El hombre cuelga lentamente el teléfono, indiferente a la voz, rabiosa e implorante al mismo tiempo, que sale del auricular. Sonríe y es una sonrisa muy dulce la que se dibuja en sus labios.
Así, el momento que esperaba ha llegado. De algún modo, siente alivio y una sensación de liberación. Ha terminado el tiempo de andar silenciosamente a lo largo de los muros, al abrigo de las sombras. Ahora habrá, dure lo que dure, el regalo de la luz del sol, de su calor sobre el rostro descubierto. El hombre no está en absoluto preocupado, sino simplemente alerta, como nunca lo ha estado en todo este tiempo. Sin embargo, a partir de ahora tendrá cientos de enemigos, muchos más que los que lo han perseguido hasta el momento.
Su sonrisa se ensancha.
Será todo inútil; no le atraparán jamás. Las largas horas de entrenamiento del pasado, impuestas como un deber ineludible, han quedado grabadas en su mente como la marca a fuego en la espalda de un esclavo.
«¡Sí, señor! ¡Entendido, señor! Conozco cien maneras de matar a un hombre, señor. El mejor enemigo no es el que se rinde, señor. El mejor enemigo es el enemigo muerto, señor…»
De golpe vuelve a su memoria la voz imperiosa del hombre que los obligaba a llamarlo de ese modo, «señor», y sus órdenes, sus castigos, el puño de acero con que dirigía cada segundo de sus vidas.
Como en una película, vuelve a ver las imágenes de la humillación de ambos, su cansancio, la lluvia sobre sus cuerpos temblando de frío, una puerta cerrada, un rayo de luz cada vez más pequeño sobre sus rostros en la oscuridad, el ruido de una llave en una cerradura, la sed, el hambre.
Y el miedo, la única, verdadera y constante compañía de los dos, sin el consuelo de las lágrimas, nunca. Nunca han sido niños, nunca han sido muchachos, nunca han sido hombres: solo soldados.
Recuerda los ojos y el rostro de aquel hombre duro e inflexible, que para ellos representaba el terror. Sin embargo, cuando sucedió todo, aquella noche bendita, fue sorprendentemente fácil vencerlo. Su cuerpo joven era una perfecta máquina de combate, gracias a lo que ese hombre les había enseñado. Y el del hombre se había vuelto pesado por la edad y la incredulidad, y ya no podía competir con su fuerza y su ferocidad, que él mismo había creado y reforzado día tras día.
Lo sorprendió mientras escuchaba con los ojos entrecerrados su disco preferido, Stolen Music, de Robert Fulton. La música de su placer, la música de la propia rebelión. Lo inmovilizó con una llave, firme como la prensa de un herrero. Oyó crujir los huesos del cuello bajo la presión y le sorprendió descubrir que, después de todo, era solo un hombre.
Ahora recuerda, como si fuera ayer, su pregunta, formulada con voz no atemorizada sino sorprendida, cuando sintió el frío del cañón de una pistola que se apoyaba en su sien.
«¿Qué está haciendo, soldado?»
Recuerda su respuesta, fuerte, clara y fría a pesar de todo, en el momento sublime de la rebelión, el momento en que todos los agravios y las injusticias serían reparados.
«Lo que usted me ha enseñado. ¡Yo mato, señor!»
Cuando apretó el gatillo, solo lamentó no poder matarlo más que una sola vez.
La sonrisa se apaga en el rostro del hombre; acaba de perder un nombre que ha tomado prestado hace mucho tiempo y vuelve a ser única y definitivamente uno y ninguno. Ahora los nombres ya no sirven; solo quedan los hombres y los papeles que son llamados a representar. El hombre que huye y el hombre que persigue, el hombre fuerte y el hombre débil, el hombre que sabe y el hombre que ignora.
El hombre que mata y el hombre que muere…
Se vuelve para contemplar la habitación donde se encuentra sentado de espaldas en un sofá, frente a él, hay un hombre de uniforme. Ve su cabeza y su nuca que sobresalen del respaldo, ve el nacimiento del cabello muy corto en su cabeza inclinada, mientras examina una pila de CD que hay en una mesita baja frente al sofá. En el estéreo suena la guitarra acústica de John Hammond. En el aire flota la sinuosidad atormentadora de un blues, un sonido que recuerda el delta del Mississipi, la pereza soñolienta de las tardes de verano, un mundo hecho de humedad y mosquitos, tan lejos de allí que podría no ser más que una invención, un ensueño inexistente.
El hombre de uniforme ha entrado en la casa con un pretexto cualquiera, vencido por el aburrimiento de un deber que quizá considera inútil, y ha dejado a los otros dos en la calle, aburridos y pensando igual que él. Ha quedado fascinado por la cantidad de discos que ha encontrado en las estanterías y se ha puesto a hablar de música aparentando unos conocimientos que no han encontrado confirmación en sus palabras.
Ahora el hombre de pie observa, hipnotizado, el cuello indefenso del hombre sentado en el sofá.
«Sigue sentado, escuchando música. La música no traiciona. La música es el viaje y la meta del viaje. La música es el principio y el fin de todo.»
El hombre abre lentamente un cajón del mueble sobre el que está apoyado el teléfono. Dentro hay un cuchillo, afilado como una navaja. La hoja refleja la luz que llega de una ventana. Lo empuña con firmeza y comienza a acercarse al hombre sentado de espaldas.
Su cabeza inclinada se mueve lentamente, siguiendo el ritmo de la música. Su boca cerrada emite un sonido que pretendía acompañar a la voz del cantante de blues.
Cuando le tapa la boca con la mano, el tarareo cambia de tono y se vuelve más agudo; deja de ser un intento de canto para volver se un coro mudo de sorpresa y miedo.
La música es el fin de todo…
Cuando le corta la garganta, salta un chorro rojo con tanta fuerza que llega hasta el estéreo y lo mancha. El cuerpo sin vida del hombre de uniforme se afloja, su cabeza se inclina a un lado.
Oye ruidos que provienen de la entrada. Son pasos de hombres que se acercan caminando con prudencia, pero sus sentidos vigilantes y entrenados los han intuido, más que oído.
Mientras limpia la hoja del cuchillo en el respaldo del sofá, el hombre sonríe de nuevo. El blues, melancólico e indiferente, continúa saliendo de los altavoces, cubiertos de herrumbre y sangre.
Frank y Morelli salieron de la Rascasse a toda velocidad por el bulevar Albert Premier y vieron, casi delante del Mégane, una fila de vehículos policiales que llegaban de la calle Suffren Raymond, con las sirenas aullando. Además de los coches patrulla había un furgón azul con cristales polarizados que transportaba a los agentes de la unidad especial, en uniforme de asalto.
Frank, a pesar suyo, se vio obligado a admirar la eficacia de la Süreté Publique monegasca. Habían pasado escasos minutos desde que Morelli había dado la alarma, y la máquina se había puesto en movimiento con una celeridad impresionante.
Doblaron a la derecha en la subida de Sainte-Dévote y bordearon el puerto hasta el túnel, recorriendo a la inversa el itinerario del Gran Premio. Frank pensó que nunca un piloto lo había recorrido con más motivación.
Salieron del túnel como balas de cañón, dejaron atrás las playas de Larvotto para coger la calle que pasaba delante del Country Club y seguía hacia Beausoleil.
Frank veía confusamente cabezas de curiosos que se volvían a su paso. No era frecuente ver tantos coches de policía en una operación conjunta por las calles de Montecarlo. En la historia del principado podían contarse con los dedos de una mano las ocasiones en que se había cometido un crimen que requiriera semejante despliegue de fuerzas. Montecarlo cuenta con una única calle de acceso y otra de salida, muy fáciles de cerrar de un lado y del otro, una trampa en la que no caería ningún delincuente con un poco de cerebro.
Al oír las sirenas, los coches civiles se detenían para cederles el paso. A pesar de la velocidad a la que iban, a Frank le parecía que avanzaban a paso de tortuga.
Querría poder volar; querría…
Sonó la radio del salpicadero. Morelli se inclinó para descolgar el micrófono.
– Morelli.
A través del altavoz, Roncaille se metió en el coche.
– Aquí Roncaille. ¿Dónde están?
– Detrás de ustedes, señor. Voy con Frank Ottobre, los estamos siguiendo.
Frank esbozó una sonrisa al oír que el jefe de la policía en persona iba en uno de los coches que los precedían. Por nada del mundo ese hombre se perdería la posibilidad de estar presente en el momento del arresto de Ninguno. Se preguntó si también Durand iría en el mismo coche. Probablemente no. Roncaille no era tonto. De ser posible, no compartiría con nadie el mérito de la captura del asesino que daba que hablar a media Europa.
– ¿Me escucha también usted, Frank?
– Sí, lo escucha. Está conduciendo el coche, pero lo escucha. Es él quien ha descubierto la identidad de Ninguno.
Morelli se sintió en el deber de confirmar los méritos de Frank en aquella carrera desenfrenada hacia la casa de Jean-Loup Verdier. Después hizo algo de lo que Frank nunca le habría creído capaz. Mientras sostenía el micrófono con la mano izquierda, mostró el dedo mayor de la mano derecha al receptor, en el mismo momento en que la voz de Roncaille se hacía oír otra vez.
– Bien. Muy bien. También vienen los de Mentón. He tenido que avisarles porque la casa de Jean-Loup está en territorio francés y es su jurisdicción. Necesitamos su presencia para confirmar el arresto. No quiero que ningún abogado de tres al cuarto nos ponga trabas con el pretexto de una irregularidad de procedimiento… Frank, ¿me oye?
Un chisporroteo de estática. Frank cogió el micrófono de manos de Morelli, al tiempo que seguía sujetando el volante con una mano.
– Dígame, Roncaille.
– Espero, por el bien de todos, que sepa usted lo que está haciendo.
– Esté tranquilo. Tenemos pruebas suficientes para estar seguros de que es él.
– Otro paso en falso, después de los últimos acontecimientos sería imperdonable.
«Claro, en especial ahora que el primer nombre de la lista de ceses ha pasado a ser el tuyo…»
La preocupación del director parecía no detenerse allí. Se podía percibir también en la voz levemente distorsionada que salía por el receptor de la radio.
– Frank, hay una cosa que no consigo explicarme.
«¿Una solo?»
– ¿Cómo ha conseguido ese hombre cometer los asesinatos si estaba prácticamente atrincherado en la casa bajo el constante control de nuestros agentes?
Frank ya se había hecho la misma pregunta; dio a Roncaille la respuesta que se había dado a sí mismo.
– Es un detalle que no sé explicar. Creo que deberá decírnoslo él, una vez que le hayamos puesto las manos encima.
Mientras se desarrollaba esta conversación, casi habían llegado a la casa de Jean-Loup. Sin embargo, aún no habían tenido noticias de los tres policías que montaban guardia allí. A Frank le pareció muy mala señal. Si habían entrado en acción, ya deberían haber comunicado el resultado de sus movimientos.
Se abstuvo de comentar esta preocupación con Morelli, que no era estúpido y sin duda estaba pensando lo mismo.
Como si lo hubieran ensayado, frenaron delante de la verja de entrada de la casa de Jean-Loup en el mismo momento en que llegaban los coches de la comisaría de Mentón. Frank observó que no había periodistas; en otras circunstancias, le habría hecho gracia. Habían vigilado continuamente aquella casa, y ahora la habían abandonado justo cuando ocurría un hecho jugoso como un bistec en el que clavar los dientes.
Con toda seguridad, en un rato los reporteros llegarían en masa pero los detendrían los coches patrulla que ya estaban organizando puestos de control en los dos sentidos de la calle. Algunos agentes ya se habían apostado más abajo, a la altura de la casa de Helena, para bloquear toda posibilidad de fuga por la empinada cuesta que bajaba hacia la costa y el mar.
Todavía no se había detenido completamente cuando las puertas posteriores del furgón se abrieron. Bajaron una docena de hombres de la unidad de intervención, agentes vestidos con monos azules, con cascos, chalecos antibalas y fusiles M-16, y se prepararon para irrumpir en la vivienda.
El coche de los agentes de servicio estaba aparcado fuera, vacío, las puertas cerradas pero no bloqueadas. El propio Roncaille había ido a probar la cerradura. Frank tuvo un mal presentimiento. Muy malo.
– Trata de llamar a los agentes -le dijo a Morelli.
El inspector asintió con la cabeza mientras Roncaille se acercaba a ellos. Frank vio que del coche en el que iba el jefe de la policía bajaba también el doctor Cluny. Roncaille no era tan incompetente como parecía, después de todo. Si conseguía rehenes y había que negociar, la presencia del médico sería muy útil. Morelli llamó varias veces, sin éxito, a los agentes, mientras Roncaille se detenía frente a él.
– ¿Qué hacemos?
– Si los agentes no responden, no es buena señal. Yo ordenaría que actuara el escuadrón.
Roncaille se dio la vuelta e hizo un gesto con la cabeza al jefe del grupo de asalto, que esperaba instrucciones de pie en medio de la calle. El hombre dio una orden y todo sucedió a la velocidad de un relámpago. En un instante su equipo se dispersó y desapareció de la vista.
Un hombre de paisano, bastante joven, con una calvicie incipiente y el andar torpe de un jugador de baloncesto, bajó del coche patrulla de Mentón y se acercó. A Frank le pareció haberlo visto antes, entre la muchedumbre, en el funeral de Nicolás. Les tendió la mano.
– Buenas tardes. Soy el comisario Roberts, de Mentón, de homicidios.
Los dos le estrecharon la mano mientras Frank se preguntaba dónde había oído ya ese nombre. Después lo recordó. Era el policía con el que Nicolás había hablado por teléfono la noche de los asesinatos de Roby Stricker y Gregor Yatzimin, el que había ido a comprobar la llamada que después había resultado ser una falsa alarma.
– ¿Cómo marcha el asunto? ¿Todo en orden? -preguntó Roberts mientras se volvía a mirar hacia el techo de la casa, que asomaba entre los cipreses.
Frank pensó en el rostro bañado en lágrimas de Pierrot, en su cerebro de niño ingenuo, que primero los había ayudado y después, en un instante, había desbaratado todo lo que habían construido con esfuerzo y al precio de muchas vidas humanas. Habría querido gritar y mentir, pero obligó a su voz a decir la verdad con calma.
– Me temo que no. Lamentablemente, el sospechoso ha sido alertado, con lo que hemos perdido el factor sorpresa. En el piso hay tres agentes que no responden a la radio, de los que no sabemos nada.
– Mrnmm, mal asunto. Pero tres contra uno, me parece…
Las palabras de Roberts fueron interrumpidas por el chasquido de la radio portátil que Morelli tenía en la mano. El inspector se apresuró a responder mientras se acercaba al grupo.
– Sí.
– Aquí Gavin. Estamos dentro. Hemos registrado las habitaciones de arriba abajo. Ahora el lugar es seguro, pero ha habido una verdadera matanza. Hay tres agentes muertos y, aparte de los cadáveres, en la casa no hay nadie.
La sala en la que se desarrollaba la conferencia de prensa estaba repleta de gente. En previsión de la afluencia de representantes de los medios, se había organizado en el Auditorium, una sala del Centro de Congresos, en vez de en la sede de la policía, en la calle Notari, donde no había espacio suficiente para acoger a tanta gente.
A una larga mesa arrimada a la pared y cubierta con un paño verde estaban sentados Durand, Roncaille, el doctor Cluny y Frank, ante unos micrófonos. Se hallaban representadas todas las partes involucradas en la investigación. Frente a ellos, en varias hileras de sillas de plástico ordenadamente dispuestas en la sala, estaban los enviados de la prensa escrita, la radio y la televisión.
Frank encontraba ridícula aquella comedia, pero el prestigio del principado de Monaco y Estados Unidos, país al que él representaba como agente del FBI, la habían hecho necesaria.
Poco importaba que Jean-Loup Verdier, alias Ninguno, estuviera todavía en libertad. Poco importaba que al entrar en su casa, después de la incursión de los hombres de las fuerzas de asalto, hubieran encontrado desierto el lugar y al agente Sorel degollado como un cordero. Los otros dos, Gambetta y Megéne, habían muerto por un disparo de pistola, la misma con que se había consumado el asesinato de Gregor Yatzimin.
Ubi major, minor cessat.
Desde luego, no podían revelarse algunos detalles embarazosos, ocultos tras el útil biombo del secreto de sumario. En cambio, se enfatizaban los aciertos, el descubrimiento del asesino, la brillante operación conjunta de la policía monegasca y el FBI, la astucia diabólica del criminal que nada había podido contra la capacidad y la determinación inquebrantable de los investigadores, que al final lo habían identificado, etcétera, etcétera, etcétera…
Camuflada detrás de esa sucesión de etcéteras estaba la fuga del asesino, debida a hechos imprevisibles, y el desconocimiento de su actual paradero. A pesar de todo, la captura del responsable de los horribles asesinatos era solo cuestión de horas. Todas las policías europeas se hallaban en estado de alerta y se esperaba la noticia del arresto de un momento a otro.
Frank admiró la habilidad con que Roncaille y Durand lograban hacer frente al torbellino de preguntas y colocarse de lleno bajo los reflectores cada vez que se les presentaba la ocasión de lucirse o cómo se apresuraban a buscar una nueva luz cuando alguno los empujaba hacia una zona de sombra.
Ninguno de los dos había dedicado una sola palabra al comisario Nicolás Hulot. En su mente, Frank había vuelto a ver las fotos del accidente, el coche destrozado, el cuerpo del amigo tumbado sobre el volante, su pobre rostro de enfant terrible cubierto de sangre. Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo una hoja. Mientras registraba palmo a palmo la casa de Jean-Loup Verdier, buscando algún indicio de su fuga, había encontrado un recibo de una multa por exceso de velocidad, firmado por una patrulla de la policía de tráfico. La matrícula correspondía a un coche de alquiler de Avis. La fecha era la del día de la muerte de Nicolás, y la localidad en la que se había cometido la infracción era cercana a la del accidente.
Frank trató de reconstruir los movimientos de Jean-Loup gracias a esa simple prueba y mediante las palabras de quien, a pesar suyo, había sido un cómplice involuntario pero eficaz: Pierrot.
Evidentemente, el secreto al que se había comprometido en calidad de «policía honorario» comprendía a todos menos a su gran amigo Jean-Loup. Justo a él y solo a él, por ironías del destino, había confiado Pierrot que Frank lo había interrogado acerca de un disco de un tal Robert Fulton. De ese modo Jean-Loup se había enterado de su error y Ninguno había partido en persecución de Nicolás en su viaje para intentar descubrir lo que el disco podía revelar.
Frank había seguido paso a paso el recorrido del comisario y había averiguado todo lo que era posible averiguar; es decir, que su amigo había sido el primero en descubrir la identidad de Ninguno. Por ese motivo lo había asesinado.
La voz de Roncaille lo sacó de sus pensamientos.
– … por lo que cedo ahora la palabra al hombre que ha conseguido dar un nombre y un rostro al asesino en serie conocido con el nombre de Ninguno: Frank Ottobre, agente del FBI.
No hubo aplausos, solo una multitud frenética de manos levantadas. Roncaille señaló a un periodista pelirrojo sentado en primera fila. Frank lo reconoció y se preparó para la metralla de preguntas. Coletti se puso de pie y se presentó.
– Rene Coletti, de France Soir. Agente Ottobre, ¿se han podido comprender las razones por las que Jean-Loup Verdier practicaba esas mutilaciones en el rostro de sus víctimas?
Frank se contuvo de sonreír mientras reflexionaba sobre el narcisismo de aquella evolución dialéctica.
«Si estas son las reglas del juego, también yo puedo jugar.»
Frank se apoyó contra el respaldo de su silla.
– Esa es una pregunta que el doctor Cluny está más calificado que yo para responder. Yo puedo, en cambio, anticipar que, en estos momentos, no estamos en condiciones de afirmar que comprendemos cabalmente las razones del asesino. Como ya ha dicho el director Roncaille, muchos detalles de la investigación se encuentran todavía en fase de comprobación y forman parte del secreto de sumario. Sin embargo, algunos de estos elementos ya son certezas de las que podemos hacerles partícipes.
Hizo una pausa de efecto. Pensó que el doctor Cluny debía de sentirse orgulloso de él.
– Tales certezas proceden del trabajo desarrollado por el comisario Nicolás Hulot, en el que me he basado para llegar a identificar a Ninguno. El comisario, gracias a un error cometido por el asesino en el curso del asesinato de Alien Yoshida, había logrado remontarse a un acontecimiento oscuro, sucedido hace muchos años en Cassis, Provenza: un hecho de sangre en que pereció una familia entera. En aquella época, el caso se archivó enseguida, corno doble homicidio y suicidio, hipótesis que ahora debería revisarse Puedo decirles, señores, que una de las víctimas tenía el rostro desfigurado exactamente como las víctimas de Ninguno.
Corrió un rumor por la sala. Se levantaron otras manos. Una periodista joven, de aspecto despierto, se puso de pie antes que los demás.
– Laura Schubert, de Le Fígaro.
Frank le cedió la palabra con una señal afirmativa de la cabeza.
– Señor Ottobre, yo creía que el comisario Hulot había sido apartado de la investigación…
Por el rabillo del ojo Frank vio que Roncaille y Durand se ponían tensos. Dirigió a la muchacha la sonrisa del que está a punto de proporcionar una versión diferente de los hechos, la verdadera.
«¡Tragaos esta, cabrones!»
– Eso no es del todo exacto, señorita. Creo que, en cierto modo, ha sido una libre interpretación de la prensa. El comisario Hulot simplemente se había distanciado de las investigaciones que se realizaban aquí, en Montecarlo, para seguir personalmente la pista que poseía. Como podrá usted imaginar, ese detalle no se hizo del dominio público por una serie de motivos. Y, por desgracia, con enorme dolor debo decir que su capacidad y su olfato fueron la causa de su muerte, que no fue producto de un accidente de tráfico. El comisario Hulot murió a manos de Ninguno, que, al saberse identificado, se vio obligado a matarlo para defenderse y cometió así su enésimo asesinato. Repito: el mérito de la identificación del responsable de todos estos asesinatos corresponde por entero al comisario Nicolás Hulot, que ha pagado este éxito con su propia vida.
La sala se agitó con el alboroto de las voces. Esa versión de los hechos hacía agua por todas partes, pero era un buen golpe de efecto. Algo sensacional para escribir, y los periodistas lo escribirían. Y con eso a Frank le bastaba. Durand y Roncaille estaban pasmados, pero sus semblantes adoptaron de pronto la expresión de «a mal tiempo buena cara». Morelli, de pie y con los brazos cruzados, apoyado contra una pared lateral de la sala, echó a Frank una mirada de aprobación, levantando discretamente un pulgar bajo los brazos cruzados.
Luego se puso de pie un periodista que hablaba francés con un fuerte acento italiano.
– Marco Franti, del Corriere della Sera, Milán. ¿Puede usted decirnos algo más sobre los descubrimientos del comisario Hulot en Cassis?
– Repito que las investigaciones todavía están lejos de haber concluido. Solo adelantaría hipótesis que los hechos podrían desmentir. Lo único que puedo decirles de momento, con cierta seguridad, es que estamos buscando el verdadero nombre de Ninguno, ya que creemos que no se llama Jean-Loup Verdier. Una búsqueda efectuada en el cementerio de Cassis, siguiendo las huellas del comisario Hulot, nos ha permitido saber que Jean-Loup Verdier es el nombre de un muchacho que se ahogó en el mar hace bastantes años, más o menos en la misma época del grave hecho de sangre que mencioné hace unos momentos. Se trata de un caso de homonimia por lo menos sospechoso, ya que la tumba de ese muchacho está a pocos metros de las de las víctimas.
Otro periodista levantó la mano y gritó su pregunta sin siquiera levantarse de la silla; milagrosamente, logró hacerse oír por sobre el clamor general.
– ¿Y qué puede decirnos de la historia del capitán Ryan Mosse?
En un instante, tras el tiempo necesario para asimilar la pregunta, se hizo un silencio absoluto. Era uno de los aspectos más espinosos de toda aquella historia. Frank miró primero al periodista y luego paseó la mirada por todos los presentes.
– Con respecto al capitán Ryan Mosse, que ya ha sido puesto en libertad, fue un error garrafal por mi parte. Aunque numerosos indicios parecían acusarlo sin sombra de duda del homicidio de Roby Stricker, no tengo excusas ni atenuantes para mi equivocaron. Lamentablemente, en el curso de una investigación como esta a veces puede suceder que caigan injustamente algunos inocentes. Pero esto no sirve en absoluto de justificación. Les repito que ha sido un error, que soy el único responsable y que estoy dispuesto a pagar las consecuencias, con lo que libero a cualquier otra persona de todo posible agravio. Ahora, si tienen ustedes a bien disculparme…
Frank se puso de pie.
