Noveno carnaval

En el cementerio hay solo paraguas negros.

En este día sin sol, parecen sombras invertidas, proyecciones de la tierra, pensamientos lúgubres que bailan sobre las personas que, ahora que la ceremonia ha terminado, se alejan despacio buscando poner, con cada paso, un poco más de distancia entre ellos y la idea de la muerte.

El hombre ha visto el ataúd descender en la fosa sin que ninguna expresión alterara su rostro. Es la primera vez que asiste al funeral de una persona a la que ha matado. Lo lamenta por ese hombre, lo lamenta por la reservada compostura de la mujer que le ha visto desaparecer en la tierra húmeda. La tumba que le ha acogido, junto a la del hijo, le ha recordado otro cementerio, otra hilera de tumbas, otras lágrimas, otros dolores.

Del cielo cae una lluvia sin cólera y sin viento.

El hombre piensa que las historias se repiten hasta el infinito. A veces parecen concluir, pero no, solo cambian los protagonistas. Los actores cambian, pero los papeles siguen siendo los mismos, el hombre que mata, el hombre que muere, el hombre que no sabe, el hombre que al fin comprende y está dispuesto a pagarlo con la vida para que ello suceda.

A su alrededor, una multitud anónima de comparsas, gente si importancia, estúpidos portadores de paraguas de colores, que sirven de amparo sino solo para mantener un precario equilibrio sobre un hilo tenso, tendido lo bastante alto para no ver que bajo sus pies la tierra está sembrada de tumbas.

El hombre cierra el paraguas y deja que la lluvia caiga sobre su cabeza. Se aleja hacia la entrada del cementerio y deja en el suelo la marca de sus pasos, huellas que se confunden con otras. Como todos los recuerdos, tarde o temprano se borrarán.

Envidia la paz y el silencio que permanecerán en ese lugar después de que todos se hayan ido. Piensa en todos esos muertos inmóviles en sus ataúdes, con los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho, los labios mudos, sin voces que interroguen al mundo de los vivos.

Piensa en el consuelo del silencio, de la oscuridad sin imágenes, de la eternidad sin futuro, del sueño sin sueños y sin despertares repentinos.

El hombre siente que la piedad por sí mismo y por el mundo le llega como un soplo de viento, mientras alguna lágrima sale al fin también de sus ojos y se mezcla con la lluvia. No son lágrimas por la muerte de otro hombre. Son lágrimas saladas de añoranza por el sol de otro tiempo, por los pocos relámpagos de emoción de un verano que pasó en un santiamén, por los únicos momentos felices que recuerda, tan lejanos en su memoria que parecen no haber existido nunca.

El hombre cruza la verja del camposanto como si temiera oír, de un momento a otro, una voz, más voces, que le llaman, como si más allá de este muro existiera un mundo de personas vivas al que el no tiene derecho a pertenecer.

De golpe, presa de un pensamiento súbito, vuelve la cabeza para mirar atrás. Abajo, hacia el fondo del cementerio, encuadrado en la perspectiva de la verja de acceso como en una diapositiva, solo ante una tumba recién excavada, hay un hombre vestido de oscuro.

Le reconoce. Es uno de los que le persiguen, uno de los perros de boca humeante, enardecidos por su carrera y sus ladridos desafiantes. Imagina que ahora estará todavía más decidido, todavía más feroz. Querría poder volver atrás, acercársele y explicárselo todo, decirle que en él no hay ferocidad, no hay venganza, sino solo justicia. Y el sentimiento de absoluta certeza que únicamente la muerte puede dar.

Mientras sube al coche que le llevará lejos de allí, se pasa una mano por el pelo mojado por la lluvia.

Querría explicar, pero no puede. Su tarea no ha terminado.

Él es uno y ninguno, y su tarea no terminará nunca.

Sin embargo, mientras mira por el cristal de la ventanilla a toda esa gente que se aleja de un lugar de dolor, mientras mira esos rostros compuestos en necias caras de circunstancia, se hace una pregunta que es producto de su cansancio, no de su curiosidad. Se pregunta quién será, entre todos ellos, el hombre que irá a anunciarle que por fin todo ha terminado.

46

Cuando Frank salió del cementerio ya no había nadie fuera.

También la lluvia había cesado. Arriba, en el cielo, ningún dios misericordioso. Solo un movimiento de nubes blancas y grises, entre las cuales el viento cavaba un tímido pedazo de azul.

