocos meses después, las crónicas de sociedad más malévolas dieron cuenta de cómo había salvado durante un altercado a su acompañante masculino «de los más duros camareros».

Ni siquiera en la madurez se salvó de algunos asedios, aunque para entonces las más insistentes eran mujeres. Dos escritoras más jóvenes que ella, las hoy muy célebres Anaïs Nin y Carson McCullers, la sometieron -cuando aún no eran tan célebres- a un verdadero hostigamiento lejano y cercano respectivamente. Si Nin lo hizo a distancia y por la vía literaria, dando entrada en sus obras de manera recurrente a un personaje llamado «Djuna», lo cual irritaba y desquiciaba a la verdadera Djuna, McCuUers montó guardia ante su apartamento durante toda una temporada. La leyenda cuenta que aquella joven entonces desconocida pasaba horas gimiendo y sollozando a la puerta e implorando ser admitida. Pero Barnes era inflexible y sabía preservar su soledad. Pese a los torpes elogios de Nin (quien había dicho de ella: «Ve demasiado, sabe demasiado, es intolerable»), Barnes la consideraba una muchachita idiota y una escritora viscosa: nunca se dignó recibirla. En cuanto a McCullers, cuya obra seguramente no podía conocer aún, la obsequió siempre con el más impenetrable silencio, salvo una tarde en que debió perder la paciencia ante los timbrazos del cazador solitario y dijo: «Quienquiera que esté llamando a ese timbre, que haga el favor de irse al infierno». Las palabras surtieron momentáneo efecto, y quién sabe si también a la larga, ya que la pobre McCullers murió años después pero algo prematuramente, con sólo cincuenta años.

Aunque la infancia y la adolescencia de Djuna Barnes son raras y confusas o confusas por raras y no se sabe demasiado de ellas, puede que desde muy joven estuviera acostumbrada a los asedios y situaciones anómalas, sobre todo si es cierto lo que se cree saber a medias, y es que a la edad de diecisiete o dieciocho años fue «entregada» por su padre y su abuela (como a veces sucede en la Biblia con las hijas de los patriarcas) a un hombre de cincuenta y dos llamado Percy Faulkner, hermano de la amante de su padre. Este Faulkner se la llevó a Bridgeport una breve temporada, y quién sabe si el apellido no tuvo algo que ver con el escaso aprecio que Djuna tuvo siempre por el novelista William, a quien juzgaba sensiblero. Bien es verdad que Faulkner (el novelista) tampoco le tuvo a ella mucho, al menos oficialmente, ya que en dos de sus obras la cita con cierto reproche. Muchos críticos, sin embargo, han señalado que la prosa de Faulkner le debe a Barnes más de un rasgo estilístico.

Otros contemporáneos sí la elogiaron abiertamente, desde T S Eliot, quien escribió la introducción a su obra maestra, El bosque de noche, y fue su valedor en Inglaterra, hasta Dylan Thomas, Joyce (que nunca elogiaba nada) y Lawrence Durrell. A este último su encendido entusiasmo (llegó a decir: «Uno se alegra de vivir en la misma época que Djuna Barnes») no le salvó de ser acusado de plagio por la escritora, quien detectó una escena demasiado parecida a una suya en un texto de Durrell. Sin duda lo era, pero se trataba menos de un plagio que de un homenaje. Esto sucedía en los años sesenta, cuando ella ya había dejado atrás sus setenta y al parecer veía robos por todas partes. Algo antes, en los cincuenta del siglo, recibió a Malcolm Lowry en su apartamento y éste contó la visita en una carta. Siendo él tan desastroso, ella le pareció aún más perdida: la encontró pintando «un demonio masculino semifemenino» en la pared; ella le regañó rotundamente por el éxito de Bajo el volcán, le dio seis botellas de cerveza una tras otra y confesó temer a su novela El bosque de noche, que se había publicado dieciséis años antes y desde la que, según dijo, no había vuelto a escribir nada. Pese a que ese libro le producía sentimientos encontrados (una obra maestra técnica, pero algo monstruoso), Lowry admitió que «ella o él o Ello» le había parecido un ser admirable, aunque aterradoramente trágico, «en posesión tanto de integridad como de honor». Es de suponer que Lowry salió del apartamento algo confuso, o quizá fueron las generosas cervezas.

No es de extrañar que Djuna Barnes considerara su nombre de pila inequívocamente suyo cuando Anaïs Nin se permitió utilizarlo, ya que la mayoría de los de su familia parecían puestos a propósito para que nadie pudiera usurparlos. Cabe mencionar que entre sus propios hermanos o antepasados había las siguientes extravagancias, que en muchos casos no permitían ni adivinar el sexo de quienes las portaban: Urlan, Niar, Unade, Reon, Hinda, Zadel, Gaybert, Culmer, Kilmeny, Thurn, Zendon, Saxon, Shangar, Wald y Lleweilyn. Este último es al menos un nombre conocido en Gales. Quizá se comprende que, llegados a la edad adulta, algunos miembros de la familia Barnes decidieran adoptar apelativos banales como Bud o Charlie. Es posible que los nombres se debieran a algún misterio, habida cuenta de que en la familia había una cierta tradición de espiritismo excéntrico. Uno de los abuelos de Djuna tuvo hasta acólitos: pocos, pero entre ellos el gran Houdini, famoso por sus espectáculos en los que se zafaba milagrosamente de pesadas cadenas o escapaba de cajas fuertes adecuadamente blindadas.