– Por desgracia, todavía tengo mucho trabajo que hacer junto con las fuerzas de la policía para capturar a un asesino muy peligroso. Creo que el doctor Durand, el director Roncaille y el doctor Cluny estarán encantados de responder al resto de sus preguntas.
Frank se apartó de la mesa, se acercó a la pared en la que estaba apoyado Morelli y desapareció por una puerta lateral. Esperó en el amplio pasillo semicircular que bordeaba la sala de la conferencia hasta que, pocos instantes después, lo alcanzó el inspector.
– Has estado magnífico, Frank. Pagaré cualquier cosa por tener una foto de las caras de Roncaille y Durand cuando hablabas del comisario Hulot. Se la mostraré a mis nietos como prueba de que Dios existe. Ahora…
Un ruido de pasos interrumpió las palabras de Morelli. La mirada del inspector se fijó en alguien que estaba detrás de Frank.
– Volvemos a encontrarnos, señor Ottobre…
Frank reconoció aquel tono y aquella voz. Se dio la vuelta y se encontró ante los ojos sin vida del capitán Ryan Mosse y su alma condenada, el general Nathan Parker. Morelli se colocó enseguida a su lado. Frank notó su presencia y se sintió agradecido.
– ¿Algún problema, Frank?
– No, Claude, ningún problema. Creo que puedes marcharte, ¿verdad, general?
La voz de Parker era más fría que el hielo del Ártico.
– Sí, será mejor así. Si nos disculpa usted, inspector…
Morelli se alejó, no del todo convencido. Frank oyó el ruido de sus pasos en el mármol del pasillo. Nathan Parker y Mosse guardaron silencio hasta que desapareció.
El primero en hablar fue Parker.
– Así que lo ha conseguido, ¿eh, Frank? Ha descubierto a su asesino. Es usted un hombre de muchos recursos.
– Lo mismo se puede decir de usted, general, aunque no son recursos de los que sentirse orgulloso. Por si le interesa, Helena me lo ha contado todo.
Al viejo soldado no se le movió ni un pelo.
– También a mí me lo ha contado todo. Me ha hablado largamente del ardor viril con que se ha aprovechado usted de una mujer que no se halla en posesión de sus facultades mentales. Creo que ha cometido usted una serie de graves errores mientras jugaba a caballero intachable y sin miedo. Si mal no recuerdo, ya le había advertido que no se interpusiera en mi camino, pero usted no quiso escucharme.
– Es usted un ser despreciable, general Parker, y acabaré con usted.
Ryan Mosse dio un paso adelante. El general lo detuvo con un gesto. Sonrió con perfidia.
– Es usted un fracasado y, como todos los fracasados, es también un iluso, señor Ottobre. No es un hombre, sino los restos del hombre que fue. Puedo aplastarlo como a un gusano, sin inmutarme. Escúcheme bien…
Se acercó tanto que Frank notó el calor de su aliento y las leves salpicaduras que salían de su boca mientras silbaba en su cara todo su odio.
– Se mantendrá usted lejos de mi hija. Frank, puedo reducirlo a un estado tan lastimoso que me implorará que lo mate. Y si no le importa su integridad personal, tenga presente que tengo en mis manos la vida de Helena. Si se me antoja, puedo hacerla encerrar en una clínica para enfermos mentales y tirar la llave.
Comenzó a pasearse alrededor de Frank mientras proseguía con su discurso.
– Desde luego, pueden ustedes intentar escapar juntos y unirse contra mí. Pueden intentar escupir juntos su veneno. Pero reflexione. Por un lado estoy yo, un general del ejército estadounidense, un héroe de guerra, y consejero militar de Estados Unidos. Y por otro están ustedes dos, una mujer de comprobada fragilidad psicológica y un hombre que estuvo internado durante meses en un manicomio después de haber llevado prácticamente al suicidio a su mujer. Dígame, Frank, ¿quién les creería? Y además, todo lo que pudieran inventar sobre mí recaería sobre Stuart, y creo que eso es lo último que Helena desearía. Mi hija ya lo ha entendido y ha, prometido que no volverá a verle nunca más. Lo mismo espero de usted, señor Ottobre, ¿me ha entendido? ¡Nunca más!
El viejo soldado se alejó un paso, con un brillo triunfal en los ojos.
– De cualquier modo, independientemente de cómo concluya esta historia, es usted un hombre acabado, señor Ottobre.
El general le dio la espalda y se alejó sin mirar atrás. Mosse se acercó a Frank. En su rostro se podía leer el placer sádico de ensañarse con un hombre vencido.
– Él tiene razón, señor agente del FBI. Eres un hombre acabado.
– Eso ya es algo. Tú, en cambio, ni siquiera has empezado.
Frank dio un paso atrás, esperando una reacción. Cuando Mosse amago un gesto, se encontró con el cañón de la Glock que le apuntaba.
– Adelante, capitán, dame un pretexto. Uno solo. El viejo tiene la espalda cubierta, pero tú no eres ni tan útil ni tan peligroso como crees.
– Antes o después terminarás en mis manos, Frank Ottobre.
Frank levantó los brazos con gesto fatalista.
– Estamos todos en las manos de los dioses, Mosse, pero te garantizo que tú no formas parte de esa categoría. Y ahora mueve el culo y sigue a tu amo.
Permaneció de pie en el pasillo hasta que los dos se marcharon. Guardó la pistola en la funda sujeta a la cintura, apoyó la espalda contra la pared y se deslizó poco a poco hasta sentarse en el suelo de mármol. Se dio cuenta de que estaba temblando.
Escondido quién sabe dónde, había un asesino peligroso y todavía libre. Ya había matado a varias personas con una ferocidad inaudita, entre ellos a Nicolás Hulot, su mejor amigo. Pocos días atrás Frank habría dado los años que aún le quedaban de vida por poder escribir su nombre en un papel.
Ahora todos sus pensamientos giraban en torno a Helena Parker, y no sabía qué hacer.
Laurent Bedon salió del café de París acariciando con los dedos el fajo de billetes de 500 euros que le deformaba el bolsillo interior de la chaqueta. Pensó en la increíble suerte de esa noche. Había sido el protagonista absoluto del sueño de todo jugador de ruleta. Pleno al 23 rojo, tres veces sucesivas, con apuesta máxima, el público que aplaudía y la cara del crupier trastornada ante un suceso que más que raro, era único.
Había ido a la caja y había comenzado a sacar de los bolsillos montones de fichas de colores. El empleado se había mostrado impasible ante la magnitud de aquellas ganancias, pero se había visto obligado a pedir más efectivo porque el que tenía en el cajón no bastaba para pagarle.
Mientras retiraba la bandolera de plástico que había dejado en el guardarropa, Laurent pensó que la suerte, cuando se decide a ponerse de tu parte, puede ser incluso embarazosa en su frenesí por reírse de la miseria. Había entrado en el café de París para matar media hora, y en ese tiempo recuperó lo que había perdido en los últimos cuatro años.
Miró el reloj. Era la hora justa.
Permaneció un instante en la acera observando la plaza.
A la izquierda, el Casino Municipal centelleaba con todas sus luces, que destacaban el barroco melindroso de la arquitectura. Al lado de la entrada, del lado izquierdo, había un BMW 750 en un plano inclinado, sabiamente iluminado por una serie de anuncios: era el premio de una carrera que se celebraría pronto.
Enfrente, el hotel de París parecía una consecuencia natural del casino, como si uno no pudiera existir sin el otro. Laurent imaginó a la gente que había dentro. Camareros, botones, conserjes, clientes llenos de vanidad y dinero.
En cuanto a él, las cosas parecían ir al fin por buen camino Gracias al juego. Desde que había comenzado su colaboración con el estadounidense, el viento había cambiado de dirección en todos los aspectos. Se daba cuenta de que ese sujeto, Ryan Mosse, era extremadamente peligroso. Lo había sabido al ver la facilidad con que se había librado de Vadim. Pero era también extremadamente generoso, y mientras siguiera siéndolo lo demás pasaba a un segundo plano. En el fondo, ¿qué le había pedido? Solo que le contara con discreción todas las novedades relativas al caso de Ninguno, toda la información que averiguara mientras frecuentaba a los agentes de policía apostados en la radio a la espera de las llamadas del asesino. Una sinecura que había dado a sus bolsillos dinero suficiente para tapar más de un agujero de su zozobrante economía.
Había experimentado una profunda decepción cuando arrestaron a Mosse, acusado de haber matado a Roby Stricker, aunque ni uno ni el otro le importaban mucho. El estadounidense era a todas luces un psicópata, y él, con franqueza, había pensado que el lugar indicado para aquel fanático era justamente donde le habían metido, una celda maciza en una prisión tan sólida como la de la Roca. En cuanto a Stricker, esa especie de playboy, era un gilipollas cuyo único mérito en la vida consistía en haber salido de un vientre rico. Nadie, y mucho menos su padre, lo encontraría a faltar.
«Requiescat como mierda se le antoje. Amén.»
Este pensamiento fue el expeditivo epitafio de Laurent Bedon a la memoria de Roby Stricker.
Lo único que le había preocupado al enterarse del arresto de Mosse era que con ello desaparecía su gallina de los huevos de oro. La viva preocupación por la pérdida de su patrocinador -como le llamaba para sí mismo- había hecho pasar a un segundo plano e temor de una posible acusación por complicidad. Ese tío parecía duro de pelar; los polis deberían sudar la gota gorda para sacan algo. Mosse era duro, y más aún porque contaba con la protección del otro, el general Parker, el padre de la muchacha asesinada. Ese sí que debía de ser realmente un pez gordo. Sin duda era el dueño de la bolsa que Mosse llevaba en la mano y volvía a llenar cada vez que el pobre Laurent la vaciaba.
De un modo u otro, cuando al fin lo pusieron en libertad Laurent soltó un suspiro de alivio y sus esperanzas renacieron. Esperanzas que se convirtieron en una auténtica sensación de triunfo cuando recibió un segundo mensaje de correo electrónico, firmado por el tío de América, en el que fijaba una cita.
No se preguntó qué querría Mosse de él ahora que la identidad del asesino se había descubierto al fin. Lo único que le interesaba era que el flujo de dinero hacia sus bolsillos no se interrumpiera.
Todavía recordaba la expresión atónita de Maurice cuando fue a saldar su deuda. Miró el dinero que le había arrojado en el escritorio -en el despacho de la parte posterior del Burlesque, su sórdido night-club de Niza lleno de putas baratas- como si fuera falso.
Aunque debió de preguntarse de dónde provenía, no dijo una palabra.
Laurent se marchó con una expresión de satisfecho desdén en el rostro, sobre todo cuando pasó ante Vadim, que todavía llevaba esparadrapos en la nariz como recuerdo de su encuentro con el capitán Ryan Mosse. La sospecha de que él contara con la protección de alguien todavía más peligroso que ellos les habían hecho abandonar la actitud despectiva qué normalmente mostraban.
«El señor Bedon ha pagado. El señor Bedon es libre. El señor Bedon os manda a todos a la mismísima mierda. El señor Bedon se va de este asqueroso lugar.»
Laurent se acomodó la bolsa que llevaba colgada del hombro y avanzó. Cruzó en diagonal la plaza en dirección a los jardines del casino.
El lugar estaba repleto de gente. Aparte de los turistas habituales en plena temporada, la historia del asesino en serie que merodeaba por Montecarlo había atraído a incontables periodistas y a una cantidad increíble de curiosos. Reinaba la animación de mejores épocas, aunque, por un extraño juego de palabras, la presencia de tanta vida se debía a la presencia de la muerte.
En toda la ciudad no se hablaba de otra cosa. En los diarios, en las radios, en la televisión, en los salones de las casas cuyas luces llegaban a la calle por las ventanas abiertas.
Volvió de golpe a su mente el rostro de Jean-Loup. A pesar de su cinismo, no consiguió evitar un escalofrío. Pensar que había vivido tanto tiempo codo a codo con alguien capaz de hacer lo que había hecho le ponía la carne de gallina.
¿A cuántas personas había matado? Ocho, si no se equivocaba No, nueve, contando también al pobre comisario Hulot. Hostia. Una auténtica carnicería, obra de un chaval guapo con ojos verdes, voz profunda y aspecto reservado, al que uno imaginaría perseguido por una multitud de mujeres enamoradas, no por toda la policía de Europa.
Recordó que había sido él, Laurent, el que había iniciado la carrera de Jean-Loup. El lo había llevado a la radio, aunque luego eso provocó su creciente exclusión a medida que el locutor demostraba sus dotes.
Ahora también eso había cambiado.
En cuanto a Bikjalo, al que habían afectado profundamente los últimos sucesos, la presidencia de Radio Montecarlo le había retirado gran parte de sus responsabilidades. Ahora fumaba un cigarrillo ruso tras otro y hablaba un idioma que parecía ser el mismo que el de sus cigarrillos. El presidente había preguntado a Laurent si consideraba que estaba en condiciones de hacerse cargo de la dirección de Voices, ya que los hechos, lejos de disminuir el interés del público por el programa, habían aumentado la audiencia, con esa extraña y morbosa alquimia que aletea en torno a los delitos de sangre.
«Y ahora qué, pedazos de mierda, ¿por qué no llamáis a vuestro Jean-Loup ahora?»
Laurent, por su parte, había vendido a precio de oro una entrevista en exclusiva a un semanario, y el editor de la revista le había pagado un cuantioso anticipo por un libro en el que ya estaba trabajando, titulado Mi vida con Ninguno. Todo eso, sin mencionar las ganancias inesperadas en el café de París. Y la noche todavía no había terminado…
El hecho de que Jean-Loup aún estuviera libre no le preocupaba en absoluto.
El chaval ya no era un problema. Como decía la policía, su detención era cuestión de horas. ¿Adonde podía ir a esconderse un hombre cuya foto estaba en todos los periódicos y en manos de todos los agentes de policía desde allí hasta Helsinki?
La estrella de Jean-Loup Verdier se había apagado para siempre. Ahora surgía el sol de Laurent Bedon.
Hasta había descubierto, para su gran sorpresa, que ya ni siquiera Barbara le importaba un comino. Podía quedarse con su policía, su perro guardián. Se había dado cuenta de que su obsesión por aquella muchacha solo era producto del mal momento que vivía. Tal vez la veía como el símbolo de su fracaso, la representante más significativa de los rechazos de la vida.
Ahora era él quien, sentado en un pequeño trono, tenía el poder de decir sí o no. Lo único que deseaba -si es que todavía quería algo de ella- era verla llegar con el rabo entre las piernas que admitiera el gran error que había cometido al dejarlo. Quería que se humillara y le suplicara que la perdonara y que volviera con ella otra vez.
Todo esto solo para tener la posibilidad sublime de soltarle a la cara la verdad. Que ya no la necesitaba. Ni volvería a necesitarla nunca.
Se sentó en un banco del lado derecho del parque, la parte más sombría. Encendió un cigarrillo y se apoyó en el respaldo mirando el mundo que giraba a su alrededor, sintiendo al fin que no estaba de más allí.
Poco después surgió de las sombras un hombre que se sentó a su lado. Se volvió a mirarlo. Sus ojos, esos ojos que parecían sin vida, como los de un animal embalsamado, no le daban miedo. Para el ese hombre solo significaba más dinero.
– Buenas noches, Laurent -dijo el hombre en inglés.
Laurent inclinó levemente la cabeza y respondió en el mismo idioma.
– Buenas noches. Me alegra volver a verlo en circulación, capitán Mosse.
El otro desdeñó el sentido del saludo y pasó directamente al motivo del encuentro.
– ¿Tiene lo que le he pedido?
Laurent dejó en el banco la bolsa de tela que había llevado en bandolera hasta ese momento.
– Aquí tiene. No está todo, como es obvio. Tuve que escoger el material al azar. Si me hubiera dicho para qué lo quería, habría podido…
Ryan Mosse lo interrumpió con un gesto. Pasó por alto la pregunta implícita y le puso delante un maletín barato.
– Aquí dentro está lo que habíamos pactado.
Laurent cogió el maletín y se lo apoyó en las rodillas. Abrió la cerradura y levantó la tapa. En la penumbra, vio que todo el fondo estaba cubierto de fajos de billetes. Pensó que daban más luz que cualquier bombilla.
– Gracias.
– ¿No lo cuenta? -preguntó Mosse con un ligero tono irónico.
– Usted no puede comprobar aquí el material que le he traído. Me parecería de mal gusto no corresponder a su confianza del mismo modo.
El capitán se puso de pie. El intercambio había concluido. El placer de la mutua compañía no era precisamente un motivo para prolongar el encuentro, ni para él ni para Laurent.
– Nos vemos, señor Bedon.
Laurent, sin levantarse del banco, hizo un gesto con la mano.
– Nos vemos, capitán Mosse. Siempre es un placer hacer negocios con usted.
Se quedó mirando la figura atlética del estadounidense que se alejaba con un paso decidido y un aire marcial, que las ropas de paisano no conseguían disimular. Esperó en el banco hasta que el otro desapareció de la vista. Estaba de excelente humor. La noche había sido muy fructífera. Primero las ganancias en el casino, y después la suma del maletín… Como rezaba el dicho, el dinero llama al dinero.
Y así continuaría, estaba seguro.
«Demos tiempo al tiempo -se dijo-. Tiempo al tiempo.»
La lógica popular afirmaba que hasta un reloj parado tiene razón dos veces al día. Los hechos iban demostrando que su reloj no estaba parado del todo y que había comenzado a marcar tiempos mejores.
Se levantó del banco y cogió el maletín, mucho más ligero que la bolsa que le había entregado a Mosse, aunque a él le parecía mucho más pesado. Reflexionó un instante. Por esa noche, basta de café de París. No podía pedírsele demasiado a la suerte en un mismo día. Podía coger un taxi o bajar a pie hasta el puerto, tomar una copa en el Stars'n Bars, luego coger su flamante automóvil en el aparcamiento subterráneo de la radio y volver a Niza. No era el Porsche que deseaba, pero había que saber esperar. Por ahora le bastaba para evitarle tener que ir al trabajo en transporte público desde su nueva vivienda cerca de la plaza Pellegrini, en la zona de Acrópolis, un piso pequeño pero elegante que acababa de alquilar. ¡Qué ironía! Quedaba bastante cerca de su antigua casa, la que le había arrebatado el maldito Maurice, que el diablo se lo llevara.
Miró la hora. Todavía era temprano, y la noche era larga. Laurent Bedon se encaminó sin prisa hacia el hotel de París con el paso ligero de un hombre que está lleno de optimismo y que piensa que seguirá igual el resto de la noche.
Remy Bretecher se puso el casco y levantó con el pie el soporte lateral de la moto. A pesar de que el camino hacía bajada, no le costaba dirigir la Pegaso. La emoción que sentía le habría hecho sostener el peso de su Aprilia con una sola pierna. Había aparcado en la plaza del Casino, en las plazas reservadas a las motos delante del hotel Metropole, en el lado derecho. A través de la visera levantada observaba con nerviosismo al hombre que atravesaba los jardines y llegaba en ese momento a la altura de la fuente. Remy no era nuevo en esa clase de seguimientos. Normalmente, los lugares donde actuaba eran otros, como el casino de Mentón o de Niza, por ejemplo, o las pequeñas casas de juego que había en diversos sitios de la costa. Algunas veces llegaba hasta Cannes. Montecarlo, en cambio, para cierto tipo de actividad debía considerarse fuera de sus límites. Demasiado peligroso, demasiado cerrado y demasiada policía eficiente dando vueltas. Remy sabía muy bien que, mezclados con los clientes habituales, en las salas de juego había una considerable cantidad de agentes de paisano.
Aquella noche estaba allí simplemente como turista. Había ido a curiosear un poco, a ver cómo estaba el ambiente en el principado con aquella historia del asesino en serie que estaba en circulación. Había entrado en el café de París casi por casualidad, y solo por la fuerza de la costumbre había reparado en aquel tío con cara de sifilítico y aspecto indolente que había pillado tres plenos sucesivos en la ruleta, demostrando una suerte fenomenal.
Lo siguió con disimulo hasta la caja y vio la suma que se había metido en el bolsillo interior de la chaqueta. Con eso bastó para transformar una noche de vacaciones en una noche de trabajo. En realidad, Remy era mecánico en un taller de los alrededores de Niza, especializado en la preparación y «personalización» de motocicletas. Era tan hábil con los motores que el señor Catrambone, su jefe, hacía la vista gorda de sus otras actividades. En efecto, esas ocupaciones que él denominaba «a tiempo parcial» le habían valido, cuando era menor de edad, un par de estancias en un reformatorio. Experiencias juveniles debidas a una considerable falta de experiencia, juegos de palabras aparte. De momento, por fortuna, todavía no había pasado ninguna temporada en la cárcel. Por otro lado, actualmente el tirón se consideraba un pecado venial, y Remy era lo bastante listo para no usar armas durante sus «contactos de trabajo», como los definía él. Siempre que no se extralimitara, el juego valía la pena, y los hechos así lo demostraban. Solo había que actuar con mesura para ganarse un segundo salario que no le venía mal a nadie.
De tiempo en tiempo, cuando presentía que era la noche apropiada, iba a merodear por los casinos para pescar a jugadores solitarios que ganaban grandes sumas. Los vigilaba hasta la salida y después los seguía en la moto. Si se alejaban en coche, la cosa se complicaba, porque debía seguirlos hasta casa y si tenían garaje privado todo terminaba en nada. Se resignaba a ver desaparecer el coche del otro lado de una verja o en la bajada de un garaje, con las luces de freno encendidas que señalaban una noche infructuosa. Si aparcaban en la calle, en cambio, era pan comido. Los alcanzaba mientras buscaban la llave ante la puerta de entrada del edificio, y todo sucedía en un instante. Aparecía con el casco en la cabeza y una mano en el bolsillo de la cazadora, y los obligaba a entregarle el dinero. La mano en el bolsillo podía ser un simple farol o podía esconder la presencia de una verdadera pistola. Las que él cogía no solían ser sumas por las que alguien quisiera jugarse la vida con tal de evitar el robo. De modo que las víctimas tendían a entregar el dinero a su nuevo propietario. Después, una veloz fuga en moto y asunto terminado. Luego quedaba la sorpresa de comprobar, ya a salvo, cuál era el resultado económico de aquella transacción parecida a la de un cajero automático.
Cuando, en cambio, el «cliente» se alejaba a pie, bastaba espera el lugar y el momento precisos -zona poco transitada, sin polis a la vista y, de ser posible, con escasa iluminación-, después la modalidad era la misma. A menudo, era mucho más rápida.
Puesto que sus víctimas eran personas que frecuentaban los casinos, Remy se había preguntado más de una vez si lo suyo no sería otra especie del vicio de jugar, una variante de la dependencia de la mesa verde. Al fin había llegado a la conclusión de que podía considerarse una suerte de curandero, la demostración viviente de que el dinero fácil se pierde con tanta rapidez como se gana.
Una especie de autoabsolución, al fin y al cabo.
La idea de considerarse un vulgar delincuente no se le había pasado jamás por la cabeza.
Pulsó el botón de arranque y el motor de la Aprilia se puso en marcha dócilmente, ronroneando pero con un ruido pleno incluso a potencia mínima. Rogó que su hombre no se dirigiera a la parada de taxis, junto al hotel de París. Eso habría simplificado las cosas, porque el taxi significada que no habría garaje privado en la casa, pero podía querer decir también que el hombre aún no había terminado su noche de juerga, riesgo siempre a tener en cuenta. En general los jugadores con pasta terminaban por malgastar sus ganancias en alguno de los muchos night-clubs de los que Niza tenía un muestrario increíble y que en su mayoría eran prostíbulos legalizados. Pagaban para beber como cosacos y al final ofrecían a una furcia cualquiera, por un polvo en un rincón oscuro, una cifra con la que una familia entera habría vivido una semana. A Remy le habría disgustado que el fruto de aquella increíble suerte acabara tragándoselo una furcia.
Levantó con el pie el pedal del cambio, puso primera y avanzo, de modo que cruzara por delante de su hombre mientras atravesaba la plaza a la altura del parterre central. Se detuvo y volvió a apoyar la moto en el caballete. Bajó como si tuviera que revisar algo en el pequeño maletero colgado del guardabarros posterior.
