Octavo carnaval

Escondido en su lugar secreto, el hombre está tendido en la cama.

Ha caído en un sueño satisfecho, con la sensación líquida y sedante de una barca seca cuando encuentra el mar. Su respiración calmada, tranquila, leve, apenas levanta la sábana que le cubre y que revela que está vivo.

A su lado, igualmente inmóvil, el cadáver apergaminado yace en su ataúd de cristal. Lleva como un trofeo el que ha sido el rostro diáfano de Gregor Yatzimin. Esta vez el trabajo de colocación ha sido una auténtica obra maestra. No parece una máscara sino un verdadero rostro lo que recubre el cráneo momificado.

El hombre tendido en la cama duerme y sueña.

Imágenes indescifrables vienen a agitarlo, aunque las figuras que su mente procura desentrañar no llegan a turbar la perfecta inmovilidad del cuerpo.

Primero había oscuridad. Ahora hay una calle de tierra, al fondo de la cual se entrevé una construcción, bajo la luz suave de la luna llena. Es una cálida noche de verano. Él se acerca paso a paso a la silueta de una gran casa que se confunde en la penumbra, de la que llega como una llamada el perfume familiar de la lavanda. El hombre siente las pequeñas picaduras de la grava en los pies desnudos. Siente el deseo de avanzar pero al mismo tiempo tiene miedo.

El hombre advierte el sonido sofocado de un suspiro jadeante, el mordisco brusco de la angustia, que se calma y evapora apenas se da cuenta de que el aliento es suyo. Ahora está tranquilo, está en el patio de la casa, dividido en dos por el conducto de una chimenea de piedra que se eleva más allá del techo, como un dedo alzado par señalar la luna.

La casa está envuelta en un silencio que suena como una invitación.

De golpe la imagen de la casa se disuelve y él está dentro, subiendo una escalera. Alza la cabeza hacia una luminosidad débil que procede de arriba. Del rellano llega una luz que esparce penumbras en el vano de la puerta. Hay una figura humana que se dibuja a contraluz.

El hombre siente que el miedo vuelve, como un nudo de corbata tan ajustado que corta el aliento. A pesar de todo continúa su lento avance hacia arriba. Mientras sube -y no querría subir- se pregunta quién será esa persona a la que encontrará en lo alto, y en el mismo momento en que se lo pregunta siente que le causará terror saberlo.

Un escalón. Otro. El crujido de la madera bajo los pies desnudos, que se cuela en una pausa de su respiración, de nuevo jadeante. La mano apoyada en la baranda de madera se tiñe poco a poco de la luminosidad que se derrama desde arriba.

Cuando está a punto de subir el último tramo, la figura se vuelve, cruza la puerta de la que proviene la luz y lo deja solo en la escalera.

El hombre sube los últimos escalones. Frente a él, una puerta abierta de la que escapa una luz viva y trémula. Llega con lentitud al umbral, lo cruza, envuelto en ese fulgor que es también rumor, no solo claridad.

De pie, en medio de la habitación, hay un hombre. El cuerpo desnudo, es ágil y atlético, pero su rostro es deforme. Como si un pulpo le hubiera envuelto la cabeza y borrado sus facciones. Desde esa confusión monstruosa de excrecencias carnosas, dos ojos claros lo miran suplicantes, rogándole piedad. Esa figura desdichada llora.

«¿Quién eres?»

Una voz ha hecho esta pregunta. No la reconoce como suya Y no puede ser la del hombre deforme que se halla ante él, no tiene boca.

«¿Quién eres?», repite la voz, y parece que proviene de todas partes, que sale directamente de la luz deslumbrante que le circunda.

Ahora el hombre sabe y no querría saber, ve y no querría ver.

La figura extiende los brazos hacia él, y es auténtico terror lo que transmite, aunque sus ojos siguen pidiendo la piedad del que tiene enfrente, como quizá en balde han buscado la piedad del mundo. Y de pronto la luz es fuego, altas llamas que, rugiendo, devoran todo lo que encuentran a su paso, un fuego que parece llegar directamente del infierno para purificar la tierra.

Se despierta sin un sobresalto; abre los ojos y reemplaza con las sombras el resplandor de las llamas.

