El hombre cierra tras de sí la pesada puerta hermética.
La hoja vuelve a su lugar en silencio; encaja con precisión en la jamba de metal y se confunde con la pared. El volante de cierre, parecido al de un submarino, gira con facilidad entre sus manos. El hombre es fuerte, pero se nota que el mecanismo se engrasa con frecuencia para asegurar un perfecto funcionamiento. El hombre actúa meticulosamente. En el lugar en que se encuentra reinan el orden y la limpieza.
Está solo, encerrado en su refugio secreto, que excluye a los demás seres humanos, la luz del día y la fluidez del pensamiento. En su mente se agolpan y encuentran su exacto lugar la actitud furtiva del animal que vuelve a su guarida y la lúcida concentración del predador que ha identificado a su víctima, el rojo sangre del crepúsculo, voces que gritan y voces que susurran, paz y guerra.
La habitación es rectangular y bastante amplia. La pared de la izquierda está ocupada por entero por una estantería llena de aparatos electrónicos. Hay un equipo completo de grabación, compuesto por dos unidades Alesis de ocho pistas conectadas a un ordenador Macintosh. La instalación está formada por diversas máquinas para la manipulación del sonido, montadas en cascada a la derecha de la pared: compresores, filtros Focus Rite y Pro Tools, algunos racks de efectos musicales Roland y Korg. Y un escáner, con el que se pueden captar comunicaciones de radio de todas las frecuencias, incluida la de la policía.
Al hombre le gusta escuchar esas voces. Se mueven de una parte a otra del espacio; pertenecen a personas sin rostro y sin cuerpo; son la fantasía y la libertad de imaginar, son su voz en la cinta y su voz en la cabeza…
El hombre levanta la caja de cierre hermético que había dejado en el suelo para cerrar la puerta. A la derecha, contra la pared de metal, hay un tablón de madera sobre dos caballetes. Deposita allí la caja y se sienta en una silla, cuyas ruedas le permiten llegar con un simple movimiento a la pared opuesta, donde se hallan los mandos del equipo de grabación. Enciende frente a él una lámpara que, sumada al neón del techo, arroja una luz potente sobre la mesa donde se dispone a trabajar.
El hombre nota que la emoción acelera poco a poco los latidos de su corazón mientras acciona uno a uno los cierres de la maleta.
La noche no ha transcurrido en vano. El hombre sonríe. Fuera, en un día como cualquier otro, hay hombres que lo están buscando.
Perros de trapo con ojos de vidrio, inmóviles en el escaparate centelleante de su mundo canino. Otras voces en el aire, que se persiguen en vano, como vano es el sentido de su carrera.
Aquí, en la tranquilizadora penumbra, el hogar vuelve a ser el hogar; la justicia recupera su esencia; el paso, su eco. Aquí el espejo que no se ha hecho añicos refleja la piedra que cae al suelo, arrojada inútilmente. Sonríe y sus ojos brillan como estrellas que anuncian la realización de una antigua profecía. En el silencio absoluto, solo su mente percibe la música solemne que flota en el aire mientras él levanta lentamente la tapa de la maleta.
En el espacio limitado de su lugar secreto se esparce el olor de la sangre y del mar. El hombre siente que la angustia le aprieta el estómago. De pronto, el latido triunfal de su corazón se convierte en el tañido de una campana de muerte.
Se levanta con brusquedad, hunde las manos en la maleta y, con gestos delicados de coleccionista, extrae lo que queda de la cara de Jochen Welder, que gotea sangre y agua de mar. El cierre hermético no ha resistido y se ha filtrado agua salada. Inspecciona con cuidado los daños que ha causado la sal. En todos los puntos donde la ha tocado el agua marina, la piel está cocida y manchada de blanco. Los cabellos están resecos y enmarañados.
El hombre deja caer su trofeo en la maleta como si de repente le diera asco. Se desploma en la silla y se coge la cabeza con las manos sucias de sangre y sal. Indiferente, se pasa los dedos por el pelo y la frente y se inclina bajo el peso de la derrota.
Todo en vano. El hombre siente que la rabia llega desde lejos; es como el rumor de una carrera entre la hierba alta, el aliento ansioso, el trueno que retumba sobre los tejados entre murmullos de miedo.
Su ira estalla. Se levanta de golpe, coge la maleta, la levanta sobre su cabeza y la arroja contra la pared de metal, que resuena como un diapasón afinado con los repiques de muerte que el hombre lleva dentro. La maleta rebota y cae en el centro de la habitación. Gira sobre sí misma y queda de costado; la tapa está casi suelta por la violencia del choque contra la pared. Los pobres restos de Jochen Welder y de Arijane Parker se esparcen por el suelo. El hombre los mira con desprecio, como se mira un cubo de basura volcado en un callejón.
El acceso de ira dura poco. Pronto la respiración vuelve a la normalidad, el corazón se calma, las manos caen a los costados, rozando la tela de los pantalones. Los ojos vuelven a ser los del sacerdote que escucha en el silencio voces proféticas que solo él puede oír.
Habrá otra noche. Y muchas otras noches más. Y mil rostros de hombres cuya sonrisa apagará como una vela dentro de una estúpida calabaza vacía.
Se sienta de nuevo y empuja la silla hacia la pared cubierta de aparatos electrónicos. Busca en la estantería que rodea toda la habitación, atestada de discos de vinilo y CD. Saca uno y lo introduce en el equipo, casi con frenesí. Pulsa la tecla de inicio y una música de cuerdas se difunde por el lugar.
Es un sonido melancólico, que evoca el viento frío del otoño cuando sopla a ras de tierra y obliga a las hojas que descansan en el suelo a bailar una mórbida danza.
El hombre se relaja contra el respaldo de la silla. Sonríe otra vez. Su desaliento ya está olvidado, disuelto en la dulzura de la música.
Habrá otra noche. Y muchas otras noches todavía. Insinuante como la melodía que flota en espiral por la habitación, con la música llega la voz.
«¿Eres tú, Vibo?»
– Merde!
Nicolás Hulot arrojó el periódico que tenía en las manos sobre la pila que ya llenaba el escritorio. Todos, franceses e italianos, publicaban la noticia del doble homicidio. A pesar de los esfuerzos por mantener en secreto ciertas informaciones, se había filtrado todo. Las características de los crímenes bastaban de por sí para despertar la voracidad de los reporteros, como si fueran pirañas devorando una res. Pero, además, las víctimas eran dos personas famosas, por lo que los titulares derrochaban creatividad. Un campeón del mundo de Fórmula Uno y su amiga, una ajedrecista de renombre mundial.
Era una mina de oro que cualquier periodista excavaría con sus propias manos.
Un reportero especialmente hábil había logrado reconstruir paso a paso los acontecimientos, tal vez gracias al testimonio, probablemente bien remunerado, del joven tripulante que había descubierto los cuerpos. En cuanto al detalle de la inscripción sobre la mesa, la fantasía de los cronistas se había echado a volar con particular empeño.
Cada uno daba su interpretación personal pero dejaba abierta las puertas a la imaginación de los lectores.
«Yo mato…»
El comisario cerró los ojos, pero la imagen que aparecía en su mente no cambió. No lograba sacarse de la cabeza las dos palabras trazadas en la madera con la sangre de las víctimas. Esas cosas no sucedían en la realidad. Eran solo invenciones de los escritores para vender libros. Eran tramas de películas que algún guionista de éxito escribía cómodamente en su casa en una playa de Malibú mientras tomaba una copa. Eran hechos que investigaban policías estadounidenses con la cara de Bruce Willis o John Travolta, de físico atlético y pistola fácil, no un comisario monegasco ya más cercano a la jubilación que a la gloria.
Se levantó y fue hacia la ventana, con el andar de un hombre abrumado por el cansancio de un largo viaje.
Lo habían llamado de todos los niveles jerárquicos del principado, uno tras otro. A todos había dado las mismas respuestas, ya que todos le planteaban las mismas preguntas. Miró el reloj. De inmediato habría una reunión para coordinar las investigaciones policiales. Además de Luc Roncaille, el director de la Süreté, estaría Alain Durand, el procurador general de Monaco, que había decidido hacerse cargo de la investigación, en su calidad de juez de instrucción. También, al parecer, asistiría el asesor del Interior. Solo faltaba el príncipe, que, según el ordenamiento interno, era el jefe constitucional de las fuerzas policiales, pero todavía no se había dicho nada…
Se enfrentaría a todos ellos con lo único que tenía por el momento: poca información y mucha diplomacia.
Oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta.
– Adelante.
La puerta se abrió y entró Frank, con la expresión de alguien que querría estar en otra parte.
Hulot se sorprendió de verle entrar, pero sintió un instintivo alivio. Sabía que esa visita era un gesto de gratitud, y también de solidaridad en medio de todas aquellas dificultades. Sin duda, Frank Ottobre, el Frank de antaño, habría sido el hombre ideal para llevar aquella investigación, pero Hulot sabía que su amigo no quería volver a ser policía, nunca más.
– Hola, Frank.
– Hola, Nicolás, ¿cómo estás?
Hulot tuvo la impresión de que Frank había hecho esa pregunta para evitar que se la hicieran a él.
– ¿Que cómo estoy? Pues ya puedes imaginártelo. Me ha caído en la cabeza un meteorito, cuando no estaba preparado ni para soportar una piedra. Estoy en una situación muy delicada. Los tengo a todos encima, como perros que han confundido mi trasero con un zorro.
Frank, sin responder nada, se sentó en el sillón que había frente al escritorio.
– Estamos esperando los resultados de la autopsia y los informes de la brigada científica, aunque al parecer serán poco o nada significativos. Los expertos han registrado el barco centímetro a centímetro, y no ha aparecido nada. Hemos hecho el análisis caligráfico de la inscripción de la mesa, pero tampoco tenemos resultados de momento. Estamos todos rezando para que no sea realmente lo que parece…
Observaba el rostro de su amigo por si veía el menor signo de interés. Sabía que la historia de Frank era un peso muy difícil de cargar. Desde la muerte de su esposa, en circunstancias muy traumáticas, parecía dominado por un deseo sistemático de autodestrucción, como si se sintiera culpable de todos los males del mundo.
Hulot había visto personas que habían caído en el alcohol, o en cosas peores, y gente que se había quitado la vida en un intento desesperado de poner fin a sus remordimientos. Frank, en cambio, se mantenía lúcido, íntegro, como si no se permitiera olvidar, como si quisiera cumplir cada día una condena sin atenuantes. La sentencia se había pronunciado, y él era, al mismo tiempo, el juez y el condenado.
Hulot se sentó y apoyó los codos sobre el escritorio. Frank guardaba silencio, inexpresivo, con las piernas cruzadas sobre el sillón. El comisario continuó como si ello le produjera un enorme cansancio.
– No tenemos nada. Nada de nada. Es probable que nuestro hombre llevara un traje de submarinismo, con aletas, guantes y capucha, y no se lo haya quitado en ningún momento. Por lo tanto, no ha dejado ninguna huella digital ni orgánica, es decir, ni vello, ni cabellos. Las marcas de pies y manos son tan normales que podrían pertenecer a millones de personas.
Hulot hizo una pausa. Los ojos de Frank parecían dos pedazos de carbón, oscuros como la mina de la que debían de haberse extraído.
– Hemos iniciado las investigaciones sobre las víctimas. Pero ya te imaginas la cantidad de gente que deben de haber conocido dos personas como ellas; con la vida que llevaban, siempre de aquí para allá…
De golpe la actitud del comisario cambió; se le había ocurrido.
Una idea.
– ¿Por qué no me ayudas, Frank? Podría llamar a tu jefe y pedirle que mueva los hilos que haga falta para que te incorpores a la investigación; eres una persona preparada e informada sobre los hechos. Ya ha sucedido antes, en realidad. Además, una de las víctimas era ciudadana estadounidense… Tienes exactamente la experiencia que se necesita en un caso como este. Hablas italiano y francés a la perfección, conoces los métodos de investigación y la mentalidad de las policías europeas. Conoces a la gente de esta región. Eres el hombre indicado en el lugar indicado.
La voz resbaló sobre el rostro de Frank como el viento que lleva un temporal, pero las nubes de sus ojos pertenecían a otra tempestad.
– No, Nicolás. Tú y yo ya no tenemos los mismos recuerdos. Yo ya no soy lo que era. Ni lo seré nunca más.
El comisario se levantó del sillón, rodeó el escritorio y se apoyó en él, de pie frente a Frank. Se inclinó ligeramente hacia él, como si quisiera dar más fuerza a sus palabras.
– ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que lo que le pasó a Harriet no fue culpa tuya? ¿O, al menos, no del todo?
Frank volvió los ojos hacia la ventana. Apretó la mandíbula como si quisiera retener con los dientes una respuesta que ya había dado demasiadas veces. Su silencio aumentó la exasperación de Hulot, que levantó el tono de voz.
– ¡Por Dios, Frank! Has visto con tus propios ojos lo que ha sucedido. En algún lugar ahí fuera hay un asesino que ya ha asesinado a dos personas y podría volver a hacerlo. No sé qué tienes exactamente en la cabeza, pero ¿no crees que ayudar a encerrar a ese maníaco podría servirte para que te sintieras mejor? ¿No piensas que ayudar a los otros podría ser un modo de ayudarte también a ti mismo? ¿Darte la energía de volver a tu casa?
Frank devolvió la mirada a su amigo. Los suyos eran los ojos de un hombre que podía ir a cualquier lugar y sentir que no pertenecía a ninguno.
– No.
Ese monosílabo, pronunciado con voz tranquila, permaneció entre ambos como un muro. Por un instante quedaron inmóviles, como el fotograma de una película cuyo final desconocían.
Llamaron a la puerta y, sin esperar respuesta, entró Claude Morelli.
– Comisario…
– ¿Qué hay, Morelli?
– Ha venido un tío de Radio Montecarlo…
– Dile que de momento no recibo periodistas. Habrá una conferencia de prensa más adelante, cuando lo decida el director.
– No, comisario. Este no es periodista; lleva un programa musical nocturno. Ha venido con el director de la radio. Dicen que han leído los periódicos y que es posible que tengan alguna información sobre el asunto del puerto.
Hulot no supo cómo reaccionar. Cualquier pista sería un regalo del cielo. Pero temía que comenzara un desfile de mitómanos convencidos de saberlo todo sobre el doble homicidio, o dispuestos a confesar que eran ellos los asesinos. Aun así, no podía descartarse ninguna ayuda.
Ninguna.
Volvió a su lugar detrás del escritorio.
– Hazlos entrar -dijo.