Vio con alivio que el hombre pasaba de largo del único taxi que había en la parada. Si bajaba hacia Sainte-Dévote, sería una suerte increíble. En esa zona los peatones eran escasos, en especial a aquella hora, por lo que podría hacer un trabajito rápido y limpio, coger de inmediato la calle que iba hacia Niza y desaparecer en una de las tres corniches.
Remy se sentía particularmente atraído por aquel trabajo imprevisto. Tras salir del café de París, había seguido a su víctima a pie a través de los jardines. El hombre iba en una dirección que le llevaría a pocos metros del lugar donde había aparcado la moto. Podría actuar allí, en la penumbra de aquella zona. No estaría mal dar el golpe enseguida y tener la posibilidad de saltar sobre sus dos ruedas en pocos segundos y esfumarse en un instante.
Pero después vio que el hombre se sentaba en un banco; se echó atrás, sin dejarse ver, porque otra persona llegaba y se sentaba junto a él. Entre los dos hubo un movimiento extraño. El hombre que él había seguido, el de la cara de muerto, dio al otro una bolsa que llevaba en bandolera, y recibió a cambio un maletín.
Aquello era bastante sospechoso. O prometedor, según se miraba. Existía la interesante posibilidad de que el maletín contuviera algo valioso. Esta sensación positiva, sumada al dinero que le había visto cobrar en el café de París, podría colocar aquella noche en un rotundo primer lugar en su libro Guinness de récords personales.
Cuando se efectuó el cambio y el segundo hombre se marchó, Remy perdió su oportunidad porque, por la derecha, llegaba un grupo de personas que iba hacia el casino. Se preguntó si actuar de todos modos. Sabía que, aunque su víctima les pidiera ayuda -cosa que dudaba-, en general nadie se involucraba en ciertos asuntos. Cuando tiene lugar un atraco, la gente tiende de inmediato a ocuparse apasionadamente de sus propios asuntos. Por ello, en los cursos de defensa personal enseñan que, cuando se es víctima de un robo, nunca hay que gritar «¡Al ladrón!», palabras mágicas que de golpe hacen que solo se vea la espalda de gente que se aleja lo más aprisa posible. En esos casos es mucho mejor gritar «¡Fuego!»; de este modo se puede ver la cara de las personas que acuden a ayudar.
Remy sabía muy bien que los héroes no salen de debajo de las piedras. Aun así, siempre hay excepciones que confirman la regla, de modo que no iba a arriesgarse.
Enfiló por la avenida des Beaux Arts y dobló a la izquierda en la avenida Princesse Alice para restablecer el contacto con su blanco, que había enfilado por la avenida de Monte-Cario, la calle con vista al mar que confluía en la avenida de Ostende con la que el había cogido.
De no haber estado ocupado conduciendo la moto, Remy se habría frotado las manos. Aquel tramo de calle se hallaba casi desierto. Las condiciones eran ideales para una fiera como él, a la caza de su alimento diario.
Remy avanzaba con lentitud, en segunda, con la visera del casco levantada y la cremallera de la cazadora de piel medio abierta como un turista normal que paseaba en moto para disfrutar sin prisa del aire cálido de una noche de verano.
Allí iba su hombre. Avanzaba despacio, fumando un cigarrillo. Muy bien. Al principio de la avenida de Ostende cruzó la calle para ir en la misma dirección que él. Incluso sostenía el maletín con la mano izquierda, una posición muy favorable a sus intenciones. Remy no podía creer lo que veía. Si él mismo hubiera elegido las condiciones, no habría podido hacerlo mejor. Pensó que, sin duda, su próximo cliente había gastado toda su dosis de suerte de aquella noche con su ganancia en el café de París.
Dada la situación, decidió que esta vez debería ser un poco menos delicado que de costumbre. Por otra parte, si no vas a la estación no coges el tren, como decía siempre su patrón, el barbudo señor Catambrone.
Respiró hondo y decidió que había llegado el momento. Toco el bordillo de la acera con la rueda delantera; con un empujón del manillar hacia arriba la ayudó a superar el obstáculo.
Avanzó con la moto detrás de su víctima, que en aquel momento arrojó la colilla del cigarrillo. Necesitaba darse prisa, antes de que decidiera cambiar de mano el maletín. Remy aceleró de golpe, a oír el ruido del motor, el hombre giró instintivamente la cabeza. El puño de Remy le alcanzó en el lado izquierdo de la cara, entre nariz y la boca.
Quizá más por la sorpresa que por el golpe, el desdichado cayó al suelo, sin soltar el maletín. Remy clavó los frenos de la moto que desvió levemente la rueda posterior.
Afirmó la moto con el soporte lateral y se apeó veloz como un gato. Teniendo en cuenta sus necesidades, había modificado el mecanismo del motor para que no se apagara automáticamente cuando bajara la palanca.
Se acercó a su víctima, que yacía en el suelo, y metió la mano izquierda en el bolsillo de manera que apareciera un bulto debajo de la cazadora.
– No te muevas o estás muerto.
Se puso en cuclillas, deslizó una mano en la chaqueta y sacó el fajo de billetes que encontró en el bolsillo interior. No efectuó esta operación con demasiada delicadeza, por lo que notó que la ligera tela del forro se rasgaba. Sin siquiera mirarlo, metió el dinero en su cazadora. Se levantó y tendió una mano hacia el hombre caído en el suelo.
– ¡El maletín!
El tío, que ya de por sí tenía una cara enfermiza y un físico enclenque, ahora, con la nariz manchada de sangre, parecía a punto de entregar su alma a Dios. ¿Quién habría imaginado que iba a tratar de defenderse? Hasta el momento todo había sucedido con tanta rapidez que Bedon no había tenido tiempo de darse cuenta de lo que ocurría. Cuando al fin vio que aquel sujeto con la motocicleta y la cazadora de piel lo estaba atracando, se levantó de repente y con el maletín le asestó un golpe en el casco.
El chaval pensó que sin duda el hombre no era un tío con pelotas. Su reacción la dictaba el instinto, no una capacidad real de defenderse. Era simple pánico y punto. Si en vez de pegarle en el casco, sin más resultado que ladearle la cabeza, le hubiera golpeado con el maletín entre las piernas con la misma violencia, le habría aplastado los cojones.
Remy era robusto, mucho más que su víctima. Volvió a darle un puñetazo en el mismo lugar que antes y oyó el ruido de un puente que se partía. Sin la protección de los guantes, se habría lastimado la mano.
Por suerte para él, en aquel momento no había nadie por allí, Pero del otro lado de la calle acababa de pasar un coche y uno de los pasajeros se había girado y miraba. Si había comprendido lo que sucedía y alertaba a los policías que hacían la ronda por el casino, el trabajo podía salir mal. Debía darse prisa.
A pesar del segundo puñetazo, el hombre todavía no soltaba el maletín. Pero los dos golpes lo habían aturdido. Ahora le salía mucha sangre por la nariz, tanta que ya le manchaba de rojo la chaqueta y la camisa. Tenía lágrimas en los ojos, de dolor, de furia o de las dos cosas a la vez.
Remy agarró el asa del maletín, tiró con toda su fuerza y logró arrebatárselo. Se volvió y se dirigió a la moto. Su víctima encontró fuerzas, quizá fruto de la desesperación, para arrojarle los brazos al cuello y agarrarse a su espalda.
Remy intentó sacárselo de encima, sin lograrlo.
Le dio un codazo en el estómago. Sintió que su brazo se hundía con violencia en la carne blanda y que el hombre, aferrado a su espalda, exhalaba una fuerte bocanada de aire. Le recordó el ruido de un globo que se desinfla de golpe.
Sintió que el peso del hombre le resbalaba de la espalda. Se volvió y le vio doblado en dos, apretándose el estómago con los brazos. Para evitar cualquier sorpresa, le dio un empujón; no una patada, un simple empujón con el pie en el hombro para librarse de él de una vez por todas.
El hombre se deslizó hacia atrás, perdió el equilibrio y se desplomó sobre el asfalto justo cuando una gran berlina oscura llegaba a gran velocidad desde la avenida de Ostende.
Embistió de lleno a Laurent Bedon y, por efecto del golpe, este fue a parar al otro lado de la calle, con la pelvis y una pierna fracturadas. Su cabeza golpeó con fuerza contra el borde de piedra de la acera.
Murió en el acto.
No llegó a oír el ruido de una moto que se alejaba a toda velocidad, ni el grito histérico de una mujer, ni el chirriar de los frenos de otros coches que clavaban los neumáticos para no atropellar su cuerpo que yacía inerte en la calle en medio de un charco de sangre que comenzaba poco a poco a ensancharse bajo su cabeza.
El azar, burlón tanto con los vivos como con los muertos, que se levantara un súbito viento. Volando en esa brisa llego una hoja de periódico, que se posó sobre la cara de Laurent, como si quisiera esconder, compasiva, el horror de la muerte a los presentes. Por ironías del destino, justo la noche en que comenzaba a sentirse alguien, se superpuso a su rostro sin vida el de Jean-Loup Verdier, impreso a tamaño natural en la primera página de Nice Matin.
Debajo había un titular en negro, subrayado por una línea roja.
El titular decía: «El verdadero rostro de Ninguno».
Frank miró con resignación la pila de informes y otros papeles que cubrían el escritorio que había pertenecido a Nicolás Hulot. Cada vez que se encontraba allí sentía de algún modo la presencia del amigo, tenía la sensación de que, si giraba la cabeza, lo encontraría a su espalda, de pie junto a la ventana.
Hojeó los documentos como si barajara un juego de naipes. Los había examinado apresuradamente uno por uno, pero sin encontrar nada significativo.
En esencia, seguían casi en la misma situación que antes.
Pasada la exaltación por el descubrimiento de la identidad de Ninguno, nada había cambiado. Cuarenta y ocho horas después de haber descubierto quién era, a pesar de todos sus esfuerzos no habían logrado descubrir dónde se hallaba.
Se había realizado un despliegue de fuerzas como no se recordaba otro igual para tratar de seguirle la pista. Todas las policías de los países colindantes estaban en alerta, con las correspondientes secciones de los diversos acrónimos del VICAP, el departamento especial del FBI que se ocupaba de los criminales violentos. No había en Europa un solo policía que no dispusiera de un juego de fotos de Jean-Loup, tanto al natural como retocadas con ordenador según las posibles alteraciones que pudiera dar a su aspecto. Las calles, los puertos y los aeropuertos públicos y privados estaban vigilados. No había automóvil que no se controlara, no había avión cuyos pasajeros no se inspeccionaran, no había embarcación deportiva que no se revisara.
Todos los medios de que se disponía para dar caza a un hombre se empleaban en esa búsqueda. Para un criminal que había impresionado a la opinión pública de la forma en que lo había hecho, hacía falta una demostración de fuerza igualmente sensacional. Era, además, una ocasión para demostrar la efectiva influencia del principado de Monaco; habría quienes acaso lo juzgaran un pequeño país de opereta, pero su juicio era tan apresurado como equivocado.
Sin embargo, todavía no lo habían encontrado.
Jean-Loup Verdier, o como diablos se llamara, parecía haberse volatilizado. Paradójicamente, esto mismo constituía una prueba de descargo para la policía de Montecarlo. Si el asesino seguía teniéndolos en jaque a todos, si nadie había logrado ponerle un par de esposas en las muñecas, significaba que se enfrentaban a un ser de inteligencia muy superior a la media. De algún modo, los fracasos quedaban hasta el momento justificados. La filosofía del «mal de muchos consuelo de tontos» podía aplicarse con cierta eficacia también a esa colectiva batida de caza. Frank pensó que en poco tiempo la desesperación los empujaría incluso a recurrir a un médium, con tal de conseguir algún resultado.
En casa de Jean-Loup, en Beausoleil, lo habían revuelto y registrado todo, meticulosamente, sin conseguir el menor rastro.
Siguiendo las investigaciones de Hulot en Aix-en-Provence, averiguaron algunos datos sobre el pasado de Jean-Loup. Gracias al número de teléfono obtenido por Morelli habían llegado a Cassis, donde el guardián del cementerio les confirmó que le había contado a Nicolás la historia de La Patience y lo sucedido allí. Pensaron que, con toda probabilidad, era en aquel apacible cementerio donde su asesino había alcanzado y secuestrado a Hulot.
Por medio de la policía francesa investigaron a Marcel Legrand, hasta que se encontraron ante un muro. En el pasado, Legrand había formado parte de los servicios secretos y en el informe con su nombre estaba escrito «Top secret». Frank descubrió, a pesar suyo, el top secret de los servicios franceses era mucho menos elástico que el de Pierrot.
Todo lo que habían logrado averiguar era que en cierto momento de su vida Legrand había abandonado el servicio activo y se había retirado a la Provenza a vivir totalmente aislado. En aquel entonces se había puesto en movimiento un complicado juego de diplomacia y secretos de Estado para tratar de eludir ciertos obstáculos y derribar ciertos muros. Aun así, si Legrand representaba para alguien un secreto que era preciso ocultar, sería muy difícil convencerlo para que lo revelara.
Por otra parte, no podían descuidar nada, viniera del pasado o del presente. Ninguno era peligroso, y su libertad representaba un riesgo para cualquier persona que tuviera contacto con él.
Si bien sus primeros crímenes obedecían a esquemas dementes pero coherentes, ahora se sentía acorralado, por lo que cualquiera que se cruzara en su camino pasaba a ser un enemigo. La facilidad con que se había librado de los tres agentes en su casa hablaba con elocuencia de sus capacidades. No se trataba de un inofensivo locutor de radio, un muchacho guapo acostumbrado a poner música y responder llamadas del público. Si era necesario sabía transformarse en un implacable combatiente. Los cadáveres de esos tres agentes de policía muy bien entrenados daban testimonio de ello.
En medio de todo aquello, Frank se había esforzado por aparcar en un rincón de su mente los pensamientos sobre Helena, aunque sin conseguirlo. Sentía su ausencia con tanta intensidad que casi le provocaba un dolor físico, y saberla prisionera de ese ser sin escrúpulos que era su padre, ciertamente, no le tranquilizaba. La sensación de impotencia lo empujaba poco a poco a dejarse llevar por sus impulsos. Lo único que le impedía correr a su casa y apretar las manos alrededor del cuello del general Parker hasta matarlo era la certeza de que si obraba de ese modo no haría más que empeorar la situación.
«Y aquí estoy. Esto es lo que soy ahora. Un hombre sentado a un escritorio que no sabe por dónde comenzar a dar caza a sus fantasmas.»
Abrió un cajón del escritorio y guardó la pila de papeles, luchando contra la tentación de arrojarlos al cesto. De pronto vio un disquete que había puesto allí al tomar posesión del despacho. En la etiqueta estaba escrito «Cooper» con su letra. En la confusión de los últimos días se había olvidado por completo de la llamada de Cooper y de lo que le había pedido a propósito de aquel tío, el abogado Hudson McCormack.
No era el momento más adecuado para ocuparse de ello, pero debía intentarlo. Se lo debía a Cooper y a todo lo que habían hecho juntos para meter a la sombra a Jeff y Osmond Larkin.
Pulsó el botón del intercomunicador y llamó a Morelli.
– Claude, ¿te molestaría pasar por mi despacho?
– Estaba a punto de ir para allá. Ya voy.
Al cabo de unos instantes entró.
– Antes que nada, hay algo que debo decirte. Laurent Bedon ha muerto.
Frank dio un salto en la silla.
– ¿Cuándo?
– Anoche.
Morelli levantó la mano para adelantarse a las preguntas.
– No, nada que ver con nuestra historia. El pobre ha muerto durante un intento de atraco. Había ganado una buena suma en el café de París, y alguien intentó robarle, cerca de la plaza del Casino. Al parecer, trató de resistirse, cayó y lo atropello un coche. El ladrón escapó en moto. Si es correcto el número de matrícula que tomó un testigo, lo atraparemos en unas horas.
– Sí, pero es un muerto más, en relación con esta historia. Santo cielo, parece una maldición…
Morelli prefirió cambiar de tema.
– Aparte de este hecho poco agradable, ¿qué querías decirme?
Frank recordó el motivo por el que le había llamado.
– Claude, necesito un favor.
– Dime.
– Es algo que no tiene nada que ver con nuestro asunto. ¿Hay algún hombre disponible para vigilar a un tío sospechoso?
– Ya sabes cómo andamos. Estamos utilizando hasta a los perreros…
Frank arrojó el disquete sobre el escritorio.
– Aquí dentro tengo el nombre y la foto de un hombre que podría formar parte de un caso que yo estaba investigando con mi compañero en Estados Unidos. Es un abogado que, oficialmente ha venido a Montecarlo para participar en una regata.
– La Grand Mistral, supongo. Una carrera de renombre. El puerto de Fontvieille está lleno de barcos.
– No sé, no conozco nada sobre ese tema. Este sujeto es el abogado de un importante traficante de drogas, que cogimos hace un tiempo. Pero existe la posibilidad de que sea algo más que su abogado y que no esté en el principado solo por la regata. ¿Me explico?
Morelli se acercó al escritorio y cogió el disquete.
– Muy bien, veré qué puedo hacer, pero es un mal momento Frank. No creo que sea necesario que te lo recuerde.
– Ya sé que es muy mal momento… ¿Silencio absoluto?
– Silencio absoluto. Nada de nada. Después de un instante de luz, de nuevo estamos cazando sombras. La policía de media Europa corre persiguiendo una cola… Y, como decía el comisario Hulot…
Frank terminó la frase por él:
– … bajo una cola solo se encuentra el agujero del culo.
– Exacto.
Frank inclinó para atrás el respaldo de su sillón.
– Sin embargo, si puedo decirte qué pienso… y ojo, que no es más que una simple intuición…
Hizo una pausa. Enderezó el sillón y apoyó los codos sobre el escritorio. Morelli se sentó frente a él, a la espera de que continuara. Había aprendido que las intuiciones del estadounidense merecían toda su atención.
– Creo que él todavía está aquí. Esas búsquedas por todas partes no sirven para una mierda. ¡Ninguno no se ha movido nunca del territorio del principado de Monaco!
Morelli iba a replicarle, pero en ese preciso momento sonó el teléfono. Frank miró el aparato con expresión interrogativa. Al tercer timbrazo contestó. Oyó la voz sobreexcitada de la telefonista-
– ¡Señor Ottobre, él está al teléfono! Y ha pedido expresamente que le ponga con usted.
Frank sintió una repentina descarga eléctrica en el estómago. En aquel momento existía una sola persona a la que pudiera definirse simplemente como «él».
– Pásamelo. Y graba la llamada.
Frank pulsó el botón del altavoz, para que también Morelli pudiera escuchar. Con un gesto imperioso del índice de la mano derecha señaló el aparato al inspector.
– ¿Diga?
Al cabo de un instante de silencio una voz conocida llenó el despacho.
– Hola, soy Jean-Loup Verdier.
Morelli se levantó del sillón como si de repente quemara. Frank le hizo un gesto girando en el aire el dedo con el que había señalado el teléfono; el inspector le respondió mostrándole la mano cerrada con el pulgar levantado y salió a todo correr.
– Aquí Frank Ottobre. ¿Dónde estás?
Una pequeña pausa, y luego la voz profunda del locutor.
– Nada de charlas inútiles. No necesito que me hablen. Necesito que me escuchen. Si me interrumpes corto la comunicación…
Frank permaneció en silencio. Cualquier cosa con tal de que hablara, para que los hombres de abajo tuvieran tiempo de localizar la llamada.
– Nada ha cambiado. Yo soy uno y ninguno, y nada podrá detenerme. Por eso es inútil hablar conmigo. Todo sigue como antes. La luna y los perros. Los perros y la luna. Solo la música no volverá. Yo todavía sigo aquí, y sabes muy bien lo que hago. Yo mato…
La comunicación se interrumpió. En ese preciso instante Morelli volvió como una furia.
– Lo tenemos, Frank. Llama de un móvil. Ya hay un coche que nos espera abajo, con una instalación para interceptar por satélite.
Frank se levantó y siguió a Morelli a la carrera por el pasillo. Bajaron a pie por la escalera, saltaban los escalones de cuatro en cuatro. Salieron del vestíbulo como furias; casi derribaron a dos agentes que subían.
Todavía no habían terminado de cerrar las puertas y el coche ya salía a toda pastilla. Frank vio que el chófer era el mismo que el de la mañana en que habían descubierto el cadáver del Alien Yoshida. Un excelente conductor; se alegró de que fuera él quien iba al volante.
En el asiento del acompañante iba un agente de paisano, que observaba un monitor en el que se veía el mapa de una ciudad. En el centro de una amplia calle a la orilla del mar se movía un punto rojo.
Morelli y Frank se asomaron por el espacio entre los dos asientos delanteros, tratando de ver lo que podían. El agente indicó con el dedo el punto rojo, que ahora se había puesto en movimiento.
– Es el móvil del que procede la llamada. Lo hemos identificado gracias a las coordenadas del satélite. Se encuentra en Niza, más o menos en la plaza Ile de Beauté. Hemos tenido suerte. Es un barrio que queda del mismo lado desde el cual llegaremos. Primero estaba inmóvil; ahora se mueve, despacio. Por su velocidad, creo que va a pie.
Frank se volvió hacia Morelli.
– Llama a Froben e infórmale de la situación. Dile que nosotros estamos llegando y que vayan también ellos. Manten la línea abierta para comunicarle los desplazamientos del sujeto.
El conductor volaba, literalmente.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Frank.
El agente respondió con voz tranquila, como si estuviera dando un paseo en vez de ir disparado como un misil.
– Xavier Lacroix.
– Pues bien, Xavier, te prometo que, si este asunto termina bien, haré todo lo posible para garantizarte un futuro en el mundo de las carreras.
El agente no respondió pero, quizá por efecto del reconocimiento de sus méritos, apretó aún más el acelerador. Mientras Morelli hablaba con Froben, Frank volvió a ocuparse del punto rojo en la pantalla. En ese momento relampagueaba.;
– ¿Qué significa?
El agente le respondió sin volverse.
– Está llamando.
– ¿Es posible oír lo que dice?
– Con este aparato no. Es un simple registrador de señal.
– No importa. Lo importante es saber dónde se encuentra esa mierda.
Recorrieron la basse corniche a una velocidad que habría provocado la envidia de cualquier finlandés campeón de rally. El piloto -Frank le juzgaba por entero digno de esta definición- conducía el bólido en medio del tráfico de las calles de la ciudad con una frialdad que revelaba un auténtico talento para el volante.
– Froben pregunta dónde está…
– Está subiendo por la calle Cassini… Ahora se ha detenido. Está haciendo otra llamada.
En la entrada de la plaza había un pequeño embotellamiento. Lacroix lo eludió conduciendo sin pestañear en contra dirección; ahora recorría la calle Cassini como si estuviera en plena competición por el Gran Premio. El agente que vigilaba el monitor le daba indicaciones, que Morelli repetía a los de la policía de Niza.
– Dobla aquí, a la izquierda. Abajo por Emmanuel Philibert.
– Emmanuel Philibert -repitió la voz de Morelli.
– Ahora a la derecha. Calle Gauthier.
– Calle Gauthier -hizo eco Morelli.
Cogieron la curva de la derecha casi en dos ruedas. Cuando llegaron al final de la breve calle, llena de coche aparcados a ambos lados, algunos coches patrulla bloqueaban el cruce con la calle Segurane, dispuestos en abanico. Los agentes de uniforme formaban un círculo a pocos metros de los automóviles. Uno de ellos empuñaba su pistola. Xavier frenó bruscamente y en menos de un segundo Frank y Morelli alcanzaron a sus colegas. Froben los vio llegar. Miró a Frank y alargó los brazos con la expresión de quien acaba de pisar mierda.
De pie en medio de los policías había un muchachito de no más de diez años, vestido con una camiseta roja y unos pantalones hasta las rodillas que le habrían quedado perfectos a Spike Lee, y zapatillas Nike. Tenía un móvil en la mano. Miró de uno a uno a los agentes, sin demostrar ningún temor. Sonrió, mostrando una boca con un incisivo roto, y dejó escapar un comentario entusiasmado.
– ¡Hostia! ¡La pasma!
Eran casi las dos de la madrugada cuando Hudson McCormack bordeó el muelle del puerto de Fontvieille y se detuvo frente a un gran yate, con las defensas cubiertas con tela azul, amarrado entre dos veleros que lo flanqueaban como dos centinelas. Bajó de la scooter y la apoyó en el soporte antes de sacarse el casco. Había alquilado ese vehículo, en vez de un coche, porque lo creía el más conveniente para el tráfico de Montecarlo; en verano la ciudad era ya de por sí un caos y, a pesar de la abundancia de aparcamientos, moverse en automóvil era un auténtico suplicio.
