Primer carnaval

El hombre es uno y ninguno.

Carga desde hace años con su rostro pegado al cráneo y su sombra cosida a los pies, y todavía no ha logrado comprender cuál de las dos cosas pesa más. A veces experimenta el impulso irrefrenable de despegárselos, colgarlos en un clavo y quedarse allí, sentado en el suelo, como una marioneta a la cual una mano piadosa ha cortado los hilos.

Otras veces el cansancio lo borra todo y le impide darse cuenta de que lo único razonable es abandonarse a una carrera desenfrenada por el camino de la locura. A su alrededor no hay más que un continuo acoso de rostros, sombras y voces, personas que ni siquiera se plantean preguntas y aceptan pasivamente una vida sin respuestas pese al hastío o el dolor del viaje, y que se conforman con enviar alguna postal estúpida de vez en cuando.

Hay música donde él se encuentra ahora, hay cuerpos en movimiento, bocas que sonríen, palabras que se intercambian, y él está entre ellos, uno más para satisfacer la curiosidad de quienes verán cómo día tras día también esta fotografía se destiñe.

El hombre se apoya contra una columna y piensa que son todos inútiles.

Frente a él, al otro lado del salón, sentadas la una junto a la otra a una mesa cercana a la gran ventana que da al jardín, hay dos personas, un hombre y una mujer.

A la luz difusa, ella es sutil y dulce como la melancolía; tiene el cabello negro y los ojos verdes, tan luminosos y grandes que se ven claramente pese a la distancia. El joven no tiene ojos más que para ella y su belleza, y le habla al oído, para hacerse oír pese al estrépito de la música. Se cogen de la mano; ella ríe de las palabras de su compañero, echando la cabeza hacia atrás y escondiendo la cara en el hueco del hombro de él.

Hace un instante ella se ha vuelto, acaso alcanzada de algún modo por la fijeza de la mirada del hombre apoyado contra la columna, buscando el origen de su ligera incomodidad. Los ojos de ambos se han cruzado pero los de ella han pasado, indiferentes, sobre su cara, como sobre el resto del mundo que la rodea. Y ha regalado otra vez el milagro de esos ojos al hombre que la acompaña y que le corresponde con la misma mirada, impermeable a todo mensaje externo a la presencia de su amada.

Son jóvenes, hermosos, felices.

El hombre apoyado en una columna piensa que pronto morirán.

1

Jean-Loup Verdier pulsó el botón del mando a distancia y solo cuando se empezó a alzar la persiana metálica puso en marcha el motor, para no respirar el gas del tubo de escape en el espacio restringido del box. La luz de los faros penetró la pantalla negra de la oscuridad. Cuando la puerta se abrió por completo, apretó el acelerador y condujo despacio hacia fuera el Mercedes SLK. Apuntando el mando a distancia hacia la puerta con el brazo levantado por encima de la cabeza, pulsó la tecla para cerrar; mientras esperaba el «clang» de la puerta se quedó mirando el panorama que se abría ante el patio de su casa.

Montecarlo era un lecho de cemento sobre el mar. La ciudad casi no tenía forma; estaba envuelta en una ligera bruma que reflejaba las luces encendidas en la noche. Un poco más abajo, ya en territorio francés, podía ver los campos iluminados del Country Club donde probablemente se estaba entrenando alguna estrella del tenis internacional; a un costado se alzaba el Pare Saint-Román, uno de los rascacielos más altos de la ciudad. Más allá, hacia Cap d'Ail, bajo la roca de la ciudad vieja, se adivinaba el barrio de Fontvieille, arrancado al mar metro a metro, pedazo a pedazo.

Encendió al mismo tiempo un cigarrillo y la radio, sintonizada en Radio Montecarlo. Mientras conducía el coche por la rampa que llevaba a la calle, accionó el mando a distancia para abrir la verja. Dobló a la izquierda y bajó lentamente hacia la ciudad, disfrutando del aire ya caliente de finales de mayo.

Por la radio sonaba «Pride», un tema de U2, con su inconfundible ritmo de guitarra de fondo. Sonrió. Stefania Vassallo, la locutora que realizaba la emisión de Radio Montecarlo a aquella hora, sentía una auténtica pasión por «The Edge», el guitarrista del grupo irlandés. No perdía la ocasión de incluir algún tema de ellos en su programa. En la radio le habían tomado el pelo durante meses por el aire soñador que llevaba como un maquillaje cuando al fin logró obtener una entrevista con sus ídolos.

Mientras recorría la carretera llena de curvas que llevaba desde Beausoleil hacia el centro, se puso a marcar el ritmo con el pie izquierdo, al tiempo que Bono, con voz ronca y melancólica, contaba historias de un hombre llegado in the name of love.

Había un anticipo de verano en el aire, con ese aroma particular que solo tienen las ciudades que están a orillas del mar. Olor a sal, pinos, romero, voluptuosidad y vanidad. Promesas y apuestas. No cumplidas las primeras, perdidas las segundas.

El mar, los pinos, el romero y el florecimiento del verano seguirían allí todavía durante mucho, mucho tiempo después de que él y sus semejantes, que se afanaban en aquel lugar y en otros parecidos, se hubieran perdido en el olvido.

Sin embargo, viajaba con el coche descubierto, con el pelo al viento, promesas en el corazón y buenas apuestas a la vida.

Había cosas peores en el mundo.

A pesar de la hora, circulaba solo por la carretera.

Cogió la colilla del cigarrillo entre el pulgar y el índice, la lanzó al aire y siguió por el espejo retrovisor la parábola luminosa. La vio caer sobre el asfalto y dispersarse en minúsculas chispas. La última bocanada de humo se perdió en la misma ráfaga de viento.

Cuando llegó al final de la bajada, permaneció un instante indeciso, pensando qué calle coger para llegar a la zona del puerto. Mientras recorría la rotonda optó por girar hacia el centro y seguir por el bulevar d'Italie.

Los turistas comenzaban a afluir al principado. El Gran Premio de Fórmula Uno, recién concluido, señalaba el principio del verano monegasco. De allí en adelante, los días, las tardes y las noches de la costa serían un vaivén de actores y espectadores. Por un lado, limusinas con chófer y pasajeros de aire suficiente y aburrido. Por otro, autobuses cargados de gente sudorosa Iguales a los que se hallaban de pie ante los escaparates, con el reflejo de las luces en sus ojos. Sin duda algunos de ellos se preguntaban de dónde sacar tiempo para comprar aquella chaqueta, mientras que otros se preguntaban de dónde sacar el dinero. Eran el blanco y el negro, los dos extremos; en medio, se extendía una variada serie de matices de gris. Muchos vivían con el único fin de encandilar con falsas apariencias; otros, trataban de protegerse de ellas.

Jean-Loup pensó que las prioridades de la vida, al fin y al cabo, son bastante simples y reiterativas, y en pocos lugares del mundo era tan posible cuantificarlas como allí. La caza del dinero ocupa el primer puesto. Algunos lo tienen y todos los demás lo desean. Simple. Un lugar común se convierte en tal por la dosis de verdad que contiene. Tal vez el dinero no dé la felicidad, pero permite pasar mejor el tiempo mientras esta llega.

Así pensaban todos.

Sonó el móvil en el bolsillo de su camisa. Respondió sin siquiera leer en la pantalla el nombre del que llamaba; sabía perfectamente de quién se trataba. La voz de Laurent Bedon, el director y autor de Voices, el programa que Jean-Loup emitía cada noche por Radio Montecarlo, le llegó mezclada con el chasquido del aire en el micrófono del teléfono.

– ¿Crees que esta noche te dignarás honrarnos con tu presencia, o debemos prescindir de nuestra estrella?

– Hola, Laurent. Ya llego, estoy en camino.

– Estupendo. Ya sabes que a Robert se le altera el marcapasos cuando un locutor no está en la radio por lo menos una hora antes del comienzo de la emisión. Ya está echando humo por los cojones.