Morelli salió. Como si fuera una señal convenida, Frank se levantó y se dirigió hacia la puerta. Antes de que la alcanzara, esta se abrió y volvió a entrar Morelli, acompañado por dos hombres. Uno era joven, de unos treinta años, de pelo largo y negro; el otro, de unos cuarenta y cinco años. Frank los miró sin prestarles mucha atención y se apartó para permitirles entrar. Aprovechó la ocasión para pasar por la puerta todavía abierta.
La voz de Nicolás Hulot le atajó:
– Frank, ¿estás seguro de que no quieres quedarte?
Sin decir una palabra, Frank Ottobre salió y cerró la puerta a sus espaldas.
Al salir de la jefatura de policía, Frank dobló a la izquierda en la calle Sufrren Raymond y, tras recorrer unos metros, salió al bulevar Albert Premier, el paseo que bordea el puerto. Una grúa se movía indolente contra un fondo de cielo azul. La cuadrilla de operarios todavía estaba trabajando para desmontar las estructuras de los boxes y cargarlas en camiones.
Todo se desarrollaba según las reglas.
Cruzó el bulevar y se detuvo en la Promenade del puerto a mirar las embarcaciones ancladas. En el muelle no quedaba rastro de lo sucedido el día anterior.
Habían remolcado el Forever; con toda seguridad se hallaba en alguna parte donde la policía pudiera analizarlo y proseguir las investigaciones. El Baglietto y el otro barco embestido continuaban allí, flotando sin memoria, golpeando suavemente sus defensas cuando el movimiento de las olas los acercaba. Las vallas habían sido retiradas. No había nada que ver.
El bar del puerto había vuelto a su actividad normal. Sin duda lo ocurrido había aumentado incluso la afluencia de clientes, de curiosos ávidos de ver el lugar donde había ocurrido el doble asesinato. Quizá el joven tripulante que había descubierto los cadáveres estaba ahora allí, disfrutando de su momento de popularidad y contando lo que había visto. O tal vez, mudo ante un vaso, trataba de olvidarlo.
Frank se sentó en el muelle de piedra.
Un niño pasó a toda velocidad en unos rollers, seguido por una niña más pequeña que apenas patinaba y que con voz quejumbrosa le pedía que la esperara. Más allá, un hombre aguardó con paciencía que su labrador negro terminara de hacer sus necesidades; después sacó del bolsillo una bolsa de plástico y una palita y recogió el producto de la incivilidad canina para ir a echarlo con diligencia a un cubo de basura.
Gente normal. Personas que vivían como tantas otras, como todas, quizá con más dinero, quizá con más felicidad o con la ilusión de poder procurársela más fácilmente. Tal vez todo era mera apariencia. Por muy dorada que fuera, una jaula era siempre una jaula, y cada uno era artífice de su propio destino. Cada uno construía o destruía su propia vida según las reglas que se había fijado. O que se negaba a fijarse. Nadie se salvaba.
Un barco salía del puerto; desde la proa, una mujer rubia, con un traje azul, agitó la mano para saludar a alguien en la orilla. De lejos se parecía a Harriet.
Frank sintió que una oleada de calor febril le subía del estómago hasta la cara. En un instante, otro mar se superpuso al mar, otro reflejo al reflejo, el recuerdo a la mirada.
Cuando al fin salió del hospital, él y Harriet alquilaron un chalet en la costa de Georgia, en un lugar aislado. Era una casa de madera, con techo de tejas rojas, construida entre las dunas a un centenar de metros del mar. En la parte delantera había una galería con grandes ventanas correderas, que en verano podían abrirse para convertirla en un patio.
De noche oían el viento que soplaba entre la escasa vegetación y el rumor de las olas del océano que rompían en la orilla. En la cama, Frank sentía a su mujer apretarse contra él antes de dormirse, como si tuviera una intensa necesidad de reafirmar su presencia, como si no lograra convencerse de que él realmente estaba allí con ella, vivo.
Pasaban el día en la playa, tomando el sol y nadando. Aquella parte de la costa estaba casi desierta. Los que buscaban el mar y la agitación de los balnearios concurridos iban a otros lugares, a los sitios de moda, donde podían ver a culturistas entrenándose o a muchachas jóvenes de pechos y nalgas operados que pasaban contoneándose, como si estuvieran haciendo una prueba para Los vigilantes de la playa.
Allí, tendido en su toalla, Frank podía exponerse al sol sin avergonzarse de su cuerpo flaco, de las muchas cicatrices rojizas y de la marca dolorida de la operación de tórax que había permitido quitarle la esquirla que por poco le había costado la vida.
De vez en cuando Harriet, tendida a su lado, recorría con los dedos la piel sensible de las cicatrices, y los ojos se le llenaban de lágrimas. Nunca hablaban de lo ocurrido. A veces se hacía el silencio entre ellos, cuando los dos pensaban en lo mismo -aunque de distinta forma-, cuando recordaban el sufrimiento de los meses anteriores y el precio que habían pagado.
Entonces no tenían valor para mirarse a los ojos. Cada uno giraba la cabeza hacia su pedazo de mar hasta que uno de los dos, siempre en silencio, encontraba la fuerza de volverse y abrazar al otro.
De cuando en cuando bajaban a aprovisionarse a Honesty, una aldea de pescadores, el centro habitado más cercano. Parecía más un pueblo de Escocia que de Estados Unidos; era tranquilo, sin ningún ansia de turismo, con casas de ladrillo y madera muy similares entre sí, que bordeaban la calle que seguía la línea de la playa y el malecón de cemento que contenía las olas durante los temporales invernales.
Almorzaban en un restaurante con grandes ventanas, cerca del embarcadero, con un suelo de madera que hacía resonar los pasos de los camareros. Bebían vino blanco tan frío que empañaba las copas y comían bogavante recién pescado; se ensuciaban los dedos y se salpicaban al utilizar las pinzas. Solían reír como chiquillos. Harriet trataba de no pensar en nada, y lo mismo hacía Frank.
No habían vuelto a hablar de ello, hasta el día de la llamada.
Estaban en casa, y Frank estaba cortando las verduras para la ensalada. Del horno salía un delicioso aroma a pescado y a patatas asadas. Fuera, el viento levantaba la arena de las dunas y el mar estaba salpicado de espuma blanca. Las velas solitarias de dos tablas de windsurf cortaban veloces las olas, y había un gran todoterreno aparcado en la playa. Harriet, que estaba en la galería, no había oído sonar el teléfono por culpa del viento. Frank se asomó por la puerta de la cocina con un gran pimiento rojo en la mano.
– Harriet. Teléfono. Responde tú, por favor, que yo tengo las manos ocupadas.
Su mujer fue hasta el viejo aparato colgado en la pared, que continuaba sonando con un ruido antiguo, y descolgó. Frank se quedó mirándola.
– ¿Diga?
Apenas le respondieron su expresión cambió, como cuando se recibe una mala noticia. Su sonrisa se desvaneció y guardó silencio por un instante. Después dejó el auricular junto al aparato y miró a Frank con una intensidad que atormentaría sus noches durante mucho tiempo.
– Es para ti. Homer.
Volvió la espalda y regresó a la galería, sin añadir nada. Frank fue hasta el aparato y cogió el auricular, todavía tibio por la mano de su mujer.
– ¿Sí?
– Frank, soy Homer Woods. ¿Cómo estás?
– Bien.
– ¿Bien de verdad?
– Sí.
Si Homer se percató de que le hablaba de modo telegráfico, no lo dio a entender. Continuó como si la última conversación entre ambos hubiera tenido lugar hacía solo diez minutos.
– Los hemos cogido.
– ¿A quiénes?
– A los Larkin. Esta vez los hemos sorprendido con las manos en la masa. Sin explosivos de por medio. Hubo un tiroteo y pillamos a Jeff Larkin. Encontramos una montaña de droga y otra de dólares, todavía más grande. Y papeles. Se han abierto nuevas perspectivas que prometen mucho. Con un poco de suerte, tenemos bastante material para encerrarlos durante mucho tiempo.
– Bien.
Ya antes había respondido con el mismo monosílabo, con el mismo tono, pero su jefe no lo notó.
Se imaginaba a Homer Woods en su despacho de madera oscura, sentado al escritorio con el teléfono en la mano, los ojos azules detrás de las gafas de montura de oro, inmutable como su terno gris y la camisa Oxford azul.
– Frank, hemos llegado a los Larkin gracias sobre todo a tu trabajo y al de Cooper. Aquí todos lo saben, y yo tenía que decírtelo. ¿Cuándo piensas volver?
– Francamente, no lo sé. Pronto, creo.
– Vale. No es mi intención presionarte. Pero recuerda lo que te he dicho.
– De acuerdo, Homer. Te lo agradezco.
Colgó y buscó a Harriet. Estaba otra vez sentada en la galería, mirando a dos jóvenes que habían desmontado sus tablas de windsurf y las cargaban en el techo del todoterreno.
Se sentó en silencio junto a ella. Se quedaron unos momentos mirando la playa, hasta que el coche de los muchachos se alejó, como si aquella presencia extraña, aunque lejana, fuera en sí misma un impedimento para toda conversación.
Fue Harriet la que rompió el silencio.
– Te ha preguntado cuándo piensas volver, ¿no es cierto?
– Sí.
Nunca se habían mentido, y Frank no pensaba empezar aquel día.
– ¿Y tú quieres?
Frank se volvió hacia ella, pero Harriet evitó encontrar su mirada. También él miró de nuevo el mar y las olas blancas de espuma que se perseguían bajo el viento.
– Harriet, soy policía. No he elegido esta vida por necesidad, sino porque me gustaba. Siempre he deseado hacer lo que hago, y no sé si me adaptaría a otra cosa. Ni siquiera sé si sería capaz. Hay un proverbio italiano que siempre me repetía mi abuela: «El que nace cuadrado no muere redondo».
Se levantó y apoyó una mano en la espalda de su mujer, que se había puesto ligeramente tensa.
– No sé cuál de las dos formas es la mía, Harriet, pero sé que no la quiero cambiar.
Entró en la casa; cuando se volvió a mirarla, Harriet ya no estaba Vio sus huellas en la arena, delante de la casa, que se dirigían hacia las dunas. Desde lejos, la vio caminar a lo largo de la orilla, una minúscula figura con el pelo agitado por el viento. La siguió con la mirada hasta que otras dunas la ocultaron de la vista. Frank pensó que querría estar sola y que en el fondo era justo que así fuera. Entró en la casa y se sentó a la mesa, ante una comida que ya no tenía ganas de comer.
De pronto se dio cuenta de que ya no estaba tan seguro de lo que acababa de decirle. Tal vez hubiera otra vida posible para ambos. Tal vez fuera cierto que el que nacía cuadrado no podía volverse redondo, pero uno podía suavizar las aristas, redondearlas, de modo que nadie se lastimara.
Sobre todo las personas que uno amaba.
Se concedió una noche para reflexionar. A la mañana siguiente volvería a hablar con ella. Seguro que juntos encontrarían una solución.
Pero para ellos no hubo una mañana siguiente.
Frank esperó el regreso de Harriet hasta avanzada la tarde. Entonces, mientras el sol se ponía y alargaba la sombra de las dunas como dedos oscuros sobre la playa, vio dos siluetas que se acercaban lentamente por la orilla. Entornó los ojos para protegerlos del reflejo del sol del crepúsculo. Las figuras todavía estaban demasiado lejos para poder distinguirlas. A través de la ventana abierta Frank veía las huellas de las personas que se aproximaban; quedaban marcadas detrás de ellos a cada paso, dejando un rastro que partía de las dunas. Su ropa aleteaba al viento, sus contornos eran temblorosos, como el vapor que se eleva del asfalto. Cuando se hallaban lo bastante cerca como para verlas mejor, Frank se dio cuenta de que uno de ellos era el sheriff de Honesty.
Sintió que la inquietud crecía en su interior como un siniestro presagio. Al fin se encontró frente a aquel hombre, que parecía más un contable que un policía, y su preocupación se convirtió en aterradora realidad. Con el sombrero en la mano y desviando la mirada, el sheriff lo puso al corriente de todo lo que había sucedido.
Hacía un par de horas, unos pescadores que navegaban costeando el litoral a doscientos metros de la orilla habían avistado desde su embarcación a una mujer cuya descripción coincidía con la de Harriet. Se hallaba de pie en la cima de un arrecife que interrumpía la larga sucesión de dunas que bordeaban la playa. Estaba sola, mirando hacia el mar. Cuando los hombres llegaron más o menos a su altura, la mujer se arrojó al agua. Al ver que no volvía a la superficie, de inmediato acercaron la embarcación a la costa para tratar de socorrerla. Uno de los pescadores se zambulló varias veces, pero, a pesar de sus esfuerzos, no lograron encontrarla. Enseguida avisaron a la policía, que comenzó la búsqueda, en vano hasta aquel momento.
El mar devolvió el cuerpo de Harriet dos días después, cuando las corrientes lo arrastraron hasta la playa de una bahía, a pocos kilómetros al sur de la casa.
Mientras procedía a la identificación, Frank se sintió como un asesino frente al cadáver de su víctima. Contempló el rostro de su mujer, tendida sobre la mesa del depósito de cadáveres, y con un movimiento de la cabeza confirmó, al mismo tiempo, la identidad de Harriet y su propia condena. Gracias al testimonio de los pescadores casi no hubo investigación, pero ello no sirvió para liberar a Frank de los remordimientos.
Había estado tan absorto en sí mismo que no había notado la profunda depresión en que había caído Harriet. No lo había notado nadie, pero eso no atenuaba en nada su culpa. Él habría podido comprender qué era lo que atormentaba a su mujer. Él debería haberlo comprendido. Ahora se daba cuenta de que había habido muchas señales de lo que le ocurría, pero él solo se compadecía de sí mismo y no les había hecho caso. La discusión después de la llamada de Homer había sido el golpe de gracia.
En definitiva, no era ni cuadrado ni redondo, simplemente era ciego.
Se marchó de aquel lugar dejando el cuerpo de su mujer encerrado en un ataúd; ni siquiera pasó por el chalet a hacer las maletas.
Desde entonces no había conseguido derramar una sola lágrima.
– ¡Mamá, mira! ¡Un hombre llorando!
La voz infantil le sacó del trance en que había caído. A su lado, una niña de pelo rubio y con un vestido azul fue apartada de un tirón por la madre, que le miró y sonrió, incómoda. Se alejó deprisa, llevando a la hija de la mano.
Frank no se había dado cuenta de que estaba llorando. Ni siquiera sabía desde cuándo lo estaba haciendo.
Sus lágrimas llegaban de muy lejos. No eran la salvación, no eran el olvido; simplemente un alivio, una pequeña tregua para poder respirar un instante, para sentir por un momento el verdadero calor del sol, ver el verdadero color del mar, oír los latidos de su corazón sin tener que escuchar también el sonido de un tambor de muerte.