Además, con la regata, el puerto de Fontvieille se convertía en un continuo vaivén de gente y de medios de transporte que iban y venían entre tripulaciones, periodistas, patrocinadores y sus representantes, a quienes se sumaban los inevitables aficionados y curiosos.
Cada desplazamiento se volvía una especie de gincana de duración indeterminada, y la moto era la mejor solución para escabullirse con facilidad de la confusión generalizada. Por otra parte, el casco y las gafas eran una buena máscara para evitar que lo reconocieran y detuvieran a cada paso los que querían saber novedades sobre los barcos.
Mientras contemplaba la imponente embarcación, Hudson McCormack volvió a pensar en la eterna distinción entre barcos de vela y de motor, que desde siempre provocaba airadas discusiones de bar entre los apasionados de unos y otros. Él consideraba que era una distinción ociosa y sustancialmente inexacta. Todos eran barcos de motor, aunque un velero, en lugar de propulsión mecánica, de cilindros, pistones y carburantes situados en alguna parte del casco, utilizaba como motor el viento. Y, como todos los motores, había que comprender su funcionamiento y sus pulsaciones más o menos regulares, para sacarle el mejor partido.
Cuántas veces, siguiendo las competiciones automovilísticas, que era su otra pasión, había visto que el motor de un piloto explotaba en una imprevista humareda blanca; entonces, el bólido se acercaba tristemente al borde de la pista mientras todos los demás lo superaban y el piloto descendía del coche y se inclinaba a mirar para tratar de entender qué detalle de la máquina lo había traicionado.
Con ellos ocurría lo mismo. También un barco de regata estaba sujeto a los caprichos de su motor, el viento, que giraba, cambiaba de dirección, aumentaba o disminuía a su antojo. Así, de golpe, sin previo aviso, uno podía encontrarse con las velas flojas, mientras, a pocas decenas de metros, la embarcación adversaria avanzaba a toda velocidad con el spinnaker tan hinchado que parecía que iba a romperse de un momento a otro.
Algunas veces sucedía también que una vela se rasgaba con un ruido semejante a una enorme cremallera. Entonces todos se precipitaban, a las órdenes del capitán, a cambiar la vela dañada, y los miembros de la tripulación se movían como bailarines sobre un escenario que se balanceaba y cabeceaba.
Hudson McCormack no tenía una explicación personal para todo ello; solo sabía que lo amaba. Ignoraba por qué, cuando se hallaba en el mar, se sentía bien, pero no le importaba mucho averiguarlo.
La felicidad no se analiza; se vive. Sabía que cuando estaba en el velero era feliz, y con eso le bastaba.
De repente, le entró la impaciencia por la inminente regata. La Grand Mistral era una especie de anticipación de la copa Louis Vuitton, que tendría lugar a fin de año. Era la ocasión en que se Mostraban las cartas. Se comparaban las tripulaciones y las embarcaciones y se ponían a prueba las novedades que habían aportado los ingenieros para ser cada vez más competitivos. Se hacían los cotejos y se extraían resultados. Luego tendrían todo el tiempo necesario para adaptar las modificaciones antes de la que todos consideraban la reina absoluta de las regatas, la más importante, la más prestigiosa.
Este año estarían todos en la Grand Mistral. Desde los que participaban por primera vez, como los del Mascalzone Latino una nueva embarcación italiana, hasta las tripulaciones más conocidas. La única ausente de prestigio era Luna Rossa, patrocinada por Prada, que había decidido proseguir los entrenamientos en Punta Ala.
Hudson y su gente habían anclado su embarcación, Try for the Sun, con todo el material, cerca de Cap Fleuri, a pocos kilómetros de Fontvieille. Los técnicos y otros miembros del equipo dormían a bordo, en condiciones algo espartanas pero más prácticas para vigilar el velero veinticuatro horas al día y evitar que ojos indiscretos vieran ciertos detalles que eran necesario mantener en secreto. Tanto en la náutica como en el automovilismo, una idea revolucionaria podía representar la diferencia entre el triunfo y la derrota. Las ideas tenían el defecto intrínseco de ser fáciles de copiar, por lo que todos ellos intentaban mantener lo más escondido posible los detalles de las embarcaciones que equivalían a la Fórmula Uno de los veleros.
Claro, tenían la ventaja de que gran parte de su aerodinámica, por llamarla así, estaba sumergida. Pero en un mundo de seres humanos sucedían cosas humanas.
Existían los respiradores, existían las cámaras fotográficas submarinas y en este mundo había tíos sin escrúpulos. Alguien menos listo -Hudson McCormack se felicitó por la pertinencia del termino- tomaría ciertos temores por exceso de prudencia.
De hecho, no se tenía suficiente prudencia en un ambiente como ese, en el que se hallaban en juego intereses económicos más importantes que el honor de la victoria. Por ello, todas las embarcaciones de soporte llevaban a bordo un respirador ARO, de esos que funcionaban con oxígeno y no con aire, inventados durante la Segunda Guerra Mundial y usados por los exploradores submarinos. Se construían de modo que aprovechaban el reciclado del anhídrido carbónico, según un sistema que permitía acercarse a las naves enemigas sin revelar su presencia gracias a las burbujas de aire que subían a la superficie…
Ya no existían las patas de palo, los garfios o los parches negros en los ojos; la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas ya no flameaba en el palo mayor, pero la piratería continuaba. Sus descendientes seguían vivos, navegando todavía por los siete mares.
Ya no había reyes o reinas que apadrinaran carabelas, pero sí patrocinadores que contribuían con millones de dólares. Otros hombres, otros barcos, pero las mismas motivaciones. Simplemente, habían reemplazado con un complejo sistema de previsión del tiempo el dedo humedecido con saliva que se utilizaba para determinar la dirección del viento.
La tripulación del Try for the Sun, de la que McCormack formaba parte, se hospedaba en el gran yate con los colores de su patrocinador, anclado en el puerto de Fontvieille. Habían elegido esa solución por motivos de representación. La empresa que financiaba la aventura, una marca multinacional de tabaco, se proponía obtener el máximo beneficio publicitario posible. Honestamente, con lo que desembolsaba, Hudson creía que tenía pleno derecho a ello.
Las fotos de los miembros de la tripulación ya habían aparecido en todos los semanarios más importantes del sector. No había revista de náutica, de vela o yatching, que no hubiera publicado un reportaje sobre su embarcación y sus tripulantes.
Con motivo de su llegada a Montecarlo habían comprado, en los periódicos más importantes, páginas publicitarias que debían de haber costado un ojo de la cara. Hudson había notado con cierta satisfacción que las imágenes reproducidas en el humilde papel de los periódicos les hacían justicia y no parecían las tomas que solían hacerse después de una redada de traficantes de droga. Él, en particular, había salido decididamente bien. En su rostro impreso en la página se veía una sonrisa abierta y natural, no con una de esas vacías expresiones de foto de casamiento.
Por otra parte, él tenía efectivamente un rostro y una sonrisa así, de esos que no suelen ser indiferentes al sexo femenino.
La noche de gala de la que llegaba había sido una demostración bidente de ello.
Era la presentación oficial de la embarcación y de la tripulación, en el Sporting Club d'Été. Todos los componentes de la expedición se presentaron con sus coloridos uniformes, mucho más elegantes, según Hudson, que los esmóquines masculinos y los vestidos de noche de las mujeres que había encontrado. En determinado momento, el presentador de la velada pidió la atención del público. Un bonito juego de luces, un redoble de tambor de la orquesta, y ellos salieron corriendo por los dos lados de la sala para colocarse en fila ante el público, mientras en una pantalla gigante montada a sus espaldas se veían imágenes del Try for the Sun, con el fondo musical de «We Are the Champions», de Queen, arreglada para la ocasión con el máximo uso de los arcos, que evocaban el soplido del aire en las velas.
Los presentaron y aplaudieron uno por uno; recogieron su ración personal de aplausos mientras cada uno daba un paso adelante en el momento en que se pronunciaba su nombre. Hombres expertos, fuertes, ágiles y astutos: lo mejor que se podía encontrar en ese deporte. Al menos, así los habían definido y, aunque fuera por un rato, era agradable creerlo.
Después de la cena, el grupo fue a una discoteca, Jimmy'z. Eran todos deportistas y en general se comportaban como tales. Sus hábitos y su actitud podían describirse con el dicho «Si quieres vivir sano, acuéstate temprano y levántate temprano».
Sin embargo, al día siguiente no saldrían al mar, de modo que los responsables del equipo pensaron que un poco de diversión serviría para reforzar la moral del grupo.
Hudson aseguró la scooter con una gruesa cadena cubierta de plástico transparente rojo, que combinaba con el color de la carrocería. Le habían asegurado que en Montecarlo no existía un solo lugar donde pudiera temer un robo, pero la costumbre era más fuerte que él. Siempre había vivido en Nueva York, donde te topabas con gente capaz de robarte los calzoncillos sin siquiera tocarte los pantalones. Cierto tipo de precauciones no formaban parte a sus costumbres, sino de su ADN.
Permaneció de pie en el muelle delante del gran yate con cabina, iluminado débilmente solo por las luces de servicio; no se veía ningún movimiento. Encendió un cigarrillo y sonrió, se preguntó qué diría el jefe de la multinacional que desembolsaba el dinero para el velero si se enterara de que él fumaba una marca de la competencia. Se alejó unos pasos, dejando el yate a su espalda, para terminar tranquilamente su cigarrillo. Si conocía bien a las mujeres, la persona a la que esperaba no llegaría antes de media hora, veinte minutos como mínimo.
Había pasado buena parte de la velada conversando con Serena, una muchacha neozelandesa a la que había conocido en la fiesta. No entendió bien el motivo de su presencia en Montecarlo, salvo que era algo relacionado con la regata. No formaba parte del staff de ninguna embarcación, que en general comprendía, además de la tripulación y el personal de reserva, a toda una serie de personas útiles y necesarias. Técnicos, proyectistas, encargados de prensa, preparadores físicos y masajistas.
Alguien se había llevado hasta a un psicólogo. Era una embarcación no particularmente competitiva, por lo que se empezó a bromear diciendo que su misión no era tanto la de alentar a los muchachos antes de la regata, sino la de consolarlos después…
Tal vez fuera solo una de las tantas jóvenes ricas que daban vueltas por el mundo gracias al dinero de la familia, simulando interés por esto o por aquello. En este caso, era la náutica.
«Ya sabes, el viento entre los cabellos y el sonido de la proa cortando las olas y esa sensación de libertad que…»
Cosas por ese estilo.
Hudson, en general, no era demasiado sensible al encanto femenino. No porque no le gustaran las mujeres; una muchacha guapa siempre era una agradable forma de pasar el tiempo, en especial si tenía chispa, que es lo que diferencia al ser humano de las bestias. Tenía sus romances en Nueva York, relaciones satisfactorias pero sin ningún compromiso, según un tácito acuerdo mutuo. Nada que te impidiera irse de un día para otro a participar en una regata sin una explicación, sin lágrimas ni pañuelos agitados en el muelle por una muchacha que te saluda con expresión afligida, como diciendo: «¿Por qué me haces esto?». Las mujeres le gustaban, sí, pero no era un donjuán, siempre a la caza de nuevos trofeos.
Sin embargo, aquella era una noche especial. Al fin y al cabo, las luces, la gente, los aplausos, un poco de narcisismo del todo comprensible…
Además, se encontraba allí para correr una regata, una de las cosas que más le gustaban en el mundo, en uno de los lugares más hermosos que había visto. No escondía que Montecarlo ejercía en él, estadounidense hasta la médula, un encanto del que no lograba sustraerse. La belleza y la singularidad del lugar, y las historias de príncipes y princesas…
Los ojos de Serena no carecían de aquella chispa que ya se ha mencionado, y al mismo tiempo, bajo el ligero vestido de noche, un par de pechos irresistibles le saludaban diciéndole «hola, qué tal» con las manitas. Mejor dicho, con los pezones.
Había motivos para sonreír en la vida.
Habían charlado durante un rato, de diversos temas. Sobre todo de vela, por supuesto.
Charlas de muelle, sobre quién era quién y quién hacía cada cosa. Después, la conversación había pasado a otro asunto, del que Hudson estaba vagamente al tanto, la historia de ese asesino que merodeaba por el principado de Monaco desfigurando a la gente. La muchacha estaba fascinada. Ese tema había hecho pasar a un segundo plano el acontecimiento de la regata. Aquel criminal había matado a nueve o diez personas, no se sabía bien, y en aquellos momentos todavía seguía en libertad. Eso explicaba la presencia obsesiva de tanta policía dando vueltas por la ciudad.
Hudson había pensado instintivamente en su cadena para la scooter. Justo en aquel lugar donde no había que temer robos…
A medida que conversaban, en la mirada de Serena había aparecido una reconfortante expresión, muy bíblica, que decía «Llamad y se os abrirá». Y Hudson, entre una copa de champán y otra, había llamado a esa puerta, imaginando que sostenía en la otra mano una Biblia ideal. Al cabo de pocos minutos ya se preguntaban que hacían allí, en Jimmy'z, en medio de toda aquella gente que no les importaba nada.
Por ese motivo estaba andando ahora de un lado a otro por el muelle del puerto de Fontvieüle a esa hora de la noche. Habían salido de la discoteca casi enseguida, tras descubrir que el lugar no les interesaba. Decidieron que él bajaría al puerto a dejar la scooter y ella pasaría a buscarlo en su coche. Serena le había dicho que poseía un descapotable y le propuso dar un paseo nocturno por la costa.
Una especie de regata terrestre, al fin y al cabo, libre y feliz, con el viento en los cabellos. Si conocía a los hombres tanto como a las mujeres, se dijo, su paseo terminaría casi antes de comenzar, en la habitación del hotel de ella. No era que le disgustara; al contrario…
Arrojó el cigarrillo al mar y se dirigió hacia el camarote. Subió a bordo en un silencio absoluto; solo se oía la pasarela de teca y aluminio rechinar a su paso. En la embarcación no había nadie. A aquellas horas los marineros dormían como troncos. Bajó a su camarote, que quedaba justo al lado del de Jack Sundstrom, el capitán. Habían echado a suertes a quienes les tocaban los dos camarotes contiguos al de Jack, y él y John Sikorsky, el táctico, habían perdido. Jack era un muchacho agradable, pero tenía un enorme defecto. Roncaba de tal modo que parecía que estuvieras en una carrera de karts. Cualquiera que durmiera con él o cerca de él, si tenía el sueño ligero, debía usar tapones para las orejas.
Del camarote de al lado no llegaba ningún ruido, señal de que Sundstrom todavía se hallaba en la fiesta, o bien que estaba despierto. Se quitó la chaqueta del uniforme oficial; quería cambiarse y ponerse algo menos llamativo. Una cosa era la presentación del equipo, y otra, pasear vestido con los colores de un pez exótico en un acuario.
Optó por unos pantalones azules y una camisa blanca, que hacia resaltar su bronceado. Decidió dejarse el calzado que llevaba. Eran náuticas, cómodas y frescas. No creía que su figura de estadounidense necesitara destacarse con un par de botas de cowboy.
Se perfumó y se miró al espejo. «Basta de narcisismo por hoy», Se dijo, pero un poco de sana y honesta vanidad masculina ayudaría a condimentar la noche.
Bajó de la embarcación tratando de hacer el menor ruido posible. Los marineros, los verdaderos, los que trabajaban duramente y a los tripulantes de los veleros de regata como a niños mimados y holgazanes, solían ser muy susceptibles con quienes perturbaban su merecido reposo.
Volvió a encontrarse en el muelle, solo.
Sin duda Serena había decidido pasar por el hotel a cambiarse también, antes de pasar a buscarlo. El vestido de noche y los zapatos de tacón alto no eran el atuendo más adecuado para continuar la noche, terminara como terminara. Además, su sano y honesto toque de vanidad femenina exigía que se le dedicara más tiempo. Miró el reloj y se encogió de hombros. No había ningún motivo para inquietarse por la hora. Al día siguiente dispondría de todo el día para pasarlo como quisiera, lo cual incluía cierta propensión a la pereza.
Hasta cierto punto…
Hudson McCormack encendió otro cigarrillo. Su estancia en Montecarlo incluía otras obligaciones que no guardaban relación directa con la regata. Debía hablar con ciertos banqueros y ver a un par de personas que no habían viajado a Europa para nada. Gente muy, muy importante para su futuro.
Se pasó una mano por el mentón, todavía liso porque se había afeitado antes de salir rumbo a la presentación. Hudson McCormack sabía bien lo que hacía y era muy consciente de los riesgos que corría. Cualquiera que viera en él simplemente a un guapo muchacho estadounidense, sano, atlético y apasionado del deporte, cometía un error garrafal. Detrás de su atractivo aspecto se escondía un cerebro tan brillante como práctico.
Sobre todo práctico.
Sabía que no tenía madera para llegar a ser un abogado sobresaliente. No porque le faltara capacidad, sino porque no tenía ganas de dedicarse a ello. No tenía ganas de romperse el lomo tratando de sacar de la cárcel a miserables delincuentes que estaban allí porque lo merecían. Hacía tiempo que sospechaba que la abogacía no era una carrera que se adaptara a su naturaleza, por lo que no tenia la menor intención de sudar toda la vida frecuentando lo peor de la sociedad fuera cual fuera su clase social.
No quería esperar a los sesenta y cinco años para poder jugar a golf con unos viejos chochos podridos de dinero, intentando que no se le cayera la dentadura en el green mientras hacía un putt. Quería las cosas que le interesaban ahora, a los treinta y tres años, cuando su cuerpo y su mente se hallaban en condiciones de seguirlo en la satisfacción de sus deseos.
Hudson McCormack guardaba otra flecha en el arco de su filosofía de vida. No era codicioso. No le interesaban las mansiones, los helicópteros, las sumas exageradas de dinero, el poder. Más aún: para él, todas esas cosas representaban más una especie de prisión que un sinónimo de éxito. Esa gente que dormía dos horas por noche y se pasaba el día comprando y vendiendo acciones o corriendo de un teléfono a otro le inspiraba un profundo sentimiento de pena. Casi todos se encontraban después en una sala de reanimación de infarto, sin saber cómo habían terminado allí, preguntándose cómo, con todo su poder y su dinero, nunca habían conseguido comprarse un poco de tiempo.
El joven abogado Hudson McCormack no encontraba ninguna satisfacción en poder disponer del destino de los demás; le bastaba con ser el único amo del suyo.
Y un velero representaba totalmente su ideal de vida. Él adoraba de verdad sentir el viento en el pelo y el ruido de la proa al cortar las olas y la libertad de elegir la ruta, una cualquiera, según el capricho del momento…
De nuevo arrojó el cigarrillo al mar. En el silencio alcanzó a oír el ligero chisporroteo de la brasa al extinguirse en el agua.
Para hacer lo que se proponía necesitaba dinero. Mucho dinero. No una cantidad enorme, con la que no habría sabido qué hacer, pero sí una cifra considerable. Y existía una sola manera de conseguirla pronto: eludir la ley. Esta era la expresión que usaba. Un inofensivo sofisma. No violarla, sino eludirla. Aventurarse por los márgenes, de modo que si alguien lo llamaba, pudiera poner su cara de buen muchacho y responder con expresión inocente: ¿Quién? ¿Yo?». El riesgo existía, no podía negarlo, pero había evacuado todos sus aspectos. Había examinado la cuestión a lo largo y a lo ancho, de arriba abajo y en diagonal: sumándolo todo, era un riesgo aceptable. Ciertamente, había una historia de drogas en medio, un asunto con el que no podía bromear. Pero, aun así, su caso era particular, muy particular, como sucedía siempre que había en juego montañas y montañas de dólares.
Todos sabían muy bien dónde se producía la droga, dónde se cortaba y para qué servía. Países enteros basaban su economía en diversos polvillos, que en su lugar de origen costaban poco más que el talco y en los lugares de destino se vendían con un recargo del cinco mil o seis mil por ciento.
Entre ambos lugares, las diversas transferencias eran objeto de una guerra terrible, subterránea pero no menos feroz y organizada que las guerras «auténticas». También allí había soldados, oficiales generales y estrategas que actuaban en las sombras pero que eran igualmente hábiles y resueltos. Y, al igual que hay contactos entre los diversos ejércitos, había personas que habían hecho del lavado de dinero ligado al narcotráfico su especialidad profesional. El mundo de los negocios no era mojigato hasta el extremo de volver la espalda a los que se ofrecían a invertir tres o cuatro millones de dólares, cuando no más.
Querían aviones con insignias de ejércitos regulares, pagados con las drogas. Con el mismo sistema algunos buques militares pagaban el carburante de sus cazatorpederos. Cada uno de los cartuchos disparados por un Kalashnikov en manos de soldados más o menos regulares en una parte del mundo correspondía a un agujero en el brazo de algún adicto en otras partes del mundo.
Del mismo mundo.
Hudson McCormack no era tan hipócrita como para engañarse y negar que, al actuar como actuaba, entraba por pleno derecho en el numeroso grupo de los sujetos de mierda que destruían el planeta. Era una constatación simple pero irrefutable, y él no tenía ninguna intención de sustraerse a su propio e implacable juicio. Pero se trataba solo de estímulos, de equilibrio de la balanza. Lo que él quería, por el momento, estaba en un plato y tenía mayor consistencia que cualquier argumento que pudiera poner en el otro.
Había evaluado con cuidado la situación, durante largas noches en su piso de Nueva York, analizando los hechos con la frialdad con que se analiza el balance de una empresa. Creía haberlo previsto todo, haberlo considerado todo. Creía haberlo cuantificado todo de manera exhaustiva e incluso había incluido en la lista cierto número de imprevistos. Cuáles serían, imposible saberlo. Por algo se los llama imprevistos.
En el mejor de los casos dispondría de dinero suficiente para echar al mar dos cosas: su conciencia y el barco al que aspiraba. Después viajaría por el mundo a su antojo, libre como el viento. La imagen, lejos de resultarle banal, encajaba a la perfección. En el peor de los casos -y se tocaba los testículos al pensarlo-, las consecuencias serían bastante aceptables. O al menos no tan desastrosas como para destruir por completo su vida.
Había planeado más de una escapatoria, lo que reducía los riesgos a límites aceptables, o al menos dentro de lo más aceptable que pudiera ser un riesgo semejante. Como todo el mundo, también él tenía un precio. No obstante, Hudson McCormack no era tan corrupto y codicioso como para volverse imprudente y subir ese precio a un límite imposible de alcanzar.
Lo había arreglado todo para que sus honorarios se ingresaran es una cuenta que había abierto en las islas Caimán, y ya le habían pagado la mitad. Pensó en lo que le había ingresado su cliente, Osmond Larkin, que en aquel momento se hallaba en la cárcel en Estados Unidos.
Ese hombre le disgustaba profundamente. En cada conversación profesional entre ellos había sentido que su disgusto aumentaba. Su rostro, los ojos porcinos, crueles, la actitud del que cree que el mundo entero está en deuda con él, el tono arrogante del que piensa que es siempre más astuto que los demás. Le revolvía el estómago. Como todas las personas que se creen listas, Osmond Larkin era al mismo tiempo también un estúpido. Como todos los listos, no había logrado contenerse y había hecho alarde de su astucia, motivo por el cual ahora estaba en prisión. Hudson habría querido decírselo a la cara, levantarse de la sala de visitas y marcharse. Si hubiera seguido su instinto, habría violado sin más el secreto profesional y habría dicho él mismo a los investigadores todo lo que querían saber.
Pero eso no se podía hacer.
Aparte de los riesgos personales que habría corrido y los que habría hecho correr a las personas que le habían ayudado a entrar en aquel baile, significaba coger el mando a distancia y apagar un televisor en el cual se veía la imagen de un magnífico velero que partía las olas con un guapo joven al timón…
No, no había nada que hacer, a pesar de su aversión por Larkin Algo debía soportar si quería obtener lo que deseaba.
«No todo -se dijo-, pero sí mucho, y enseguida.»
Volvió hacia el yate del patrocinador. Las numerosas embarcaciones ancladas las unas junto a las otras estaban en la penumbra, las más grandes un poco más iluminadas, las demás envueltas en la oscuridad y en el reflejo de las otras luces.