Llegó al coche siguiendo el leve crujir de sus pasos sobre la grava. Subió y puso en marcha el motor. Los limpiaparabrisas del Mégane se pusieron en movimiento con un rumor morboso y comenzaron a despejar los restos de lluvia. Como un homenaje a la memoria de Nicolás Hulot, se abrochó el cinturón de seguridad. En el asiento del pasajero había un ejemplar de Nice Matin, en cuya primera plana había un titular: «El gobierno de Estados Unidos pide la extradición del capitán Ryan Mosse».

La noticia de la muerte de Nicolás figuraba en el interior, en la tercera página. La desaparición de un simple comisario de policía no merecía los honores de la primera.

Cogió el periódico y lo arrojó con desprecio en el asiento de atrás. Puso la primera y miró instintivamente por el espejo retrovisor antes de poner el coche en movimiento. Su mirada cayó en el diario, que había quedado vertical, apoyado contra el respaldo.

Frank permaneció un instante sin aliento. De golpe se sintió como uno de esos locos que practican bunjee-jumping. Estaba volando en el vacío y veía que la tierra se acercaba a una velocidad vertiginosa, sin tener la certeza absoluta de que el elástico fuera de la largada apropiada. Dentro de él se elevó una plegaria muda dirigida a quien pudiera concedérsela, pidiendo que lo que acababa de intuir no fuera una de las tantas ilusiones que solo los espejos, pueden dar.

Permaneció algunos segundos pensando. Después, llegó el diluvio. Una cascada de hipótesis a la espera de confirmación se derramó en su interior, del mismo modo en que el agua agranda con su fuerza un agujero minúsculo en un dique hasta transformarlo en un chorro enorme. Porque, a la luz de lo que acababa de pensar, muchas pequeñas incongruencias encontraban de pronto una explicación, muchos detalles pasados por alto adquirían una forma que se adaptaba perfectamente al espacio asignado a ellos.

Cogió el móvil y marcó el número de Morelli. Apenas Claude respondió, le asaltó con la fuerza de sus palabras.

– Claude, soy Frank. ¿Estás solo en el coche?

– Sí.

– Bien. Voy a casa de Roby Stricker. Reúnete conmigo allí sin decirle una palabra a nadie. Debo comprobar algunas cosas, y querría que me acompañaras mientras lo hago.

– ¿Hay algún problema?

– No creo. Solo una sospecha tan pequeña que es casi insignificante. Pero si estoy en lo cierto, puede que acabemos con toda esta historia.

– Quieres decir…

– Nos vemos en el piso de Stricker -lo cortó Frank.

Ahora lamentaba estar al volante de un coche particular y no de uno de la policía con todo tipo de dispositivos y conexiones. Lamentó no haber pedido una sirena para colocarla en el techo en caso de necesidad.

Mientras tanto, pronunció para sí mismo amargas recriminaciones. ¿Cómo había podido ser tan ciego? ¿Cómo había podido permitir que su resentimiento personal se impusiera sobre su lucidez? Había visto lo que había querido ver, oído lo que había querido oír, aceptado lo que se le había antojado aceptar.

Y todos habían pagado las consecuencias. Comenzando por Nicolás.

Si él hubiera usado el cerebro, quizá ahora Nicolás aún seguí vivo, y Ninguno ya estaría tras las rejas de una cárcel.

Cuando llegó a Les Caravelles, Morelli ya lo esperaba en la entrada del edificio.

Frank dejó el coche en la calle, sin preocuparse por buscar un lugar de aparcamiento autorizado, y pasó junto a Morelli como el viento entre las velas. Sin una palabra, el inspector lo siguió al interior. Se detuvieron ante la conserjería, donde el encargado lo vio llegar con viva preocupación. Frank se apoyó en la superficie de mármol.

– Las llaves del piso de Roby Stricker. Policía.

La aclaración era inútil. El hombre lo recordaba muy bien. El nudo de saliva que tragó era una confirmación más que evidente. Morelli mostró su placa, y con ello abrió del todo una puerta ya entreabierta. Mientras subían en el ascensor, Morelli encontró al fin el modo de introducir unas palabras en la furia del estadounidense.

– ¿Qué ocurre, Frank?

– Ocurre que soy un idiota, Claude. ¡Un grandísimo idiota! Si no hubiera estado tan ocupado en ser un hombre de mierda, tal vez hubiera recordado cómo ser policía, y mucho de lo que ha sucedido se habría podido evitar.