Estaba pagando el precio de su extravío.
El mundo entero estaba pagando ese precio.
Se lo había repetido durante horas, después de la muerte de Harriet, sentado en un banco del jardín de la clínica St. James, donde le habían internado, pues estaba al borde de la locura. Lo había comprendido meses después, tras el desastre del World Trade Center, cuando vio por televisión aquellas torres que caían como solo pueden caer las ilusiones. Hombres que se lanzaban en aviones contra rascacielos en nombre de Dios, mientras alguien, cómodamente sentado en una oficina, pensaba ya en cómo aprovechar esa locura en la Bolsa. Hombres que se ganaban la vida fabricando y vendiendo explosivos, y que para Navidad daban a sus hijos regalos comprados con el producto de la muerte y la mutilación de otros niños. La conciencia era un accesorio cuyo valor fluctuaba según el precio del barril de petróleo. Y en medio de todo eso, nada tenía de sorprendente si de tiempo en tiempo surgía algún solitario extraviado que escribía su destino con letras de sangre.
«Yo mato…»
El remordimiento por la muerte de Harriet habría sido un compañero de viaje lo bastante cruel para no abandonarlo jamás; en sí mismo, habría sido castigo suficiente para el resto de sus días.
No podía olvidarlo. No podría olvidarlo ni aunque viviera una eternidad. Y no podría perdonarse aunque su vida durara el doble de la eternidad.
No podía poner fin a la locura del mundo. Solo podía poner fin a la suya, con la esperanza de que aquellos que aún eran capaces siguieran su ejemplo. Y borraran para siempre aquellas inscripciones de muerte. Se quedó un rato sentado en la piedra, llorando, indiferente a la curiosidad de los transeúntes, hasta que se dio cuenta de que no tenía más lágrimas.
Entonces se levantó y fue con paso lento hacia la jefatura de policía.
– Yo mato…
La voz permaneció un instante suspendida en el coche y parecía nutrirse del zumbido sofocado del motor para continuar resonando como un eco.
El comisario Hulot pulsó una tecla de la radio y silenció la voz de Jean-Loup Verdier, que reanudaba con dificultad la emisión. Después de la conversación con el locutor y Robert Bikjalo, el director de Radio Montecarlo, una pequeña y cruel esperanza había asomado detrás de la montaña que los investigadores trataban desesperadamente de escalar.
Quizá esa irrupción durante la emisión de Voices no fuera más que la llamada de un loco, una casualidad inaudita, una coincidencia de conjunciones astrales milenarias. Pero esas dos palabras, «Yo mato…», lanzadas como una amenaza al final de la comunicación, eran las mismas que se habían encontrado en la mesa de madera del yate, escritas con la sangre de dos víctimas inocentes.
Hulot frenó en un semáforo en rojo. Una mujer que empujaba un cochecito de bebé cruzó la calle delante de ellos. A su derecha, un ciclista con una bicicleta amarilla y un chándal azul de fibra se apoyó en el poste del semáforo, para no tener que quitar los pies de los pedales.
Alrededor, por todas partes había colores y calor. Llegaba el verano con sus promesas; se anunciaba en los bares abiertos, las calles llenas de gente, el paseo marítimo, donde hombres, mujeres y niños pedían una sola cosa: que aquellas promesas se cumplieran.
Todo era normal.
Únicamente en aquel coche detenido en un semáforo rojo, encendido como sangre en una bombilla, aleteaba una presencia que tenía el poder de oscurecer toda aquella luz y transformar los colores en tonalidades opacas en blanco y negro.
– ¿Alguna novedad de la brigada científica? -preguntó Frank.
El rojo pasó al verde, y Hulot volvió a arrancar. El ciclista se alejó con rapidez. Su vehículo de pedales permitía una velocidad superior a la de la columna de coches que avanzaba lentamente por la costa.
– Sí, ha llegado el informe del médico forense. Han hecho la autopsia en tiempo récord; se ve que alguien importante ha hecho arder los teléfonos, para obtener un resultado tan pronto. De cualquier modo, se han confirmado nuestras suposiciones. La chica murió ahogada, pero en sus pulmones no había agua de mar, lo que significa que murió antes de poder subir a la superficie. Por lo general, los pulmones se llenan de agua cuando el ahogado ha subido varias veces antes de hundirse definitivamente. En este caso, el asesino debió de sorprenderla en el agua y la arrastró hacia el fondo. Han examinado el cadáver meticulosamente. No hay ninguna señal, ninguna huella en el cuerpo. Lo han examinado desde todos los ángulos posibles con los instrumentos que tienen a disposición en el laboratorio.
– ¿Y el hombre?
El rostro de Hulot se ensombreció.
– El caso de Welder es otra historia. Lo mataron con arma blanca, de lámina muy afilada, que penetró de arriba abajo, entre la quinta y la sexta costilla, y le atravesó el corazón. La muerte fue casi instantánea. El asesino debió de atacarle en cubierta, donde comenzaban las manchas de sangre. A pesar del factor sorpresa, Jochen Welder era un hombre robusto. No demasiado alto, pero más que la mayoría de los pilotos de carreras. Y muy entrenado. Jogging y gimnasio. Así que el agresor debe de ser un individuo fornido, ágil y fuerte.
– ¿Los cadáveres fueron agredidos? Sexualmente, quiero decir.
Hulot negó con la cabeza.
– No. O, mejor dicho: Welder, con seguridad no. La mujer tenía rastros de esperma en la vagina, pero lo más probable es que tuviera relaciones con Welder poco antes de morir. Creo que el análisis de ADN lo confirmará en un noventa por ciento.
– Eso excluye el móvil sexual, al menos en el sentido clásico.
Frank lo dijo con el tono de quien descubre una servilleta intacta entre los escombros de su casa incendiada.
– En cuanto a huellas y otros restos orgánicos que pudiera haber en el barco, hemos encontrado montones, como podrás imaginar. También los hemos enviado a análisis de ADN, pero no creo que aporten nada interesante.
Pasaron Beaulieu y sus hoteles de lujo a la orilla del mar; los aparcamientos estaban llenos de coches relucientes que debían de oler a piel y madera, y que descansaban plácidamente a la sombra de los árboles de los parques. Por todas partes había macizos de flores de mil colores que relucían a la luz de aquel día espléndido. Por un instante, Frank se dejó distraer por las flores rojas de un hibisco.
Más rojo. Más sangre.
Su mente volvió al coche. Pulsó el botón de ventilación y al instante un chorro de aire frío fue directamente a su rostro.
– O sea que no tenemos nada.
– Nada de nada.
– ¿Y las mediciones antropométricas a partir de las huellas dactilares?
– Tampoco eso ha aportado nada relevante. Solo sabemos que es un individuo alto, de alrededor de un metro ochenta y un peso cercano a los setenta y cinco kilos. Es decir, un físico común a miles de personas.
– Un atleta, podría decirse.
– Sí, un atleta. Y muy hábil con las manos.
Frank tenía muchas preguntas que le rondaban en la cabeza, pero no quería molestar a su amigo, que parecía esforzarse por extraer el mayor número posible de conclusiones de los escasos datos de que disponía. Aguardó en silencio.
– Lo que les ha hecho a los cadáveres no es obra de un asesino cualquiera. Lo ha hecho con conocimiento y pericia. Sin duda, no era la primera vez que lo intentaba. Quizá es alguien que trabaja en el campo de la medicina…
Frank, a su pesar, echó por tierra las esperanzas de su amigo.
– Vale la pena intentar encontrar algo por ese lado, nunca se sabe. Pero sería demasiada suerte, me parece. Incluso banal, diría. Por desgracia, en ciertos aspectos la anatomía humana no es tan distinta de la de cualquier mamífero. Probablemente al asesino le haya bastado practicar con un par de conejos para poder hacerlo también en un ser humano.
– ¿Con conejos, dices? Cortar a seres humanos como conejos…
– Ese hombre es muy listo, Nicolás. Es un loco furioso, pero frío como el hielo. Hay que tener mucha sangre fría para hacer lo que él ha hecho, y luego enviar el barco hacia el muelle y marcharse tan tranquilamente como había llegado. Además, tiene la clara intención de desafiarnos, de tomarnos el pelo.
– ¿Te refieres a la música?
– Sí. Finalizó la llamada a Verdier con un fragmento de la banda sonora de Un hombre y una mujer.
Hulot recordaba haber visto la película de Lelouch hacía años, al principio de su relación con Céline, su esposa. También recordaba que aquella hermosa historia de amor le había parecido un buen augurio para su futuro.
Frank continuó hablando; recordó un detalle en el que no se habían fijado hasta aquel momento.
– En la película, el protagonista masculino es piloto de carreras.
– ¡Tienes razón! Lo mismo que Jochen Welder. Pero entonces…
– Exacto. El asesino no solo anunció por radio su intención de matar, sino que dejó una pista sobre la identidad de sus víctimas. En mi opinión, esto no ha terminado. Se propone matar otra vez. Y depende de nosotros impedírselo. Cómo, no lo sé, pero debemos hacerlo a toda costa.
El coche se detuvo en otro semáforo en rojo, en la breve cuesta al final del bulevar Carnot. Delante de ellos se extendía Niza, ciudad marina, descolorida y humana, muy alejada de la limpieza impecable y vítrea de Montecarlo y de su población de pensionistas de lujo.
Mientras conducía hacia la plaza Masséna, Hulot se volvió hacia Frank, sentado a su lado. Ottobre miraba fijamente hacia delante como Ulises a la espera del canto de las sirenas.
Nicolás Hulot detuvo su Peugeot 206 ante la verja de la central de policía de Auvare, en la calle de Roquebilliére.
Un agente de uniforme, que se hallaba de pie ante la caseta, avanzó con expresión seca para alejar a aquellos dos intrusos de la entrada reservada al personal de la policía. Desde la ventanilla del coche el comisario le mostró su credencial.
– Comisario Hulot, Süreté Publique de Monaco. Tengo una cita con el comisario Froben.
– Disculpe, comisario, no le había reconocido. A sus órdenes.
– ¿Puede avisarle, por favor?
– Enseguida. Pase.
– Gracias, agente.
Hulot avanzó unos metros y detuvo el coche a la sombra. Frank bajó y miró alrededor. El cuartel de Auvare era un complejo de construcciones de dos plantas, con muros de color cemento y techos rojos; los marcos de las puertas y las ventanas eran de madera oscura. Estaba formado por una serie de edificios rectangulares dispuestos en forma de damero, sin ninguna conexión entre ellos. En el lado más corto, el que daba a la calle, cada uno tenía una escalera exterior que llevaba a la planta superior.
El comisario se preguntó cómo veía el estadounidense todo lo que los rodeaba. Niza era una ciudad distinta, en un mundo diferente; quizá incluso otro planeta, cuya lengua él comprendía pero cuya mentalidad formaba parte solo de su cultura, no de su vida.
Casas pequeñas, cafés pequeños, personas pequeñas.
Ningún «sueño americano», ningún rascacielos que derribar; solo sueños pequeños, cuando los había, a veces descoloridos por el aire del mar, como los muros de algunas casas. Sueños pequeños, si pero que cuando se rompían provocaban grandes dolores.
Frente a la verja de entrada del centro, alguien había colgado un cartel contra la globalización. Unos se esforzaban por homogeneizar el mundo, mientras otros luchaban para no perder su identidad Europa, América, China, Asia… No eran más que manchas coloreadas en los mapas, siglas en los tableros de las agencias de cambio, nombres en los volúmenes de las bibliotecas. Ahora existía internet, existían los medios, las noticias en tiempo real. Señales de un mundo que se ampliaba o se reducía según quien lo mirara.
Lo único que acortaba verdaderamente las distancias era el mal, presente en todas partes, que hablaba un único lenguaje y escribía sus mensajes siempre con la misma tinta.
Frank cerró la portezuela y se volvió hacia Hulot.
El comisario vio a un hombre de treinta y ocho años que tenía los ojos de un viejo a quien la vida había negado la sabiduría. Vio un rostro moreno, latino, cubierto por una sombra más oscura que sus ojos, su pelo, la barba incipiente de sus mejillas. Un hombre de cuerpo atlético, fuerte, un hombre que había matado a otros hombres, protegido por una credencial y por la justificación de estar del lado de la justicia. Tal vez no existía cura ni antídoto para el mal. Pero había hombres como Frank Ottobre, que se habían vuelto inmunes a él.
La guerra no terminaba nunca.
Mientras Hulot cerraba el coche, vieron que el comisario Froben, de la brigada de homicidios -que colaboraba en las investigaciones-, salía por la puerta de la oficina de enfrente e iba hacia ellos.
Dirigió a Hulot una amplia sonrisa que mostró sus dientes grandes y regulares e iluminó su rostro de facciones marcadas. Tenia una complexión maciza, que tensaba la chaqueta de su traje de Galerías Lafayette, y la nariz rota de un aficionado al boxeo. Las pequeñas cicatrices alrededor de las cejas confirmaban esta hipótesis.
Froben estrechó la mano de Hulot. Su sonrisa se acentuó y sus ojos grises se volvieron dos grietas que hicieron que las cicatrices se fundieran en una telaraña de pequeñas arrugas.
– Qué tal, Nicolás. ¿Cómo estás?
– Eres tú quien debe decirme cómo estoy. Con la tormenta que se avecina, la ayuda de todos los amigos me sirve de mucho.
Froben miró a Frank, y Hulot hizo las presentaciones.
– Frank Ottobre, agente especial del FBI. Muy especial. Le he pedido que colabore en la investigación.
Froben no dijo nada, pero sus ojos expresaron consideración por el rango de Frank. Tendió su mano, de dedos grandes y fuertes, y le dedicó también a él la misma amplia sonrisa.
– Claude Froben, humilde comisario de homicidios.
Mientras aguantaba el vigoroso apretón, el estadounidense tuvo la sensación de que, de haber querido, Froben habría podido romperle los dedos. El hombre le cayó simpático de inmediato. Daba una impresión de fuerza y delicadeza a la vez. A Frank no le habría sorprendido saber que, después del trabajo, montaba con sus hijos maquetas de barcos y manipulaba las piezas más frágiles con asombroso cuidado.
Hulot fue directo al grano.
– ¿Alguna novedad sobre la cinta?
– Se la he confiado a Clavert, nuestro mejor técnico. Un mago, diría. La ha analizado con todos sus aparatos. Venid, os muestro el camino.