– ¿También por los cojones? ¿No le bastaba con el de los cigarrillos?

– Según parece, no.

Mientras tanto, el bulevar d'Italie se había convertido en el bulevardes Moulins. Los escaparates iluminados, a ambos lados de la calle, se abrían a un sinfín de promesas, como las miradas provocadoras de las prostitutas de lujo. Y, del mismo modo, bastaba un poco de dinero para convertirlas en realidad…

El ligero silbido electrónico del móvil, que se acoplaba con las ondas de la radio del coche, interrumpió la conversación. Jean-Loup se lo pasó a la otra oreja y el ruido cesó. Como si hubiera sido una señal convenida, Laurent cambió de tono.

– Bromas aparte, a ver si te das prisa, hombre. He tenido un par…

– Espera un momento. Los polis -le interrumpió Jean-Loup.

Bajó de golpe la mano y puso su mejor cara de póquer. Había llegado a un semáforo, en el cruce con la avenida de la Madone, y se había detenido a la izquierda. En la esquina, un policía de uniforme controlaba que los automovilistas siguieran al pie de la letra las instrucciones de su colega luminoso. Jean-Loup esperaba haber ocultado su teléfono con la rapidez suficiente para que no lo hubiera visto. En Montecarlo eran muy rigurosos con respecto al uso del móvil mientras se conducía. En aquel momento él no tenía ganas de perder tiempo en discusiones con un inflexible policía del principado.

Cuando la luz cambió a verde, Jean-Loup giró a la izquierda ante la mirada desconfiada del agente. Le vio volver la cabeza y seguir con los ojos el SLK mientras desaparecía por la corta bajada que pasaba ante el hotel Metropole. En cuanto se aseguró de hallarse fuera de su alcance, Jean-Loup volvió a acercar el móvil a la oreja.

– Ya ha pasado el peligro. Disculpa, Laurent. ¿Me decías?

– Te decía que he tenido un par de ideas razonables y quiero comentarlas contigo antes de salir al aire. Anda, apresúrate.

– ¿Plausibles, cómo? ¿Como el treinta y dos o el veintisiete?

– Vete al carajo, capullo -replicó Laurent, irónico pero un poco enfadado.

– Como decía no sé quién, no me deis consejos, sino orientación.

– Deja de decir estupideces y más bien apresúrate.

– Recibido. Ya estoy entrando en el túnel -mintió Jean-Loup. El otro cortó la comunicación. Jean-Loup sonrió. Laurent siempre definía sus nuevas ideas de aquel modo: razonables. Para hacerle justicia, debía admitir que en general lo eran. Lamentablemente para él, definía de la misma manera los números que intuía que saldrían en la ruleta, cosa que no sucedía casi nunca.

En el cruce giró a la izquierda para bajar por la avenida des Spelugues. A la derecha entrevió el reflejo de las luces de la plaza, con el hotel de París y el café de París uno frente al otro, como centinelas a ambos lados del casino, compartiendo las luces. Las barreras y las tribunas móviles que se erigían en aquel punto con motivo del Gran Premio se habían desmontado en un tiempo récord. Nada debía perturbar durante demasiado tiempo la sacralizad pagana de aquel lugar, por entero dedicado al culto al juego, el dinero y la apariencia.

Dejó atrás la plaza del Casino y emprendió a velocidad moderada la bajada que pocos días antes los Ferrari, los Williams y los McLaren habían recorrido a una velocidad absurda. Después de la curva del Portier sintió en la cara la brisa que venía del mar y vio las luces amarillas del túnel. Mientras lo atravesaba notó que el aire se volvía más fresco, inmerso en aquella luminosidad antinatural que mezclaba los colores y los volvía todos iguales. A la salida se encontró con el espectáculo del puerto iluminado, donde en aquel momento flotaban, con toda probabilidad, un centenar de millones de euros en barcos. En lo alto, a la izquierda, la Roca, con el palacio envuelto en luces difusas, parecía controlar con elegancia que nada perturbara el sueño del príncipe y su familia.

Pese a la costumbre, era un espectáculo que no podía dejar a nadie indiferente. Jean-Loup comprendía que un habitante de Osaka, de Austin o de Johanesburgo, ante una imagen como aquella, se quedara sin aliento y acabara, con codo de tenista de tanto hacer fotografías.

Ya casi había llegado. Bordeó el puerto, donde las tareas de desmontar las barreras procedían con mucha más calma, pasó ante las Piscinas y, después de la Rascasse, cogió la rampa del aparcamiento subterráneo, que descendía tres plantas bajo el gran edificio de la emisora.

Aparcó el coche en el primer lugar vacío que encontró y subió por la escalera. El eco de la música del Stars 'n Bars le llegó por las puertas abiertas del local. Era un lugar de encuentro obligado para los noctámbulos de Monaco, un vídeo-pub donde beber una cerveza o saborear algún plato de cocina tex-mex mientras se esperaba que la noche estuviera lo bastante avanzada para acudir a las discotecas y los locales de la costa.

Bajo la arcada de la gran construcción que albergaba a Radio Montecarlo, sobre el Quai Antoine Premier, había una gran cantidad de actividades heterogéneas: restaurantes, concesionarias de astilleros, galerías de arte, los estudios de Tele Montecarlo.

Jean-Loup llegó ante la puerta de cristal y accionó la campanilla del videoteléfono. Se puso frente a la telecámara de modo que abarcara solo un primerísimo plano de su ojo derecho.

La voz de Raquel, la secretaria, salió del aparato tan amenazadora como se proponía.

– ¿Quién es?

– Buenas noches, soy el señor Ojo por Ojo. ¿Puede abrirme, por favor?

Retrocedió para que la muchacha le reconociera. Por el videoteléfono sonó primero una risita ahogada, luego una voz condescendiente.

– Suba, señor Ojo por Ojo…

– Gracias. Venía a venderle una enciclopedia, pero a estas alturas me bastaría con un poco de colirio…

Poco después oyó el chasquido seco de la cerradura. Cuando llegó a la cuarta planta, la puerta automática del ascensor se deslizó hacia un lado y se encontró ante la cara mofletuda de Pierrot, de pie en el rellano con una pila de CD en las manos.

Pierrot era una especie de mascota de la radio. Tenía veintidós años pero el cerebro de un niño. Era un poco más bajo de lo común, tenía la cara redonda y los cabellos lacios. A Jean-Loup le daba la cómica impresión de que el muchacho sonreía constantemente a través de una piña.

Pierrot era el ser vivo más incorruptible que existía sobre la faz de la tierra. Tenía el don, que solo poseen ciertas personas simples, de inspirar simpatía a primera vista y de demostrarla solo a aquellos a quienes juzgaba que la merecían. Y su instinto fallaba muy rara vez.

Adoraba la música, y cuando hablaba de ella su mente -que solía perderse en los razonamientos más elementales- de pronto se volvía analítica y clara. Tenía una memoria de elefante en todo lo concerniente al inmenso archivo de la radio y a la música en general. Bastaba indicarle el título o tararear la melodía de una canción para verle salir como un cohete y volver poco después con el disco o el CD en las manos. Por su semejanza con el personaje de la película, en la radio le habían apodado «Rain Boy».

– Hola, Jean-Loup.

– Pierrot, ¿qué haces aquí todavía a esta hora?

– Esta noche mi mamá trabaja hasta tarde. Los señores tienen una cena. Pasará a buscarme «un poco más después».

Jean-Loup sonrió para sí. Ciertas expresiones de Pierrot pertenecían a un idioma enteramente propio, un lenguaje aparte, de cuyos candidos errores y absoluta inocencia con que los pronunciaba a veces surgían graciosas ocurrencias. La madre, que llegaría a buscarlo «un poco más después», trabajaba de empleada doméstica de una familia italiana residente en Montecarlo.