Miró alrededor. El muelle estaba desierto. Los bares habían cerrado, las sillas de plástico estaban apiladas, las sombrillas plegadas alrededor de sus soportes. Le resultó raro. A pesar de la hora tardía, era verano, y en las noches de verano siempre hay gente a todas horas. Sobre todo en las noches de la Costa Azul. Acudió a su mente la historia del asesino en serie que le había contado Serena. ¿Sería por eso que estaba solo en el muelle? Quizá nadie quería salir solo, por miedo a tener un encuentro indeseable. Pensó que, en general, las personas, cuando tienen miedo, buscan en lo posible la compañía de otras, en la ilusión de protegerse mutuamente.
En ese aspecto, Hudson se sentía un perfecto ciudadano de Nueva York. Donde él vivía, si se dejara llevar por esos pensamientos no saldría nunca de su casa…
Oyó el ruido del motor de un coche que se acercaba y sonrió. Por fin llegaba Serena. Imaginó los pezones de la muchacha estimulados por sus dedos. Experimentó una agradable sensación de calor en la boca del estómago y un satisfactorio endurecimiento bajo la cremallera del pantalón. Se proponía pedirle con un pretexto cualquiera que le permitiera conducir el coche. Mientras esperaba, había visto en su cabeza una imagen muy seductora. Él con el viento en los cabellos, yendo por la haute corniche, inmersa en la oscuridad, conduciendo lentamente un descapotable entre el aroma de los pinos, mientras una simpática muchacha neozelandesa inclinaba la cabeza sobre su regazo, con su pájaro en la boca.
Anduvo hacia las luces de la ciudad, al fondo, del otro lado de muelle, para ir al encuentro de Serena. No oyó los pasos del hombre que se acercaba velozmente a sus espaldas, porque parecía el mismísimo hijo del silencio.
El brazo que le rodeó el cuello, sin embargo, era de hierro, al igual que la mano que le cubrió la boca. La cuchillada, de arriba abajo, fue precisa y mortal, como tantas otras veces.
Le traspasó limpiamente el corazón.
El cuerpo atlético del joven abogado duplicó su peso y se aflojó de golpe en los brazos de su asesino, que lo sostuvo sin esfuerzo.
Hudson McCormack murió con la imagen de la Roca de Monaco en los ojos, sin ver satisfecha una pequeña, última vanidad. No supo nunca que su camisa blanca, además de su bronceado, destacó también el rojo de su sangre.
Helena, desde el balcón de la casa, respondió con una sonrisa y un gesto de la mano a la seña de su hijo, que salía por la verja del patio junto a Nathan Parker y Ryan Mosse. El portón volvió a cerrarse con un golpe seco, y la casa quedó desierta. Después de varios días, era la primera vez que la dejaban sola, y le había sorprendido que así fuera. Su padre seguía un designio del que ella era consciente, pero cuyos contornos y manifestaciones le resultaban oscuros. Había sorprendido a Nathan y a su esbirro enfrascados en una conversación que cesó de golpe cuando la vieron aparecer. Desde que había confesado su relación con Frank, su presencia se consideraba sospechosa o peligrosa. Ni siquiera por un instante el general había consentido en dejarla sola con Stuart. Por eso ahora la había dejado en casa sin más compañía que la angustia.
Antes de salir, su padre dio orden de desconectar todos los aparatos telefónicos, que Ryan Mosse encerró con llave en una habitación de la planta baja. Helena no tenía móvil. Luego, Nathan Parker le habló brevemente, con ese tono que usaba con ella y con el mundo cuando no admitía réplicas.
– Nosotros salimos. Tú te quedarás aquí, sola. ¿Necesitas que te diga algo?
Interpretó su silencio como una respuesta afirmativa.
– Bien. Te recuerdo una cosa, por si acaso: la vida de ese hombre, ese Frank, depende de ti. Si tu hijo ya no te importa tanto como para hacerte razonar, espero que esto te convenza de ser buena chica y evitar cualquier acción descabellada.
Mientras el padre le hablaba a través de la puerta abierta del jardín, Helena vio que Stuart y Mosse le esperaban delante de la verja.
– Dentro de poco nos iremos, apenas termine lo que he venido a hacer. Debemos llevar a casa el cuerpo de tu hermana, algo; que no parece importarte mucho. Cuando hayamos vuelto a Estados Unidos, tu perspectiva cambiará, incluido este estúpido capricho por ese inútil…
Días atrás, tras el regreso del general, ella había encontrado el valor para contarle lo sucedido con Frank Ottobre. Nathan Parker se había puesto como loco. No eran celos normales, los celos comprensibles de un padre hacia una hija, ni siquiera por la atracción abyecta de un hombre hacia su hija amante, pues, como le había dicho a Frank, hacía años que no la obligaba a tener relaciones con él.
Ese período, gracias a Dios, parecía terminado para siempre. A Helena le bastaba volver a pensar un instante en las manos de ese hombre sobre ella para sentir un asco que todavía ahora, a pesar de los años transcurridos, le provocaba el deseo imperioso de lavarse. Sus «atenciones» habían cesado poco después del nacimiento del niño, o incluso antes, desde que le había confesado entre lágrimas que estaba embarazada.
Todavía recordaba los ojos de su padre cuando ella le habló de su estado y le dijo que quería abortar.
– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Nathan Parker con voz incrédula, como si lo abominable fuera la intención de ella, no el embarazo.
– No quiero este hijo. No puedes obligarme a tenerlo.
– Y tú no puedes decirme qué puedo hacer y qué no puedo hacer. Soy yo el que te lo dice a ti. Y tú no harás nada de nada. ¿Entendido? ¡N-a-d-a! -deletreó, con la cara a pocos centímetros de la suya.
Después dictó su condena:
– Vas a tener ese niño.
Helena hubiera querido desgarrarse el vientre y extraer con sus propias manos ensangrentadas lo que llevaba dentro. Quizá su padre, el maldito padre de su hijo, había adivinado sus pensamientos Quizá se los había leído en el rostro. El hecho es que desde aquel momento no la había dejado sola ni un instante.
Más tarde, para justificar ante los ojos del mundo su embarazo y el nacimiento de Stuart, inventó aquella absurda historia del matrimonio. Nathan Parker era un hombre poderoso, muy poderoso Cuando no estaba de por medio la seguridad nacional, se le concedía prácticamente todo.
Muchas veces se había preguntado Helena cómo era posible que ninguno de los hombres que tenían trato con su padre se hubiera dado cuenta del verdadero alcance de su enajenación. Eran hombres importantes, diputados, senadores, militares de alto rango, incluso presidentes de Estados Unidos. ¿Era posible que ninguno de ellos, mientras escuchaba las palabras del general Nathan Parker, héroe de guerra, hubiera sospechado que aquellas palabras salían de la boca y del cerebro de un loco? Quizá la explicación fuera muy simple: un banal do ut des.
Y aunque el Pentágono o la Casa Blanca tuvieran conocimiento de los aspectos poco edificantes de la personalidad del general, mientras las consecuencias quedaran entre las paredes de su casa podían ser toleradas a cambio de los servicios que prestaba a la nación.
Después del nacimiento de Stuart – ¡un macho, al fin!-, su padre no dejó de manifestar con ambos una actitud posesiva que iba más allá de sus tendencias maníacas, de su modo antinatural de amar. Madre e hijo no eran dos seres humanos, sino una propiedad personal. Eran enteramente suyos. Y destruiría a cualquiera que amenazara esa situación que, en su absoluta alienación, creía perfectamente legítima.
Por eso odiaba a Frank. Se había interpuesto en su camino y tenía una personalidad tan fuerte como la suya. Pese a la historia que Frank cargaba sobre sus espaldas, Parker sabía que su fuerza no era enferma, sino sana. Que no le llegaba del infierno, sino del mundo de los hombres. Y que como tal había osado enfrentarse a él, se había negado a ayudarle y había tenido la audacia de no obedecerle primero y de desafiarle después.
Y, sobre todo, no le tenía miedo.
La prueba de la inocencia de Mosse y su excarcelación, así como haber obligado al agente del FBI Frank Ottobre a admitir públicamente su equivocación, eran hechos que Nathan Parker había vivido como un éxito personal. Ahora solo faltaba capturar al asesino de Arijane para considerar su triunfo absoluto. Y Helena no tenía dudas de que lo lograría. O, en todo caso, lo intentaría. Helena pensó en la pobre Arijane. La vida de su medio hermana no había sido mucho mejor que la suya. No eran hijas de la misma mujer. La madre de Helena, a quien casi no había conocido, labia muerto de leucemia cuando ella tenía tres años. En aquella época, los tratamientos para ese tipo de enfermedades todavía eran experimentales, y a pesar de los recursos económicos de que disponía el marido, en poco tiempo se había ido. De ella habían quedado unas fotos y algunas filmaciones en super 8, unas cuantas imágenes de algunos movimientos algo mecánicos de una mujer rubia delgada, de rostro dulce, que sonreía con una niña pequeña en brazos, junto al marido y señor uniformado.
Todavía ahora, Nathan Parker hablaba de su muerte como de una afrenta del destino. Helena tenía la impresión de que el padre, si tuviera que resumir sus sentimientos sobre el fallecimiento de su mujer, habría empleado una única palabra: intolerable.
Ella había crecido sola, en compañía de una multitud de institutrices que se sucedían a un ritmo cada vez más rápido. Como era apenas una niña, no tenía elementos para sospechar que aquellas mujeres, en cuanto respiraban la atmósfera de la casa, en cuanto descubrían quién era en verdad el general Parker y lo que se podía esperar de él, a pesar de cobrar un sueldo más que aceptable se iban por propia voluntad, cerrando la puerta a sus espaldas con un suspiro de alivio.
Luego, sin previo aviso, Nathan Parker, de regreso de un largo período en Europa como comandante de algo relativo a la OTAN, apareció con una nueva esposa, Hanneke, una alemana morena, de cuerpo escultural y ojos verdes y fríos como el hielo. El padre abordo el asunto con su habitual estilo expeditivo. Le presentó a aquella mujer de piel pálida, una perfecta extraña, como su nueva madre. Y eso había sido siempre. No su madre, sino una perfecta extraña.
Poco después nació Arijane.
Absorbido por su carrera que avanzaba a toda vela, el general dejó el cuidado de la casa en manos de Hanneke, que la administraba con la misma frialdad que parecía haber en sus venas. Las relaciones entre ellos se caracterizaban por una fastidiosa formalidad A Helena no se le permitía ver a su hermana como a una niña. Arijane era otra pequeña extraña que compartía la misma casa, no una compañera con quien aprender a crecer juntas. Para eso estaban las institutrices, las gobernantas y las profesoras particulares.
Después, cuando Helena entró en una espléndida adolescencia, ocurrió el episodio de aquel muchacho, Andrés. Era el hijo de Bryan Jeffereau, el jardinero que se ocupaba del mantenimiento del parque de la gran casa de los Parker. En las vacaciones de verano, cuando no había clases, trabajaba con los obreros para «empezar a practicar», como decía con orgullo el padre cuando hablaba con Nathan Parker. El general se mostraba de acuerdo con la idea y había definido muchas veces a Andrés como «un buen chaval».
Andrés era un muchachito tímido, que la miraba a escondidas por debajo de la visera de la gorra de béisbol que llevaba para protegerse del sol mientras arrastraba al cajón de la camioneta las ramas podadas, para llevárselas.
Helena había notado sus torpes acercamientos, en general solo eran miradas disimuladas y sonrisas cohibidas, que ella aceptaba sin corresponder, aunque la halagaba. Andrés no era lo que se dice un muchacho guapo. Era un joven como muchos, ni guapo ni feo, con una manera de comportarse que, cuando ella se hallaba presente, se volvía de golpe torpe e inútil. Pero para Helena poseía un encanto especial: era el único muchacho al que podía frecuentar. Sus encuentros se reducían a intercambios de sonrisas sonrojadas. Un día, Andrés se armó de valor y dejó una tarjeta escondida entre las hojas de una magnolia, atada a una rama con un alambre de acero cubierto de plástico verde. Ella la cogió y se la metió en el bolsillo de los pantalones de amazona. Más tarde, en su cama, la saco y la leyó; el corazón le latía a cien por hora.
Ahora, tantos años después, no recordaba las palabras exacta; con las que Andrés Jeffereau le había declarado su amor, sino solo la ternura que le había inspirado su letra insegura. Eran las frases inocentes de un muchacho de diecisiete años que, con un amor de adolescente, la llamaba «princesa de la gran casa» y la trataba como tal.
Pero Hanneke, su madrastra, que no vivía según las enseñanzas que impartía, entró en la habitación de improviso, sin golpear. Helena escondió la tarjeta bajo las mantas, con un gesto demasiado rápido para no parecer furtivo.
La madrastra se acercó a la cama y tendió una mano hacia ella.
– Dame lo que tienes ahí debajo.
– Pero yo…
La mujer se limitó a mirarla abriendo mucho los ojos.
Las mejillas de Helena se encendieron.
– Helena Parker, creo haberte dado una orden.
Ella sacó la tarjeta y se la entregó. Hanneke leyó el mensaje sin revelar emoción alguna; luego lo dobló y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta del conjunto que llevaba puesto.
– Creo que este asuntillo deberá ser un secreto entre tú y yo, para no causar dolor a tu padre.
Fue su único comentario. Helena sintió un alivio tan grande que no comprendió que la mujer le estaba mintiendo, simplemente porque en ese momento le divertía hacerlo.
Al día siguiente vio a Andrés.
Se encontraron en la caballeriza adonde Helena iba todos los días a cuidar de Mister Marlin, su caballo. El muchacho estaba allí por casualidad o porque así lo había planeado, sabiendo que antes o después llegaría también ella. Rojo como un tomate, se le acercó. Helena no había notado, hasta ese momento, que su rostro estaba lleno de pecas. Andrés le habló con una voz tan emocionada que ella, por algún motivo que no sabía explicarse, la definió como «llena de pecas vocales».
– ¿Has leído la tarjeta?
Era la primera vez que se hablaban.
– Sí, la he leído.
– ¿Y qué piensas?
Ella no supo qué decir.
– Es… es bonito.
Sin previo aviso, reuniendo valor a dos manos, Andrés se inclinó y la besó en la mejilla.
En ese momento Helena volvió la cabeza y vio con horror a su padre, a contraluz, en el umbral de la caballeriza. Lo había visto todo. Todo y solo lo que había sucedido.
Un muchacho de su edad la había besado en la mejilla.
El general se abalanzó como una furia sobre el pobre jovencito y le abofeteó con tanta violencia que le hizo sangrar la boca y la nariz. Después lo alzó del suelo y lo arrojó contra la puerta del box de Mister Marlin, que retrocedió con un relincho de miedo. Cuando lo aferró por el cuello y volvió a ponerlo en pie, Andrés tenía la camisa manchada de la sangre que le goteaba de la nariz.
– Ven conmigo, pequeño bastardo.
Lo arrastró a la parte delantera de la casa y lo arrojó como un saco vacío a los pies de Bryan Jeffereau, que se quedó boquiabierto, con un par de tijeras de jardín abiertas en la mano.
– ¡Ten, Bryan, coge a este degenerado y marchaos ahora mismo de mi casa! ¡Y agradece que no lo acuse de intento de violación!
La furia de Nathan Parker no admitía réplicas, y Jeffereau lo sabía. Recogió en silencio a su hijo, a sus hombres y sus herramientas y se marchó.
Helena nunca más volvió a ver a Andrés Jeffereau.
Poco después comenzaron las «atenciones» de Nathan Parker hacia su hija.
Ahora, Helena atravesó la alcoba que se abría al pequeño balcón. Sobre la mitad de la cama caía un rayo de luz. Interpretó como un buen augurio que la parte soleada fuera aquella donde había dormido Frank, la única persona en el mundo a quien había tenido el valor de confesar su vergüenza.
Salió de la habitación y bajó a la planta inferior.
La evocación feliz de los pocos momentos pasados con Frank no bastaba para anular sus recuerdos, tan lejanos en el tiempo todavía tan hirientes, como si todo hubiera sucedido el día anterior
«No son muchas las muchachas que han perdido la virginidad a manos del propio padre -se dijo-. Espero que no seamos muchas; y me gustaría, por el bien del mundo, ser la única, aunque estoy segura de que no es así…»
El mundo estaba lleno de hombres como Nathan Parker, no lo dudaba. Y tampoco dudaba que el mundo estaba lleno de mujeres como ella, pobres muchachas asustadas que habían llorado lágrimas de humillación y asco en una cama con las sábanas sucias de sangre y del mismo semen que las había engendrado.
Su odio no tenía límites. Por el padre y por ella, por no haber logrado rebelarse cuando debió hacerlo. Ahora tenía la justificación de Stuart, el hijo al que amaba tanto como odiaba a su padre. El hijo por el que en una época habría pagado cualquier cosa con tal de perderlo, y al que ahora no quería perder a ningún precio. Ahora estaba él; pero antes, ¿quién estaba? Por mucho que se esforzara, no conseguía encontrar ninguna coartada a su debilidad frente a la violencia del padre.
A veces se preguntaba si en su interior no habría, adherido a su mente como un cáncer, un amor tan enfermizo como el de Nathan Parker. Quizá continuaba sufriendo esa tortura porque era su hija y por sus venas corría la misma sangre y la misma perversión de ese hombre. Se lo había preguntado muchas veces.
Aun así, solo una cosa la había salvado de enloquecer. Saber que nunca, ni una sola vez, lo que había tenido que soportar le había gustado.
Hanneke debió de sospechar algo, aunque Helena nunca lo sabría con certeza. Tal vez lo que ocurrió después solo fue producto de un fuego que ardía bajo su apariencia glacial y formal, un fuego del que nadie, quizá ni siquiera ella misma, se había dado cuenta nunca.
De un modo banal y prosaico, dejando una carta de la que Helena se enteró solo muchos años después, la alemana huyó con un maestro de equitación que frecuentaba la casa; abandonó sin añoranzas al marido y a las niñas. Y, desde luego, se llevó una considerable suma de dinero.
El general Parker tuvo en cuenta solo una cosa: la discreción con quesucedió todo. Hanneke sería una furcia, aunque con clase, pero estúpida. Si hubiera humillado públicamente a su marido, las consecuencias habrían sido dramáticas. Él la hubiera seguido hasta el fin de los tiempos y del mundo, hasta consumar su venganza.
Con toda probabilidad la carta, que Helena no había leído nunca, tenía esa finalidad: si la mujer sabía o sospechaba el comportamiento de su marido hacia Helena, debió de proponerle un acuerdo. Su libertad y su silencio a cambio de la misma libertad y el mismo silencio. El pacto fue tácitamente aceptado. Con el tiempo, y abogados de por medio, llegaron a un divorcio que puso las cosas en su lugar.
Nadie, como solía decirse, había salido perjudicado.
Ciertamente en nada salió perjudicado Nathan Parker, cuya indiferencia hacia su mujer era total en los últimos tiempos, así como su poder sobre Helena. Y menos aún salió perjudicada Hanneke, que ahora disfrutaba de dinero, de amantes y viajaba por el mundo.
Quedaban dos muchachas, como rehenes del destino, para pagar errores que no habían cometido. Arijane, poco después de alcanzar la mayoría de edad, se fue de casa y, tras vagabundear un tiempo, terminó viviendo en Boston. Sus conflictos con el padre se habían multiplicado en progresión geométrica a medida que crecía. Helena vivía, por un lado, aterrorizada de que le sucediera lo mismo que a ella. A veces espiaba el rostro de su padre mientras hablaba con Arijane para ver si en sus ojos se encendía esa luz que había aprendido a reconocer y a temer. Por otro lado -y se había maldecido por ello-, rogaba que sucediera, para no oír más los pasos del padre al acercarse a su alcoba en plena noche, para no sentir su mano que levantaba la sábana y el peso de su cuerpo en la cama, para no sentir…
Cerró los ojos y se estremeció. Ahora que había conocido a Frank y sabía cuál era el verdadero mensaje que dos personas podían intercambiar con una relación física, era plenamente consciente del horror y la repugnancia que había vivido durante todos aquellos años.
Frank era el segundo hombre de su vida con el que se había acostado, y el primero con el que había hecho el amor.
En la planta baja, la casa estaba llena de luz. En ningún lugar de mundo había una luz semejante. En alguna parte, en esa ciudad; Frank estaba viendo la misma luz, y quizá estaba sintiendo el mismo vacío. Era como si una máquina le aspirara el aire y la piel se adhiriera con ferocidad a los huesos, en una tentativa antinatural de implosión. Y todo eso mientras en ella comenzaba a actuar una fuerza exactamente opuesta, el deseo desenfrenado de hacer estallar todo lo que llevaba dentro.
Helena atravesó el pasillo que llevaba a la puerta del jardín. Pasó ante la habitación en la que Mosse había encerrado los teléfonos. Se detuvo. Justo en la puerta ante la que se hallaba ahora, ella y Frank habían intercambiado una larga mirada la noche en que habían arrestado a Ryan. Ella, exactamente en ese momento, lo había entendido. ¿Tal vez a él le había sucedido lo mismo? En sus ojos no había habido ninguna señal de emoción, pero Helena, con esa intuición que solo las mujeres tienen, estaba segura de que ese había sido el momento exacto en que había comenzado todo entre ambos.
Deseaba más que cualquier otra cosa que él estuviera allí, para poder preguntárselo.
Luego sacó del bolsillo el móvil que le había dado Frank la segunda noche, cuando había tenido que marcharse para ir a comunicarle a Céline la muerte de su amigo, el comisario. Reflexionó sobre su extraña situación, que le imponía guardar como un secreto precioso lo que el mundo entero consideraba ya un objeto de uso corriente.
Probó llamar al número de Frank, que él había grabado en la memoria. Una voz automática le anunció que el móvil del abonado estaba apagado y le aconsejó probar más tarde.
«No, te lo ruego, Frank, no me rehúyas justo ahora. No sé cuánto tiempo me queda. Muero de solo pensar en no poder verte; al menos quiero hablarte…»
Pulsó otro botón, que correspondía al número de la central de policía. Le respondió la voz del operador.
– Süreté Publique, bonjour.
– ¿Habla usted inglés? -preguntó Helena con cierto temor.
– Pues claro, madame. ¿En qué puedo ayudarla?
Dio la respuesta en inglés, pero dijo la palabra «madame» en francés. Noblesse obligue. Helena soltó un suspiro de alivio. Salvada de hacer acrobacias en un idioma que no dominaba. Hanneke les había enseñado -o, mejor dicho, impuesto- alemán a ella y a Arijane, pero sentía horror por el francés, que definía como un idioma de homosexuales.
– Querría hablar con el agente Frank Ottobre, por favor…
– Un instante, madame. ¿A quién debo anunciar?
– A Helena Parker. Gracias.
– Espere.
El operador la dejó esperando, y al cabo de unos instantes la voz de Frank le llegó por el aparato.
– Helena, ¿dónde estás?
Ella sintió que se ruborizaba, y ese fue el único motivo por el que se alegró de que él no estuviera allí en ese momento. Le pareció que volvía atrás en el tiempo, a aquel día en que había sentido en la mejilla los labios tímidos e inexpertos de Andrés Jeffereau. Supo que Frank Ottobre tenía el poder mágico de hacerle recuperar su inocencia. Y con ese descubrimiento Helena tuvo la confirmación definitiva de cuánto lo amaba.
– Estoy en casa. Mi padre ha salido con Ryan y Stuart, y estoy sola. Mosse ha encerrado en una habitación todos los teléfonos. Estoy usando el que me dejaste tú.
– ¡Ese cabrón! Menos mal que se me ocurrió la idea de darte un móvil…
Helena no sabía si en la centralita de la policía escuchaban las conversaciones. Frank le había dicho que sospechaba que tenía pinchados el móvil y el teléfono de su casa, en el Pare Saint-Román. Quizá era por eso que hablaba con brusquedad.
Helena no quería decir nada que pudiera dañarlo o perjudicarlo, pero sentía que estallaba.
– Debo decirte algo…
«¡Ahora! -se alentó-. ¡Dilo ahora o no lo dirás nunca!»
– Te quiero, Frank.
Helena pensó que era la primera vez en su vida que pronunciaba esas palabras. Y que por primera vez sentía un miedo del que no se asustaba.
Al otro lado hubo un silencio. Fueron apenas unos segundos, pero a Helena le pareció que, en el lapso transcurrido antes de oír la respuesta, un hombre habría podido plantar y cosechar dátiles.
Después la voz de Frank salió al fin por el teléfono.
– Yo también te quiero, Helena.
Así, simplemente, como debía ser. Con esa sensación de paz que desde siempre emana de las obras maestras. Ahora Helena Parker ya no tenía dudas.