Froben los precedió; entraron por la puerta por la que él acababa de salir. Los guió por un corto pasillo, iluminado por una luz difusa que provenía de una ventana situada a sus espaldas. Hulot y Frank lo siguieron hasta que la nuca canosa de Froben, que terminaba en un cuello corto y macizo apoyado en unos hombros robustos, se giró y volvió a ver su rostro. Se detuvo delante de una escalera, a la izquierda, que llevaba al subterráneo. Hizo un ademán con su mano grande y cuadrada.
– Hacedme el favor…
Bajaron dos tramos de escalera y se encontraron en una amplia sala llena de aparatos electrónicos, iluminada por fríos tubos de neón que aumentaban la escasa claridad que proporcionaban unas claraboyas a la altura de la calle.
Sentado a una mesa de trabajo había un joven delgado; llevaba el pelo rapado para disimular una incipiente calvicie; vestía una bata blanca abierta sobre una camisa a cuadros que le caía por encima de los vaqueros. Llevaba unas gafas curvas con lentes amarillas.
Los tres se detuvieron detrás de la silla con ruedas sobre la que estaba sentado mientras, absorto, maniobraba los potenciómetros. Se volvió y los miró. Hulot se preguntó cómo lo hacía para que no le cegara el sol con aquellas gafas.
Froben no los presentó, pero el joven no se mostró sorprendido. Sin duda se dijo que si aquellos dos desconocidos estaban allí, debían de tener sus razones.
– Entonces, Clavert, ¿qué nos dices de la cinta?
El técnico se encogió de hombros.
– Poco, comisario. No tengo buenas noticias. He examinado la grabación con todos los aparatos de que dispongo, pero sin resultado. La voz está distorsionada y no hay manera de identificarla.
– ¿Es decir?
Clavert retrocedió un poco, al darse cuenta de que tal vez sus interlocutores no tuvieran los mismos conocimientos técnicos que él.
– Todas las voces humanas se mueven según unas frecuencias que forman parte de unas características personales; son tan identificables como las huellas de la retina y las huellas digitales. Hay cierta cantidad de tonos agudos, graves y medios que no varían aunque se trate de alterar la voz, hablando en falsete, por ejemplo. Es posible ver estas frecuencias mediante aparatos apropiados, y luego reproducirlas en un diagrama. Las máquinas que hacen falta son bastante comunes; forman parte del equipo habitual de un estudio de grabación. Sirven para equilibrar las frecuencias y evitar que una banda esté demasiado cargada de unas o de otras.
Se acercó al teclado de un ordenador Macintosh y puso la mano sobre el ratón. Tras una serie de clics apareció una pantalla blanca atravesada por líneas horizontales paralelas. Entre ellas se movían otras dos líneas, una verde y otra violeta, que eran bastante más largas y accidentadas.
Con la flecha del ratón, el técnico indicó la línea verde.
– Esta línea es la voz de Jean-Loup Verdier, el locutor de Radio Montecarlo. Este es el diagrama fónico que ha resultado después de analizarla.
Otro clic, y la pantalla mostró un gráfico en el que había una línea amarilla que se movía sobre un fondo oscuro, entre líneas paralelas azules. Clavert indicó la pantalla con un dedo.
– Las líneas azules horizontales -explicó- son las frecuencias. La línea amarilla que se desplaza entre ellas es la voz analizada. Si se toma la voz de Verdier en distintos momentos de la grabación y se la superpone a esta línea amarilla, se ve que se corresponden exactamente.
Volvió a la pantalla anterior e hizo clic en la línea violeta.
– Esta es la otra voz.
Volvió al gráfico, pero esta vez la línea amarilla se movía de manera entrecortada y en campos mucho más reducidos.
– En este caso, la persona que llamó por teléfono hizo pasar su voz por un aparato dotado de filtros que, gracias a una serie de distorsiones y compresiones del sonido, mezcla las frecuencias de las emisiones vocales y las altera por completo. Basta variar ligeramente los valores de uno de los filtros para obtener un gráfico completamente distinto cada vez.
Hulot hizo una pregunta:
– ¿Es posible que el análisis de la grabación permita reconocer el tipo de aparato utilizado? Así, tal vez se podría averiguar quién lo compró.
El técnico hizo un gesto dubitativo.
– No creo. Son máquinas que se encuentran con bastante facilidad. Las hay de distintas marcas y con capacidades variables según el precio y el modelo, pero para esta clase de uso sirven todas. Además, la electrónica está en continua evolución, por lo que hay un mercado de segunda mano bastante amplio. Estos aparatos se compran y se venden entre los fanáticos de las grabaciones caseras, casi siempre sin factura. En mi opinión, esta no es una vía factible.
Intervino Froben, intentando contrarrestar el derrotismo de Clavert.
– De todos modos veremos qué se puede hacer. Tenemos tan pocos elementos que no podemos despreciar nada.
Hulot se volvió y observó a Frank, que aparentemente estaba absorto en otros pensamientos, como si ya supiera suficiente. Sin embargo, el comisario tenía la certeza de que no se perdía ni una palabra de lo que estaban diciendo y estaba memorizando cada dato.
Volvió a dirigirse a Clavert.
– ¿Y qué puede decirnos acerca de que la llamada se haya recibido sin pasar antes por la centralita?
– Sobre eso no tengo una hipótesis precisa. Esencialmente, hay dos posibilidades. En general, las centralitas telefónicas disponen de números directos; basta conocerlos para evitar pasar por la telefonista. Sin duda, Radio Montecarlo no es la NASA en cuanto a seguridad, por lo que no es impensable que alguien los haya conseguido. La segunda hipótesis es un poco más complicada, aunque tampoco es de ciencia ficción. En realidad, me parece la más verosímil…
– ¿Y cuál sería? -le urgió Froben.
Clavert se apoyó en el respaldo de la silla.
– Según he averiguado, la centralita de Radio Montecarlo se rige por un programa de ordenador y tiene una función que permite ver en tiempo real el número telefónico del que llama. La finalidad es obvia…
Echó una mirada a su alrededor para comprobar que todos le comprendían.
– Pues bien, creo que en el momento de la llamada no apareció ningún número en la pantalla, de modo que quien llamó debió de conectar al teléfono un dispositivo electrónico que neutraliza esta función de la centralita.
– ¿Es difícil hacerlo?
– Bastante, sí, para un conocedor de electrónica y telefonía. Pero no hace falta ser un genio de las telecomunicaciones. Cualquier pirata informático puede hacerlo navegando por internet.
Hulot se sentía como un preso a la hora de salir a tomar el aire: mirase donde mirase no encontraba más que paredes.
– ¿Se puede saber si la llamada se hizo desde un teléfono fijo o desde un móvil?
– Con seguridad, no. Sin embargo, yo excluiría el móvil. Si este hombre ha utilizado la web, las comunicaciones por móvil son mucho más lentas y menos precisas. Y el que ha hecho todo esto es demasiado astuto para no haberlo tenido en cuenta.
– ¿Es posible hacer otros análisis de la cinta?
– Con los aparatos de que dispongo, no. Pero me propongo mandar una copia del DAT al laboratorio científico de Lyon, para ver si ellos encuentran algo más.
Hulot apoyó una mano en el hombro de Clavert.
– Vale. Prioridad absoluta. Si los colegas de Lyon aceptan ayudarnos, les brindaremos todo el apoyo necesario para obtener la máxima rapidez.
Para Clavert, el encuentro había concluido. De un bolsillo de la bata extrajo una tableta de goma de mascar, la desenvolvió y se la echó en la boca.
Por un instante se hizo el silencio. Cada uno de ellos, a su manera, pensaba en lo que se había dicho.
– Vamos, os ofrezco un café -dijo Froben al fin.
De nuevo los precedió por la escalera; en el rellano dobló a la izquierda y tras unos pocos pasos los condujo hasta una máquina de café, empotrada en un nicho. Extrajo de un bolsillo una ficha magnética.
– ¿Café para todos?
Los otros dos asintieron. El comisario introdujo la ficha, pulsó una tecla, la máquina se puso en movimiento con un zumbido y depositó un vasito de plástico en la bandeja.
– ¿Qué piensas, Frank? -preguntó Hulot al estadounidense, que continuaba en silencio.
Por fin Frank se decidió a hablar.
– No tenemos muchos caminos. Cualquier rumbo que cojamos parece no llevar a nada. Te lo había dicho, Nicolás: nos enfrentamos a un hombre muy astuto. Hay demasiadas coincidencias para pensar que simplemente ha tenido buena suerte. Por ahora, lo único que tenemos es esa llamada telefónica. Si tenemos un poco de suerte y él es suficientemente narcisista, llamará de nuevo. Si tenernos mucha suerte, llamará a la misma persona. Y si tenemos una suerte extraordinaria, cometerá un error. Es nuestra única esperanza de descubrirlo y atraparlo antes de que vuelva a matar.
Terminó su café y arrojó el vaso de plástico en el cubo de la basura.
– Creo -continuó- que es hora de hablar muy en serio con Jean-Loup Verdier y la gente de Radio Montecarlo. Me desagrada admitirlo, pero de momento estamos en sus manos.
Se encaminaron hacia la salida.
– Imagino que en el principado debe de haber… ¿cómo decirlo?… cierta agitación… -dijo Froben a Hulot.
– Pues mira, llamarlo «agitación» es como decir que Mike Tyson es «un tío nervioso». Tenemos una grave crisis. Montecarlo, como bien sabes, es una tarjeta postal. Para nosotros, la imagen lo es todo. Hemos gastado toneladas de dinero para garantizar ante todo dos cosas: elegancia y seguridad. Y de repente aparece este tío que lo estropea todo. Si esta historia no se resuelve deprisa, verás rodar muchas cabezas…
Hulot soltó un suspiro.
– Incluida la mía.
Llegaron a la salida y se despidieron. Froben se quedó mirándolos mientras se alejaban; su cara de boxeador reflejaba tanto solidaridad como alivio de no encontrarse en su lugar.
Hulot y Frank se encaminaron hacia el aparcamiento donde habían dejado el coche. Una vez dentro del vehículo, mientras encendía el motor, el comisario se volvió para mirar a Frank. Era casi «hora de la cena, y de pronto se sintió hambriento.
– ¿El café de Turín?
El café de Turín era una fonda sencilla, con mesas y bancos de madera, situada en la plaza Garibaldi; allí podrían comer un buen coquillage acompañado de una botella de Muscadet helado. Hulot había llevado allí a Frank y a su mujer durante su visita a Europa, y los dos habían quedado fascinados con el largo mostrador lleno de marisco y el personal con guantes de trabajo atareado en abrir las conchas. Con ojos brillantes veían pasar a los camareros con grandes bandejas llenas de ostras y enormes gambas rojas, para comer con mayonesa. Habían vuelto muchas veces, y el pequeño restaurante se había convertido en su sanctasanctórum gastronómico. Hulot vaciló en mencionar ese lugar; temía que el recuerdo pudiera perturbar a Frank. Pero el estadounidense parecía cambiado, o al menos decidido a cambiar. Si quería sacar la cabeza del agua, enfrentarse al pasado podría ayudarle. Frank hizo un gesto con la cabeza, aceptando a un tiempo la elección y los buenos propósitos de Hulot. Fueran cuales fuesen sus pensamientos, su cara no los reflejaba.
– Que sea el café de Turín.
Hulot se relajó imperceptiblemente.
– ¿Sabes? Estoy un poco cansado de moverme y hablar como el personaje de una película de televisión. Me da la impresión de ser una caricatura del teniente Colombo. Necesito media hora de normalidad. Tengo que relajarme un poco. Si no, me volveré loco.
Caía la tarde y las luces de la ciudad se habían encendido. Frank, en silencio, miraba por la ventanilla a la gente que salía, andaba por la calle y hablaba en las casas, en los bares, en los restaurantes, en los lugares de trabajo. Miles de personas con rostros anónimos.
Los dos sabían que las palabras de Hulot eran mentira. En medio de aquella gente tranquila había un asesino, y ellos no podrían pensar en otra cosa hasta que lo atraparan.
Detrás del cristal de la cabina de dirección, Laurent Bedon, el director del programa, hizo la cuenta atrás bajando uno a uno los dedos de la mano. Después señaló a Jean-Loup Verdier con el índice,
A su espalda se encendió la luz roja de puesta en el aire.
El locutor acercó ligeramente el sillón al micrófono, que se alzaba sobre un pie corto, apoyado en la superficie que tenía ante él.
– Hola a todos los que ya nos estáis escuchando y a todos los que nos escucharán en el transcurso de la noche. Tendremos música y relatos de personas que compartirán con nosotros su vida, aunque esas vidas no siempre marchen al ritmo de la música que querríamos escuchar…
Calló y se apartó un poco. El mezclador emitió las notas enmarañadas de «Born to Be Wild», de Steppenwolf.
Unos segundos después, de nuevo la voz cálida y persuasiva de Jean-Loup se fundió con la música.
– Estamos con vosotros y estamos listos, si podemos serviros de algo. Para quienes han puesto el corazón sin recibir otro a cambio, para quienes se han equivocado y han echado demasiada sal en la sopa, para quienes no tendrán paz hasta descubrir en qué tarro han escondido el azúcar, para quienes se arriesgan a ahogarse en el pequeño aluvión de sus lágrimas… Estamos aquí con vosotros y, a pesar de todo, como vosotros, estamos vivos. Esperamos vuestras voces. Esperad nuestra respuesta. Aquí Jean-Loup Verdier, desde Rio Montecarlo, en Voices.
Otra vez «Born to Be Wild». Otra vez la carrera de las guitarras distorsionadas bajando por una escala rocosa, levantando polvo y desplazando grava.
– ¡Joder, es bueno este tío!
Frank Ottobre, sentado al lado de Laurent en la cabina, no pudo evitar que el comentario saliera de su boca. El director se volvió para mirarlo con una sonrisa en los labios.
– ¿Verdad que sí?
– No me extraña que tenga éxito. Tiene una voz y una energía que llegan directamente al estómago.
Barbara, la operadora de sonido, sentada a su derecha, contra la consola de control, le indicó con un gesto que mirara hacia atrás. Frank hizo girar su silla y, en el recuadro de cristal de la puerta insonorizada, vio que Hulot le hacía señas.
Se levantó y se reunió con él fuera del estudio.
El comisario tenía el rostro cansado, de un hombre que ha dormido poco y mal. Frank observó las bolsas oscuras bajo los ojos, el cabello gris que necesitaba un corte, el cuello de la camisa sucio de sudor. Un hombre que en los últimos tiempos había visto y sentido muchas cosas que hubiera preferido desconocer; aunque tenía cincuenta y cinco años, aparentaba diez más.
– ¿Cómo van las cosas por aquí, Frank?
– Sin novedad. La emisión es un rotundo éxito. El locutor es un fenómeno. Ha nacido para esto. No sé cuánto le pagan, pero sin duda se lo merece. En lo que respecta a nosotros, nada de nada. Silencio absoluto.