Jean-Loup había conocido a Pierrot y su madre hacía un par de años, ante la entrada de la radio. Casi no había reparado en ellos, hasta que la mujer se acercó y lo abordó con timidez, con la expresión de alguien que se disculpa por existir. Se dio cuenta de que le esperaban a él.

– Discúlpeme, ¿usted es Jean-Loup Verdier?

– Sí, señora. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Disculpe la molestia, pero ¿podría firmarle un autógrafo a mi hijo, por favor? Pierrot escucha siempre la radio y usted es su locutor preferido.

Jean-Loup se fijó en el vestido humilde y en el pelo, que parecía haber encanecido antes de tiempo. La mujer debía de ser más joven de lo que aparentaba. Sonrió.

– Pues claro, señora. Me parece lo mínimo que puedo hacer por un oyente tan asiduo como él.

Mientras cogía la hoja de papel y el bolígrafo que la madre le alcanzaba, Pierrot se había acercado.

– Eres igual.

Jean-Loup se quedó perplejo.

– ¿Igual a qué?

– Igual como en la radio.

Jean-Loup se volvió hacia la mujer. Ella bajó la mirada y la voz.

– Verá, mi hijo es… cómo decirlo…

Calló, como si no encontrara una palabra que, sin embargo, sabía desde hacía mucho tiempo. Jean-Loup miró con atención a Pierrot, vio en su cara los rasgos de la diferencia y sintió pena por él y por la mujer.

«Igual como en la radio…»

De algún modo Jean-Loup había entendido que en su lenguaje Pierrot quería decir que era exactamente como se lo había imaginado al escuchar su voz por la radio. En ese momento el muchacho sonrió y fue como si la calle se iluminara. Y nació entonces la inmediata, instintiva simpatía que Pierrot tenía el extraño don de despertar.

– Mira, chaval, ahora que sé que me escuchas, puedo decir que este es un buen día. Así que lo mínimo que puedo hacer por ti es darte un autógrafo gigante. ¿Me sostienes esto, por favor?

Para tener libres las manos, dio al muchacho los papeles que llevaba bajo el brazo. Mientras Jean-Loup firmaba el autógrafo, Pierrot echó un vistazo a la primera hoja; luego levantó la cabeza y lo miró con cara de satisfacción.

– Three Dog Night -dijo con su voz tranquila.

– ¿Cómo?

– Three Dog Night. La respuesta a la primera pregunta es Three Dog Night. Y la segunda es Alan Allsworth y Ollie Alsall -repitió Pierrot con una pronunciación inglesa muy personal.

Jean-Loup recordó que la primera hoja contenía un cuestionario musical que había elaborado hacía pocas horas para el concurso del programa de la tarde.

La primera pregunta era: «¿Qué grupo de la década de los setenta cantaba la canción "Celébrate"?». Y la segunda: «¿Quiénes fueron los guitarristas de Tempest?».

Pierrot las había leído y respondido correctamente al instante.

Jean-Loup miró maravillado a la madre. La mujer se encogió de hombros, como si debiera disculparla también por aquello.

– Pierrot siente pasión por la música. Si fuera por él no compraríamos pan para poder comprar discos. Él es… bueno, es como es, pero cuando se trata de música recuerda todo lo que lee y escucha por la radio.

Jean-Loup señaló la hoja con las preguntas, que el muchacho todavía tenía en la mano.

– ¿Quieres tratar de responder las otras preguntas, Pierrot?

Una por una, sin vacilación, Pierrot le dio quince respuestas exactas casi al instante de leer las preguntas. Y ninguna era fácil. Jean-Loup estaba pasmado.

– Señora, esto es mucho más que buena memoria. ¡Su hijo es una enciclopedia!

Cogió las hojas de las manos del joven y respondió a la sonrisa de Pierrot. Luego le señaló la entrada de Radio Montecarlo.

– Pierrot, ¿te gustaría dar una vuelta por la radio y ver desde dónde se emite la música?

Le guió por los estudios, le mostró el lugar del que provenían las voces y la música que escuchaba en casa, y le ofreció una Coca-Cola. Pierrot lo miraba todo con expresión encantada, con los mismos ojos chispeantes con que la madre observaba la alegría en el rostro del hijo. Pero cuando entraron en el archivo, en el subterráneo, ante aquella cantidad de CD y discos de vinilo la cara de Pierrot se iluminó como una alma beata al entrar en el Paraíso.

Luego, cuando en la radio todos conocieron su historia (el padre se había marchado de la noche a la mañana en cuanto supo la minusvalidez del hijo, dejándolos solos y sin un céntimo) y, sobre todo, cuando comprobaron sus conocimientos musicales, encontraron la manera de que formara parte del equipo de Radio Montecarlo. La madre no podía creerlo. Pierrot no solo tenía un lugar donde quedarse mientras ella trabajaba, sino que además cobraría un pequeño salario.

Pero, sobre todo, era feliz.

Promesas y apuestas, pensó Jean-Loup. A veces alguna se cumplía, a veces alguna se ganaba. La suerte de Pierrot había cambiado. Tal vez no fuera mucho, pero era algo.

Pierrot subió al ascensor, sujetando los CD con una sola mano para poder pulsar el botón.

– Bajo al salón a dejar esto; después vengo a buscarte para ver tu emisión.

El salón era su forma personal de definir el archivo, pero ver la emisión no era, esta vez, una de sus acostumbradas alquimias lingüísticas; significaba que ese día podría colocarse detrás de la gran pared de cristal para escuchar y mirar con ojos arrobados a Jean-Loup, su mejor amigo, su ídolo absoluto. A la hora en que Jean-Loup salía al aire, por lo general Pierrot ya estaba en su casa y seguía la emisión por radio.

– Vale, te guardaré un lugar en primera fila.

La puerta se cerró sobre la sonrisa de Pierrot, mucho más luminosa que las asépticas luces del ascensor.

Jean-Loup atravesó el rellano y marcó en la cerradura alfanumérica la clave para abrir la puerta. En la entrada estaba el gran escritorio de madera donde Raquel desempeñaba al mismo tiempo las funciones de recepcionista y secretaria. La muchacha, una chica morena, grácil, de rostro delgado pero agradable, y que por lo general se mostraba muy a la altura de las circunstancias, lo recibió apuntándole con un dedo.

– Te expones a grandes riesgos, Jean-Loup. Un día de estos te dejaré fuera.

Jean-Loup se acercó y desvió el dedo como si fuera una pistola.

– ¿Nunca te han dicho que no apuntes así con el dedo? ¿Y si estuviera cargado y se disparara? Además, ¿por qué todavía estás aquí? También acabo de ver a Pierrot. ¿Acaso hay una fiesta de la que no estoy enterado?

– Ninguna fiesta; solo trabajo extra. Todo por culpa tuya; estás haciendo subir tanto la audiencia que nos condenas a los horrores del estajanovismo.

Indicó con la cabeza algún lugar detrás de ella.

– Ve a ver al jefe; hay novedades.

– ¿Buenas? ¿Malas? ¿A medias? ¿Al fin se ha decidido a pedirme en matrimonio?

– Prefiere decírtelo él. Está en el despacho del presidente -respondió Raquel, sonriente pero evasiva.

Jean-Loup dio unos pasos atenuados por la moqueta azul salpicada de pequeñas coronas estilizadas color crema, hasta la última puerta de la derecha. Llamó y abrió sin esperar que le respondieran. El jefe estaba sentado a su escritorio y, como siempre, hablaba por teléfono. A esa hora el aire del despacho evocaba un lugar místico donde el humo del cigarrillo que tenía entre los dedos se encontraba con el alma de los muchos que había fumado desde la mañana.

El director de Radio Montecarlo era la única persona que conocía Jean-Loup que fumara esos pestilentes cigarrillos rusos, con una larga boquilla de cartón que había que doblar antes de usar, según un ritual que tenía algo de vudú.

Con una seña, Robert le indicó que se sentara.