Morelli seguía sin entender nada cuando llegaron a la puerta de Stricker, que aún conservaba los precintos policiales de plástico amarillo. Frank los arrancó casi con rabia, abrió la puerta y entraron en el piso.

Flotaba en el aire esa sensación de ineluctabilidad que siempre hay en los lugares donde se ha cometido un crimen. El cuadro roto en el suelo, las marcas en la alfombra, las huellas del registro de la brigada científica, el olor metálico de la sangre coagulada recordaba la vana lucha de un hombre frente a la muerte, a la hoja de un cuchillo, a la determinación de su verdugo.

Frank se dirigió sin vacilar a la alcoba. Morelli vio cómo cruzaba el umbral y se detenía a observar la habitación. Habían limpiado la sangre en el suelo de mármol, pero en las paredes aún quedan algunas huellas, único testimonio del crimen que se había ^consumado allí.

Frank permaneció inmóvil durante unos instantes y después hizo algo que a Morelli le resultó incomprensible. Dio dos pasos, se acercó a la cama y se echó en el suelo en la posición exacta en que habían encontrado el cadáver de Stricker, posición cuya silueta había trazado en las baldosas de mármol la brigada científica antes de retirar el cadáver. Se quedó así un momento, sin apenas mover la cabeza. Luego alzó la mirada ante sí para ver algo que evidentemente, solo se podía distinguir desde el suelo.

– Mira, maldición. ¡Mira…!

– ¿Que mire qué, Frank?

– Estúpidos, todos hemos sido unos estúpidos, y yo más que nadie. Empeñados en ver las cosas desde arriba, cuando a veces la respuesta debe buscarse desde abajo.

Morelli no conseguía comprender. Frank se levantó de un salto.

– Ven conmigo. Hay algo más que debemos comprobar.

– ¿Adonde vamos?

– A Radio Montecarlo. Si he visto bien, la respuesta definitiva está allí.

Salieron del piso. Morelli lo miraba como si no lo hubiera visto nunca. El estadounidense parecía presa de un frenesí que nada en el mundo habría podido calmar.

Recorrieron casi a la carrera el elegante vestíbulo después de haber arrojado las llaves al encargado, que se mostró visiblemente aliviado de ver que se marchaban. Salieron y subieron al coche de Frank, que un agente de uniforme ya tenía en su mira. El policía estaba de pie delante del coche con la libreta de multas abierta en la mano.

– Suelta el hueso, Leduc; estamos de servicio.

El agente reconoció a Morelli.

– Ah, es usted, inspector. Está bien.

Los saludó llevándose la mano al quepis, un instante antes que el coche partiera con un chirrido de neumáticos y se metiera en el tráfico sin dar excesiva importancia a las reglas de prioridad. Cogieron a gran velocidad la calle que bajaba a la derecha, pasaron por la iglesia de Sainte-Dévote y bordearon el puerto, donde se había iniciado todo, en una embarcación con una fúnebre carga que se había encajado en el muelle como un buque fantasma.

Si había visto bien, aquella historia concluiría exactamente donde había comenzado. Llegaba el fin de la caza de las sombras sin rostro. Ahora era el tiempo de la caza de los hombres que, como tales, tenían un rostro y un nombre.

Recorrieron a toda velocidad la distancia que los separaba de la sede de Radio Montecarlo, del otro lado del puerto, haciendo chirriar los neumáticos en el asfalto, que un pálido sol entre las nubes ya empezaba a secar.

Detuvieron el coche junto a una barca apoyada en un andamio, a la espera de ser botada. Morelli parecía contagiado de la fiebre que se había apoderado de Frank, que hablaba solo, movía en silencio los labios y decía frases entrecortadas que solo él lograba entender. El inspector solo podía seguirlo, con la esperanza de que aquellos murmullos sin sentido cobraran algún significado.

Llamaron al timbre y, en cuanto la secretaria les abrió la puerta, se precipitaron como un rayo hasta el gran ascensor montacargas, que afortunadamente se hallaba en la planta baja.

Bikjalo los esperaba ya en el umbral, con la puerta abierta.

– ¿Qué pasa, Frank? A esta hora…

Frank lo apartó con un gesto brusco y siguió adelante. Morelli se encogió de hombros pidiéndole disculpas por el comportamiento del estadounidense. Frank pasó delante del puesto de la secretaria. Raquel estaba sentada a su escritorio, y Pierrot, de pie al otro lado, recogía una pila de CD que debía ir al archivo. Frank se detuvo en la pared opuesta a la entrada, donde, detrás de las puertas de dos hojas de cristal, estaban los cables de las conexiones telefónicas y los empalmes con el satélite e internet. Se volvió entonces hacia Bikjalo, que, con Morelli, lo había seguido sin entender nada.