– ¿Quieres una Coca-Cola?
– Soy estadounidense, pero mis abuelos paternos eran sicilianos, Nicolás. Por tradición soy más afecto al café que a la Coca-Cola.
– Que sea café, entonces.
Se encaminaron hacia la máquina automática, al fondo del pasillo. Hulot hurgó en sus bolsillos en busca de monedas. Frank exhibió con una sonrisa una tarjeta magnética.
– Mi pertenencia al FBI ha impresionado profundamente al director. Somos huéspedes de la radio, si no para comer, al menos para las bebidas.
Introdujo la tarjeta en la máquina, pulsó un botón y se inclinó coger el vaso lleno. El comisario bebió un sorbo de café y le encontró mal sabor. ¿O llevaba el mal sabor en su propia boca?
– Ah, me olvidaba. Ha llegado el informe del peritaje caligráfico…
– ¿Y?
– ¿Por qué me lo preguntas, si ya sabes la respuesta?
Frank meneó la cabeza.
– No conozco la respuesta en detalle, pero creo saber más o menos qué vas a decirme.
– Ah, claro, olvidaba que eres del FBI. Tienes tarjetas magnéticas e intuiciones fulminantes… El mensaje no se escribió a mano.
– ¿No?
– No. Ese hijo de puta ha usado una plantilla. Pegó las letras en un cartón, las recortó y luego llenó los espacios interiores con sangre. ¿Cómo lo has adivinado?
Frank meneó la cabeza.
– No he adivinado nada. Pero me parecía raro que un hombre que ha demostrado un cuidado maniático en no dejar marcas, cayera luego en un error tan burdo.
Hulot tiró la toalla y, con una mueca de disgusto, arrojó su café a medio beber en el cubo de la basura. Miró el reloj con un suspiro.
– Es hora de que vaya a ver si mi mujer todavía me reconoce. Hay dos coches en el aparcamiento, cada uno con dos agentes. Uno de más, nunca se sabe. Los otros muchachos están en sus puestos. Para cualquier eventualidad, estoy en casa.
– De acuerdo. Si pasa algo, te llamo.
– No debería decirlo, pero estoy contento de que estés aquí esta noche. De que estés aquí, en general. Hasta mañana, Frank.
– Buenas noches, Nicolás. Saluda de mi parte a tu mujer.
– Lo haré.
Frank vio cómo se alejaba su amigo, la espalda ligeramente encorvada bajo la chaqueta.
Hacía tres días que estaban de plantón en Radio Montecarlo, a la espera de que sucediera algo, después de haber llegado a un acuerdo con el director. Cuando, sentados en su oficina, le habían expuesto sus intenciones, Robert Bikjalo los miró con los ojos entornados, como para protegerse del cigarrillo pestilente que sostenía entre los dedos. Había evaluado el discurso del comisario Hulot mientras se quitaba una mota de ceniza de su camisa polo Ralph Lauren.
– ¿Así que ustedes creen que el hombre puede volver a llamar?
– No estamos seguros; es solo una suposición optimista. Pero si lo hiciera, necesitamos la colaboración de la radio.
Hulot y Frank se hallaban sentados frente a él, y Frank notó que la altura de los sillones estaba sabiamente calculada para que el director mirara a sus interlocutores desde arriba.
Bikjalo se volvió hacia Jean-Loup Verdier, sentado en un cómodo sofá que era igual que los sillones situados a la izquierda del escritorio.
El locutor se pasó una mano por el largo cabello oscuro y miró a Frank con sus ojos verdes y expresión interrogante. Después se restregó las manos con nerviosismo.
– No sé si soy capaz de hacer lo que me piden. Es decir, no sé cómo debo actuar. Una cosa es llevar un programa, hablar por teléfono con personas normales, y otra cosa es hablar con… con…
Frank comprendió que le costaba pronunciar la palabra «asesino» y acudió en su ayuda.
– Ya sé que no es fácil. Ni siquiera para nosotros es fácil tratar de entender qué puede tener ese hombre en la cabeza. Pero estaremos aquí, te daremos todas las indicaciones posibles y estaremos preparados para cualquier eventualidad. También hemos llamado a un experto.
Se volvió y miró a Nicolás, que hasta aquel momento había guardado silencio.
– Te asistirá un psicopatólogo, el doctor Cluny, un asesor de la policía que también colabora como negociador y habla con los criminales en casos con rehenes.
– Está bien, si ustedes me dicen qué debo hacer, estoy listo.
Jean-Loup miró a Bikjalo, para que dijera la última palabra.
El director tenía la vista fija en el filtro de cartón del cigarrillo ruso, mientras escuchaba con indiferencia.
– Es una gran responsabilidad…
Frank ya sabía adonde quería llegar. Se levantó del sillón e invirtió los papeles. Ahora era él quien miraba a Bikjalo desde arriba.
– Oiga, no sé si entiende la situación. Tal vez se le aclare definitivamente si le echa un vistazo a esto.
Frank se agachó y extrajo unas fotos de 20 x 30 del portafolio de Hulot, que estaba en el suelo, cerca del sillón. Las arrojó sobre el escritorio.
– Estamos tratando de dar caza a un hombre capaz de hacer esto.
Las fotos mostraban los cadáveres de Jochen Welder y Arijane Parker y sus cabezas desolladas. Bikjalo posó apenas la mirada en las imágenes y palideció.
Hulot sonrió para sí.
Frank volvió a sentarse.
– Este hombre todavía anda por ahí, y creemos que podría volver a hacer lo que ya ha hecho. Ustedes son nuestra única opción para atraparlo. No se trata de una estrategia para aumentar la audiencia, sino de cazar a un hombre, para evitar que haya más víctimas.
Los ojos de Frank se apartaron de los ojos hipnotizados de Bikjalo, al igual que una serpiente deja de mirar por un instante a la presa con la que juega. Cogió del escritorio la cajetilla de cigarrillos y la examinó con aparente curiosidad.
– Sin mencionar que este asunto, si se resuelve gracias a ustedes, puede dar a esta emisora y a Jean-Loup una popularidad que de otro modo no obtendrían ni en mil años.
Bikjalo se relajó. Empujó las fotos hacia Frank tocándolas con la punta de los dedos, como si quemaran. Se apoyó en el sillón, aliviado. La conversación volvía a unos parámetros que él podía manejar.
– De acuerdo. Si se trata de ayudar, si se trata de ser útiles, Radio Montecarlo no va a echarse atrás. Por otra parte, Voices es justamente eso: una ayuda para la gente que la necesita. Hay una sola cosa que querría pedirles a cambio, si es posible…
Una pausa. El silencio de Frank lo alentó a continuar.
– Una entrevista exclusiva con usted, realizada por Jean-Loup, en cuanto haya terminado todo. En primicia. Aquí, en la radio.
Frank miró a Hulot, que asintió con un imperceptible movimiento de la cabeza.
– Trato hecho.
Se puso de pie.
– Pronto llegarán nuestros técnicos con sus equipos para pinchar los teléfonos, y otras cosas que les explicarán en detalle. Comenzaremos esta misma noche.
– Bien. Diré a los nuestros que estén a su disposición para brindarles la máxima colaboración.
La reunión había concluido. Todos se levantaron. Frank vio la mirada un poco confundida de Jean-Loup Verdier y le dio un apretón tranquilizador en un brazo.
– Gracias, Jean-Loup. Te agradezco mucho que hayas aceptado. Estoy seguro de que lo harás muy bien. ¿Tienes miedo?
El locutor alzó los ojos claros, verdes como el agua marina.
– Sí, un miedo mortal.
Frank miró la hora. Jean-Loup presentaba el último bloque de publicidad antes del final de la emisión. Laurent hizo un gesto a Barbara. La operadora de sonido desplazó los cursores para hacer fundir la voz del locutor con la cinta grabada.
Tenían cinco minutos de pausa.
Frank se levantó y estiró el cuerpo.
– ¿Cansado? -preguntó Laurent mientras encendía un cigarrillo.
– No demasiado. Estoy acostumbrado a las esperas.
– ¡Dichoso usted! Yo me estoy muriendo de ansiedad -dijo Barbara al tiempo que se levantaba y sacudía su cabellera roja. El inspector Morelli, sentado en una silla apoyada contra la pared, alzó la vista del periódico deportivo que estaba leyendo. De pronto parecía más interesado en el cuerpo de la joven bajo el ligero vestido veraniego que en los acontecimientos del Campeonato Mundial de Fútbol.
Laurent hizo girar su sillón para quedar frente a Frank.
– Quizá no sea asunto mío, pero hay algo que querría preguntarle.
– Pregunte. Después le digo si es asunto suyo o no.
– ¿Qué se siente al hacer un trabajo como el suyo?
Frank le miró un instante como si no lo viera, y Laurent pensó que estaba pensando. No podía saber que en ese momento Frank Ottobre veía a una mujer tendida en la mesa de mármol de un deposito de cadáveres, una mujer que en las buenas y en las malas había sido su esposa. Una mujer que ninguna voz habría podido despertar.
– ¿Qué se siente al hacer un trabajo como el mío?
Frank repitió la pregunta como si tuviera necesidad de oírla de nuevo antes de responder.
– Al cabo de un tiempo, solo se tienen ganas de olvidar.
Laurent giró de nuevo hacia sus aparatos, incómodo. Tal vez había hecho una pregunta estúpida. No lograba sentir simpatía por ese estadounidense de cuerpo atlético y ojos fríos como la escarcha, que se movía y hablaba como si fuera ajeno al mundo que lo rodeaba. Una actitud que excluía cualquier tipo de contacto. Era un hombre que no daba nada, precisamente porque no pedía nada. Sin embargo, estaba allí, a la espera, y ni siquiera él parecía saber qué esperaba.
– Este es el penúltimo anuncio -dijo Barbara al tiempo que se sentaba de nuevo ante el mezclador. Su voz interrumpió ese momento de malestar. Morelli volvió a la crónica deportiva, pero continuó lanzando frecuentes miradas al pelo de la muchacha, que caía en cascada sobre el respaldo de la silla.
Laurent hizo una señal a Jacques, el operador de la consola. Fundido. Comenzó a sonar una música épica de Vangelis. Una luz roja se encendió en la cabina de Jean-Loup. Su voz volvió a sonar en la sala y en el aire.
– Son las once y cuarenta y cinco en Radio Montecarlo. Una noche acaba de comenzar. Estamos aquí con la música que queréis oír y las palabras que queréis escuchar. Nadie os juzga pero todos os escuchan. Esto es Voices. Llamadnos.
La cabina de dirección volvió a llenarse de una música lenta y rítmica, que evocaba las olas del mar. Detrás del cristal de su puesto de trabajo, Jean-Loup se movía tranquilo en un terreno que conocía a la perfección. En la cabina de dirección comenzó a relampaguear el LED de la línea telefónica. Extrañamente, Frank tuvo un escalofrío.
Laurent hizo un ademán hacia Jean-Loup, que asintió con un movimiento de cabeza.
– Alguien nos está llamando. ¿Diga?
Un instante de silencio, y después un ruido antinatural. De improviso, la música de fondo pareció convertirse en una marcha fúnebre. La voz que salió por los altavoces ya la habían oído todos; estaba grabada en una cinta e impresa en sus cabezas.
– Hola, Jean-Loup.
Frank se enderezó en la silla como si una descarga eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo. Hizo chasquear los dedos en dirección a Morelli, que salió de pronto de su pereza, se levantó y cogió su walkie-talkie.
– ¡Aquí está, muchachos! Todos alerta.
– Hola, ¿quién habla? -preguntó Jean-Loup.
En la voz distorsionada del teléfono se adivinaba una especie de sonrisa.
– Ya sabes quién soy, Jean-Loup. Soy uno y ninguno.
– ¿Eres el que ya ha llamado una vez?
Morelli salió de la sala corriendo. Regresó poco después con el doctor Cluny, el psicopatólogo de la policía, que estaba en el pasillo, a la espera, como todos. El hombre cogió una silla y se sentó al lado de Frank. Laurent accionó el interfono, que permitía comunicarse directamente con los auriculares de Jean-Loup sin salir al aire.
– Hágale hablar lo más posible -dijo Cluny mientras se aflojaba la corbata y se desabrochaba el cuello de la camisa.
– Sí, amigo mío. He llamado una vez y llamaré más. ¿Los perros están ahí contigo?
La voz electrónica emitía estelas de fuego del infierno y la frialdad del mármol. La atmósfera de la sala parecía viciada, como si los acondicionadores, en vez de echar aire fresco, lo aspiraran.
– ¿Qué perros?
Una pausa. Luego la voz.
– Los perros que me dan caza. ¿Están ahí contigo?
Jean-Loup levantó la cabeza y los miró; parecía perdido. Cluny se acercó un poco al micrófono del interfono.
– Sígale el juego. Dígale todo lo que quiera oír, pero hágale hablar…
Jean-Loup reanudó la conversación. Su voz parecía de plomo.
– ¿Por qué me lo preguntas? Tú ya sabías que estarían aquí.
– Ellos no me importan. No son nada. Eres tú quien me importa.
– ¿Por qué yo? ¿Por qué me llamas a mí?
Otra pausa.
– Ya te lo he dicho: porque eres como yo, una voz sin rostro. Pero tú tienes suerte; de nosotros dos, tú eres el que puede levantarse por la mañana y salir a la luz del sol.
– ¿Y tú no puedes hacerlo?
– No.
Ese monosílabo seco contenía una negación absoluta, una negativa que no admite réplicas, una renuncia total.
– ¿Por qué? -preguntó Jean-Loup.
La voz cambió. Se volvió más leve, más blanda, como atravesada por ráfagas de viento.
– Porque alguien lo ha decidido así. Y yo no puedo hacer mucho…
Silencio. Cluny se volvió hacia Frank y susurró, sorprendido:
– Está llorando…
Después de una larga pausa, el hombre continuó.
– No puedo hacer mucho. Pero hay un solo modo de remediar el mal, y es combatirlo con el mismo mal.
– ¿Por qué hacer el mal, cuando a tu alrededor hay gente que puede ayudarte?
Una nueva pausa. Un silencio, como si reflexionara, y luego de nuevo la voz, una condena rabiosa.
– He pedido ayuda, pero lo único que he obtenido es lo que me ha matado. Díselo a los perros. Díselo a todos. No habrá piedad porque no hay piedad, no habrá perdón porque no hay perdón, no habrá paz porque no hay paz. Solo un hueso para tus perros…
– ¿Qué quieres decir?
Una pausa más larga. El hombre había recuperado el control de sus emociones. La voz fue de nuevo como un soplo de viento que venía de la nada.