Jean-Loup se acomodó en un gran sillón de piel negra frente al escritorio. Mientras Robert concluía la conversación y cerraba la tapa del Motorola, el locutor agitó las manos como si quisiera disipar el humo.

– ¿Quieres convertir este despacho en un lugar de encuentro para los nostálgicos de la niebla? ¿Londres o muerte? ¿O mejor: Londres y muerte? ¿Ya sabe el presidente que en su ausencia infestas su despacho? Porque, si lo ignora, tengo con qué chantajearte hasta el final de tus días.

Radio Montecarlo, emisora en lengua italiana del principado, había sido absorbida por una sociedad que administraba un grupo de emisoras privadas con sede en Milán, Italia. La dirección, en Monaco, se hallaba por entero en manos de Bikjalo, y el presidente solo asistía a las reuniones importantes.

– Eres un canalla, Jean-Loup. Un puerco canalla sin cojones.

– No sé cómo puedes fumar esa asquerosidad. Estás a punto de superar el límite impalpable entre el humo y el gas neurotóxico. O tal vez ya lo hayas superado hace años y, sin saberlo, estemos hablando con tu fantasma.

Robert permaneció impasible, tan invulnerable al humor de Jean-Loup como al humo de sus cigarrillos.

– Mi silencio expresa una evidente superioridad frente a estos comentarios casi femeninos. No es para oír tus lamentables críticas a mis cigarrillos por lo que he estado esperando a que tu precioso trasero se posara en mi sillón. Y ojo, digo «precioso» porque es bien sabido por todos que esa es la parte de tu cuerpo con la que razonas…

El intercambio de bromas de este tipo formaba parte de un pequeño ritual que ambos practicaban desde hacía años; sin embargo, Jean-Loup pensaba que se hallaban muy lejos de poder considerarse amigos. En realidad, ese humor destructivo solo escondía la dificultad para llegar hasta el fondo de Robert Bikjalo. Tal vez fuera una persona inteligente, y sin duda era astuto. Un hombre inteligente a veces da al mundo más de lo que recibe; uno astuto intenta coger lo máximo y dar a cambio lo menos posible. Jean-Loup conocía bien las reglas del juego en el mundo de los medios de comunicación privados. Él era el locutor de Voices, el programa de mayor éxito de Radio Montecarlo, y la gente como Bikjalo te escuchaba solo en función de la audiencia que atrajeras.

– Solo quería decirte lo que pienso de ti y de tu programa, antes de arrojarte inexorablemente a la calle…

Se apoyó en el respaldo y al fin apagó el cigarrillo en un cenicero lleno de cadáveres. Dejó caer entre ambos un silencio de póquer, y luego prosiguió con el tono de quien se dispone a cantar un full de ases:

– Hoy he recibido una llamada sobre Voices. Era una persona muy cercana a palacio. No me preguntes quién; se dice el pecado, no el pecador…

El tono del director cambió de golpe. Una sonrisa de cuarenta dientes floreció en su cara al mostrar una escalera de color.

– ¡El príncipe en persona ha expresado su satisfacción por el éxito de la emisión!

Jean-Loup se levantó del sillón con una sonrisa parecida, estrechó la mano que le tendía Bikjalo y volvió a sentarse. El jefe continuó su vuelo en las alas del entusiasmo.

– Montecarlo siempre ha tenido una imagen de lugar rico, de centro internacional de evasión fiscal. Últimamente, con todos los escándalos financieros en Estados Unidos y la crisis económica que cunde en casi todas partes, estamos pasando momentos difíciles…

Dijo «estamos» como una amable concesión al mundo, pero su expresión no reflejaba una honda preocupación por los problemas ajenos. Cogió de la cajetilla un nuevo cigarrillo, dobló la boquilla, se lo introdujo entre los labios y lo encendió con el mechero del escritorio.

– Hace algunos años, en esta época del año, se veían dos mil personas en la plaza del Casino. Ahora, hay noches en que ese mismo lugar tiene un aire de day after que da miedo. El ímpetu que has logrado imprimir a Voices al orientar el programa hacia lo social le ha dado un nuevo cariz. Ahora el público puede ver Montecarlo como un lugar donde la solidaridad existe, donde se puede hacer una llamada telefónica para pedir ayuda. También para la radio, no te lo niego, ha sido muy revigorizador. Hay muchísimos patrocinadores nuevos en el horizonte, y esto te da la mejor medida del éxito del programa.

Jean-Loup arqueó una ceja y sonrió. Robert era ante todo un administrador, y para él el éxito significaba, en última instancia, un suspiro de alivio y una sensación de satisfacción a la hora de hacer el balance. Los tiempos heroicos de Radio Montecarlo, los de Jocelyn y Awanagana y Herbert Pagani, habían pasado. Ahora se vivían los tiempos de la economía.

– La verdad es que hemos sido hábiles, los dos. Sobre todo tú. Aparte del acertado formato del programa y de la forma en que lo has desarrollado después, el éxito se ha debido, ante todo, a tu capacidad de emitir tanto en francés como en italiano. Yo solo he cumplido con mi trabajo…

Bikjalo hizo un gesto vago de pretendida modestia. En todo caso, se refería a una muy buena intuición desde el punto de vista empresarial. La calidad del programa y la capacidad bilingüe del locutor le habían inducido a intentar una maniobra que había sabido realizar con la habilidad de un diplomático consumado. Había creado, sobre la base de la audiencia y los resultados, una especie de joint-venture con Europe 2, una emisora francesa que emitía desde París y tenía una línea editorial muy cercana a la de Radio Montecarlo.

Como resultado, ahora Voices llegaba a gran parte de los territorios italiano y francés.

Robert Bikjalo apoyó los pies sobre el escritorio y echó el humo del cigarrillo hacia lo alto. Jean-Loup pensó que era una pose muy institucional y alegórica. Probablemente el presidente no lo habría considerado del mismo modo.

El director prosiguió, triunfal:

– A finales del mes próximo se entregan los Music Awards. Me han llegado rumores de que han pensado en ti para presentarlos. Y después viene el Festival de Cine y Televisión. Estás llegando a la cumbre, Jean-Loup. Muchos personajes de la radio han tenido problemas a la hora de dar el salto hacia la imagen. Pero tú tienes buena apariencia, así que, si juegas bien tus cartas, es probable que provoques una encarnizada competencia entre la radio y la televisión.

Jean-Loup sonrió y miró el reloj. Se levantó de la silla.

– De momento, la única encarnizada competencia que hay es la de Laurent con sus nervios. Todavía no le he visto, y tenemos que revisar todo el material de esta noche.

– Dile de mi parte a esa especie de director y autor que le espera lo mismo que a ti.

Jean-Loup se dirigió hacía la puerta. Cuando estaba a punto de salir, Robert le llamó.

– ¿Jean-Loup?

Se volvió. Bikjalo seguía sentado en el sillón y se mecía con la expresión de un Silvestre que al fin se ha comido al canario.

– Dime.

– De más está decir que si todo esto de la televisión llega a buen puerto yo seré tu agente.

Mientras observaba su expresión falsamente bonachona y auténticamente predadora, Jean-Loup pensó que iba a vender caro su pellejo.

– He tenido que soportar durante mucho tiempo el humo de tus cigarrillos. Para obtener un porcentaje de mis ganancias deberás soportar por lo menos otro tanto.

Cuando cerró la puerta, Robert Bikjalo miraba el techo con aire soñador. Jean-Loup tuvo la impresión de que ya estaba contando el dinero que todavía no había ganado.

2

Jean-Loup, a través de la gran pared de cristal de la cabina de dirección, observaba la ciudad y los juegos de luces que se reflejaban en las aguas inmóviles del puerto. Arriba, envuelta en la oscuridad, se distinguía la presencia protectora del monte Agel, señalada por una pequeña constelación de luces rojas, las de la antena que permitía a Radio Montecarlo emitir en territorio italiano.

A su espalda, la voz de Laurent salió del interfono.