– Abra esta puerta.

– Pero…

– ¡Haga lo que le digo!

El tono de Frank no admitía réplica. Bikjalo abrió las puertas y un soplo de aire fresco invadió la habitación. Frank permaneció un instante, perplejo, ante el enredo de hilos. Metió las manos y pasó las yemas bajo las placas metálicas que sostenían las conexiones de las líneas telefónicas.

– ¿Qué ocurre, Frank? ¿Qué estás buscando?

– Ahora te diré qué estoy buscando, Claude. Nos hemos vuelto locos, en vano, intentando interceptar las llamadas de ese cabrón No lo habríamos logrado nunca, ni aunque lo hubiéramos continuado probando toda una vida, ¿y sabes por qué?

Parecía que había encontrado algo. Sus manos se detuvieron en una de las placas. Se puso a tirar con fuerza, para extraer algo que estaba fijado allí dentro. Al fin lo consiguió; cuando se volvió sostenía en la mano una especie de caja plana de metal, del doble de tamaño de una cajetilla de cigarrillos, de la que salía un hilo que terminaba en una ficha de teléfono. La caja estaba enteramente envuelta en cinta aislante oscura. Frank la mostró a los dos hombres, que lo miraban atónitos.

– ¡Aquí tienen por qué no conseguíamos interceptar las llamadas! ¡Ese hijo puta las emitía desde aquí dentro!

Frank exponía sus pensamientos con la agitación del que se encuentra de golpe ante una verdad hecha de muchas palabras y quisiera decirlas todas juntas.

– Les diré cómo sucedió todo. No fue Ryan Mosse quien mató a Stricker. En mi obstinación, tenía tantas ganas de que fuera él el culpable, que ni siquiera me permití considerar otra posibilidad. Ninguno, una vez más, ha demostrado una astucia diabólica. Nos dio adrede un indicio que podíamos interpretar de dos formas: podía dirigirnos tanto a Roby Stricker como a Gregor Yatzimin. Después se quedó tranquilamente esperando a ver qué hacíamos. Cuando pusimos bajo protección a Stricker con todas las fuerzas de que disponíamos, con toda la calma del mundo fue a matar a Yatzimin. Y cuando se descubrió el cadáver del bailarín y nosotros abandonamos la protección de Stricker para correr a la casa de muerto, Ninguno fue a Les Caravelles a matarlo también.

Frank hizo una pausa.

– Ese era su verdadero objetivo. ¡Quería matar a Stricker y Yatzimin la misma noche!

Bikjalo y Morelli parecían petrificados.

– Cuando mató a Stricker, el muchacho se defendió. Durante la lucha, sin querer, Ninguno lo hirió en el rostro. Por eso no llevó su cara: porque estaba estropeada, y para sus objetivos, cualesquiera que sean, ya no servía. Abandonó el piso convencido de que Stricker había muerto, pero el pobre todavía estaba vivo y tuvo tiempo de escribir con su propia sangre un mensaje…

Frank hablaba como si todas las piezas del rompecabezas se ensamblaran a la perfección delante de sus ojos a medida que explicaba cómo se habían desarrollado los hechos.

– Roby Stricker frecuentaba la vida nocturna de Montecarlo y de la costa y conocía a todos los que formaban parte de ese ambiente. Por consiguiente, conocía también a su asesino, aunque quizá en su agonía, y es comprensible, no recordaba el nombre. Pero sabía quién era y en qué trabajaba…

Frank hizo otra pausa para permitirles asimilar lo que les decía. Cuando continuó lo hizo con menos ímpetu, casi subrayando las palabras.

– Tratemos de imaginarnos el lugar. Stricker está echado en el suelo, herido de muerte, con el brazo izquierdo roto. Desde la posición en que se encuentra… y lo he comprobado personalmente… se ve reflejado en la pared de espejos del cuarto de baño, a través de la puerta abierta. Escribe lo que sabe, viendo su propia imagen en los espejos y usando la mano derecha, que nunca usa para escribir. Resulta entonces natural que haya escrito el mensaje al revés y que, lamentablemente, haya muerto sin haber logrado completarlo…

Cogió por los brazos a los dos hombres, que lo miraban mudos, y los arrastró hasta el espejo situado frente a la sala de control. Indicó con el dedo la inscripción en letras rojas luminosas sobre sus cabezas, reflejada al revés en la superficie resplandeciente.