– Amas la música, ¿verdad, Jean-Loup?
– Sí. ¿Y tú?
– La música no traiciona, la música es la meta del viaje. La música es el viaje mismo.
De golpe, como la vez anterior, sonó por el teléfono, lenta y persuasiva, la voz de una guitarra eléctrica. Pocas notas, suspendidas solares, el juego de un músico con su instrumento.
Frank reconoció las primeras notas de «Samba para ti» domesticadas por los dedos y la fantasía de quien la tocaba. Solo la guitarra, en una introducción exasperada, alargada hasta el espasmo, a la que respondió un aplauso estrepitoso.
De repente, como había llegado, la música cesó.
– Este es el hueso que te han pedido los perros. Ahora debo irme, Jean-Loup. Esta noche tengo cosas que hacer.
El locutor hizo la pregunta con voz temblorosa:
– ¿Qué tienes que hacer esta noche?
– Ya sabes qué hago de noche, amigo mío. Lo sabes muy bien.
– No lo sé. Te lo ruego, dímelo.
Silencio.
– No es mi mano la que lo ha escrito, pero ya saben todos qué hago de noche…
Otra pausa que fue como el suspenso de un redoble de tambor.
– Yo mato…
La voz desapareció de la línea pero permaneció en sus oídos como un cuervo en los hilos del teléfono. Las últimas palabras fueron el relámpago de un flash. Por un instante sus caras y sus cuerpos se transformaron en un reflejo, como si hubieran perdido la profundidad que permite que el aire llegue a los pulmones.
Frank fue el primero en recobrarse.
– Morelli, llama a los muchachos y pregunta si han logrado algo. Laurent, ¿estamos seguros de que se ha grabado todo?
El director estaba apoyado en el tablero, con el rostro entre las manos. Barbara respondió por él.
– Sí. ¿Ahora puedo desmayarme?
Frank la miró. Su cara era una mancha blanca bajo una madeja de pelo rojo. Las manos le temblaban un poco.
– No, Barbara, ahora la necesito. Haga hacer enseguida una copia de la llamada; la necesito en cinco minutos.
– Ya está hecha. Había preparado una segunda grabadora en pausa; la he puesto en marcha un segundo después del inicio de la llamada. Basta con rebobinar la cinta.
Morelli echó a la joven una mirada de admiración, de modo tal que no le pasara inadvertida.
– Excelente. Muy hábil. ¿Morelli?
Morelli apartó los ojos de Barbara y se ruborizó, como si le hubieran sorprendido en falta.
– Ya viene uno de los técnicos. Por lo que he entendido, no creo que haya buenas noticias.
En ese momento entró en el estudio un joven de tez negra, de evidente origen africano. Frank se puso de pie.
– ¿Y bien?
El técnico se encogió de hombros. En su cara oscura se reflejaba decepción.
– Nada. No hemos logrado localizar la llamada. Ese desgraciado debe de haber usado algún aparato muy eficaz…
– ¿Móvil o teléfono fijo?
– No lo sabemos. También disponemos de una unidad de control por satélite, pero no hemos captado ninguna entrada de llamada, ni de un teléfono fijo ni de un móvil.
Frank se volvió hacia el psicopatólogo, que todavía estaba sentado en su silla, pensativo, atormentándose con los dientes la parte interior de la mejilla.
– ¿Doctor Cluny?
– No sé; tengo que escuchar la cinta. Lo único que puedo decir es que nunca, en toda mi vida, había visto un sujeto parecido.
Frank extrajo el móvil de su chaqueta y marcó el número de Hulot. Después de una pequeña espera el comisario respondió. Seguramente no dormía.
– Nicolás, aquí estamos. Nuestro amigo ha vuelto a aparecer.
– He escuchado la emisión -dijo de inmediato el comisario-. Me estoy vistiendo. Llego enseguida.
– Bien.
– ¿Todavía estáis en la radio?
– Sí, todavía estamos aquí, te esperamos.
Frank cerró el teléfono.
– Morelli, en cuanto llegue el comisario, reunión general. Laurent, también necesito su ayuda. Si no me equivoco, he visto una sala de reuniones cerca de la oficina del director. ¿Podemos hablar allí?
– Claro.
– Muy bien. Barbara, ¿se puede escuchar la cinta en esa sala?
– Sí, hay un DAT y todo lo que queramos.
– Perfecto. Hay poco tiempo; tenemos que volar.
En la confusión se habían olvidado por completo de Jean-Loup. Su voz llegó a través del interfono.
– ¿Ya ha terminado todo?
A través del cristal le vieron apoyado en el respaldo de su sillón, firme, inmóvil. Frank pulsó el botón que le permitía hablar con él.
– No, Jean-Loup. Desgraciadamente esto es solo el comienzo. De todos modos, tú has estado muy bien.
En el silencio que siguió vieron que Jean-Loup apoyaba con lentitud los brazos sobre la mesa y escondía en ellos la cabeza.
Hulot llegó poco después, al mismo tiempo que Bikjalo. El director parecía algo turbado. Entró en la emisora a unos pasos del comisario, como si distanciarse de él significara automáticamente distanciarse de toda aquella historia. Quizá acababa de darse cuenta de lo que significaba. En la radio había hombres armados dando vueltas; en el aire flotaba una tensión nueva, desconocida. Había una voz, y con esa voz había llegado la sensación de la muerte.
Frank esperaba apoyado en la pared de madera clara, delante de la puerta de la sala de reuniones. A su lado estaba Morelli. Los dos parecían hijos del mismo silencio. Entraron juntos en la estancia, donde todos los demás estaban sentados alrededor de la larga mesa, esperando. El ligero murmullo de los comentarios se interrumpió. Las grandes cortinas estaban recogidas; las ventanas estaban abiertas. De fuera llegaban los rumores ahogados del tranquilo tráfico nocturno de Montecarlo.
Hulot se colocó a la derecha de Frank, dejándole de forma tácita la misión de dirigir la reunión. Llevaba la misma camisa y no parecía más descansado que al marcharse, hacía solo un rato.
– Ya estamos todos. Aparte del comisario y del señor Bikjalo, que han escuchado la emisión en sus casas, esta noche estábamos todos aquí. Todos hemos oído lo que ha pasado. Los elementos de que disponemos no son muchos. Desgraciadamente, no ha sido posible averiguar de dónde provenía la llamada…
Frank hizo una pausa. El joven negro y su colega, que estaban sentados con aire abatido, se movieron incómodos en sus sillas.
. -No es culpa de nadie. Por cierto que el hombre que ha llamado no improvisa y sabe qué hacer para evitar que lo localicen. La técnica que por lo general usamos para este fin hoy se ha utilizado contra nosotros. Por eso, no hay ninguna ayuda en este sentido. Pienso que, antes de formular hipótesis, quizá pueda proporcionarnos algún indicio volver a escuchar la grabación.
El doctor Cluny asintió con la cabeza, y esto pareció resumir el parecer de todos.
Frank se dirigió a Barbara, que se hallaba de pie al fondo de la sala, apoyada en un mueble en el que había un equipo de sonido.
– Barbara, ¿puede poner la cinta?
La joven pulsó una tecla y la estancia volvió a llenarse de fantasmas. Oyeron una vez más la voz de Jean-Loup, del mundo de los vivos, y la del hombre, desde un lugar en las sombras. La grabación llegó hasta las últimas palabras:
– Yo mato…
Al final Bikjalo dejó escapar un comentario liberador:
– ¡Este hombre está loco!
El doctor Cluny se sintió obligado a hacer un comentario profesional. Su mirada de miope se ocultaba tras las gafas de montura de carey y oro. La nariz afilada y ligeramente aguileña parecía el pico de un búho sabio. El psicopatólogo se dirigió a Bikjalo, pero hablaba para todos.
– En sentido estricto, sin duda se trata de un loco. Pero tengamos en cuenta que este individuo ya ha matado a dos personas de una manera espantosa, lo que demuestra una furia interior explosiva, pero también una lucidez que raramente se encuentra en la ejecución de un crimen. Llama y no es posible descubrirle. Mata y no deja rastros de ningún tipo, salvo algunas marcas insignificantes. Es un hombre al que no hay que subestimar, porque él no nos subestima. Nos desafía, pero no nos subestima.
Se quitó las gafas, que dejaron dos manchas rojas en el puente de la nariz. Probablemente Cluny nunca usaba lentillas. Volvió a ponérselas enseguida, como si se sintiera incómodo sin ellas.
– Sabía perfectamente que nosotros estaríamos aquí -prosiguió-; sabe que la caza ha comenzado; no es casual que haga referencia a los perros. Es un hombre inteligente, tal vez de cultura superior a la media. Y sabe que nosotros andamos a tientas en la oscuridad, porque nos falta el elemento clave de casi cualquier delito…
Hizo una pausa. Frank notó que Cluny era decididamente hábil para atraer la atención sobre lo que decía. Bikjalo debía de pensar lo mismo, porque le miraba con interés casi profesional. El psicopatólogo continuó:
– El móvil nos es totalmente desconocido. No sabemos cuál es el resorte que ha empujado a este hombre a matar y a hacer lo que ha hecho luego. Es solo un ritual que para él tiene un significado preciso, aunque no lo conozcamos. Su locura por sí sola no puede proporcionar un indicio, porque no es evidente. Este hombre vive entre nosotros, como una persona normal; hace las cosas que hacen todas las personas normales: toma un aperitivo, compra el periódico, va al restaurante, escucha música. Sobre todo escucha música. Este es el motivo por el que llama aquí, a un programa que ofrece ayuda a las personas que tienen problemas. Aquí él encuentra una ayuda que no quiere recibir, y la música que le gusta escuchar.
– ¿Por qué dice usted «ayuda que no quiere recibir»? -preguntó Frank.
– Su no al ofrecimiento de ayuda ha sido perentorio. Ya ha decidido que nadie puede ayudarle, sea cual sea su problema. El trauma que arrastra debe de haberle condicionado hasta tal extremo que ha hecho estallar la furia latente que sujetos como él llevan dentro desde la infancia. Odia al mundo, y es muy probable que crea que el mundo está en deuda con él. Debe de haber padecido humillaciones terribles, al menos desde su punto de vista. La música debe de ser uno de los pocos refugios de su vida. De hecho, los únicos indicios que nos llegan de él hablan el lenguaje de la música. Ese fragmento musical es un mensaje. Nos ha dado otra pista, que guarda relación con la que nos dio en la primera llamada. Es un desafío, pero es también un ruego inconsciente. En el fondo, nos pide que le detengamos, si podemos, porque él solo no se detendrá jamás.
– Barbara, ¿podemos volver a escuchar la parte de la grabación donde está la música?
– Por supuesto.
La joven pulsó un botón. Casi de inmediato la sala se llenó con las notas de una guitarra, perdida en una versión de «Samba para ti» menos rigurosa, más suelta que de costumbre. Se oía una ovación del público al sonar las primeras notas, como en un concierto en directo, cuando un cantante toca los primeros acordes y los espectadores los reconocen de inmediato.
Cuando terminó, Frank miró a los presentes.
– Les recuerdo que en la primera llamada el fragmento musical era un indicio para saber quiénes serían sus víctimas. Pertenecía a la banda sonora de una película que cuenta la historia de un piloto de carreras y su compañera. Un hombre y una mujer. Como Jochen Welder y Arijane Parker. ¿Alguien tiene alguna idea de qué puede significar este nuevo fragmento?
Desde el otro extremo de la mesa, Jacques, el encargado de sonido, carraspeó, como si le costara tomar la palabra en aquel contexto.
– Yo diría que es una canción que conocemos todos…
– No hay que dar nada por sentado -le reprendió Hulot con amabilidad-. Imagine, aunque le parezca una tontería, que en esta sala nadie sabe nada de música. A veces ciertos indicios llegan de donde menos se espera.
Jacques se sonrojó un poco y levantó la mano derecha para disculparse.
– Quería decir que la canción es muy famosa. Se trata de «samba pa ti», de Carlos Santana. Tiene que ser una actuación en directo, puesto que hay público. Y debe de ser un público muy numeroso, como el de un estadio, por la intensidad de la respuesta, aunque a veces las grabaciones en directo se completan posteriormente en el estudio y se añaden aplausos previamente grabados.
Laurent encendió un cigarrillo. El humo voló hacia la ventana y desapareció en la noche. Permaneció suspendido en el aire el ligero olor a azufre de la cerilla.
– ¿Eso es todo?
Jacques se ruborizó de nuevo y guardó silencio. Hulot lo sacó del apuro. Lo miró sonriendo.
– Gracias, chaval, eso ya es un excelente comienzo. ¿Alguien puede añadir algo? ¿Esta canción tiene algún significado particular? ¿Se la ha asociado, a lo largo del tiempo, con algún acontecimiento extraño, algún personaje específico, alguna anécdota?
Muchos de los presentes se miraron, intentando ayudarse recíprocamente a recordar.
Frank propuso otro camino.
– ¿Alguno de ustedes reconoce esta interpretación? Si se trata, como parece, de una grabación en directo, ¿tienen ustedes idea de dónde se realizó? ¿O en qué disco se encuentra? ¿Jean-Loup?
El locutor estaba sentado en silencio al lado de Laurent, absorto, como si aquella conversación no le concerniera. Todavía parecía turbado por la charla telefónica con la voz desconocida. Alzó la mirada y negó con la cabeza.
– ¿Es posible que sea una grabación pirata? -preguntó Morelli.
Barbara hizo un gesto negativo.
– No creo. El sonido es antiguo, tanto técnica como artísticamente. Es una grabación vieja, hecha en analógico, no en digital. Es un disco de vinilo, de 33 revoluciones; se oyen los ruidos de fondo. Pero la calidad es buena. No parece la grabación de un aficionado, teniendo en cuenta las limitaciones técnicas de la época. Yo creo que se trata de un elepé comercial convencional, a menos que sea una vieja maqueta que nunca llegó a convertirse en disco.
– ¿Una maqueta? -preguntó Frank, mirando a la joven.
No podía menos que compartir la admiración de Morelli. Barbara tenía un cerebro de primer orden, además de un cuerpo soberbio. Si el inspector quería probar suerte, le convendría ponerse a su altura.
– Una maqueta es una prueba de grabación que se hacía como paso previo a la producción del disco, antes de la era de los CD -aclaró Bikjalo por ella-. En general se hacían pocas copias, en materiales fácilmente deteriorables, que se usaban para controlar la calidad de grabación. Algunas maquetas se han convertido en objetos de culto y son muy buscadas por los coleccionistas. Sin embargo, una de sus características era que, cada vez que se utilizaban, empeoraba la calidad del sonido en progresión geométrica. No, yo no diría que en este caso se trate de una maqueta.