Su mano busca en la oscuridad la ayuda de la lámpara de la mesita de noche. La enciende. La débil luz se esparce por la estancia desnuda.

De pronto llega la voz. Los muertos, porque duermen para siempre, en realidad ya no tienen necesidad de dormir.

«¿Qué tienes, Vibo? ¿No puedes conciliar el sueño?»

– No, Paso, por hoy he dormido suficiente. Estos días tengo mucho que hacer. Ya tendré tiempo para descansar después…

No pronuncia el final de la frase: «cuando todo haya terminado».

El hombre no abriga ninguna esperanza. Sabe muy bien que tarde o temprano llegará el final. Todas las cosas humanas terminan, así como tienen un principio. Pero por ahora todo sigue abierto todavía, y él no puede negar al cuerpo tendido en el ataúd la felicidad de un rostro nuevo, ni a sí mismo la satisfacción de la promesa cumplida.

Había una clepsidra rota en las brumas de su sueño, un tiempo sepultado en la arena que se ha esparcido en su memoria. Aquí, en el mundo real, esa clepsidra continúa girando sobre su eje y nadie la romperá nunca. Se harán añicos las ilusiones, como sucede desde siempre, pero esa infrangible clepsidra no; continuará girando hasta el infinito, incluso cuando ya no quede nadie para contar el tiempo que marca.

El hombre sabe que es la hora. Se levanta de la cama y comienza a vestirse.

«¿Qué haces?»

– Debo salir.

«¿Estarás fuera mucho tiempo?»

– No sé. Todo el día, creo. Quizá también mañana.

«No me dejes aquí esperando, Vibo. Sabes que me pongo enfermo cuando tú no estás.»

El hombre se acerca al cofre de cristal y sonríe con cariño a la pesadilla que contiene.

– Te dejaré la luz encendida. Te he preparado una sorpresa mientras dormías.

Tiende una mano para coger el espejo y lo coloca sobre el rostro del cuerpo momificado, para que pueda ver su propia imagen reflejada.

– Mira…

«¡Ah, es maravilloso! ¿Este soy yo? ¡Vibo, soy guapísimo! Todavía más que antes.»

– Por supuesto que eres guapo, Paso. Y lo serás cada vez más.

Hay un instante de silencio, un silencio de emoción inmóvil que el cuerpo no sabe ni puede expresar con lágrimas.

– Ahora debo irme, Paso. Es muy importante.

El hombre vuelve la espalda al cuerpo tendido y se dirige hacia la puerta. Mientras cruza el umbral repite, quizá solo para sí mismo:

– Sí, es muy importante.

Y la caza se reanuda.

40

Nicolás Hulot aminoró la velocidad, dobló a la derecha y cogió la rampa de salida en la que un cartel blanco indicaba Aix-en-Provence. Luego siguió por la corta bajada a un camión con matrícula española, en cuya lona se leía Transportes Fernández. Apenas salieron de la carretera, el camión se dirigió a una plazoleta, a la derecha; el comisario lo adelantó y se detuvo unos metros más adelante. Del bolsillo de la puerta sacó el mapa de la ciudad que se había procurado, lo abrió y lo apoyó en el volante.

Estudió el plano, en el cual ya había marcado Cours Mirabeau la noche anterior. El esquema urbano del lugar era simple, y la calle que buscaba quedaba justo en el centro.

Puso en marcha el Peugeot y siguió por esa calle. A unos cientos de metros se encontró en una rotonda y siguió los carteles que anunciaban el centro de la ciudad. Mientras recorría la circunvalación, llena de subidas, bajadas y numerosos badenes de cemento para desalentar a los fanáticos de la velocidad, Hulot observó que la ciudad era muy limpia y animada. Las calles estaban llenas de gente sobre todo jóvenes. Recordó que Aix-en-Provence era la sede e una universidad bastante prestigiosa fundada en el siglo XV y que además albergaba un balneario de aguas termales.

Erró el camino un par de veces; pasó y volvió a pasar por hoteles y restaurantes de diversas categorías hasta encontrarse en la plaza General De Gaulle, donde comenzaba Cours Mirabeau.