– ¡No era «RYAN» lo que quería escribir, sino «ON AIR», la señal que en la radio indica el inicio de una emisión! Encontramos un signo confuso al comienzo de la escritura, y creímos que no tenía sentido, que era un garabato provocado por un espasmo de la muerte. Pero, sí tenía sentido. Stricker murió antes de completa la «O».

– ¿Quieres decir que…?

La voz de Morelli surgía de algún lugar donde era difícil creer a los propios oídos y los propios ojos. Bikjalo ocultó la cara entre las manos, pálido como un muerto; solo se veían sus ojos incrédulos. La presión de los dedos los había abierto más de lo debido acentuando la expresión de estupor.

– ¡Quiero decir que hemos vivido junto al diablo sin notar siquiera el olor del azufre!

Frank mostró la cajita que tenía en las manos.

– Ya verán cómo, una vez analizado este trasto, comprobaremos que es un obsoleto receptor de radio común y corriente, que jamás habríamos descubierto porque transmite en una frecuencia que jamás habríamos considerado. Ninguno de nosotros habría tenido en cuenta un sistema tan arcaico. Y verán ustedes que aquí dentro hay un temporizador o algo parecido que lo hacía funcionar en el momento deseado. Además, la señal telefónica no se captaba porque este aparato se colocó antes que la centralita que utilizábamos para tratar de interceptar las llamadas. Los detalles nos los darán los técnicos, aunque ya no hacen falta. Ninguno hacía llamadas grabadas con anterioridad, a la única persona que sabía qué preguntas formular o qué respuestas dar, porque ya las conocía…

Frank buscó en el bolsillo y sacó la foto del disco de Robert Fulton.

– Y esta es la prueba definitiva de mi estupidez. El afán de plantearse preguntas a veces lleva a seguir hipótesis obtusas y se olvida de considerar lo obvio. Entre otras cosas, que el cerebro de un niño es siempre el cerebro de un niño, aunque esté en el cuerpo de un muchacho. ¡Pierrot!

La cabeza de Rain Boy asomó de repente como una marioneta por la división de madera que separaba el escritorio de Raquel del lugar donde se encontraban.

– Ven un momento, por favor.

El muchacho avanzó con expresión asustada y con su andar extraño. Había oído las explicaciones precipitadas de Frank sin entender gran cosa, pero su tono le había alarmado. Se acercó asustado, a los tres hombres, como si temiera ser la causa de toda la agitación y esperara una reprimenda.

Frank le puso la foto ante los ojos.

– ¿Recuerdas esta foto?

Pierrot asintió con la cabeza, como solía hacer cuando lo interrogaban.

– ¿Recuerdas que te pregunté si este disco estaba en el salón, y tú me dijiste que no? ¿Y recuerdas que también te dije que no hablaras con nadie, que debía ser un secreto entre nosotros? Ahora te preguntaré algo y tú debes decirme la verdad…

Frank le dio tiempo para que asimilara lo que le había dicho.

– ¿Has hablado con alguien de este disco?

Pierrot bajó los ojos al suelo y guardó silencio. Frank repitió la pregunta.

– ¿Has hablado de esto con alguien, Pierrot?

La voz de Pierrot pareció surgir de algún lugar bajo tierra, exactamente de debajo de sus pies, que ahora miraba fijamente.

– Sí… No…

Frank le apoyó una mano en el pelo.

– ¿Con quién hablaste?

El muchacho levantó el rostro. Sus ojos estaban húmedos de lágrimas.

– Con ninguno, ¡lo juro! Solo…

Se interrumpió y paseó su mirada asustada por los tres hombres que lo miraban en silencio.

– Solo con Jean-Loup…

Frank miró a Bikjalo y a Morelli. En su rostro se mezclaban en igual medida el abatimiento y el triunfo.

– ¡Señores, les guste o no, Ninguno es Jean-Loup Verdier!

Por un instante cayó sobre la estancia el silencio de la eternidad.

A través de los cristales de la sala de control se veía a Luisella Berrino, la locutora del programa que en aquel momento se estaba emitiendo, sentada delante del micrófono como si fuera una ventana abierta al mundo. Por las grandes ventanas de la sala se entreveía la explanada del puerto. Sobre la gente, sobre los árboles todavía goteantes de lluvia, sobre las embarcaciones del fondo y sobre toda la ciudad el sol volvía a brillar. Había palabras, había sonrisas, había música, había personas vivas escuchando el programa, hombres al volante de un coche, mujeres que planchaban, empleados sentados a su escritorio, parejas que hacían el amor, jóvenes que estudiaban.