Djuna Barnes no tuvo hijos y se casó una sola vez, con un individuo llamado Courtenay Lemon que le duró unos tres años, y malamente. Al parecer era un tipo tranquilo con tendencia a la obesidad. Bebía mucha ginebra, era socialista, redactaba aburridos panfletos llenos de tópicos, aspiraba a establecer una «filosofía de la crítica» que nunca llegó a terminar. Fueron más numerosos los amantes masculinos de Djuna Barnes que las femeninas, pero si tuvo un gran amor -cosa dudosa- fue la escultora Thelma Wood. Vivieron juntas en París durante bastantes años, y el paso de ambas por los bulevares nunca resultaba inadvertido: dos mujeres extranjeras, elegantes, decididas, despectivas, Thelma Wood con unos pies enormes en los que repararon cuantos la conocieron y -sobre todo- cuantos alguna noche bailaron con ella y hubieron de vigilarlos. Wood era aún más cortante que Barnes, y más jactanciosa: cuando el autor canadiense John Glassco admiró descaradamente su cuerpo mientras bailaban (los pies gigantescos) y le propuso sin más que se fuera con él a la cama, añadió: «Lo siento, espero no estarte asustando». Ella le respondió: «¿Asustarme? Nadie asusta a Thelma Wood». Quizá era uno de esos extraños seres que hablan de sí mismos en tercera persona. Thelma era borracha y derrochadora, y, lo que es peor, solía perder, antes de poder derrocharlo, el dinero que le sacaba a Djuna, quien muchas noches tenía que echarse a la calle en su busca, tan celosa como preocupada, hasta dar con ella en alguna situación apurada y llevarla de vuelta a casa en estado derrotado.

Entre los hombres, cabe destacar su amorío con Putzi Hanfstaengl, un alemán que había estudiado en Harvard y que veinte años después se convirtió en el bufón oficial de la corte de Adolf Hitler. Pese a que Djuna lo detestaba (a Adolf, no a Putzi), mantuvieron algún contacto, y gracias a ello Barnes fue una de las primeras personas aliadas en saber de la escasez abdominal congénita del por otra parte inconmensurable Führer. Se conserva una foto de 1928 en la que se los ve juntos (a Djuna y a Putzi, no a Adolf): él es un hombre con pajarita, nariz grande y ojos muy bizcos: la verdad es que se diría un asesino.

Pero la vida de Djuna Barnes duró noventa años, y le tocaron en suerte demasiados en los que ya no quiso o no pudo tener amantes y no le quedó más remedio que guardar silencio. Su apartamento de Nueva York era un refugio inaccesible. En él recibía cartas y los cheques con que su amiga la multimillonaria Peggy Guggenheim la financió durante lustros; también algunas llamadas de editores que querían relanzar sus escasas obras y con los que acababa indignada invariablemente. (También la indignaba Henry Miller, al que juzgaba basura.) A veces trabajaba ocho horas diarias durante tres o cuatro días para producir dos o tres versos, cualquier sonido le arruinaba la concentración durante el resto del día, y se desesperaba. En su apartamento de Patchin Place pasó más de quince mil días según uno de sus biógrafos, es decir, más de cuarenta años. Y se sabe que la mayoría de ellos, tanto días como años, pasaron en absoluto silencio, sin que cruzara una sola palabra con ninguna otra persona. Sólo el ruido de la máquina y versos que aún nadie ha leído. Mucho antes de que dieran comienzo esos cuarenta años, en 1931, había escrito: «Me gusta mi experiencia humana servida con un poco de silencio y contención. El silencio hace ir a la experiencia más lejos y, cuando muere, le confiere esa dignidad propia de lo que uno ha tocado y no se ha llevado».

En su interminable vejez se la veía poco, por tanto. Le daban miedo los adolescentes callejeros. Le horrorizaban las barbas hasta el punto de exigirle por teléfono a un futuro visitante que se la afeitara (le interrogó sobre su aspecto) antes de ir a verla. Consideraba que el envejecimiento era un ejercicio de interpretación, pero a la vez pensaba que había que matar a los viejos. «Debería haber una ley», dijo. La ley se cumplió en ese apartamento la noche del 18 de junio de 1982, seis días después de que su inquilina se convirtiera en nonagenaria. Las pocas personas que la visitaron antes de esa fecha pasaron largas horas con ella y sufrieron dolor de cabeza. «Me han dicho que se lo produzco a todo aquel con quien hablo», reconoció. La respuesta del visitante afectado fue: «¡Es usted tan intensa!». Y ella dijo: «Sí. Lo sé».

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