– Fin de la pausa, vuelta al trabajo.

Sin molestarse en responder, el locutor se apartó de la ventana y volvió a su puesto. Se puso los auriculares y se sentó ante el micrófono. Laurent, del otro lado del cristal, le hizo una seña con la mano abierta para indicarle que faltaban cinco segundos para el fin de la tanda publicitaria.

Laurent pinchó el breve jingle de Voices para anunciar la continuación del programa. Al menos hasta aquel momento, había sido una emisión tranquila, incluso divertida, sin las llamadas quejumbrosas que a veces debían soportar.

– Aquí Jean-Loup Verdier. Aquí Voices, en Radio Montecarlo, esperando que en esta hermosa noche de mayo nadie necesite nuestra ayuda, sino solo nuestra música. A ver, acaban de hacerme una seña de que hay una llamada.

En efecto, la luz roja en lo alto de la pared se había encendido y Laurent se la señalaba con el índice para confirmarle que había una llamada en la línea. Jean-Loup apoyó los codos sobre la mesa y se acercó al micrófono.

– ¿Diga?

Hubo un par de chasquidos y luego un silencio. Jean-Loup arqueó una ceja y miró a Laurent, que se encogió de hombros para indicar que el problema no era de ellos.

– Sí, ¿diga?

Al fin la respuesta llegó a través del aire, y las ondas de la radio la hicieron llegar a todos los oyentes. Se introdujo en las cajas de transmisión y en la mente y la vida de todos los que escuchaban. A partir de ese momento, y durante mucho tiempo, las tinieblas se volverían un poco más oscuras y haría falta mucho ruido para llenar todo aquel silencio.

– Hola, Jean-Loup.

Había algo antinatural en el sonido de aquella voz. Parecía extrañamente chata, sin expresión ni color, como si sonara a través de un tubo. Las palabras tenían un eco sofocado, como un avión que despega a lo lejos.

De nuevo, Jean-Loup miró con expresión interrogante a Laurent, que con el índice de la mano derecha trazó unos pequeños círculos en el aire para indicar que la distorsión provenía de la línea del que llamaba.

– Hola, ¿quién habla?

Del otro lado de la línea hubo un instante de vacilación. Después llegó la respuesta, casi un soplo en su reverberación antinatural.

– No tiene importancia. Soy uno y ninguno.

– Tu voz está distorsionada, se oye mal. ¿De dónde llamas?

Pausa. El ligero silbido de un avión que despega hacia no se sabe dónde.

El interlocutor no respondió a la pregunta de Jean-Loup.

– Tampoco eso tiene importancia. Lo único que importa es que ha llegado el momento de que hablemos, aunque esto signifique que después ni tú ni yo sigamos siendo los mismos.

– ¿En qué sentido?

– Yo seré pronto un hombre perseguido, y tú estarás del lado de los perros que ladran y dan caza a las sombras. Es una pena, porque ahora, en este preciso momento, tú y yo somos iguales, somos lo mismo.

– ¿En qué somos iguales?

– Para el mundo, los dos somos una voz sin rostro que se escucha con los ojos cerrados, imaginando. Fuera está lleno de gente que solo se preocupa de conseguir un rostro que mostrar con orgullo, de inventarse uno que sea distinto de todos los demás. Es el momento de salir, de ir a ver qué se oculta detrás…

– No comprendo qué quieres decir.

Otra pausa, lo bastante larga para pensar que la comunicación había finalizado. Después la voz volvió; podía percibirse el dejo de una sonrisa.

– Entenderás con el tiempo.

– No logro seguir tu razonamiento…

Otro breve silencio, como si el hombre al otro lado de la línea estuviera buscando las palabras.

– No te preocupes. A veces es difícil también para mí.

– Entonces, ¿por qué has llamado? ¿Por qué estás hablando conmigo?

– Porque estoy solo.

Jean-Loup se inclinó sobre la mesa y se cogió la cabeza entre las manos.

– Hablas como un hombre que está encerrado en una prisión.

– Todos estamos encerrados en una prisión. La mía me la he construido yo solo, pero no por eso es más fácil escapar.

– Lo lamento por ti. Me parece intuir que no te gusta la gente.

– ¿A ti te gusta?

– No siempre. A veces creo entenderla; y cuando no puedo, trato, al menos, de no juzgarla.

– Incluso en eso somos iguales. Lo único que nos hace distintos es que tú, cuando has terminado de hablar con ellos, tienes la posibilidad de sentirte cansado. Puedes irte a tu casa y apagar tu mente y todos sus males. Yo no. Yo, de noche, no puedo dormir, porque mi mal no descansa nunca.

– Entonces, ¿qué haces, de noche, para curar tu mal?

Jean-Loup decidió presionar un poco a su interlocutor, pero la respuesta se hizo esperar. Cuando llegó, fue como si un objeto envuelto en varias capas de papel saliera lentamente a la luz.

– Yo mato…

– ¿Qué signif…?

La voz de Jean-Loup fue interrumpida por una música que salía del receptor. Era una melodía melancólica y complicada; sin embargo, después de aquellas dos últimas palabras parecía flotar en el aire como una amenaza. Duró apenas unos diez segundos y luego, con la misma brusquedad con la que había comenzado, calló.

En el silencio que se hizo a continuación, todos oyeron con claridad el clic de la comunicación concluida. Jean-Loup levantó la cabeza hacia los demás. En la sala, solo había el rumor fresco del acondicionador de aire y el hielo de los pensamientos; sin embargo, fue como si todos, al mismo tiempo, se volvieran a mirar hacia el resplandor cegador de Sodoma y Gomorra en llamas.

Después de ese incidente, con grandes esfuerzos, lograron continuar el programa hasta finalizar la emisión. No llamó ningún otro oyente. O, mejor, tras la extraña llamada la centralita telefónica se saturó de llamadas, pero ninguna salió al aire.

Jean-Loup se quitó los auriculares y los dejó junto al micrófono. A pesar del aire acondicionado, tenía el pelo mojado, como si hubiera corrido.

«Ni tú ni yo seguiremos siendo los mismos.»

Durante el resto del programa solo había puesto música, y únicamente había comentado la extraña semejanza entre Tom Waits y el italiano Paolo Conté; ambos eran intérpretes atípicos y autores extremadamente significativos. Tradujo las letras de dos de sus canciones y subrayó su importancia. Por fortuna, él y su equipo disponían de diversas escapatorias para llenar las noches desesperadas, y esta sin duda era una de ellas. Tenían algunos números de teléfono a los que recurrían cuando el programa resultaba demasiado tibio. Llamaron a algunos artistas amigos para pedirles que intervinieran, y pasaron un cuarto de hora acompañados por la poesía y el humor de Francis Cabrel.

Se abrió la puerta de comunicación y asomó la cabeza, de Laurent.

– ¿Todo bien, Jean-Loup?

Jean-Loup lo miró como si no lo viera.

– Sí, todo bien.

Se levantó y salieron juntos del estudio; en el camino se cruzaron con las miradas perplejas y casi evasivas de Barbara y de Jacques, el técnico de sonido. La muchacha llevaba una blusa azul, y Jean-Loup notó dos grandes manchas de sudor bajo las axilas.

– Ha habido una avalancha de llamadas. Dos han preguntado si era una historia policíaca en capítulos y cuándo se emitía el siguiente. Después, por lo menos una docena de personas indignadas se han quejado por el truco sensacionalista al que hemos recurrido para aumentar la audiencia. Hasta el jefe ha llamado; ha llegado como un rayo y nos espera en el despacho del presidente. También cree que ha sido una broma de mal gusto, y nos ha preguntado si estamos locos. Parece que uno de los patrocinadores le ha telefoneado, y no precisamente para felicitarle.

Jean-Loup ya se imaginaba la escena: el despacho más lleno de humo de cigarrillos que de costumbre -si eso era posible-, y Bikjalo pronunciando un discurso algo menos entusiasta que el que le había ofrecido antes de la emisión.