De nuevo se hizo el silencio, como para confirmar que ya se había dicho todo lo que se podía decir.
Hulot se levantó, indicando que la reunión había concluido.
– Señores, es inútil que les recuerde la importancia que el menor indicio puede tener en este caso. Tenemos a un asesino en libertad que de algún modo juega con nosotros proporcionándonos indicios de lo que parece ser su único objetivo: matar de nuevo. Cualquier cosa que se les ocurra, a cualquier hora del día o de la noche, no tengan reparo en llamarnos, a mí, a Frank Ottobre o al inspector Morelli. Antes de marcharse, apunten los números.
Se levantaron todos. Uno a uno salieron de la sala. Los dos técnicos de la policía se fueron primero, como si quisieran evitar el enfrentamiento directo con Hulot. Los otros esperaron para que Morelli les diera una tarjeta con los números de teléfono. El inspector se entretuvo un poco más al dárselos a Barbara, que no pareció molesta por ello. En otra situación, Frank habría considerado que el interés del policía era una falta, pero en aquel momento le pareció una revancha que se tomaba la vida.
Lo dejó pasar.
Se acercó a Cluny, que hablaba en voz baja con Hulot.
Los dos se apartaron ligeramente para hacerlo partícipe de la conversación.
– Quería hacerles notar -dijo el psicopatólogo- que en la llamada hay un indicio importante para evitarnos confusiones o Pérdidas de tiempo…
– ¿Cuál? -preguntó Hulot.
– El sujeto nos ha dado la prueba de que no se trataba de una broma y que es realmente él quien ha asesinado a esos dos pobres desdichados del barco.
Frank asintió con la cabeza.
– «No es mi mano la que lo ha escrito»…
– Exacto. Solo el verdadero asesino podía saber que el mensaje se escribió de forma mecánica y no a mano. No lo he comentado delante de todos porque me parece que es una de las pocas cosas relativas a la investigación que no es de dominio público.
– Exacto. Gracias, doctor Cluny. Buen trabajo.
– De nada. Hay algunos análisis que debo hacer. Lenguaje, tensión vocal, sintaxis y cosas así. Continuaré estudiándolo hasta que surja algo. Hágame llegar una copia de la cinta.
– La tendrá. Buenas noches.
El psicopatólogo salió de la sala.
– ¿Y ahora? -preguntó Bikjalo.
– Ustedes ya han hecho lo que podían -respondió Frank-. Ahora nos toca a nosotros.
Jean-Loup parecía trastornado. Sin duda habría preferido prescindir de aquella experiencia que había vivido. Quizá lo sucedido no era tan excitante como había imaginado.
«La muerte nunca es excitante; la muerte es sangre y moscas», pensó Frank.
– Has estado muy bien, Jean-Loup. Yo no lo hubiera hecho mejor. La costumbre no sirve de nada. Cuando hay que vérselas con un asesino,siempre es la primera vez. Ahora ve a tu casa y trata de no pensar en ello…
«Yo mato…»
Todos sabían que aquella noche no habría lugar para el sueño. No mientras alguien salía de su casa en busca de un pretexto para desahogar su ferocidad y de otra presa para aliviar su locura. Los susurros que sonaban en su cabeza se volvían gritos que podían mezclarse con los alaridos de una nueva víctima.
Jean-Loup bajó los hombros, derrotado.
– Gracias. Sí, creo que iré a casa.
Se despidió y salió, cargado con un fardo lo bastante pesado para inclinar espaldas más robustas. En el fondo era solo un hombre poco más que un joven, que emitía música y palabras por la radio-
Hulot se dirigió hacia la puerta.
– Bien, vámonos nosotros también. Aquí ya no podemos hacer nada, por el momento.
– Os acompaño. Yo también salgo. Voy a casa, aunque creo que esta noche será difícil dormir… -dijo Bikjalo al tiempo que cedía el paso a Frank.
Cuando llegaron a la puerta, oyeron que alguien marcaba desde fuera el código de la cerradura. La puerta se abrió y apareció Laurent. Parecía muy agitado.
– Menos mal que todavía estáis aquí -dijo-. Se me ha ocurrido una idea. ¡Ya sé quién puede ayudarnos!
– ¿Con qué? -preguntó Hulot.
– Con la música. Sé quién puede ayudarnos a identificarla.
– ¿Quién?
– ¡Pierrot!
A Bikjalo se le iluminó el rostro.
– ¡Claro, Rain Boy!
Hulot y Frank se miraron.
– ¿Rain Boy?
– Es un joven que viene a la emisora a echar una mano y se ocupa del archivo -explicó el director-. Tiene veintidós años, pero el cerebro de un niño. Es el protegido de Jean-Loup, y el chaval se desvive por él; se arrojaría al fuego si él se lo pidiera. Lo llamamos Rain Boy porque es como el personaje de Dustin Hoffinan en la película Rain Man. Tiene limitaciones notables, pero cuando se trata de música es un verdadero ordenador. Es su único don, pero es fenomenal.
Frank miró la hora.
– ¿Dónde vive ese tal Pierrot?
– No lo sé con exactitud. Su apellido es Corbette y vive con su madre en las afueras de Mentón, me parece. El marido era un cabrón que los abandonó en cuanto supo que el hijo era deficiente. ¿Alguien tiene la dirección o el número de teléfono?
Laurent se dirigió deprisa al ordenador del escritorio de Raquel.
– Responde el contestador automático, tanto en el número de la casa como en el móvil de la madre.
El comisario Hulot miró el reloj.
– Lo lamento por la señora Corbette y su hijo, pero creo que esta noche tendrán un despertador fuera de programa…
La madre de Pierrot era una mujer gris con un vestido gris.
Sentada en una silla de la sala de reuniones, miraba con ojos aturdidos a los hombres que rodeaban a su hijo. La habían despertado en plena noche, y se había asustado mucho cuando por el intercomunicador le habían dicho que era la policía. Luego le pidieron que despertara a Pierrot, los hicieron vestir deprisa y los metieron en un coche que partió a una velocidad que les dio miedo.
Habían dejado atrás el edificio de apartamentos donde vivían. A la mujer le preocupaban los vecinos; menos mal que a esa hora de la noche nadie los había visto salir en un coche patrulla, como dos delincuentes. Su vida era ya bastante triste, cargada de habladurías y murmullos a su paso, como para añadirle otros.
El comisario, que era el más viejo del grupo y tenía cara de buena persona, la tranquilizó: no tenía nada que temer; necesitaban a su hijo para algo muy importante. Ahora que se encontraban allí, ella se preguntaba para qué podría servir la ayuda de alguien como Pierrot, el hijo al que ella quería como si fuera un genio pero que la gente consideraba a duras penas un idiota.
Miró ansiosa a Robert Bikjalo, el director de Radio Montecarlo el que permitía que su hijo trabajara allí, en un lugar seguro, y se ocupara de lo que más amaba en el mundo: la música. ¿Qué tenía que ver la policía? Rogó que la ingenuidad de Pierrot no le hubiera hecho cometer alguna tontería. No habría soportado que le quitaran a su hijo… La idea de quedarse sola, sin él, y de que él se hallara en alguna parte sin ella, la aterrorizaba. Sintió que los dedos fríos de la ansiedad le cogían y le apretaban el estómago. Con tal que…
Bikjalo le dirigió una sonrisa tranquilizadora, intentando confirmarle que todo estaba bien.
La mujer se volvió y observó al hombre más joven, de rostro duro y barba crecida, que hablaba francés con un ligero acento extranjero; se había puesto en cuclillas para estar a la altura de la cara de Pierrot, que estaba sentado en una silla. El hijo le miraba con curiosidad y escuchaba lo que le decía.
– Disculpa por haberte despertado a estas horas, Pierrot, pero necesitamos tu ayuda para una cosa importante. Una cosa que solo tú puedes hacer…
La mujer se relajó. La cara de ese hombre infundía temor, pero su voz era tranquilizadora y amable. Pierrot le escuchaba sin miedo, y hasta parecía orgulloso de aquella aventura nocturna fuera de programa, del viaje en coche patrulla y de verse convertido de pronto en el centro de atención.
La madre experimentó una profunda sensación de ternura y protección por ese extraño hijo que vivía en un mundo propio, hecho de música y pensamientos puros. Donde también las «palabras sucias», como las llamaba él, tenían el sentido ingenuo de un juego de niños.
El hombre más joven continuó con su voz mesurada:
– Ahora te haremos oír una canción, una música. Escúchala atentamente. Fíjate si la reconoces y si puedes decirnos qué es o en qué disco está. ¿De acuerdo?
Pierrot guardó silencio. Después asintió de modo casi imperceptible.
El hombre se levantó y pulsó una tecla de la grabadora que estaba a su espalda. Las notas de una guitarra invadieron la sala. La mujer observó la cara de su hijo, tensa por la concentración, mientras escuchaba, absorto, el sonido que salía de los altavoces. Pocos segundos después la música terminó. El hombre volvió a ponerse en cuclillas junto a Pierrot.
– ¿Quieres volver a oírla?
Siempre en silencio, el muchacho hizo un movimiento negativo con la cabeza.
– ¿La reconoces?
Pierrot volvió los ojos hacia Bikjalo, como si para él fuera el único referente.
– Está -dijo en voz baja.
El director se acercó.
– ¿Quieres decir que la tenemos?
De nuevo Pierrot hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como para dar mayor peso a sus palabras.
– Sí, está, en el salón…
– ¿Qué salón? -preguntó Hulot.
– El salón es el archivo. Está abajo, en el semisótano. Es el lugar donde trabaja Pierrot. Allí hay miles de discos y CD y él los conoce todos, uno por uno.
– Si sabes en qué lugar del salón está, ¿quieres ir a buscárnosla? -preguntó Frank con suavidad. El muchacho les estaba brindando un servicio impagable y no quería asustarlo.
Pierrot volvió a mirar al director, pidiéndole permiso.
– Ve, Pierrot. Tráenosla, por favor.
Pierrot se levantó de la silla y atravesó la sala con su cómico andar balanceante. Desapareció por la puerta seguido por los ojos ansiosos y maravillados de la madre.
El comisario Hulot se acercó a la mujer.
– Señora, me disculpo otra vez por la forma grosera en que la hemos despertado y traído aquí. Espero que no se hayan asustado mucho. No puede imaginar lo útil que podría sernos su hijo esta noche. Le agradecemos muchísimo haberle permitido ayudarnos.
La mujer, orgullosa de su hijo, se cerró con gesto cohibido el cuello del sencillo vestido que se había puesto apresuradamente sobre el camisón.
Poco después Pierrot volvió, tan silenciosamente como se había ido. Llevaba bajo el brazo la cubierta un poco gastada de un disco de 33 revoluciones. Llegó ante ellos y la apoyó en la mesa. Retiro del interior el disco de vinilo, con un cuidado reverente, para no tocar los surcos.
– Es este. Aquí está -dijo Pierrot.
– ¿Quieres dejárnoslo escuchar, por favor? -preguntó al joven, con la misma voz atenta.
El muchacho se acercó al equipo y lo manipuló como un experto. Pulsó un par de teclas, levantó la tapa del tocadiscos y puso el disco en la bandeja. Empujó la tecla de inicio. El plato comenzó a girar. Pierrot cogió delicadamente el cabezal de la aguja y lo apoyó en el disco.
Del aparato salieron las mismas notas que un desconocido les había hecho oír hacía solo un rato, como un desafío sarcástico a que intentaran detener sus pasos aquella noche.
Hubo un momento de entusiasmo general. Todos, de algún modo, encontraron la forma de elogiar el pequeño triunfo personal de Pierrot, que los miraba con una amplia sonrisa dibujada en su cara inocente.
La madre lo contemplaba con una devoción que aquel éxito había reavivado. Un instante, apenas un instante en que el mundo parecía haberse acordado de su hijo y le había dado un reconocimiento que hasta entonces le había negado.
Se echó a llorar. El comisario apoyó una mano en su hombro.
– Gracias, señora. Su hijo ha estado grandioso. Ahora los llevarán a su casa en uno de nuestros coches. ¿Mañana trabaja usted?
La mujer alzó la cara cubierta de lágrimas, sonreía, cohibida por aquel instante de debilidad.
– Sí, trabajo de sirvienta para una familia de italianos que viven aquí, en Montecarlo.
El comisario le sonrió a su vez.
– Déle el nombre de esa familia al señor de la chaqueta marrón, el inspector Morelli. Trataremos de conseguirle unos días de vacaciones pagadas para compensarla por la molestia de esta noche. Así podrá estar un poco con su hijo, si quiere…
El comisario se volvió hacia Pierrot.
– En cuanto a ti, chaval, ¿te gustaría pasar un día en un coche de la policía, hablar por radio con la central y ser un policía honorario?
Quizá Pierrot no supiera qué era un policía honorario, pero ante la idea de pasear en un coche patrulla sus ojos se iluminaron-
– ¿Me daréis también las esposas? ¿Y podré hacer sonar la sirena?
– Claro, cuanto quieras. Y tendrás un bonito par de esposas brillantes solo para ti, siempre que nos prometas que antes de arrestar a alguien nos pedirás permiso.
Hulot hizo una señal a un agente para que se encargara de llevar a su casa a Pierrot y a su madre. Mientras salían, oyó que el muchacho decía a la mujer:
– Ahora que soy «policía en horario», arrestaré a la hija de la señora Narbonne, que siempre se burla de mí; la pondré en prisión y…
Nunca supieron el destino que esperaba a la pobre hija de la señora Narbonne, porque dejaron de oír la voz de Pierrot cuando los tres llegaron al final del pasillo.
Frank, apoyado en la mesa, miraba pensativo la cubierta del disco que el muchacho había sacado del archivo.
– Carlos Santana. Lotus. Grabación en directo hecha en Japón en 1975…
Morelli cogió la tapa en sus manos y la observó atentamente, girándola en los dos sentidos.
– ¿Por qué este hombre nos ha hecho oír una canción extraída de un disco grabado en Japón hace casi treinta años? ¿Qué nos quiere decir?
Por la ventana, Hulot miraba el coche que se alejaba con Pierrot y su madre. Se dio la vuelta y consultó la hora. Las cuatro y media.
– No lo sé, pero debemos tratar de comprenderlo lo antes posible.
Hizo una pausa que expresaba el pensamiento de todos. Si no es ya demasiado tarde…
Alien Yoshida firmó el cheque y se lo entregó al encargado del catering.
Para la fiesta en su casa había hecho viajar expresamente de París parte del personal de su restaurante preferido, Le Pré Catelan, en el Bois de Boulogne. Le había costado un ojo de la cara, pero había valido la pena. Todavía conservaba en la boca el sabor refinado de la sopa de ranas y pistachos que formaba parte del menú extraordinario de aquella noche.