– Que Dios te bendiga, Frank Ottobre.
No hubo tiempo de decir más. En la estancia donde se hallaba Frank se oyó el ruido de una puerta que se abría, atenuada por el filtro del teléfono.
– Disculpa un instante -le oyó decir, de pronto frío.
Helena oyó que una voz que no era la de él decía palabras que no entendió. Después un grito de Frank, el ruido de algo que golpeaba sobre una superficie de madera, seguido por una imprecación, la voz de Frank que gritaba: «¡No, por Dios, otra vez él, maldito hijo de puta…!».
Después, de nuevo su voz en el teléfono.
– Discúlpame, Helena. Sabe Dios que no querría dejarte, pero debo salir ahora mismo…
– ¿Qué ha sucedido? ¿Puedes decírmelo?
– Claro que sí. De cualquier modo, mañana lo leerás en todos los periódicos. ¡Ninguno ha matado otra vez!
Frank cortó la comunicación. Helena se quedó mirando la pantalla, confundida, tratando de adivinar cómo cerrar la comunicación. Estaba tan feliz que ni siquiera se dio cuenta de que su primera verdadera llamada de amor se había interrumpido por la noticia de un asesinato.
Frank y Morelli bajaron la escalera como si de ello dependiera el destino del mundo. Mientras literalmente volaban sobre los escalones, Frank se preguntó cuántas veces más se repetiría esa carrera antes del fin de la pesadilla. Mientras hablaba por teléfono con Helena, por unos instantes se había sentido en una pequeña isla tranquila en medio de un mar azotado por la tempestad… hasta que llegó Claude e interrumpió ese sueño de ojos abiertos.
Ninguno había vuelto a matar. Y del peor modo, añadiendo la burla al daño.
«Dios santo, ¿cuándo terminará esta matanza? ¿Quién es este hombre? ¿Qué es este hombre para hacer lo que hace?»
Salieron por la puerta de cristal de la comisaría y a la derecha vieron un corro de policías alrededor de un coche. La calle ya estaba vallada, para bloquear vehículos y peatones tanto en Suffren Raymond como del lado opuesto, a mitad de la calle Notari.
Frank y Morelli bajaron el tramo exterior de la escalera y se acercaron. Los agentes se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Aparcado justo frente a la entrada de la central, a la derecha, en el último lugar reservado para los coches patrulla, se hallaba el Mercedes SLK de Jean-Loup Verdier con el maletero abierto.
En el interior se veía el cuerpo de un hombre, cuya imagen parecía una mala copia del asesinato de Alien Yoshida, una tentativa poco lograda, realizada a manera de ensayo. Acurrucado en el maletero del coche, apoyado sobre el lado derecho, estaba el cuerpo de un hombre. Llevaba un pantalón azul y una camisa blanca ensangrentada. En el pecho, a la altura del corazón, había un corte; la sangre se había esparcido a su alrededor por la tela. Pero, como de costumbre, era el rostro la parte más estropeada. El cadáver daba la impresión de mirar la moqueta que recubría las paredes del maletero, a pocos centímetros de los ojos abiertos de par en par, con una horrorosa carcajada sarcástica, la cara desollada, la sangre coagulada en la cabeza calva, donde un irónico mechón de pelo indicaba que esta vez el trabajo se había realizado de manera más bien apresurada.
Frank miró en torno. Ninguno de los agentes mostraba ganas de vomitar.
«Nos acostumbramos a todo, tanto a lo peor como a lo mejor.»
Pero esto no era una costumbre, sino una maldición, y en alguna parte debía de existir el modo de acabar con ella. Él debía encontrarlo a toda costa, si no quería terminar sentado otra vez en el banco de madera y hierro forjado del jardín de una clínica psiquiátrica, mirando sin ver a un jardinero que plantaba un árbol.
Recordó la conversación con el padre Kenneth. Si hubiera estado allí en ese momento, habría podido decirle que todavía le costaba creer en Dios, pero que comenzaba a creer en el diablo.
– ¿Cómo lo han descubierto? -preguntó a todos y a nadie en particular.
Se acercó un agente, al que Frank reconoció aunque no sabía su nombre.
Era uno de los que vigilaban la casa de Jean-Loup; por suerte para él, no se hallaba de servicio el día en que habían descubierto la identidad de Ninguno.
– Esta mañana he visto el coche aparcado en una zona prohibida. En general somos bastante rigurosos y lo hacemos retirar enseguida, pero en estos días, con tanto trajín…
El agente hizo un gesto para referirse a la situación que tan bien conocía Frank. Tenía muy presentes los turnos insostenibles a que se hallaban sometidos los agentes, el continuo ir y venir de los coches, las salidas apresuradas para ir a verificar todas las denuncias que recibían. Era la consecuencia inevitable del momento que estaban viviendo. Todos los mitómanos de la tierra parecían salir a la luz en casos como ese. Ninguno ya había sido visto en decenas de lugares distintos, y cada vez la policía debía ir a verificarlo, sin resultado Sí Frank conocía muy bien la situación. Hizo una seña al agente para que continuara.
– Cuando volví a salir, al poco rato, vi que el coche seguía en el mismo lugar. Pensé que sería de algún residente que había venido al despacho a cumplir algún trámite. A veces intentan dejarlo allí… Me acerqué para mirar. Estaba llamando a la grúa cuando me pareció reconocer la matrícula. Yo estaba arriba, en Beausoleil, en la casa de…
– Sí, lo sé -le interrumpió Frank-. Sigue.
– Bien, cuando me acerqué, vi que sobre la parte de atrás del capó, cerca de la cerradura, había una mancha roja que podía ser de sangre. Llamé a Morelli y forzamos la cerradura. Y adentro estaba esto…
El agente señaló el cuerpo con la mano.
«Ya, había "esto". Y a "esto", como lo llamas tú, cuesta definirlo como un ser humano, ¿verdad?»
El agente levantó del todo la tapa del maletero, de modo que se pudiera ver bien el interior; lo hizo con un bolígrafo para no dejar huellas.
– Y estaba también esta…
Frank ya sabía qué iba a ver. En la chapa había una inscripción con sangre, la acostumbrada y cínica inscripción que había dejado el asesino como comentario de una nueva proeza.
«Yo mato…»
Frank se mordió el interior de la mejilla hasta que el dolor fue insoportable. Sintió en la boca el sabor dulzón de su sangre. Allí estaba lo que Jean-Loup le había anunciado durante la brevísima llamada del día anterior. No habría más indicios, pero sí cadáveres. Ahora, ese pobre ser humano que yacía en el maletero de un coche era la confirmación de que la guerra continuaba y de que también esta nueva batalla se había perdido. Aparcando el coche justo allí, ante la central de policía, con su macabra carga, Ninguno se burlaba, por enésima vez, de todos sus esfuerzos. Frank recordó la voz de Jean-Loup, al fin libre, sin distorsiones, contra un fondo de ruido de tráfico. Había llamado desde un móvil con tarjeta, comprado para la ocasión en cualquier tienda de electrónica de segunda Después había abandonado el aparato en un banco. Al pasar por allí, el muchachito al que habían detenido lo había encontrado y mientras llamaba al hermano mayor para contarle lo que tenía en la mano, la policía lo había localizado. El pequeño no había visto a la persona que había abandonado el móvil, y el aparato no tenía más huellas que las suyas.
Frank volvió a mirar el cuerpo acurrucado en el maletero. Por mucho que se esforzara, no conseguía imaginar cuál sería la reacción de los medios esta vez. Sería una hazaña encontrar las palabras adecuadas para referirse al nuevo crimen.
Las reacciones de Durand y Roncaille, francamente, le importaban un bledo. Y también su destino. Solo deseaba que no lo retiraran de la investigación antes de haber podido capturar a Ninguno.
– ¿Sabemos quién es este desdichado?
Morelli, que estaba del otro lado del coche, dio la vuelta y se detuvo a su lado.
– No, Frank. No llevaba documentos encima. Nada de nada.
– Sin duda lo descubriremos pronto. Por la piel se ve que era joven. Si este hijo puta ha seguido sus esquemas habituales, será un tío conocido, de unos treinta o treinta y cinco años, y bien parecido. Un pobre tipo cuya única culpa ha sido la de estar en el lugar equivocado. Y con el hombre equivocado. Dentro de poco seguramente aparecerá alguien, denunciará la desaparición y entonces sabremos quién es. Tratemos de descubrirlo antes de que suceda…
Se aproximó un agente.
– Inspector…
– ¿Qué hay, Bertrand?
– Una idea. Tal vez sea una estupidez, pero…
– Dila de todos modos.
– El calzado, inspector.
– ¿Qué tiene que ver el calzado?
El agente se encogió de hombros.
– Es calzado náutico. Lo sé porque yo también lo uso.
– Hay montones de zapatos así, y no creo…
Frank, que comenzaba a entender adónde intentaba llegar el agente, interrumpió a Morelli.
– Déjale terminar, Claude. Sigue adelante, Bertrand.
– Sí, pero en este caso, además de la marca del fabricante, hay también el logo de una marca de cigarrillos. Podría ser el nombre de un patrocinador. Y dado que estos días…
De golpe Frank recordó la regata. Puso las manos en los hombros del agente.
– … Dado que estos días se corre la Grand Mistral, o como se llame, podría tratarse de alguien relacionado con ese acontecimiento. Bravo, muchacho, buen trabajo.
Frank hizo este comentario en voz lo bastante alta para que lo oyeran los otros agentes. Bertrand se volvió hacia sus compañeros como si fuera el marinero de Cristóbal Colón que había gritado «¡Tierra, tierra!».
Frank llevó aparte a Morelli.
– Claude, el razonamiento de Bertrand me parece verosímil. Por otro lado, es la única pista que tenemos. Hagamos averiguaciones en esa dirección. Ya nos hemos jugado todo lo que podíamos jugarnos. A estas alturas, no tenemos nada que perder.
El furgón azul de la brigada científica apareció de repente por la calle Raymond. Un agente se apresuró a retirar las vallas y abrirle paso.
Frank indicó el furgón con la cabeza.
– No creo que haga falta decírtelo, pero recuérdales a los de la científica que necesitamos enseguida las huellas digitales del muerto. En el estado en que se encuentra, es el único modo de identificarlo. Es muy probable que no podamos encontrar a su dentista, de momento…
La cara de Morelli mostraba duda y cansancio. Después de todos aquellos crímenes, no resultaba fácil soportar los golpes sin tambalearse. Frank le dejó dando instrucciones a los técnicos que bajaban del furgón y subió a su despacho. De nuevo pensó en Helena. Volvió a oír su voz en el teléfono, asustada y sin embargo muy segura cuando le dijo que lo amaba.
También allí, otro fracaso.
A pocos kilómetros lo esperaba una mujer que podía ser su salvación y para la cual él podía ser su única esperanza. Tenía el mundo al alcance de la mano, pero dos hombres le obstruían el camino.
Por un lado, Ninguno, cuya furia homicida le empujaba a matar a personas inocentes hasta que alguien le detuviera. Por el otro, el general Parker, cuya aberración le empujaba a matar todo lo bueno que encontraba en su camino, hasta que alguien hiciera lo mismo con él.
Y Frank quería ser ese alguien.
No creía que tuviera otras deudas. Ser policía significaba eso, en última instancia. Las verdaderas motivaciones yacían ocultas en una caja fuerte interior que cada uno abría únicamente si quería.
Durand, Roncaille, el ministro del Interior, el príncipe y también el presidente de Estados Unidos podían pensar lo que quisieran. Frank se sentía un simple peón, muy lejos de las salas donde se diseñaban los proyectos. Era él quien se encontraba delante de los muros que había que demoler y reconstruir, entre el polvo del cemento y el olor de la argamasa. Era él quien se veía obligado a mirar cuerpos mutilados y desollados, en medio del olor acre de la pólvora y la sangre. No pretendía escribir páginas inmortales; solo deseaba redactar un informe que explicara cómo y por qué había mandado a la cárcel al responsable de aquellos asesinatos.
Después se ocuparía de Parker. Ninguno, en su delirio, le había enseñado algo. A ser implacable mientras perseguía sus propios fines. Y exactamente así sería él al enfrentarse con el general. Actuaría con una ferocidad de la que el propio Parker, un maestro de la crueldad, se asustaría.
Ya en su despacho, se sentó al escritorio y marcó el número del móvil que le había dado a Helena. Estaba apagado. Quizá ya no estaba sola y no quería correr el riesgo de que el aparato comenzara a sonar y delatara su secreto. La imaginó en la casa, con Stuart como único consuelo entre sus carceleros, Nathan Parker y Ryan Mosse.
Se quedó reflexionando durante un cuarto de hora, con las manos detrás de la nuca y los ojos fijos en el techo. Adondequiera que lo llevara su mente, encontraba una puerta cerrada.
Sin embargo, presentía que la solución estaba cerca, en la palma de la mano. Sobre el esfuerzo de sus hombres no tenía dudas, ni sobre su capacidad. Cada uno de los que participaban en la investigación tenía un historial que daba fe de ello. Faltaba solo una pequeña ayuda de la suerte, que sin embargo es un importante componente del éxito. Era irónico que esa constante falta de suerte se manifestara allí, en el principado de Monaco, una ciudad llena de casinos grandes y pequeños en cada una de cuyas máquinas tragaperras estaba escrito «Winning is easy», ganar es fácil. Frank habría querido meterse delante de una de esas máquinas e introducir la suma necesaria para hacer girar la rueda hasta que en las tres líneas apareciera, en vez de un triple bar, la indicación del lugar donde se escondía Jean-Loup Verdier.
Se abrió la puerta y entró Morelli, tan nervioso que olvidó llamar.
– Frank, un pequeño golpe de suerte.
«Hablando del rey de Roma… Esperemos que sea él.»
– Dime.
– Han venido un par de personas a hacer una denuncia. O, más bien, a dar parte de su inquietud…
– ¿Es decir…?
– Un miembro de la tripulación del Try for the Sun, un velero que participa en la Grand Mistral, ha desaparecido.
Frank descruzó las manos detrás de la nuca y se inclinó hacia delante, esperando que continuara. Morelli prosiguió, sabiendo que había captado toda su atención.
– Anoche tenía una cita con una joven, en el muelle de Fontvieille. Cuando ella llegó a recogerlo, él no estaba. Esperó un rato y se fue. Por lo visto es una tía terca y esta mañana ha vuelto al barco del patrocinador, donde duerme la tripulación, para decirle a la cara lo que pensaba de él, que a una mujer como ella nadie la trata así, etcétera, etcétera… Ante semejante furia desencadenada, un marinero ha ido a llamarle a su camarote, pero no había nadie. La cama estaba hecha, lo que significa que el hombre no ha dormido allí.
– ¿No es posible que la haya hecho él mismo y que luego haya salido, esta mañana temprano?
– Es posible, pero muy difícil. Los marineros se levantan muy temprano, y seguro que alguien le habría visto. Además, han encontrado sobre la litera la ropa que llevaba puesta anoche, el uniforme oficial del Try for the Sun, prueba de que en algún momento subió a bordo para cambiarse…
– No son elementos concluyentes, pero por si acaso convendría comparar las huellas digitales del cadáver con las que haya en el camarote. Es el medio más seguro.
– Ya lo he ordenado. Le he pedido a un agente que aislé el camarote, y un hombre de la científica ya se dirige hacia Fontvieille.
– ¿Tú qué crees?
– La persona desaparecida corresponde a los parámetros de Ninguno. Un joven guapo, de treinta y tres años, con cierta fama en el mundo de la náutica… Es un estadounidense, un tal Hudson McCormack.
Al oír ese nombre, Frank dio un salto tan violento que Morelli temió que se cayera de la silla.
– ¿Qué nombre has dicho?
– Hudson McCormack. Es un abogado de Nueva York.
Frank se levantó de golpe.
– Sé muy bien quién es, Claude. Es decir, no lo conozco en absoluto, pero es la persona de la que te hablé ayer, el hombre al que quería poner bajo vigilancia.
Morelli metió una mano en el bolsillo posterior del pantalón y sacó el disquete que le había dado Frank el día anterior.
– Mira, aquí tengo el disquete todavía. Ayer no pude ocuparme. Tenía intención de hacerlo hoy…
Frank y Morelli pensaron lo mismo. Ambos sabían lo que significaba haber aplazado aquella medida. Si hubieran puesto a McCormack bajo vigilancia la víspera, tal vez ahora todavía estaría vivo, y Jean-Loup Verdier se encontraría tras las rejas de una prisión. Frank pensó que en aquella historia seguían amontonándose demasiados «si» y demasiados «quizá». Cada una de aquellas palabras era una pesada losa que podía transformarse en remordimientos.
– Vale, Claude. Compruébalo y mantenme al corriente.
Morelli dejó en el escritorio el disquete ya inútil y se retiró. Frank se quedó solo. Cogió el teléfono y llamó a Cooper a su casa en Estados Unidos, haciendo caso omiso de la diferencia horaria. Le respondió la voz de su amigo, sorprendentemente despierto a pesar de la hora.
– Diga.
– Coop, soy Frank. ¿Te he despertado?
– ¿Despertado? Todavía no me he ido a dormir. Acabo de llegar, mi chaqueta todavía se balancea en el perchero. ¿Qué sucede?
– Una locura, Coop; eso es lo que sucede. El hombre que estamos buscando, el asesino en serie, anoche liquidó a Hudson McCormack y lo desolló como a un antílope.
Un instante de silencio. Sin duda Cooper no conseguía creer lo que acababa de oír.
– Santo cielo, Frank, parece que el mundo se ha vuelto loco. También aquí estamos en un caos total. Llegan continuos avisos de atentados terroristas y debemos estar en alerta máxima. Y ayer por la tarde nos cayó encima otra desgracia imprevista: mataron a Osmond Larkin, en la cárcel, a la hora del recreo al aire libre. En una pelea entre presos.
– Bonito golpe.
– Ya. Así que, después de todo el trabajo que hemos hecho, nos hemos quedado sin apenas nada.
– Cada uno padece lo suyo, Coop. Aquí no estamos mejor. Esta mañana hemos encontrado otro cadáver.
– ¿Cuántos van hasta ahora?
– Agárrate fuerte. Diez.
Cooper no estaba al corriente de los últimos acontecimientos. Emitió un silbido mientras Frank le ponía al día del recuento de las víctimas.
– ¡Mierda! ¿Quiere establecer un nuevo récord en el libro Guinness?
– Sí, al parecer. Este hijo puta carga diez asesinatos en la conciencia. El problema es que yo también los cargo en la mía.
– Aguanta, Frank. Si te sirve de consuelo, a mí me ocurre lo mismo.
– No puedo hacer otra cosa en este momento.
Colgó. Pobre Cooper, cada uno con lo suyo. Frank se quedó pensando. Mientras esperaba la confirmación oficial de la desaparición de Hudson McCormack, temiendo que de un momento a otro se abriera la puerta y entrara Roncaille hecho una furia, no sabía qué hacer. Tal vez en ese momento el sobrio Roncaille estaba recibiendo un rapapolvo que a continuación repetiría a sus subalternos.
Cogió del escritorio el disquete, encendió el ordenador y lo deslizó en la unidad. Abrió uno de los dos archivos marcados con la extensión jpg.
En el monitor apareció una foto. La habían hecho en un local público, evidentemente sin que McCormack se diera cuenta. Se le veía en un bar bastante concurrido, uno de los tantos bares de Nueva York largos y estrechos, llenos de espejos para que parezcan más grandes, donde a la hora del almuerzo coinciden los empleados de las oficinas a comer un plato frío y que por la noche cambian la cara y se convierten en lugares donde los solitarios van a buscar compañía. El abogado Hudson McCormack se hallaba sentado a una mesa, hablando con una persona que estaba de espaldas y que llevaba un impermeable con la solapa levantada.
Abrió el otro archivo adjunto. Era un detalle ampliado de la misma foto, algo menos nítida que la anterior.
Frank observó la imagen de un guapo joven estadounidense, con el pelo corto según la moda neoyorquina, vestido con un traje azul muy adecuado para alguien que frecuenta los tribunales.
Con toda probabilidad, aquella era la cara del cadáver sin rostro que habían encontrado poco antes. La cara de un pobre joven que había llegado a Montecarlo con la perspectiva de una regata a mar abierto, sin siquiera imaginar que terminaría su vida en el estrecho espacio del maletero de un coche. Y que el último impermeable que llevaría sería una bolsa para cadáveres…
Frank se quedó mirando la foto. De pronto una idea descabellada se abrió paso en su cerebro, como la punta de un taladro que traspasa una pared demasiado fina.
¿Acaso era posible que…?
Abrió la agenda virtual que había encontrado en el ordenador de Nicolás. Su amigo no era un apasionado de la electrónica, pero hasta ahí llegaba. Esperaba encontrar el número que necesitaba Tecleó el apellido que buscaba y enseguida apareció en la pantalla el número correspondiente, junto al nombre completo y la dirección.
Antes de llamar preguntó a Morelli por el intercomunicador.
– Claude, ¿habéis grabado la llamada que hizo ayer Jean-Loup?
– Por supuesto.
– Necesito una copia, lo antes posible.
– Ya está hecha. Te la hago llegar enseguida.
– Gracias.
«Bien, Morelli.» Lacónico pero eficiente. Mientras marcaba el número de teléfono, Frank se preguntó cómo proseguiría la relación con Barbara, ahora que el inspector ya no frecuentaba la radio. Con ella no se había mostrado nada lacónico, aunque sí tan eficiente como siempre. Sus pensamientos se interrumpieron con la voz que le respondió al otro lado de la línea.
– ¿Diga?
Había tenido suerte. El hombre que había respondido era justo la persona con quien le interesaba hablar.
– Hola, Guillaume. Soy Frank Ottobre.
El muchacho no se sorprendió en absoluto por la llamada. Le respondió como si se hubieran visto por última vez hacía tan solo diez minutos.
– Hola, agente del FBI. ¿A qué debo el honor?
– Me sentí muy bien la otra vez, cuando estuvimos en tu casa. Y necesito recurrir de nuevo a tus servicios.
– Cuando quieras.
– Lo que tarde en llegar.
Frank cortó la comunicación y permaneció todavía algunos instantes mirando la foto en el ordenador antes de cerrar el archivo y extraer el disco. Si en aquel momento hubiera entrado alguien en el despacho, habría podido decirle que su expresión, mientras contemplaba la imagen, era la misma de un jugador empedernido observa el movimiento de la bola en la ruleta.
Frank detuvo el Mégane delante de la verja pintada de verde, al fondo de la calle que llevaba a la casa de Helena. Bajó del coche y se sorprendió al encontrarla abierta. Solo pensar que en pocos segundos vería el rostro de la mujer amada hizo que le latiera más deprisa el corazón. Pero vería también al general Nathan Parker, y eso le hizo apretar los puños de rabia. Antes de entrar se impuso calma; la cólera era una pésima consejera, y en aquel momento lo último que necesitaba eran malos consejos.
Por su parte, se sentía en condiciones de darlos buenos. El encuentro de la mañana con Guillaume había sido extremadamente clarificador. Había ido a verlo la tarde anterior, para pedirle que hiciera un par de comprobaciones. Lo encontró en la pequeña dependencia donde trabajaba, muy atareado. El muchacho tenía las máquinas ocupadas en un trabajo que no podía dejar de inmediato. Aun así, el joven dedicó toda la tarde y parte de la noche a lo que necesitaba Frank. Tuvo que hacer mil malabarismos, pero consiguió caer de pie. Y también volver a poner en pie la figura tambaleante de Frank Ottobre, agente especial del FBI.
Cuando Guillaume le puso ante los ojos el resultado de sus búsquedas, Frank se quedó helado al constatar que sus hipótesis se habían revelado exactas. Parecían solo suposiciones delirantes arrojadas al aire, conjeturas sin sentido ni utilidad. El mismo se había tratado de loco. Y sin embargo…
Sintió la necesidad de abrazar al muchacho. Pero enseguida se dijo que debía dejar de referirse a él con ese término, que consideraba solo su edad. Guillaume era un hombre. Un hombre con cojones. Lo supo definitivamente cuando se marchó de la casa de los Mercier y Guillaume le acompañó, callado, hasta la verja. Atravesaron el jardín uno junto al otro, sin hablar, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Frank ya había abierto la puerta y estaba a punto de subir al coche cuando su expresión le detuvo.
– ¿Qué pasa, Guillaume?
– No lo sé, Frank. Es una sensación extraña. Es como si se me hubiera caído una venda de los ojos.
Frank sabía a qué se refería, pero de todos modos preguntó.