– ¿Por qué la centralita no filtró la llamada?

– Nadie entiende qué ha sucedido. Raquel dice que la llamada no pasó por ella. Por un motivo que no se explica, llegó directamente a la línea del estudio. Habrá habido algún cruce, qué sé yo. Para mí, que la nueva centralita electrónica ha comenzado su lucha por la independencia. Ya verás, terminaremos peleando contra las máquinas, como en Terminator.

Salieron de la dirección uno al lado del otro, hacia el despacho de Bikjalo; no tenían el valor de mirarse a la cara. Entre ellos se alzaba la pared invisible de aquellas dos palabras:

«Yo mato…»

Pasaron perplejos ante el puesto de los ordenadores. Daba la impresión de que el sonido angustiante de aquella voz aún seguía flotando en el aire.

– ¿Y aquella música, al final? Me parece conocerla…

– A mí también. Si no me equivoco, es la banda sonora de una película. Creo que Un hombre y una mujer, un viejo filme de Lelouch. Del sesenta y seis, o quizá anterior.

– ¿Y qué significa?

– ¿A mí me lo preguntas?

Jean-Loup todavía estaba aturdido. Se enfrentaban a algo absolutamente nuevo, imposible de comparar con ninguna de sus anteriores experiencias radiofónicas. Sobre todo desde el punto de vista emocional.

– ¿Qué piensas tú?

– Una broma estúpida.

Laurent acompañó sus palabras con un gesto de indiferencia, pero aun así parecía que había hablado más para convencerse a sí mismo que para convencer al otro.

– ¿Eso crees?

– Pues sí. Dejando de lado el misterio de la centralita, creo que no ha sido más que un idiota que nos ha gastado una broma de pésimo gusto.

Se detuvieron frente a la puerta del despacho de Bikjalo, y Jean-Loup empuñó el picaporte. Al fin se miraron a la cara. Laurent reafirmó su pensamiento.

– Solo será algo que contar en el Sporting y reírse un rato.

Sin embargo, la expresión de Laurent revelaba que no estaba totalmente convencido de lo que decía. Jean-Loup empujó la puerta y, mientras entraban en el despacho del director, se preguntó si aquella llamada era una promesa o una apuesta.

3

Jochen Welder accionó el mando del cabrestante eléctrico y mantuvo pulsado el botón para hacer descender el ancla y un largo de cadena suficiente para fondear el Forever. Concluida la maniobra, apagó el motor. La embarcación, un espléndido velero de dos mástiles de veintidós metros, diseñado por su amigo Mike Farr y construido expresamente para él en el astillero Beneteau, comenzó a virar despacio. Empujado por una brisa ligera que soplaba en dirección a tierra, siguió la corriente, y quedó con la proa hacia el mar abierto. Arijane, que se había encargado de controlar el descenso del ancla, fue hacia él; atravesó el puente con paso desenvuelto, apoyándose solo de vez en cuando en la borda para amortiguar el efecto del leve balanceo de las olas. Jochen, con los ojos entornados, la contemplaba mientras se aproximaba, y admiró por enésima vez su figura esbelta, atlética, vagamente andrógina. Con una sensación de calor en la boca del estómago, absorbió la solidez de su cuerpo y el encanto de sus gestos. Sintió que el deseo ascendía como un pequeño dolor y pensó con gratitud en las casualidades del destino: le había ofrecido una mujer que ni siquiera de haber podido hacerla él con sus propias manos se habría acercado tanto a su ideal de perfección.

Todavía no había tenido el valor de decirle que la amaba.

Ella lo alcanzó cerca del timón, le pasó los brazos alrededor del cuello y le dio en la mejilla un beso suave. Jochen sintió el calor de su aliento y el aroma natural de su cuerpo, y pensó una vez más que no existe mejor perfume que el de una piel que huele bien. La de ella sabía a mar y a secretos por descubrir, poco a poco, sin prisa. La sonrisa de Arijane resplandeció en el contraluz del crepúsculo y Jochen, más que verlo, imaginó el reflejo centelleante de sus ojos.

– Bajaré a ducharme. Después, si quieres, puedes ducharte tú también, y sobre todo podrías afeitarte esta barba. Quizá entonces acepte cualquier propuesta que quieras hacerme después de cenar…

Jochen esbozó una sonrisa cómplice y se pasó una mano por el mentón, cubierto por una barba de dos días.

– Qué extraño, creía que a las mujeres os gustaban los hombres con la barba un poco descuidada…

Imitó la voz de los actores de las películas de aventuras de la década de los cincuenta.

– Esos que os rodean la espalda con un brazo y con el otro navegan hacia el horizonte.

Arijane, siguiendo el juego, anduvo hacia la escalera con el contoneo de una diva del cine mudo.

– No me cuesta nada imaginarme un viaje hacia el horizonte contigo, mi héroe, pero no creo que cambie mucho si me ahorras que lo haga con las mejillas ardiendo.

Desapareció como una actriz detrás de bastidores después de un golpe de efecto.

– Arijane Parker, tus adversarios te toman por una gran ajedrecista, pero ninguno de ellos sabe qué eres en realidad…

Ella asomó la cabeza un instante, curiosa.

– ¿O sea?

– ¡La comedianta más hermosa que he conocido!

– ¡Vale! Por eso soy tan buena jugadora de ajedrez; porque no me tomo nada en serio.

Y desapareció de nuevo. Jochen vio en el puente el reflejo de la luz encendida, y poco después oyó el agua de la ducha.

La sonrisa no se borraba de su cara.

Había conocido a Arijane hacía unos meses, en ocasión del Gran Premio de Brasil, en una recepción organizada por uno de los patrocinadores del equipo, una multinacional de ropa de deporte. Por lo general trataba de evitar los compromisos mundanos, en especial cuando se avecinaba una carrera, pero esa vez se trataba de un evento a beneficio del Unicef, y no había podido negarse.

Bastante incómodo, vagaba por los salones llenos de gente; le sentaba tan bien el esmoquin que nadie habría podido imaginar que lo había alquilado para la ocasión. En la mano, una copa de champán que no terminaba de beber; en el rostro, un aburrimiento que no conseguía disimular.

– ¿Es usted siempre tan divertido, o está haciendo hoy un esfuerzo especial?

Se dio la vuelta al oír el sonido de la voz y se encontró con la sonrisa y los ojos verdes de Arijane. También ella llevaba un esmoquin de hombre, con una camisa abierta, sin la clásica pajarita. En los pies, un simple par de zapatillas de deporte blancas. Con esa ropa y el pelo negro y corto, parecía una versión elegante de Peter Pan. Jochen, que había visto muchas veces su foto en los periódicos, reconoció enseguida a Arijane Parker, la excéntrica muchacha de Boston que había salido del anonimato poniendo entre la espada y la pared a los mejores campeones de ajedrez del mundo. Le había hablado en alemán, y Jochen había respondido en el mismo idioma.

– Como alternativa me habían propuesto fusilarme. Pero, como tengo unos compromisos para el fin de semana, no tuve más remedio que aceptar esto.

Con un movimiento de cabeza señaló el salón lleno de gente. La sonrisa de Arijane se acentuó y su expresión divertida dio a Jochen la sensación de haber superado un examen. Ella tendió una mano.

– Arijane Parker.

– Jochen Welder.

Al estrecharle la mano, Jochen tuvo la clara sensación de que aquel gesto tenía un significado particular, que en las miradas que intercambiaban había algo que las simples palabras no podían expresar. Luego salieron a la gran terraza, que parecía suspendida en el respiro silencioso de la noche brasileña.

– ¿Cómo es que hablas tan bien el alemán?

– La segunda mujer de mi padre, que casualmente es mi madre, es de Berlín. Por suerte siguió casada con él el tiempo suficiente para enseñármelo.

– ¿Y por qué la dueña de una cabeza tan hermosa decide tenerla inclinada durante horas y horas sobre un tablero?