Ocupó un lugar libre en un aparcamiento de pago y se quedó admirando por un instante la gran fuente del centro de la plaza, la Fontaine de la Rotonde, según rezaba una placa. Como le ocurría desde la infancia, el ruido del agua que caía le dio ganas de orinar.

Recorrió los últimos metros que lo separaban de Cours Mirabeau buscando con los ojos el cartel de algún bar y pensando que es increíble que una vejiga hinchada te despierte de pronto la incontenible necesidad de tomar un café.

Cruzó la calle, que estaban pavimentando. Un obrero con un casco amarillo discutía por el material que le faltaba con un hombre que parecía el capataz. Bajo un árbol, dos gatos callejeros se estudiaban con el rabo erguido, sin decidirse a pelear o a retirarse, ambos buscaban salvar su dignidad. Hulot decidió que el más oscuro era él, y el más claro y más grande, Roncaille. Entró en el bar y dejó a los dos animales con su disputa; pidió un cortado con la leche caliente y fue a los servicios.

Cuando volvió, el café estaba listo, en la barra. Mientras echaba el azúcar llamó al camarero, un joven que charlaba con dos muchachas más o menos de su edad, sentadas a una mesa ante dos vasos de vino blanco.

– ¿Podría darme una información, por favor?

Si al joven le molestó abandonar la conversación con las muchachas, no lo demostró.

– Pues claro, si puedo.

– ¿Sabe usted si hay, o ha habido, aquí, en Cours Mirabeau, una tienda de discos llamada Disque á Risque?

El camarero, un chaval de pelo claro muy corto con el rostro delgado, pálido y cubierto de granos, pensó un instante.

– No me parece haber oído nunca ese nombre, pero hace poco que vivo en Aix. He venido por la universidad -se apresuro a añadir.

Resultaba evidente que el muchacho quería hacer saber que no sería camarero para siempre, sino que tarde o temprano sería llamado a un destino mejor.

– Pero si sale usted al paseo encontrará, en esta misma acera, un quiosco de periódicos. Tattoo le parecerá un poco extraño, pero está allí desde hace cuarenta años y si hay alguien que puede dar esa información es él.

Hulot se lo agradeció con una inclinación de cabeza y comenzó a beber su café, mientras el muchacho volvía a la conversación interrumpida. Pagó la consumición y dejó el cambio en la barra de mármol. Cuando salió vio que el gato Hulot ya no estaba y que el gato Roncaille descansaba tranquilamente bajo el plátano, mirando a su alrededor.

Anduvo por el paseo sombreado a ambos lados por grandes plátanos y pavimentado con losas de piedra. En ambas aceras, había una serie ininterrumpida de cafés, tiendas y librerías.

Un centenar de metros más adelante encontró el quiosco de Tattoo, al lado de una tienda que vendía libros antiguos. En la calle, dos hombres más o menos de su edad jugaban al ajedrez en una mesita, sentados en dos sillas plegables frente a la puerta abierta del local.

Hulot se acercó al quiosco y se dirigió al anciano que lo atendía, rodeado de revistas, libros y tebeos. Tenía los ojos hundidos y pelo desgreñado, andaba más cerca de los setenta que de los sesenta y parecía salido de un western de John Ford, del estilo de La diligencia.

– Buenos días. ¿Es usted Tattoo?

– El mismo. ¿En qué puedo ayudarle?

Nicolás vio que le faltaban algunos dientes, y también la voz era la esperable. Pensó que era una lástima que el viejo se encontrara en un quiosco en el centro de Aix-en-Provence y no en una diligencia de la Wells Fargo rumbo a Tombstone.

– Necesito una información. Busco una tienda de discos que se llama Disque a Risque.

– Entonces viene usted con unos cuantos años de retraso. Esa tienda ya no existe.

Hulot contuvo a duras penas un gesto de fastidio. Tattoo encendió un Gauloises sin filtro y de inmediato comenzó a toser. A juzgar por los accesos convulsos, su guerra con los cigarrillos parecía prolongarse desde hacía mucho tiempo. Resultaba fácil adivinar quien seria el vencedor, pero por el momento el viejo resistía. Hizo un gesto con la mano hacia el paseo.

– Estaba del otro lado de Mirabeau, trescientos metros más adelante, a la derecha. Ahora hay un bistrot en su lugar.