– ¿A qué te refieres?
– Pues… a todo esto. Ha sido como descubrir de golpe que hay otro mundo, un mundo donde las cosas les suceden no solo a los demás sino también a nosotros. No matan a la gente solo en los informativos, sino también en la acera, mientras camina a tu lado…
Frank escuchó en silencio ese desahogo. Imaginaba adonde quería ir a parar Guillaume.
– Te preguntaré una cosa, Frank, y debes responder con sinceridad. No quiero saber los detalles, solo que me aclares una duda personal. Lo que he hecho por ti, la otra vez y hoy, ¿te servirá para capturar al asesino de Nicolás?
Guillaume tenía los ojos brillantes. Exteriormente, su actitud era despreocupada, pero era una persona con sentimientos. Quería a Nicolás Hulot como sin duda había querido a Stéphane.
Frank lo miró y le respondió con una sonrisa:
– Antes o después, cuando todo haya terminado, tú y yo tendremos una charla. No sé cuándo, amigo mío, pero entonces te explicaré con pelos y señales lo importante que has sido en esta historia, y en particular para mí.
Guillaume asintió y se apartó. Abrió la verja y mientras el Megane se iba le saludó con un gesto indeciso de la mano.
«Eres grande, Guillaume.»
Con este pensamiento, Frank pasó la verja y entró en el jardín de Helena. Le sorprendió lo que vio. Todas las ventanas del piso superior y todas las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas de par en par. Dentro, en la planta baja, una mujer con un delantal de tela azul enchufaba un aparato. Salió de su campo visual I y poco después llegó a los oídos de Frank el ruido zumbante de una aspiradora. La vio asomarse al ventanal moviendo el electrodoméstico hacia delante y hacia atrás. En el piso superior, en la habitación donde dormía Helena, otra mujer con un delantal igual salió al balcón con un tapete en la mano, que colgó de la baranda de hierro y comenzó a golpear con un sacudidor de mimbre.
Frank se acercó. Lo que veía no le complacía en absoluto. Por la puerta principal, de nogal oscuro, salió un hombre de edad, vestido con un traje claro con cierta pretensión de elegancia; en la cabeza, un panamá que combinaba perfectamente con el estilo de la casa. Lo vio y fue hacia él. Cuando le observó las manos, Frank calculó que, pese a su aspecto juvenil, debía de andar más cerca de líos setenta que de los sesenta años.
– Buenos días. ¿Qué desea usted?
– Buenos días. Me llamo Frank Ottobre y soy amigo de los Parker, que viven aquí…
El hombre sonrió, exhibiendo una hilera de dientes blancos que con seguridad le habían costado un ojo de la cara.
– Ah, también usted es estadounidense. Encantado de conocerlo.
Tendió una mano firme pero con la piel cubierta de manchas. A Frank se le ocurrió que, además de la edad, debía de sufrir del I hígado.
– Me llamo Tavernier, André Tavernier. Soy el propietario de esta casita…
Con un gesto y una sonrisa cómplice indicó la casa.
– Lo lamento por usted, jovencito, pero sus amigos se han ido.
– ¿Se han ido?
Tavernier parecía lamentar sinceramente tener que confirmarle una mala noticia.
– Así es. Se han ido. De este contrato de alquiler se ha encargado una agencia, cuando normalmente lo hago yo personalmente. Esta mañana he venido, con las mujeres de la limpieza, a conocer a mis inquilinos y los he encontrado en el patio con las maletas listas y esperando un taxi. El general… usted sabe a quién me refiero… me ha dicho que había surgido un imprevisto y que debían marcharse enseguida. Una lástima, la verdad, porque ya habían pagado el alquiler para un mes más. Yo, por educación, le he dicho que le reembolsaría el tiempo que había pagado de más, pero él no ha querido ni tocar el tema. Un verdadero caballero…
«Bien quisiera contarte yo lo caballero que es el general, petimetre conservado en naftalina.»
Frank hubiera querido rebatir la opinión del señor Tavernier. Si esa era su habilidad para juzgar a las personas, en sus negocios futuros más le convendría pedir que le pagaran por adelantado y al contado. Sin embargo, en ese momento había otras cosas que le interesaban más que informar al anciano sobre la verdadera personalidad del hombre al que había alquilado su casa.
– ¿No sabe adonde han ido?
El señor Tavernier sufrió un prolongado ataque de tos, con un repique catarroso que hablaba de algunos cigarrillos de más, a pesar de la edad. Frank tuvo que esperar a que sacara del bolsillo de la chaqueta un pañuelo inmaculado y se limpiara los labios antes de responder.
– A Niza. Al aeropuerto, me parece. Tenían un vuelo directo a Estados Unidos.
– ¡Hostia!
La exclamación salió de los labios de Frank antes de que lograra detenerla.
– Disculpe, señor Tavernier.
– No se preocupe. A veces hace bien soltarse un poco…
– ¿No sabe a qué hora era el vuelo?
– No, lo lamento. En esto no puedo ayudarle.
Frank no parecía ciertamente de buen humor. El señor Tavernier, consumado hombre de mundo, adivinó el motivo.
– Cherchez la femme! De eso se trata, ¿verdad, jovencito?
– ¿Cómo dice?
– Lo entiendo perfectamente. Hablo de la mujer que se alojaba en la casa. Se trata de ella, ¿verdad? También yo, si hubiera subido hasta aquí con la perspectiva de ver a una mujer como ella y me hubiera encontrado la casa vacía, tendría esa expresión de desilusión. En mis tiempos, cuando era joven, esta casa vio tantas bellas mujeres como para llenar un par de libros…
Frank estaba sobre ascuas. Lo único que quería era librarse de Tavernier y de sus viejos recuerdos y correr al aeropuerto de Niza. Pero el hombre le retuvo cogiéndole de un brazo. Frank se lo habría roto con gusto. En general no soportaba a las personas que imponen un contacto físico, y menos aún en un momento en que oía tañer los segundos que pasaban como si tuviera la cabeza dentro de una campana.
El viejo se salvó de su enfado solo por lo que dijo a continuación:
– Yo sí he disfrutado de la vida, créame usted. No como mi hermano, que vivía en la casa de aquí al lado, esa de allí, la que tiene el techo que asoma por los cipreses.
Adoptó un aire de conspirador, como si le confiara un gran secreto. Algo difícil de creer.
– Es la casa que esa loca de mi cuñada dejó en herencia a un chaval cualquiera solo porque salvó a su perro. Un cuzco que no valía ni el árbol contra el cual levantaba la pata… No sé si habrá oído hablar alguna vez de esa locura. ¿Y sabe usted quién era el chaval?
Frank lo sabía, lo sabía muy bien. Y no tenía ganas ni tiempo de oírselo repetir. Tavernier, ignorando el riesgo que corría, volvió a cogerle del brazo.
– ¡Era un asesino! Un asesino en serie, el que ha matado a todas esas personas en Montecarlo y las ha desollado como si fueran bestias. Fíjese usted a qué clase de tío dejó mi cuñada una casa de tanto valor…
«¡Mientras que tú has alquilado la tuya a un benefactor de la humanidad! Si existiera el premio Nobel a la estupidez, este viejo Idiota lo ganaría todos los años.»
Ignorante de los pensamientos poco halagadores de su interlocutor, Tavernier dejó escapar un suspiro. Llegaba otra oleada de recuerdos.
– ¡Qué mujer! Le hizo la vida imposible a mi pobre hermano, No es que no fuera guapa… Era bonita como un pleno en la ruleta, si me permite usted la comparación, pero igual de peligrosa. Daba ganas de seguir jugando y jugando, no sé si me explico… Mi hermano y yo nos hicimos construir estas casas a mediados de los años sesenta. Casas gemelas, una al lado de la otra, pero nada más. Yo vivía aquí, y ellos, allá. Cada uno con su vida. Siempre he pensado que mi hermano era como un preso: encadenado y siempre a disposición para satisfacer los caprichos de su mujer. ¡Y vaya si tenía caprichos! Piense usted, sin ir más lejos…
Frank se preguntó por qué continuaba allí, escuchando los desvaríos de un ex libertino, en vez de subir al coche y partir a toda pastilla hacia el aeropuerto de Niza. Sin embargo, por un motivo que no lograba explicarse, tenía la impresión de que aquel hombre iba a decir algo importante. Y en efecto Tavernier lo dijo. En medio de la vacuidad de sus soliloquios, dijo algo tan importante que arrojó a Frank a la exaltación… y también al más profundo desaliento, al imaginar de pronto un gran avión que despegaba, con el rostro triste de Helena Parker contemplando por una ventanilla cómo Francia iba desapareciendo allá abajo.
Cerró los ojos. Había palidecido tanto que el viejo aspirante a gentilhombre se preocupó.
– ¿Qué tiene? ¿No se siente usted bien?
Frank volvió a mirarlo.
– No, al contrario. Me siento muy bien. Muy bien.
Tavernier subrayó su duda con la expresión adecuada. Frank le devolvió una sonrisa que el hombre no entendió. El viejo idiota jamás imaginaría que acababa de revelarle dónde se escondía Jean-Loup Verdier.
– Se lo agradezco mucho, señor Tavernier. Hasta pronto.
– Buena suerte, jovencito. Espero que logre alcanzarla… Pero si no, recuerde que el mundo está lleno de mujeres.
Frank le dio la razón con un gesto distraído mientras se alejaba. Había llegado a la verja, cuando Tavernier lo llamó.
– Ah, escuche, joven.
Frank se dio la vuelta con el deseo de mandarlo a cagar. Le contuvo un sentimiento de gratitud, por lo que acababa de revelarle sin saberlo.
– Diga, señor Tavernier.
El viejo esbozó una amplia sonrisa.
– Si por casualidad necesitara una bonita casa en la costa…
Indicó con un gesto triunfal del dedo la casa a su espalda.
– ¡Aquí la tiene!
Sin responder, Frank cruzó la verja. Se quedó de pie junto al coche, con la cabeza inclinada, mirándose los zapatos, uno al lado del otro, sobre la grava. Debía tomar una decisión, y debía tomarla deprisa. Al final decidió hacer lo que le dictaba el sentido del deber, al menos como primera medida. Sin embargo, nada le impedía hacer un intento de apostar a un doble. Sacó el móvil y marcó el número de la policía de Niza. Cuando atendió un agente, le dijo quién era y pidió hablar con el comisario Froben. Poco después se lo pasaron.
– Hola, Frank, ¿cómo estás?
– ¡En fin…! ¿Y tú?
– En fin también yo. Cuéntame.
– Necesito un favor, grande como una casa.
– Lo que quieras, si puedo.
– En el aeropuerto de Niza debería haber unas personas a punto de partir. El general Nathan Parker, su hija Helena y el nieto, Stuart. Con ellos debe de haber otro personaje, un tal capitán Ryan Mosse.
– ¿Ese Ryan Mosse?
– Exacto. Debes detenerlos. No sé de qué modo, no sé con qué excusa, pero debes impedir que se vayan hasta que yo llegue allí. Llevan a Estados Unidos el cuerpo de una de las primeras víctimas de Ninguno, Arijane Parker. Quizá puedas valerte de ese pretexto, algún obstáculo burocrático o algo así… Es cuestión de vida o muerte. Para mí, al menos. ¿Crees que podrás?
– Para ti, eso y más.
– Gracias, hombre. Hablamos luego.
A continuación Frank marcó otro número, el de la central de la Süreté. Pidió hablar con Roncaille. Le pasaron con él casi de inmediato.
– Director, soy Frank Ottobre.
513
Roncaille, que sin duda estaba viviendo los días más penosos de su carrera, le asaltó como un tornado.
– Frank, ¿dónde mierda se había metido?
Semejante vocabulario en boca del jefe de policía no indicaba un simple tornado, sino la tempestad del siglo.
– ¿Aquí está sucediendo de todo y usted desaparece? Le hemos puesto a cargo de una investigación, y en lugar de llegar a algo encontramos más muertos por la calle que pájaros en los árboles. ¿Sabe que de la plantilla actual de la Süreté dentro de poco no quedará nadie en su puesto? Yo, personalmente, tendré suerte si encuentro un empleo de guardián nocturno…
– Tranquilícese usted, director. Si no ha perdido su empleo hasta ahora, ya no lo perderá. Todo ha terminado.
– ¿Qué quiere decir con «todo ha terminado»?
– Que todo ha terminado. Que sé dónde se esconde Jean-Loup Verdier.
Del otro lado, silencio. Pausa de reflexión. Frank casi podía sentir la magnitud de la duda de Roncaille. Ser o no ser, creer o no creer…
– ¿Está usted seguro?
– En un noventa y nueve por ciento.
– Con eso no basta. Necesito el cien por cien.
– El cien por cien no existe. Creo que el noventa y nueve es un porcentaje más que considerable.
– Vale. ¿Dónde está?
– Antes quiero algo a cambio.
– Frank, no tire demasiado de la cuerda.
– Señor director, voy a aclararle algo. A mí, mi carrera me resulta indiferente. Es a usted a quien le importa la suya. Si responde que no a lo que le pido, cuelgo el teléfono y subo al primer avión que despegue de Niza con destino al mismísimo infierno. Y usted, para ser explícitos, puede ir a hacerse ahorcar, junto con su amigo Durand, ¿me he explicado?
Silencio. Pausa, para no morir. Después, de nuevo la voz de Roncaille, llena de furia contenida.
– Diga qué quiere.
– Quiero su palabra de honor de que se considerará que el comisario Nicolás Hulot murió en el cumplimiento del deber y que su viuda tendrá la pensión que corresponde a la mujer de un héroe.
Tercer silencio. El más largo. El de contar los cojones. Cuando Roncaille respondió, a Frank le alegró que hubiera llegado a dos.
– Está bien, de acuerdo. Tiene usted mi palabra. Ahora hable.
– Reúna a los hombres y dígale al inspector Morelli que me llame al móvil. Y usted, comience a lustrar el uniforme para la conferencia de prensa.
– ¿Dirección?
Por fin Frank dijo lo que Roncaille había pagado para escuchar.
– Beausoleil.
– ¿Beausoleil? -repitió Roncaille, incrédulo.
– Exacto. En todo este tiempo, ese hijo de puta de Jean-Loup Verdier no se ha movido en ningún momento de su casa.
Pierrot cogió el vaso de plástico lleno de Coca-Cola que le tendía Barbara y bebió como si le avergonzara que ella lo viera.
– ¿Quieres más?
Pierrot sacudió la cabeza. Le entregó el vaso vacío y se volvió con la cara roja hacia la mesa donde se encontraba ordenando una pila de CD.
Barbara le agradaba y le intimidaba al mismo tiempo. Estaba un poco enamorado de ella, y lo manifestaba con miradas furtivas, bruscos silencios y fugas precipitadas cuando ella aparecía. Bastaba que la muchacha le dirigiera la palabra para que se ruborizara. Barbara lo había notado hacía tiempo. Era un amor -si así se lo podía definir- típicamente infantil, lo mismo que Pierrot; pero, como todos los sentimientos, debía ser respetado. Sabía cuánta capacidad de afecto había en aquel muchacho extraño que parecía siempre asustado del mundo: la clase de candor y sinceridad que solo se encuentra en el cariño de los niños y los perros. Quizá la comparación resultara un poco restrictiva, pero era la expresión de un afecto completo y sincero, un afecto que existe en tanto tal, sin esperar nada a cambio.
Una vez ella había encontrado una margarita en el mezclador. Cuando se dio cuenta de que era Pierrot el individuo misterioso que le había regalado aquella simple flor de campo, se sintió morir de ternura.
– ¿Quieres otro bocadillo? -le preguntó, a espaldas de Pierrot.
De nuevo el muchacho sacudió la cabeza sin darse la vuelta. Era la hora del almuerzo y habían encargado al Stars 'n Bars una bandeja de panecillos y bocadillos. Después de la historia de Jean-Loup, salvo las voces y la música que salían por los micrófonos, las oficinas de Radio Montecarlo parecían haberse vuelto el reino del silencio. Todos merodeaban como si fueran sombras. La sede de la emisora se hallaba bajo el constante asedio de los periodistas, como el fuerte Álamo del ejército mexicano. A todos los integrantes del equipo los habían seguido, perseguido, acosado. Todos se habían encontrado un micrófono bajo la nariz, una cámara apuntada a la cara, un cronista ante la puerta de su casa. Al fin y al cabo, lo sucedido justificaba ampliamente la tenacidad de los medios en lo que a ellos concernía.
Jean-Loup Verdier, la estrella de Radio Montecarlo, había resultado ser un psicópata asesino y todavía se hallaba en libertad. Su presencia flotaba como un espectro por el principado de Monaco. Un día después del descubrimiento de la identidad del culpable de los homicidios en serie, gracias a la curiosidad morbosa de la gente y a la publicidad de los medios, la audiencia había aumentado casi al doble.
Robert Bikjalo, el Robert Bikjalo de otros tiempos, habría dado cualquier cosa por obtener esa cifra. Ahora hacía su trabajo como un autómata, fumaba a más no poder y se expresaba con monosílabos… al igual que los demás, por otra parte. Raquel atendía las llamadas con la voz mecánica de un contestador telefónico. Barbara no lograba contener el impulso irrefrenable de echarse a llorar.
Hasta el propio presidente llamaba solo en caso de extrema necesidad.
Al estado de ánimo general se añadió la noticia de la trágica muerte de Laurent, ocurrida hacía dos días, durante un intento de atraco. Aquello había dado el golpe de gracia definitivo y había ensombrecido aún más la atmósfera lúgubre; las presencias eran más espectrales que nunca.
Aun así, el más afectado en toda aquella historia era Pierrot.
Se había refugiado en un mutismo inquietante y respondía a las preguntas que le dirigían solo con movimientos afirmativos o negativos de la cabeza. Cuando estaba en la radio, era una presencia silenciosa que desarrollaba sus tareas como si no existiera. Permanecía durante horas encerrado en el archivo; más de una vez Barbara había bajado a ver si se encontraba bien. También la madre estaba desesperada. En casa, el muchacho pasaba todo el tiempo escuchando música en el equipo estéreo con los auriculares puestos, como si quisiera aislarse por completo del resto del mundo.
Ya no sonreía. Y no había vuelto a encender la radio.
La madre estaba desesperada por aquella involución del comportamiento de Pierrot. Acudir a Radio Montecarlo, sentirse parte de algo, ganar algún dinero (para enorgullecerle, la madre no cesaba de repetir cuan importante era su aportación a la economía doméstica), le había entreabierto una puerta al mundo.
Una puerta que había abierto por completo su amistad y su admiración por Jean-Loup. Ahora, poco a poco, volvía a cerrarla, y la madre temía que, una vez cerrada del todo, no permitiera entrar a nadie. Nunca más.
Era imposible saber qué le pasaba por la cabeza.
Sin embargo todos, del primero al último, se habrían quedado boquiabiertos de haber podido leer sus pensamientos. Todos creían que su tristeza y su mutismo se debían a haber descubierto que su amigo era en realidad un hombre malvado, como lo definía Pierrot, el asesino que llamaba a la radio y hablaba con la voz del diablo. Quizá el candido muchachito reaccionaba así al darse cuenta de que había depositado su confianza en alguien que no la merecía.
En cambio, los últimos acontecimientos y las revelaciones de toda aquella gente acerca de Jean-Loup no habían menoscabado en absoluto la confianza y el afecto que sentía Pierrot por su ídolo.
Él le conocía bien, había estado en su casa, juntos habían comido crepés de Nutella, y Jean-Loup le había dado a probar una copa de vino italiano muy rico que se llamaba «il Moscato». Un vino dulce y fresco, que le había hecho girar un poco la cabeza. Habían escuchado música, y Jean-Loup le había prestado unos discos, de esos negros de plástico, tan preciosos, para que él pudiera escucharlos en su casa. Le había hecho copias de los CD que prefería, como el de Jefferson Airplane y el de Jeff Beck con la portada de la guitarra en el maletero del coche y los dos últimos de Nirvana.
Cuando habían estado juntos, él nunca había oído a Jean-Loup hablar con la voz de los diablos; al contrario… Con su hermosa voz, igual a la de la radio, le decía cosas para hacerlo reír, y a veces lo llevaba a Niza a comer helados grandes como montañas, o a ver tiendas de animales y mirar los cachorros a través de los escaparates.
Jean-Loup le había dicho que eran amigos del alma, y siempre le había demostrado que era cierto. Entonces, si Jean-Loup siempre le había dicho la verdad, significaba algo muy simple: los que mentían eran los demás. Todos le preguntaban qué le ocurría y trataban de hacerlo hablar. El no quería decirle a nadie, ni siquiera a su madre, que la causa principal de su tristeza era que, desde que había pasado todo aquello, no había vuelto a verlo. Y que no sabía qué hacer para ayudarlo. Quizá en aquel momento estaba escondido en alguna parte y tenía hambre y no había nadie que le llevara algo de comer, ni siquiera un poco de pan con Nutella.
Sabía que los policías lo buscaban y que si lo cogían lo meterían en prisión. Pierrot no tenía una idea muy precisa de lo que era una prisión; solo sabía que allí ponían a la gente que había hecho cosas malas, y que no la dejaban salir. Y si no dejaban salir a la gente que estaba dentro, quería decir que tampoco dejaban entrar a los que estaban fuera y que él no vería nunca más a Jean-Loup.
Quizá la policía podía entrar a ver a los que estaban presos. Una vez también él había sido policía, un policía «en horario». Se lo había dicho el comisario, ese de cara simpática al que no había visto más y que alguien había dicho que estaba muerto. Pero, después de los líos que había provocado, quizá él ya no era más un policía «en horario», y quizá debía quedarse fuera de la prisión, como todos los demás, sin poder ir a ver a Jean-Loup.
Pierrot volvió la cabeza y vio que Barbara se alejaba rumbo a la sala de control. Miró su pelo rojo oscuro, que bailaba sobre el vestido negro al caminar. El quería a Barbara. No como a Jean-Loup, sino de una manera distinta: cuando su amigo le hablaba o le ponía una mano en el hombro, él no sentía ese calor que le subía del estómago, como si hubiera bebido de un solo trago una taza de té caliente.
Con Barbara era otra cosa; no sabía qué, pero sabía que la quería. Un día le había dejado una flor en el mezclador para decírselo una margarita recogida de un tiesto de la calle; la había apoyado en la superficie del aparato cuando nadie lo veía. Durante un tiempo había esperado que Jean-Loup y ella se casaran, así, cuando él fuera a visitarle, podría ver a los dos.
Pierrot recogió la pila de CD y fue hasta la puerta. Raquel le abrió, como solía hacer cuando le veía con las manos ocupadas. Pierrot salió al rellano y llamó el ascensor pulsando el botón con la nariz. Nunca había permitido que nadie se enterara de cómo llamaba el ascensor; seguro que se reirían si le veían. Pero, ya que la nariz estaba allí, en medio de la cara, bien podía usarla cuando tenía ambas manos ocupadas.
Empujó la puerta corredera con el codo y del mismo modo volvió a cerrarla. Dentro no se podía usar la nariz, porque los botones eran distintos. Se vio obligado a realizar una auténtica acrobacia; sujetó los CD con el mentón para poder pulsar el botón de la planta baja con un dedo.
El ascensor se había puesto en movimiento de arriba hacia abajo. La mente de Pierrot ya lo había hecho hacía tiempo, a su manera un poco casual, con una lógica que de algún modo, a su modo, seguía un recorrido enteramente lineal.
Había tomado una decisión, según un razonamiento irrebatible.
¿Jean-Loup no podía ir a él? Entonces él iría a Jean-Loup.
Había estado muchas veces en su casa, y su amigo le había dicho que, en un lugar secreto que solo conocían ellos dos, tenía una llave de repuesto para entrar. Estaba pegada con silicona bajo el buzón, del lado interior de la verja. Pierrot no sabía qué era la silicona, pero sabía muy bien qué era un buzón. También él y su madre tenían uno, en la casa de Mentón, y no era una casa bonita como la de Jean-Loup.
Cuando llegó al archivo, dejó la pila de discos sobre una mesa. Por primera vez desde que trabajaba en Radio Montecarlo, no los guardó de inmediato en su lugar.