Arijane arqueó una ceja y le devolvió la pelota, respondiendo a su pregunta con otra pregunta:

– ¿Por qué el dueño de una cabeza tan interesante decide esconderla en esa especie de cazuela en la que acostumbráis ponerla los pilotos?

Léon Uriz, el representante del Unicef que había organizado la velada, llegó en ese momento para reclamar su presencia en el gran salón. Jochen dejó a Arijane de mala gana y lo siguió, decidido a regresar cuanto antes para responder a la pregunta. Antes de cruzar el umbral de las grandes puertas de cristal se volvió a mirarla. Estaba de pie cerca de la balaustrada, observándole, con una mano en el bolsillo. Con una sonrisa y un gesto cómplice levantó hacia él la copa de champán que sostenía en la otra mano.

Al día siguiente, después de los entrenamientos libres del jueves, fue a verla al torneo. Su llegada provocó sensación entre el público y los periodistas. Resultaba evidente que la presencia de Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, en una partida de Arijane Parker no podía ser fruto de la casualidad, ni tampoco de un súbito interés por el ajedrez. Ella estaba sentada ante el tablero, separada del jurado y el público por una barrera de madera. Volvió la cabeza al oír los murmullos y, al verle, su expresión no cambió en absoluto, como si no le hubiera reconocido. Un instante después, su mirada se fijó otra vez en el tablero que la separaba de su adversario. Jochen admiró su concentración, su cabeza inclinada sobre el juego, la seductora incongruencia de esa figura delgada de mujer en un ambiente en general muy masculino. A partir de ese momento, Arijane cometió algunos errores incomprensibles. Él no entendía nada de ajedrez, pero lo intuyó por los comentarios del apasionado público que colmaba la sala. De golpe, ella se levantó y echó el rey sobre el tablero, en señal de rendición. Sin mirar a nadie, con la cabeza baja, salió por la puerta de madera que se abría al fondo de la sala. Jochen intentó alcanzarla, pero ella desapareció sin dejar rastro.

Las pruebas cronometradas y las obligaciones previas a la competición le impidieron buscarla, pero la mañana del Gran Premio, poco después de la rueda de prensa de los pilotos, se la encontró por sorpresa en el box. Mientras controlaba la ejecución de las modificaciones del coche que había propuesto a los mecánicos después de los ejercicios de calentamiento, la voz de Arijane lo sorprendió como en el primer encuentro.

– Debo decir que el mono no te sienta tan bien como el esmoquin, pero al menos es más alegre.

Se dio la vuelta y la vio frente a él; sus brillantes ojos verdes y el pelo medio oculto bajo una gorra. Llevaba una camiseta liviana, debajo de la cual se adivinaban los senos, y un pantalón corto, rojo, como casi todos los que allí estaban. Alrededor del cuello llevaba un cordón del que pendía un pase de la federación y un par de gafas de sol sostenidas por una tira de plástico. La sorpresa le había paralizado, tanto que Alberto Regosa, su ingeniero de pista, le soltó con tono burlón:

– ¡Eh, Jochen! ¡Si sigues con la boca abierta no podrás abrocharte el casco!

Apoyó una mano en la espalda de Arijane y respondió al mismo tiempo a ella y a la broma del amigo.

– Ven, salgamos de aquí. Podría presentarte a este individuo, pero no vale la pena, ya que mañana deberá buscarse otro trabajo.

La acompañó fuera del box mientras, con el dedo medio de la mano derecha oculta tras la espalda, contestaba a la broma del ingeniero. Después miró con descaro las hermosas piernas que dejaba ver el pantalón corto.

– La verdad, tampoco a ti te quedaba mal el esmoquin, pero prefiero esto. Siempre pesa una sombra de legítima sospecha sobre las piernas de una mujer con pantalones.

Los dos rieron; después, Jochen le explicó brevemente el ajetreo de la actividad del mundo de las carreras automovilísticas, que Arijane desconocía por completo. Le aclaró quién era quién y qué era esto y aquello; a ratos debía alzar la voz para imponerse al rugido de algún motor. Cuando llegó el momento de colocarse en la parrilla de salida, la invitó a presenciar la carrera desde el box.

– Me temo que ahora debo ir a ponerme la cazuela en la cabeza, como dices tú. Nos vemos después.

Antes de alejarse la confió al cuidado de Greta Ringer, la jefa de prensa del equipo. Luego subió a su coche y mientras los mecánicos le abrochaban el cinturón de seguridad levantó la cabeza y la miró. A través de la abertura del casco, los ojos de ambos volvieron a hablarse, en un idioma que por un instante le hizo olvidar la emoción de la competición. Para él la carrera concluyó enseguida, después de una decena de vueltas. Empezó bien, pero luego, cuando iba en cuarto lugar, la suspensión trasera, punto débil de su coche, cedió de golpe y dio una vuelta sobre sí mismo a la salida de una curva difícil. Chocó con violencia contra las barreras de protección, rebotó hacia el centro de la pista y al fin se detuvo, con su Klover F109 casi destrozado. Por radio avisó al equipo que todo estaba bien, y volvió a pie. Al llegar al box buscó a Arijane con la mirada, pero no la encontró. Solo después de haber explicado el motivo del accidente al director del equipo y a los técnicos pudo salir a buscarla. Estaba en la caravana, sentada junto a Greta, que se alejó discretamente cuando le vio llegar. Arijane se levantó y le rodeó el cuello con los brazos.

– Puedo aceptar que tu presencia me haga perder la semifinal de un torneo importantísimo, pero creo que me costará mucho más sentir que muero un poco cada vez que tú arriesgues la vida en estos circuitos. Ahora puedes besarme, si quieres…

Desde ese día no se separaron.


Jochen encendió un cigarrillo y se quedó solo, sentado en la penumbra, fumando y contemplando las luces de la costa. Había anclado el barco a poca distancia de Cap Martin, frente a Roquebrune y bajo la gran «V» azul que brillaba en la montaña: la insignia del Vista Palace, el gran hotel de lujo construido al borde de un abismo. A la izquierda resplandecía Montecarlo, hermosa y artificial como una dentadura nueva, inmersa en sus luces inmerecidas y en el dinero que no le pertenecía. Habían pasado tres días desde el Gran Premio y, después de las multitudes del fin de semana de la competición, la ciudad volvía rápidamente a su normalidad plastificada. Donde poco antes habían rugido los coches de carrera se reanudaba el tráfico perezoso y ordenado bajo el sol de mayo; pero el verano que se avecinaba en Montecarlo no habría de ser como los anteriores, ni para él ni para los demás.

Jochen Welder, a los treinta y cuatro años, se sentía viejo y tenía miedo.

El miedo era algo que conocía bien, un compañero habitual para todo piloto de Fórmula Uno, con el que se acostaba la víspera de cada carrera, fuera quien fuese la mujer que en ese momento compartiera su cama y su vida. Había aprendido incluso a reconocer su olor, en los monos impregnados de sudor colgados a secar en el box. Durante mucho tiempo había enfrentado y dominado su miedo, durante mucho tiempo lo había olvidado cada vez que se ponía el casco o subía al coche y se abrochaba el cinturón de seguridad, esperando la oleada de adrenalina que invadía sus venas. Ahora era distinto; ahora tenía miedo del miedo. Ese que sustituye el instinto con el razonamiento, que te hace despegar el pie del acelerador un segundo antes de lo necesario, y que un segundo antes de lo necesario te hace encontrar el pedal del freno. Ese que de golpe te deja mudo y habla solo a través de un cronómetro, que muestra cuan breve es un segundo para un hombre común y cuan largo, en cambio, para un piloto.

A su lado sonó el teléfono móvil. Estaba convencido de haberlo apagado; lo miró y tuvo la tentación de hacerlo en ese momento. Después, con un suspiro, lo sacó del estuche y pulsó el botón para iniciar la comunicación.

– ¿Dónde diablos te has metido, hombre?