– ¿No recuerda cómo se llamaba el dueño?

– No, pero el que ha abierto el nuevo local es su hijo. Si va hablar con él podrá darle toda la información que le interesa. Café des Arts et des Artistes.

– Gracias, Tattoo. Y no fume usted demasiado.

Mientras se alejaba pensó que nunca sabría si el nuevo ataque de tos fue un agradecimiento por el consejo o una catarrosa invitación a freír espárragos. Menos mal que la pista no se había perdido del todo. Lo que tenían era tan volátil que más parecía el humo de un cigarrillo de Tattoo que un verdadero indicio. Era necesario, al menos, evitar las pérdidas de tiempo. Morelli, desde luego, habría podido averiguar la identidad del propietario de la tienda buscándolo en la Cámara de Comercio, pero eso los habría retrasado, y no les sobraba el tiempo.

Hulot pensó en Frank, montando guardia sentado en Radio Montecarlo, esperando que sonara el teléfono y temiendo que esa voz, desde su limbo, anunciara una nueva víctima.

«Yo mato…»

Casi sin querer apresuró el paso. Llegó ante el toldo azul con letras blancas del Café des Arts et des Artistes. El negocio marchaba bien, a juzgar por la cantidad de clientes. En la terraza no había ni una sola mesa libre.

Entró y tardó unos instantes en adaptarse al cambio de luz. Detrás de la barra se veía una actividad frenética. Un cantinero y un par de muchachas de unos veinticinco años se afanaban en preparar aperitivos y bocadillos.

Ordenó un Kir Royal a una muchacha rubia, que contesto al pedido con un movimiento de cabeza mientras abría una botella de vino blanco. Poco después le llevó un vaso lleno de un líquido rosado.

– ¿Podría hablar con el propietario? -preguntó Hulot mientras se lo llevaba a los labios.

– Está allá.

La muchacha señaló a un hombre de unos treinta años, pelo ralo, que salía por una puerta de cristal donde ponía «Privado», en el fondo del local. Nicolás se preguntó cómo justificar su presencia allí y sus preguntas. Cuando el propietario del Café des Arts y des Artistes se acercó, ya había optado por la versión oficial.

– Disculpe…

– ¿Sí?

Hulot le mostró su credencial.

– Soy el comisario Hulot, de la Süreté Publique del principado de Monaco. Necesitaría hablar con usted, ¿señor…?

– Francis. Robert Francis.

– Aja. Pues bien, señor Francis, sabemos que en este local hubo en otro tiempo una tienda de discos que se llamaba Disque á Risque, y que el propietario era su padre.

El hombre miró a su alrededor con expresión inquieta. En sus ojos surgió toda una serie de preguntas.

– Sí, pero… La tienda se cerró hace unos cuantos años…

Hulot sonrió, tranquilizador. Cambió el tono de voz y la actitud.

– Tranquilícese, Robert. No le traigo malas noticias, ni para usted ni para su padre. Tal vez le resulte extraño, pero sepa que esa tienda podría ser la clave de una investigación importante. Solo necesito encontrar a su padre y hacerle unas preguntas, si es posible.

Robert Francis se relajó. Se volvió hacia la muchacha rubia que estaba detrás de la barra y le señaló el vaso que Nicolás tenía en la mano.

– Sírveme uno también a mí, Lucie.

Mientras esperaba la copa, se volvió otra vez hacia el comisario.

– Mi padre se jubiló hace unos años. La tienda de discos no rendía mucho. Es decir, nunca fue demasiado rentable, pero en los últimos tiempos era un verdadero desastre. Además, mi viejo es muy testarudo; supuestamente vendía discos raros, pero eran más los que pasaban a engrosar su colección personal que los que ponía a la venta. Esto lo convertía en un buen coleccionista pero en un pésimo comerciante…

Hulot soltó un suspiro de alivio. Francis hablaba de su padre en tiempo presente, lo que significaba que todavía vivía. Cuando había añadido «si es posible» contemplaba la desafortunada posibilidad de que hubiera muerto.

– Hasta que al final nos pusimos a hacer cuentas y decidimos cerrar el negocio. Luego yo abrí esto…

Abarcó con un gesto circular el local lleno de clientes.