Allí, en el salón, tenía su mochila Invicta, que le había regalado precisamente Jean-Loup. Dentro había puesto un poco de pan y un tarro de Nutella que aquella mañana había cogido de la cocina de su casa. No tenía vino «il Moscato», pero había cogido en cambio una lata de Coca-Cola y una de Schweppes; pensaba que quizá servirían igual. Si su amigo estaba escondido en alguna parte de la casa, cuando oyera que era él quien le llamaba sin duda saldría. Por otra parte, ¿quién más podía ser? Solo ellos dos sabían dónde estaba la llave secreta. Pasarían un rato juntos, comerían el chocolate, beberían la Coca-Cola y, si podía, esta vez él le diría a Jean-Loup cosas para hacerle reír, aunque no pudiera llevarle a Niza a ver los cachorros que jugaban tras los escaparates.
Si Jean-Loup no se hallaba allí, en su casa, tendría que cuidar sus discos, esos negros, de vinilo. Debía limpiarlos, impedir que las cubiertas cogieran humedad, ponerlos en fila de la manera correcta para evitar que se doblaran; de lo contrario, cuando él volviera, estarían todos estropeados. Debía ser él quien se ocupara de las cosas de su amigo; de lo contrario, ¿qué clase de amigo era?
Cuando el ascensor volvió a la planta baja, Pierrot sonreía.
Besson -un mecánico del representante de motores de barco que ocupaba la planta de abajo del edificio de la radio-, que estaba esperando, abrió la puerta. Se lo encontró de golpe ante él, de pie en el ascensor, con el pelo despeinado que sobresalía por encima de la pila de CD que llevaba en los brazos.
Al ver su sonrisa, sonrió también él.
– Hola, Pierrot, pareces la persona más atareada de todo Montecarlo. Si fuera tú, pediría un aumento de sueldo.
El muchacho no tenía la menor idea de cómo se hacía para pedir un aumento de sueldo. En todo caso, en aquel momento eso se encontraba a miles de kilómetros de sus intereses.
– Sí, mañana lo hago… -respondió, evasivo.
Besson, antes de subir al ascensor, le abrió la puerta de la izquierda, que llevaba al archivo.
– Cuidado con la escalera -dijo mientras le encendía la luz.
Pierrot hizo una de sus habituales señas con la cabeza y comenzó a bajar los escalones. Cuando llegó delante de la puerta del archivo, empujó con el pie la hoja que había dejado abierta. Dejó su carga sobre la mesa apoyada en la pared, frente a la fila de estantes llenos de discos y CD. Por primera vez desde que trabajaba en Radio Montecarlo, no puso inmediatamente en su lugar los CD que había traído.
Cogió su mochila y se la puso en los hombros, con el movimiento fácil que le había enseñado su amigo Jean-Loup. Apagó la luz y cerró la puerta con llave, como hacía todas las tardes antes de volver a su casa.
Solo que ahora no iba a su casa. Subió la escalera y se encontró en la entrada del edificio, el largo pasillo que terminaba en una puerta de cristal. Allí, del otro lado de la puerta, estaba el puerto, la ciudad, el mundo. Y, escondido en alguna parte, estaba su amigo, que lo necesitaba.
Por primera vez en su vida, Pierrot hizo algo que nunca había hecho.
Empujó las hojas de la puerta de cristal, dio un paso y salió a enfrentarse al mundo él solo.
Frank, sentado en el Mégane, en la explanada frente a la casa de Jean-Loup Verdier, esperaba. Como hacía bastante calor, había dejado el motor encendido para mantener en funcionamiento el aire acondicionado del coche. Mientras aguardaba a que llegaran Morelli y los hombres enviados por Roncaille, no podía dejar de mirar continuamente el reloj.
La imagen de Nathan Parker y su grupo disponiéndose a partir en el aeropuerto de Niza no abandonaba su cabeza, veía al general, impaciente, sentado en un sillón con Helena y Stuart, y a Ryan Mosse encargándose de los trámites del embarque. Luego, la figura maciza de Froben, o alguien en su nombre, que se acercaba a anunciar al viejo militar que había algunos obstáculos y que de momento debía postergar su viaje. No conseguía imaginar qué excusa habría inventado Froben para obtener ese resultado, pero sí imaginaba, y muy bien, la reacción del viejo. No habría querido encontrarse en el pellejo de su amigo comisario.
El absurdo de aquel pensamiento totalmente involuntario, fruto de una frase corriente, le hizo sonreír.
En realidad eso era exactamente lo que habría querido.
Le habría gustado estar en el aeropuerto de Niza en aquel momento, y hacer en persona lo que había pedido como favor a Froben. Habría deseado llevar aparte al general Nathan Parker y decirle al fin lo que quería decirle. Mejor dicho: lo que deseaba ardientemente decirle. Y sin necesidad de inventar nada; se limitaría solo a aclarar algunas cosas…
En cambio, se encontraba allí, viendo pasar el tiempo, mirando el reloj cada treinta segundos con la impresión de que hubieran transcurrido treinta minutos.
Se esforzó por apartar aquellos pensamientos de la cabeza. Acudió a su mente Roncaille. Ese era otro asunto. Era otro obstáculo. Con comprensibles dudas, el valiente director debía de haber movilizado a sus hombres. Frank le había hablado con tono categórico durante la llamada, pero había expresado una certeza que estaba muy lejos de poseer. No tenía el coraje de confesarse, ni siquiera a sí mismo, que, más que una especie de farol, la suya había sido una apuesta, y muy arriesgada, además. Cualquier apostador le habría dado treinta a uno sin pensarlo demasiado. En realidad, no tenía la absoluta seguridad de conocer el escondite de Ninguno; no era más que una razonable suposición. El porcentaje del noventa y nueve por ciento que había declarado al jefe de la policía era una considerable sobre valoración. Si su hipótesis no era acertada, las consecuencias no serían demasiado terribles, aparte del enésimo fracaso. Nada cambiaría respecto de la posición en que se encontraban ahora. Ninguno seguiría oculto, nada más. Ocurriría, simplemente, que el poco prestigio de que aún gozaba Frank Ottobre se reduciría de forma considerable, y las consecuencias podían ser deplorables. Roncaille y Durand tendrían entonces en la mano un arma cargada por él mismo, para hacer ver al representante del gobierno estadounidense que el hombre del FBI no era digno de confianza ni de continuar al frente de la investigación, a pesar del indudable mérito de haber descubierto la identidad del asesino. Además, su declaración pública acerca de los méritos del comisario Nicolás Hulot podía tener un efecto bumerán. Le parecía oír la voz y el tono indiferente de Durand mientras le decía a Dwight Stone que, en el fondo, si Frank Ottobre había llegado a aquel resultado, no era del todo mérito suyo…
Por otro lado, si su suposición resultaba exacta, todo terminaría de forma gloriosa. Él correría al aeropuerto de Niza a poner en orden sus asuntos personales, rodeado de un halo de leyenda. No era que la gloria le interesara demasiado, pero todo lo que pudiera ayudarle a ajustar las cuentas con Nathan Parker era más que bienvenido.
Al fin vio surgir por la curva de más abajo el primer coche patrulla. Esta vez llegaron sin hacerse preceder por el sonido de las sirenas, como Frank había recomendado a Morelli en su conversación por el móvil. Observó que habían reforzado considerablemente la unidad de intervención especial; era mucho más numerosa que la primera vez que habían subido hasta allí a intentar capturar a Jean-Loup. Veía seis coches llenos de agentes, además del habitual furgón azul de cristales oscuros. Cuando se abrieron las puertas posteriores del furgón, bajaron dieciséis hombres, en vez de doce. Con seguridad otros agentes ya se habían colocado más abajo, a fin de impedir cualquier posible intento de fuga a través del jardín delantero de la casa.
Un coche se detuvo, bajaron dos policías y partió, para ir a establecer un puesto de control más arriba, en el tramo de calle que subía hacia la autopista. Ya habían realizado el mismo procedimiento más abajo.
Frank sonrió a pesar suyo. Roncaille no quería correr riesgos. La facilidad con que Jean-Loup se había desembarazado de aquellos tres policías le había abierto definitivamente los ojos, si aún había necesidad de ello, en cuanto a su peligrosidad.
Casi al mismo tiempo llegaron también un par de coches de la comisaría de Mentón, con siete agentes armados hasta los dientes, a las órdenes del comisario Roberts. El motivo de su presencia era obvio: la omnipresente colaboración de la Süreté Publique de Montecarlo con la policía francesa.
Frank bajó del coche. Mientras los hombres aguardaban órdenes, Roberts y Morelli se dirigieron a él.
– ¿Qué sucede, Frank? Espero que me lo digas tarde o temprano. Roncaille nos ha ordenado que viniéramos al galope con el equipo de combate, pero no ha querido explicarnos nada. Parecía muy nervioso y…
Frank lo interrumpió con un gesto de la mano e indicó la verja y el techo de la casa, semiescondido entre la vegetación y los cipreses que despuntaban como dedos de la masa de matas. Evitó todo preámbulo.
– Está aquí, Claude. Si no me he equivocado, hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que Jean-Loup Verdier haya estado escondido en su casa desde el comienzo.
Frank se aseguró de dar al inspector y a los demás el mismo porcentaje de probabilidad del que había alardeado ante Roncaille. No creyó oportuno rectificar ahora.
Morelli se rascó el mentón con el índice de la mano izquierda, como hacía a menudo cuando estaba perplejo. Y en este caso lo estaba bastante.
– ¿Y dónde, por Dios santo? ¡Hemos registrado de arriba abajo toda esta maldita casa! No hemos dejado ni un agujero sin mirar.
– Llama a los hombres y diles que se acerquen.
Si Morelli estaba desconcertado, nada dijo. Roberts, con su flema habitual, observaba la evolución de los hechos. Cuando todos los hombres se hubieron colocado en semicírculo frente a él, Frank habló destacando las palabras como si, a pesar de hablar un francés casi perfecto, sin acento, no se fiara del todo al exponer los hechos en un idioma que no era el suyo. Parecía el entrenador de un equipo de baloncesto dando instrucciones tácticas a sus jugadores durante el tiempo muerto.
– Escuchadme bien, muchachos. He hablado con el propietario de la casa de aquí abajo, la casa gemela de esta. Las dos viviendas fueron construidas al mismo tiempo, a pocos metros la una de la otra, por dos hermanos, hacia mediados de los años sesenta. El que vivía aquí…
Indicó con un gesto el techo que se elevaba a su espalda.
– El que vivía aquí, en la casa que después pasó a ser de Jean-Loup Verdier, tenía una mujer un poco… digamos… impresionable. Una rompe pelotas, para ser explícito. Cuando ocurrió la crisis de Cuba, en 1963, muchos creyeron que existía un serio peligro de que estallara una guerra nuclear. Y la mujer se cagó de miedo. Por eso obligó al marido a construir debajo de la casa un refugio antiatómico. Justo aquí, debajo de nosotros, tal vez.
Frank indicó con un dedo el asfalto en el que apoyaban los pies. Morelli bajó instintivamente la cabeza para mirar el suelo. De repente alzó la mirada.
– ¡Pero hasta hemos examinado los planos de las dos casas! Y no figura ningún refugio antiatómico.
– No sé qué decirte. Es muy probable que se construyera sin permiso municipal, y por eso no aparece en los planos catastrales. Recuerda que se estaban construyendo de forma simultánea no una sino dos casas. Con las excavadoras, los camiones y todo lo demás, es muy posible que nadie reparara en que se estaba montando un bunker bajo tierra.
Para confirmar las palabras de Frank, intervino Roberts:
– Si este refugio se ha construido y existe, sin duda habrá sido como dice Frank. En aquellos años se vivía un boom de la construcción en esta región, y los controles no se detenían en pequeñeces.
Frank continuó contando lo que sabía.
– Tavernier, el de la casa de abajo, me ha dicho que la entrada del bunker se encontraba en el subsuelo, detrás de una pared cubierta por una estantería.
Uno de los hombres de la unidad especial levantó una mano. Era uno de los que habían irrumpido en la casa tras el hallazgo de los cadáveres de los tres agentes y la habían registrado de arriba abajo.
– En el subsuelo hay una especie de lavadero, a la derecha del garaje. Una habitación iluminada por tragaluces dispuestos a la altura del patio. Me parece recordar que una pared estaba ocupada por una estantería.
– Muy bien -respondió Frank-. Ahora, el problema ya no reside tanto en encontrar el refugio, sino en abrirlo y obligar a salir al que está dentro. Ahora haré una pregunta ociosa: ¿hay entre nosotros alguien que sepa cómo funciona un refugio antiatómico? Es decir, ¿hay alguien que sepa algo más que lo que se ve en las películas?
Tras un instante de silencio general, el teniente Gavin, el comandante de la unidad especial, levantó una mano.
– Yo algo sé. Unas simples nociones…
– Ya es algo. En todo caso, mucho más de lo que sé yo. ¿Qué se puede hacer para sacar a ese hombre de allí, suponiendo que esté?
Mientras decía estas palabras, Frank vio con claridad en su mente dos dedos de una mano que se cruzaban en un gesto de conjuro.
Roberts encendió un cigarrillo. Quizá inspirado por el humo que exhaló, propuso una solución.
– Si está allá abajo, tendrá que respirar, ¿no? Por lo tanto, si encontramos el sistema de aireación podemos intentar sacarlo con gases lacrimógenos.
Gavin meneó la cabeza.
– No creo que sea viable. Podemos probar, pero si las cosas son como ha dicho Frank y nuestro hombre ha mantenido en buen funcionamiento las estructuras, será imposible. Y ni hablar si por casualidad las ha actualizado con los avances tecnológicos. Los refugios antiatómicos modernos están dotados de un sistema de depuración del aire mediante filtros sobre la base de carbonos activos, normales o impregnados, que funcionan como absorbentes. Los carbonos activos se usan como agentes filtrantes, no solo en las máscaras antigás sino también en los sistemas de ventilación de los lugares de alto riesgo, como las centrales nucleares. Hay filtros parecidos también en los tanques y en los aviones militares. Pueden contener ácido cianhídrico, cloropicrina, arsina y fosfina. Así que un simple gas lacrimógeno…
Frank miró con cierta consideración al teniente Gavin. Si aquello eran simples nociones, resultaba imposible imaginar cuánto sabría sobre los temas que realmente dominaba.
Abrió los brazos en gesto conciliador.
– Pues bien. Estamos aquí para resolver un problema. A veces las soluciones se encuentran a fuerza de decir tonterías. Ahora diré la mía. Teniente, ¿qué probabilidades tenemos de abrirlo con explosivos?
Gavin se encogió de hombros, con la expresión desolada del que solo puede dar malas noticias.
– Mmmm… podría ser. No soy experto en explosivos, pero, siguiendo la lógica, un refugio así se construye para poder resistir las consecuencias de una explosión atómica. Creo que haría falta una buena carga para abrirlo. Sin embargo, tengamos presente, y esto nos beneficia, que se trata de una construcción hecha hace más de treinta años, por lo que no tendrá el alto grado de eficacia de instalaciones mucho más recientes. Yo diría que, a falta de una alternativa mejor, este me parece el camino más aceptable.
– Si optamos por los explosivos, ¿cuánto tiempo necesitaremos para poder hacerlo?
Esta vez la mueca del teniente fue positiva.
– No mucho. En el cuartel tenemos un artificiero, el brigadier Gachot. Si le pido que venga enseguida con su equipo, solo tardará el tiempo necesario para llegar hasta aquí con el C4 o algo semejante.
– Bien. Entonces procedamos -confirmó Frank.
Gavin se dirigió a uno de sus hombres:
– Llama al cuartel y comunícate con Gachot. Explícale la situación y dale las coordenadas del lugar. Lo quiero aquí dentro de quince minutos como máximo.
El policía se alejó a la carrera sin responder con el seco «sí, señor» que esperaba Frank después de haberle oído hablar en tan perfecto tono marcial.
Frank miró uno a uno a los hombres que se hallaban ante él.
– ¿Otras ideas?
Esperó una seña que no llegó. Decidió resolver las dudas que quedaran.
– Pues bien, las cosas están de este modo: nuestro hombre, si se encuentra allí, no puede escapar. Hipótesis tenemos a montones. Antes que nada, hallemos ese maldito refugio, y después decidiremos qué camino seguir. Andando.
El paso de las conjeturas a la acción transportó a los hombres de la unidad de intervención a un terreno mucho más familiar. Quitaron los sellos a la verja y, en cuanto la abrieron, bajaron a la carrera por la rampa que conducía al patio y el garaje. En pocos instantes ocuparon la casa según un esquema que formaba parte de su entrenamiento.
Eran silenciosos, rápidos, peligrosos.
Apenas una semana atrás, Frank habría desdeñado la presencia de todos aquellos hombres; lo hubiera considerado un ridículo exceso de prudencia. Después de diez muertes, no tenía más remedio que pensar que tales precauciones no eran en absoluto exageradas en vista de la trascendencia de su tarea.
El policía que había mencionado el lavadero donde tal vez se hallara el acceso al bunker los precedió a través del patio. Levantó la persiana metálica y entraron en el garaje vacío. La luz invadió la habitación, de paredes blancas. A la derecha, colgada en un soporte fijado al muro, había una bicicleta de montaña, y en un rincón, un porta esquís hecho adrede para el modelo de coche de Jean-Loup. Al lado, un par de esquís y sus bastones, sujetos con una goma elástica. Nadie hizo comentarios sobre la inclinación al deporte del dueño de la casa. Sabían que en la planta de arriba había también una habitación equipada como un pequeño gimnasio. A la luz de los hechos, el hombre había demostrado ampliamente que todo el tiempo empleado en la práctica del ejercicio físico no había sido en vano.
Por la puerta del fondo del garaje accedieron a un pasillo que doblaba en ángulo recto hacia la derecha. Frente a ellos, la puerta abierta de un pequeño cuarto de baño. Se dispusieron en fila india. El agente de la fuerza especial iba delante con el M-16 apuntado al frente.
Frank, Gavin y el inspector Morelli empuñaban sus pistolas, apuntadas hacia arriba. Cerraba la fila Roberts, con ese andar suyo, como el de un gato que no quiere ensuciarse las patas; de momento no había sacado su arma, pero se había desabrochado la chaqueta para poder cogerla en caso de necesidad.
Llegaron a una habitación destinada a diversas funciones. Parecía el reino de la mujer de la limpieza: había una lavadora y una secadora y todo lo necesario para planchar. A la izquierda, del lado opuesto, un gran armario lacado de blanco ocupaba toda la pared. En el rincón junto a la puerta de entrada, una escalera llevaba a la planta superior. Otro de los hombres, que venía del piso superior, la estaba bajando justo en ese momento.
Junto a la pared opuesta a la puerta de acceso había un mueble de madera con anaqueles.
– Debe de ser ese -observó el agente en voz baja, señalándolo con el cañón del fusil.
Frank asintió en silencio y apartó la pistola. Se acercó al mueble. Comenzó a examinar con atención la parte derecha, mientras Morelli hacía lo mismo del otro lado.
Gavin y sus dos hombres permanecieron delante de ellos, armas en mano, como si de detrás de aquel mueble pudiera surgir un peligro de un momento a otro. Ahora también Roberts empuñó una gran Beretta, que en sus manos flacas parecía todavía más grande y amenazadora.
Frank asió un estante e intentó desplazar la estantería hacia él; luego probó a empujarlo a un lado. No sucedió nada. Deslizó las manos por la madera de la pared lateral y no encontró nada. Levantó la cabeza para mirar hacia lo alto de la estantería, que era unos treinta centímetros más alta que él. Miró alrededor, cogió una silla de metal con asiento de fórmica que estaba colgada en la pared de al lado y la arrastró cerca del mueble. Subió y pudo atisbar el estante superior. Enseguida observó que en la madera, de su lado, no había ni una pizca de polvo. A continuación vio, cerca del ángulo, en una ranura en la madera, una pequeña palanca metálica que parecía pasar por una bisagra. El mecanismo de deslizamiento estaba bien engrasado, sin huellas de óxido. Daba la impresión de hallarse en perfecto estado.
– ¡Lo encontramos! -exclamó Frank.
Morelli se giró para mirarlo. Vio que durante unos instantes estudiaba con atención algo que él no veía sobre la superficie del mueble.
– Claude, ¿ves alguna bisagra de tu lado?
– No. Si las hay, las disimula el mueble.
Frank miró el suelo. En las baldosas del suelo no había señales de deslizamiento. Debía de abrirse de atrás hacia delante. Si el mueble se deslizaba en forma lateral, le haría caer de la silla. Pensó en Nicolás Hulot y en las otras víctimas de Ninguno, y decidió que era un riesgo insignificante en comparación con lo que les había sucedido a ellos. Se dirigió a los hombres que permanecían de pie delante del mueble con las pistolas apuntadas.
– Manténganse alerta. Voy a abrir.
Los hombres tomaron posición, las piernas abiertas y un poco flexionadas, la pistola empuñada a dos manos, apuntada hacia la estantería. Frank empujó la palanca hasta el fondo. Se oyó un chasquido seco y el mueble se abrió como una puerta hacia el exterior; se deslizó silenciosamente sobre los quicios bien engrasados.
Ante los ojos de todos apareció una pesada puerta enteramente de metal, encastrada en un muro de cemento que quedaba a la vista. Tampoco allí se veían bisagras. El cierre era tan perfecto que casi no se distinguía la separación entre la hoja y las jambas. A la derecha, había un mecanismo de abertura de rueda semejante al de las puertas de los submarinos.
Permanecieron todos en silencio, fascinados, contemplando aquella pared de metal oscuro. Cada uno, a su modo, parecía pensar quién, o qué, había del otro lado.
Frank bajó de la silla y se acercó a la puerta. Asió la rueda que servía de manija y empujó. Tal como esperaba, la puerta opuso resistencia. Probó a moverla en un sentido y en el otro, y por la facilidad con que se movía comprendió que estaba girando en falso.
– No funciona. Debe de estar bloqueada por dentro.
Mientras los otros bajaban las armas y se acercaban también a la puerta, Frank reflexionó sobre lo absurdo de la situación, mientras en su mente veía ahora no una sino dos manos con los dedos cruzados. Fijó los ojos en el metal, como si pudiera fundirlo con la mirada.
«Estás allí atrás, ¿verdad? Sé que estás ahí. Estás con la oreja pegada a esta puerta blindada, escuchando nuestras voces y los ruidos que hacemos. Quizá también te estés preguntando qué haremos para que salgas. Lo absurdo es que nosotros nos preguntamos exactamente lo mismo. Lo grotesco, en cambio, es que deberemos arriesgar el pellejo, y quizá alguien pierda incluso la vida, para conseguir sacarte de esta prisión y meterte en otra parecida, hasta que la muerte nos separe…»
De pronto Frank volvió a ver en su mente el semblante de Jean-Loup y la buena impresión que el joven le había causado desde el primer momento. Volvió a ver su expresión angustiada en la radio, le vio abatido sobre la mesa, cuando su cabeza se sacudía por los sollozos después de una de las llamadas. Volvió a oír el eco de su llanto y en su memoria le pareció la risa burlona de un espíritu malvado. Recordó el tono fraternal con que él le había hablado para convencerle de no interrumpir la emisión, sin saber que al mismo tiempo estaba incitándole a continuar su maldita cadena de asesinatos.
Le pareció sentir en la nariz, a través de la gruesa puerta cerrada, el perfume de su agua de colonia, que tanta veces había olido cuando se hallaba cerca de él, un perfume fresco, ligero, que sabía a limón y bergamota. Pensó que quizá, si también él apoyaba la oreja en el metal frío, la voz natural de Jean-Loup, cálida y profunda, atravesaría el espesor de la puerta para susurrar con otra voz esas palabras que hasta aquel momento habían sido para todos como una marca de fuego:
«Yo mato…»
Sintió que crecía en su interior una furia gigantesca, alimentada por una sensación de profunda frustración por todas las víctimas de aquel hombre, Jean-Loup, Ninguno o quien fuera. Una furia que le permitiría coger ese batiente de metal con las manos desnudas y abrirlo como si fuera de papel, para agarrar luego por el cuello al hombre que se ocultaba detrás y…
Unos ligeros ruidos lo devolvieron a la realidad de la que su odio lo había alejado. El teniente Gavin golpeaba con el puño la puerta en diversos puntos, escuchando la resonancia que su mano producía. Después se volvió hacia ellos, otra vez con cara de circunstancias.
– Señores, espero que, cuando llegue mi artificiero, pueda contradecirme. No quisiera ser pájaro de mal agüero, pero creo que lo mejor será procurarnos un medio de comunicarnos con el hombre que está dentro, si está ahí, y convencerlo de que ya lo hemos descubierto y no tiene escapatoria. Si no sale por su propia voluntad, lamento comunicarles que desalojarlo con explosivos será un asunto bastante complicado. Para abrir esta puerta se necesitaría una cantidad suficiente para hacer volar media montaña.