Allí, en aquella estancia, daba la impresión de que el aire había desaparecido, la luz del sol era un recuerdo sin esperanza, y las sonrisas, un bien precioso perdido para siempre.

Morelli fue el primero en recobrarse. Cogió el móvil y, nervioso, marcó el número de la central.

– Hola, aquí Morelli. Tenemos un código 11, repito: código 11 lugar Beausoleil, casa de Jean-Loup Verdier. Advierte a Roncaille y dile que el sujeto es Ninguno. ¿Has entendido bien? Él sabrá qué hacer. Y ponme enseguida con el coche de servicio delante de la casa…

Bikjalo se desplomó en una silla frente a los ordenadores. Parecía haber envejecido cien años. Tal vez pensaba en todas las veces que se había encontrado a solas con Jean-Loup Verdier sin sospechar que se hallaba en compañía de un asesino de una ferocidad inhumana. Mientras se paseaba de un lado a otro como un león enjaulado, Frank rogó, por el bien de su alma, que no pensara, en ese momento, que el éxito de Voices había terminado.

Por fin se estableció la comunicación por radio.

– Aquí Morelli. ¿Quién eres y quién está allí contigo?

Cuando recibió la respuesta, apareció en su semblante una expresión de alivio. Probablemente se trataba de agentes que consideraba adecuados para una emergencia como aquella.

– ¿Verdier está en casa?

Escuchó la respuesta y sus mandíbulas se crisparon.

– ¿Sorel está en casa con él? ¿Estás seguro?

Otra espera. Más palabras del otro lado.

– No tiene importancia. Escucha bien lo que voy a decirte, y no hagas comentarios. Jean-Loup Verdier es Ninguno. Repito Jean-Loup Verdier es Ninguno. No hace falta que te recuerde lo peligroso que es. Llama a Sorel para que salga con cualquier pretexto. Dejad solo al sujeto, pero impedidle a toda costa que salga la casa. Apostaos de modo que queden vigiladas todas las salidas, pero sin que sospeche nada fuera de lo normal. Ya vamos para allá con coches de refuerzo. No hagáis nada hasta que lleguemos, ¿de acuerdo? Nada de nada.

Morelli cortó la comunicación. Frank estaba en ascuas.

– Vamos.

En tres pasos llegaron al fondo de la sala y doblaron a la derecha, hacia la entrada. Al verlos, Raquel descorrió la cerradura. Mientras salían oyeron la voz agitada de Pierrot, que venía del otro lado de la puerta de cristal de un pequeño despacho contiguo. Un súbito pensamiento saltó a la mente de Frank, y se sintió morir.

«No -se dijo-, ahora no, mi pobre chaval. No me digas que tu estúpida bondad lo va a echar todo a perder.»

Abrió de par en par la puerta de cristal y se quedó petrificado, de pie, junto a la mesa, estaba Pierrot, con la cara inundada de lágrimas, hablando por teléfono, entre sollozos.

– Aquí dicen que tú eres el hombre malo, Jean-Loup. Dime que no es verdad, te lo ruego, dime que no es verdad…

De un salto, Frank se le acercó y le arrancó el teléfono de las manos.

– Hola, Jean-Loup, soy Frank, ¿me oyes…?

Un instante de silencio del otro lado; después, el clic de la comunicación cortada. Pierrot se sentó en una silla y siguió llorando a lágrima viva. Frank se volvió hacia Morelli.

– Claude, ¿cuántos hombres hay delante de la casa de Jean-Loup?

– Tres. Dos fuera y uno dentro.

– ¿Con experiencia?

– Mucha.

– Bien. Llámalos de nuevo, enseguida, y explícales la situación. Diles que ya no contamos con el factor sorpresa, que han advertido al sujeto. El agente que está dentro corre un gran peligro. Que irrumpan en la casa con la máxima cautela y, si es necesario, que usen sus armas, que no disparen solo a herir, ¿me he explicado? Ahora lo único que podemos hacer es correr y rezar para que no sea ya demasiado tarde.

Frank y Morelli salieron precipitados, dejando tras ellos el silencio pasmado de Bikjalo y Raquel.

El pobre Pierrot se quedó sentado en la silla como un muñeco, con los ojos fijos en el suelo, llorando sobre los restos de su ídolo hecho pedazos.

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