La voz de Roland Shatz, su mánager, salió del aparato tan sonora como la de un presentador de un concurso televisivo. Jochen esperaba la llamada, pero aun así lo cogió un poco por sorpresa.

– De paseo… -respondió evasivo.

– ¡De paseo, y una mierda! ¿No sabes el revuelo que hay?

No lo sabía, pero podía imaginárselo fácilmente. Al fin y al cabo, un piloto que, teniendo una carrera ya casi ganada, la perdía por un error en la última curva siempre era objeto de airados comentarios en la prensa deportiva de todo el mundo. Sin darle tiempo a responder, Roland continuó con el mismo tono:

– El equipo ha intentado cubrirte de todas las formas posibles frente a los periodistas, pero Ferguson está furioso. En todo el Gran Premio no has hecho ni un solo adelantamiento; te has colocado delante solo porque los otros se salieron de la pista o tuvieron problemas de motor… ¡Así vas a echar por la borda toda una carrera! El titular más benévolo dice: «En Montecarlo, Jochen Welder pierde la carrera y el prestigio».

Intentó una débil protesta.

– Te dije que había algo en la suspensión…

El manager ni siquiera le permitió terminar.

– ¡Un carajo! Los informes de telemetría cantan mejor que Pavarotti. El coche estaba perfecto, y lo ha demostrado el motor de Malot, que resistió bien aunque en la parrilla él partió muy por detrás de ti.

Francois Malot era el segundo piloto de la escudería, un osado joven de mucho talento al que Ferguson, el director deportivo del Klover F1 Racing Team, consentía y favorecía desde hacía tiempo. Todavía no poseía la experiencia necesaria, pero era brillante en los entrenamientos y tenía coraje y temeridad para dar y regalar. Los profesionales del circuito estuvieron observando sus progresos desde su debut en Fórmula Tres, hasta que Ferguson les ganó de mano a todos al ofrecerle un contrato por dos años. El propio Shatz no había ahorrado esfuerzos para ocuparse de sus intereses al mismo tiempo que de los de Jochen. Así era la ley del mundo del deporte, y de la Fórmula Uno en particular; un planeta pequeñísimo donde el sol sale y se pone con una rapidez despiadada.

El tono de Roland cambió de pronto; su voz reflejaba la amistad que le ligaba a Jochen, más allá de las simples relaciones de trabajo. Aun así, daba la impresión de que él solo interpretaba al policía bueno y al policía malo de los interrogatorios hollywoodienses.

– Jochen, tenemos problemas. La semana próxima está prevista una sesión privada de prueba en Silverstone, con la Williams y la Jordán. Si he entendido bien, no te han convocado. Prefieren que Malot y Barendson hagan las pruebas de la nueva suspensión. Sabes qué significa, ¿verdad?

Claro que lo sabía. Conocía demasiado bien el mundo de las carreras para no saberlo. Cuando un piloto no está al corriente de las últimas novedades técnicas del equipo, lo más probable es que sea porque los responsables no quieran darle la posibilidad de pasar valiosas informaciones a una escudería rival. Es decir, no le renovarán el contrato.

– ¿Qué esperas que te diga, Roland?

– Nada, no espero que me digas nada. Solo quiero que, cuando corras, uses el cerebro y el pie como siempre has sabido hacerlo.

Un instante de silencio casi imperceptible.

– Estás con esa chica, ¿verdad?

A pesar suyo, Jochen sonrió.

Roland no tenía ninguna simpatía por Arijane, a quien ni siquiera se dignaba nombrar: apenas la mencionaba como «esa chica». Por otra parte, ningún manager sentía simpatía por una mujer a la que creía responsable de los malos resultados de un piloto suyo. Decenas de mujeres habían pasado por la vida de Jochen, y Shatz las había valorado como lo que eran: el complemento inevitable de una estrella del deporte que, como él, era el centro de la atención; una constelación de pequeñas y hermosas lunas que brillaban con la luz del campeón. Sin embargo, extrañamente, había levantado las antenas ante la aparición de Arijane, y se había puesto a la defensiva. Tal vez había llegado el momento de explicarle que Arijane no era la causa de su mal sino, en todo caso, el síntoma. Jochen habló con el tono de un padre amable que debe convencer a un niño terco para que se lave también el interior de las orejas.

– Roland, ¿no se te ha pasado por la cabeza que quizá la película ha llegado al final? Tengo treinta y cuatro años. A mi edad, muchos pilotos ya se han retirado, y los que todavía corren parecen la caricatura de lo que fueron.

Omitió adrede mencionar a los que habían muerto. Pero pensó en ellos; nombres, caras, ojos y risas de hombres jóvenes que de golpe se habían convertido en cuerpos envueltos en una carrocería retorcida, un casco echado hacia delante, una ambulancia nunca lo bastante veloz, un helicóptero nunca lo bastante rápido, un médico nunca lo bastante hábil.

Las palabras de Roland reflejaban una actitud rebelde.

– Pero ¿qué dices, Jochen? Sé tan bien como tú cómo es la Fórmula Uno, pero tengo un montón de propuestas de Estados Unidos. Todavía te quedan muchos años por delante para divertirte y ganar un montón de dinero sin correr riesgos.

Jochen no tuvo valor para frenar el ímpetu empresarial de Roland. Sin duda el dinero no era el incentivo capaz de cambiar su estado de ánimo; poseía dinero suficiente para dos generaciones. Lo había ganado arriesgando el pellejo a lo largo de todos aquellos años, y no había sucumbido, como tantos de sus colegas, a la tentación de comprarse un avión personal, un helicóptero, o a poseer casas esparcidas por todo el mundo. Renunció a explicar a Roland que el problema era otro: que por desgracia ya no se divertía. Por algún motivo, la cuerda se había roto. Por suerte, no había sucedido mientras él estaba haciendo equilibrios encima de ella.

– Vale. Podemos hablarlo luego.

Shatz comprendió que de momento no debía insistir.

– De acuerdo. Pero trata de estar en forma para España. El mundial todavía no ha terminado, y un par de bonitas carreras te ayudarán a ver las cosas de otro modo. Mientras tanto, ¡diviértete, donjuán!

Roland cortó la comunicación y Jochen se quedó mirando el aparato, casi como si pudiera ver, en la pantalla, el rostro preocupado de su manager.

– ¡Fantástico! Apenas me alejo un momento y ya te pones a hablar por teléfono. ¿Debo sospechar que hay otra mujer en tu vida?

Arijane salió de la cabina y se le acercó, secándose el pelo con una toalla.

– Era Roland.

– ¡Ah!

Ese monosílabo resumía toda la situación.

– No le resulto simpática, ¿verdad?

Jochen la atrajo hacia sí y rodeó su delgada cintura con los brazos. Apoyó la mejilla en su vientre y habló sin mirarla a la cara.

– No es ese el problema. Roland tiene sus preocupaciones, como todos, pero es un amigo y confío plenamente en su buena fe.

Arijane le acarició el cabello.

– ¿Se lo has dicho?

– No, he preferido no hablarlo por teléfono. Creo que se lo diré, a él y a Ferguson, en Barcelona, la semana próxima. De todos modos, haré el anuncio oficial de mi retirada al final de la temporada. No quiero que los periodistas me persigan todavía más que ahora.

La historia de Jochen y Arijane había sido un bocado muy apetitoso para la prensa de todo el mundo. Hacía meses que sus caras ocupaban las portadas de las revistas, y los cronistas de sociedad habían disfrutado inventando todo lo posible.

Jochen levantó la cara y buscó la mirada de Arijane. Su voz era un susurro emocionado.

– Te amo, Arijane. Te amaba ya antes de conocerte, y no lo sabía.

Ella no respondió. Se limitó a mirarlo bajo el reflejo de la luz de la cabina. Jochen sintió un pequeño escalofrío de inquietud; pero ya lo había dicho, y no podía ni quería volver atrás.

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