– Gracias, Pierre. Todo ha estado soberbio, como de costumbre. Como verá, he añadido al importe del cheque una propina para ustedes.
– Gracias a usted, señor Yoshida. Generoso como siempre. No se moleste en acompañarme; conozco el camino. Buenas noches.
– Buenas noches, amigo mío.
Pierre hizo una ligera inclinación, que Yoshida devolvió. El hombre se fue caminando en silencio y desapareció por la puerta de madera oscura. El dueño de la casa esperó hasta oír el ruido del coche que se ponía en marcha; cogió de la mesa un mando a distancia y lo apuntó hacia un panel de madera que cubría la pared de su izquierda. El panel se abrió silenciosamente y aparecieron una serie de pantallas conectadas a otras tantas cámaras de circuito cerrado emplazadas en distintos puntos de la casa. Vio el coche de Pierre salir por el portón de entrada y a los hombres de seguridad cerrarlo a sus espaldas.
Estaba solo.
Atravesó el gran salón en el que se veían por todas partes los restos de la fiesta. Como de costumbre, el personal encargado del catering había retirado todo lo que les pertenecía y se había marchado con discreción. Al día siguiente llegaría la servidumbre para terminar el trabajo. A Alien Yoshida no le gustaba tener gente en su casa. Las personas a su servicio llegaban por la mañana y se iban por la noche. En caso de necesidad, solicitaba a alguna de ellas que se quedara, o bien recurría a una empresa externa. Prefería ser el único dueño de sus noches, sin temor a que orejas y ojos indiscretos llegaran por casualidad a saber algo que quería guardar exclusivamente para él.
Salió al jardín por las enormes cristaleras abiertas a la noche. Fuera, un inteligente juego de luces creaba efectos de sombra entre plantas de tallo alto, matas y macizos de flores, mérito de un diseñador de jardines que él había hecho venir de Finlandia. Se desató la pajarita del elegante esmoquin de Armani y se desabotonó la camisa blanca. Se quitó los zapatos de charol sin desatarlos. Se inclinó y se quitó también los calcetines de seda, que dejó detrás de sí. Le encantaba sentir los pies descalzos sobre la hierba húmeda. Se dirigió hacia la piscina iluminada, que de día daba la sensación de terminar directamente en el mar y que en aquel momento parecía una enorme aguamarina engastada en la oscuridad de la noche.
Se recostó en una tumbona de teca al borde de la piscina, extendió las piernas y miró a su alrededor. Se veían pocas luces en el mar, bajo la luna menguante. Ante él, más allá del promontorio a contraluz, se adivinaba el resplandor de Montecarlo, de donde habían llegado la mayor parte de los invitados a la velada.
A su izquierda, estaba la casa.
Se volvió para mirarla. Amaba esa casa y se consideraba un privilegiado por tenerla. Admiró las líneas de estilo retro, la elegancia de la construcción unida a un rigor funcional fruto del genio de un arquitecto que la había proyectado para la «divina» de la época, Greta Garbo. Cuando la había adquirido, después de haber permanecido cerrada durante años, la había hecho reformar por otro arquitecto genial: Frank Gehry, el responsable del proyecto del Museo Guggenheim de Bilbao.
Le había dado carta blanca; la única exigencia fue que mantuviera intacto el espíritu de la casa. El resultado había sido espectacular: un gran refinamiento sumado a la tecnología más avanzada. Aquella residencia dejaba a todo el mundo con la boca abierta, tal como le había pasado a él la primera vez que entró. Había pagado sin chistar una cifra con una cantidad de ceros que parecía infinita.
Se apoyó en el respaldo de la tumbona y movió la cabeza para desentumecer las articulaciones de la nuca. Introdujo una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cajita de oro. Abrió la tapa y vertió en el dorso de la mano una pizca de polvo blanco. Acercó la mano a la nariz, aspiró la cocaína directamente y se pasó dos dedos por la nariz para quitar los restos de polvo.
Todo lo que le rodeaba era una demostración de éxito y poderío. Sin embargo, Alien Yoshida no se hacía ilusiones. Recordaba todavía muy bien a su padre, que se rompía la espalda descargando de los vagones refrigerados las cajas de pescado fresco que llegaban de la costa, para después cargarlas en su camioneta y abastecer a los restaurantes japoneses de la ciudad. Recordaba cuando volvía a casa después del trabajo, precedido por un olor a pescado que, aunque se lavara, no lograba quitarse de las manos. Recordaba la deteriorada casa familiar, en aquel barrio igualmente deteriorado de Nueva York, en la que siempre había que arreglar el techo y la instalación sanitaria. Todavía conservaba en los oídos el borboteo de los viejos tubos cada vez que se abría un grifo, todavía veía el agua herrumbrosa que salía por ellos. Había que esperar un par de minutos antes de que se volviera transparente y pudiera lavarse.
Él había crecido allí; era hijo de un japonés y una estadounidense, a caballo entre las dos culturas, gaijin para la mentalidad estrecha de la comunidad japonesa y medio amarillo para los estadounidenses blancos. Para todos los demás, negros, puertorriqueños, italianos, era un chaval mestizo como tantos otros que andaban por las calles de la ciudad.
Sintió la sacudida de lucidez de la cocaína, que empezaba a hacerle efecto. Se pasó una mano por el pelo tupido y sedoso.
Hacía tiempo que no se hacía ilusiones. Nunca se las había hecho. Toda aquella gente que había estado allí esa noche ni siquiera le habría mirado si él no se hubiera convertido en lo que era ahora si no tuviera los miles de millones de dólares que poseía. Probablemente a ninguno de ellos le importaba saber si era en realidad un genio o no. Lo que les interesaba era que su genio le había hecho ganar una fortuna que le colocaba entre los diez hombres más ricos del mundo.
El resto contaba poco y no le importaba a nadie. Una vez alcanzado el resultado, no servía en absoluto saber cómo se había alcanzado. Para todos ellos, él era el brillante creador de Sacrifiles, el sistema operativo que disputaba a Microsoft el mercado mundial de la informática. Yoshida tenía dieciocho años cuando lo había lanzado y había creado Zen Electronics con la financiación de un banco que había creído en el proyecto, después de que él mostrara a un grupo de pasmados inversores la simplicidad operativa de su sistema.
Billy La Ruelle debería estar con él, compartiendo el éxito. Billy La Ruelle, su amigo del alma, estudiante, como él, de la escuela de informática, que un día había llegado a su casa con la idea genial de un sistema operativo revolucionario adaptable a MS-DOS. Ambos trabajaron en el secreto más absoluto durante meses, incluidas las noches, en sus dos ordenadores conectados en red. Desgraciadamente, Billy se cayó del tejado un día que subieron a arreglar la antena del televisor, antes del partido decisivo de desempate entre los 45 y los Lakers. Resbaló por las tejas inclinadas como un patín en el hielo y quedó colgando del canalón. Yoshida se quedó mirándole, inmóvil, sin hacer nada, mientras Billy le rogaba que le ayudara. Su cuerpo estaba suspendido en el vacío y se oía el crujido siniestro de la chapa que poco a poco cedía con el peso. Yoshida veía los nudillos de las manos blancos por el esfuerzo de agarrarse al borde cortante del canalón y, con ello, a la vida.
Billy se precipitó con un grito, mirándole desesperadamente, con los ojos muy abiertos. Se estrelló con un ruido sordo contra el asfalto del garaje y quedó inmóvil, el cuello doblado en un ángulo antinatural. El pedazo de canalón desprendido voló sarcásticamente y quedó encajado en la canasta de baloncesto fijada al muro del patio donde él y Billy se enfrentaban en las pausas del trabajo.
Mientras la madre de Billy salía de la casa corriendo y gritando, Yoshida fue a la habitación de su amigo, cogió en unos disquetes todo lo que contenía el ordenador y borró el disco duro de manera que no quedara ningún rastro.
Se guardó los disquetes en el bolsillo posterior de los vaqueros y corrió al patio, junto al cuerpo sin vida de Billy.
La madre estaba sentada en el suelo, con la cabeza del hijo sobre las piernas, y le hablaba acariciándole el pelo. Alien Yoshida derramó lágrimas de cocodrilo. Se inclinó y notó la consistencia dura de los disquetes que abultaban el bolsillo. Un vecino llamó a una ambulancia, que llegó enseguida, precedida por un sonido de sirena extrañamente similar al lamento de la madre de Billy. Los hombres bajaron y se llevaron sin prisa el cuerpo de su amigo cubierto por una sábana blanca.
Una vieja historia. Una historia para olvidar. Ahora sus padres vivían en Florida y su padre había logrado al fin quitarse el hedor a pescado de las manos. De todas formas, gracias a los dólares del hijo, ahora todos estaban dispuestos a definirlo como perfume. Yoshida había pagado el tratamiento de desintoxicación alcohólica de la madre de Billy y les había procurado, a ella y a su marido, una casa en un barrio residencial, donde vivían sin problemas gracias al dinero que les hacía llegar cada mes. La madre de su amigo, en una ocasión en que se habían encontrado, le había besado las manos. Aunque él se las lavó, durante mucho tiempo sintió que aquel beso le quemaba la piel.
Se levantó de la tumbona y volvió a la casa. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, sosteniéndola con un dedo. Sintió la humedad de la noche que impregnaba el tejido ligero de la camisa y lo adhería a la piel.
Cortó una gardenia blanca y se la llevó a la nariz. Pese a tenerla anestesiada por la cocaína, consiguió percibir la delicada fragancia.
En el salón, sacó del bolsillo de la chaqueta el mando a distancia. Pulsó un botón y las cristaleras blindadas se cerraron sin ruido, deslizándose sobre rieles perfectamente engrasados. También apagó las luces; solo dejó la claridad suave de algunos apliques.
Ahora estaba solo, al fin. Había llegado el momento de dedicar un poco de tiempo a sí mismo y a su placer. A su placer secreto.
Las modelos, los banqueros, las estrellas de rock, los actores que se apiñaban en sus fiestas no eran más que salpicaduras de color en un muro blanco, rostros y palabras que se olvidaban con el mismo desparpajo con que buscaban hacerse notar. Alien Yoshida era un hombre guapo. Había heredado de su madre estadounidense las proporciones y el físico alto y esbelto de los yanquis, y del padre, el cuerpo delgado y fibroso de los orientales. Su rostro era una mezcla de las dos razas, con una armonía refinada de rasgos, con el encanto arrogante del mestizaje. Su dinero y su aspecto atraían a la gente. Su soledad despertaba curiosidad.
Las mujeres, en especial, exhibían senos, miradas y cuerpos cargados de promesas, muy simples de verificar, en esa búsqueda obsesiva de contratos que era la vida. Rostros tan abiertos y tan fáciles de leer que aun antes de comenzar ya se leía la palabra «fin».
Para Alien Yoshida el sexo era el placer de los estúpidos.
Del salón pasó a un corto pasillo que llevaba a la cocina y al comedor. Se detuvo ante una superficie de caoba. Pulsó un botón a su derecha y la pared se deslizó.
Frente a él, apareció una escalera.
La bajó con cierta impaciencia. Tenía una cinta nueva para ver, un vídeo inédito que le habían entregado el día anterior. Todavía no había tenido tiempo para hacerlo como le gustaba, cómodamente sentado en su salita de proyección con pantalla líquida, saboreando cada instante del rodaje mientras tomaba una copa de champán helado.
El día que había dejado que Billy La Ruelle cayera del tejado, Alien Yoshida no solo se había vuelto uno de los hombres más ricos del mundo, había descubierto, además, otra cosa, que cambiaría su vida. Ver los ojos desmesuradamente abiertos y el rostro aterrorizado de su amigo mientras pendía en el vacío, sentir la desesperaron en su voz mientras le pedía ayuda, le había gustado.
Se dio cuenta más tarde, en su casa, cuando se desnudó para ducharse y vio que los calzoncillos estaban manchados de esperma.
En aquel trágico momento que había causado la muerte de su amigo, él había tenido un orgasmo.
Desde entonces, desde el preciso instante de aquel descubrimiento, había seguido sin remordimientos el camino de su placer, del mismo modo que había seguido sin remordimientos el camino de la riqueza.
Sonrió. Su sonrisa fue como una telaraña luminosa en su rostro indescifrable. Era verdad que el dinero lo compraba todo. La complicidad, el silencio, el delito, la vida y la muerte. Por dinero los seres humanos estaban dispuestos a matar, a infligir sufrimiento y a recibirlo. Él lo sabía bien, cada vez que una nueva cinta se sumaba a su colección y él desembolsaba un precio exorbitante.
Las cintas contenían filmaciones de auténticas torturas y muertes; hombres, mujeres y a veces niños, recogidos de la calle, llevados a lugares seguros y filmados mientras eran sometidos a todo tipo de torturas antes de ser asesinados frente al ojo indiferente de una videocámara.
En su videoteca tenía auténticas «joyas». Una adolescente envuelta poco a poco en alambre de púas antes de ser quemada viva. Un negro literalmente desollado, hasta transformarse en una única mancha roja de sangre. Sus alaridos de dolor eran música para los oídos de Yoshida mientras bebía a sorbos el champán helado y esperaba consumar su placer.
Y era todo real.
La escalera desembocaba en un amplio recinto iluminado. A su izquierda dos billares Hermelin, uno tradicional y otro estadounidense, expresamente construidos y traídos de Italia. Colgados en la pared, los tacos y todo lo necesario para jugar. Sillones y sofás rodeaban un mueble que escondía un bar, uno de los tantos diseminados por la casa.
Atravesó la estancia y se detuvo ante la pared del frente, cubierta con un panel de raíz de madera fina. A su derecha, en un pedestal de madera de alrededor de un metro y medio de altura, había una escultura de mármol del período helénico que representaba una Venus jugando con Eros, iluminada por una lámpara halógena que pendía del techo.
No se entretuvo contemplando la delicadeza de la obra o la tensión entre los dos personajes que el artista había logrado transmitir con su arte. Posó las manos en la base de la escultura y empujó La tapa de madera rotó sobre sí misma y mostró el interior hueco de la cubierta de madera. Adosado al fondo se veía el panel de una cerradura de teclado.
Yoshida marcó el código alfanumérico, que solo él conocía, y la pared de caoba se deslizó suavemente hacia un costado; casi desapareció en el muro de la izquierda.
Del otro lado se abría su reino. El placer que le esperaba, secreto, como debía ser el placer para volverse absoluto.
Estaba a punto de cruzar el umbral cuando sintió un violento golpe en su espalda, un dolor agudo y, de inmediato, el alivio de la oscuridad.