– Al parecer, el cambio ha sido ventajoso.

– ¡Vaya que sí! Y le garantizo que las ostras que servimos son fresquísimas, no de otras épocas, como los discos de mi padre.

Lucie empujó un vaso hacia su jefe. Francis lo cogió y lo levantó en dirección al comisario, que imitó el gesto.

– Por su investigación.

– Por su local y los discos raros.

Bebieron un sorbo y Francis dejó el vaso en la barra.

– A estas horas, seguro que mi padre está en casa. ¿Ha venido usted desde Montecarlo por la autovía?

– Sí.

– Entonces solo deberá seguir las indicaciones para volver a tomarla. Cerca de la carretera de enlace con la autopista está el Novotel. Justo detrás hay una casa de dos plantas, de ladrillos rojos, con un pequeño jardín y unos rosales. Es la casa de mi padre. No puede usted equivocarse. ¿Puedo ofrecerle algo antes de que se marche?

Hulot levantó el vaso con una sonrisa.

– Gracias. Con esto ya ha sido más que suficiente.

Tendió la mano y Francis se la estrechó.

– Le agradezco su amabilidad. No imagina usted cuánto.

Al salir del bístrot vio a la derecha a un camarero que estaba abriendo unas ostras y otros frutos de mar. Con gusto las habría probado, de ser cierta la frescura de que se había jactado Francis, pero no tenía tiempo.

Desanduvo el camino que había recorrido poco antes. Del quiosco de Tattoo continuaban saliendo cavernosos ataques de tos. Los dos jugadores de ajedrez ya no estaban. La librería había cerrado. Todos hacían una pausa para almorzar.

Mientras se dirigía al coche volvió a pasar por el bar donde había tomado el café. Bajo el plátano, el gato Hulot ocupaba ahora el lugar del gato Roncaille. Sentado con absoluta tranquilidad, meneaba lentamente el rabo oscuro y peludo, paseando los ojos soñolientos por el mundo y sus habitantes.

Hulot pensó que no había ninguna razón para no interpretar aquella revancha felina como un buen augurio.

41

Jean-Paul Francis enroscó el tapón del pulverizador de plástico y accionó muchas veces el émbolo de la bomba para obtener la presión suficiente para rociar el insecticida. Cogió el utensilio por el mango y se acercó a un macizo de rosas rojas, cerca de la red metálica cubierta de plástico verde que servía de valla. Examinó los tallos y las hojas. Estaban cubiertos de parásitos que habían formado una especie de pelusa blanca.

– Ya que queréis guerra, ¡la tendréis! -exclamó con voz solemne.

Apretó una pequeña palanca y del aparato salió un chorro de insecticida mezclado con agua. Comenzó desde la base y fue subiendo a lo largo del tronco, distribuyendo el líquido de manera uniforme por todo el macizo.

Como había previsto, el insecticida tenía un olor espantoso. Se felicitó por haberse protegido con una mascarilla para no inhalar el producto, que, como ponía en la etiqueta, podía ser «tóxico en caso de ingestión. Manténgase alejado del alcance de los niños».

Al leer la advertencia había pensado que, si era tóxico para los niños, a su edad no podría hacerle demasiado daño ni aunque se lo inyectara en las venas.

Mientras fumigaba vio por el rabillo del ojo el Peugeot blanco que se detenía a cierta distancia de la entrada para vehículos. No era frecuente que un coche se detuviera allí, salvo cuando el hotel de enfrente estaba lleno y no quedaba lugar en el aparcamiento. Bajó un hombre alto, de unos cincuenta y cinco años, con el pelo cano y recién cortado, de aspecto cansado, que miró alrededor un momento y después se dirigió, decidido, hacia la verja de su casa.

Jean-Paul dejó su pulverizador, se bajó la mascarilla y fue a abrir la puerta de barrotes de hierro forjado, sin darle tiempo a llamar.

El hombre con el que se topó sonreía.

– ¿Es usted el señor Francis?

– El mismo.

El recién llegado exhibió una identificación en un portadocumentos de piel. Se veía su foto protegida por una lámina transparente de plástico rígido.

– Soy el comisario Nicolás Hulot, de la Süreté de Monaco.

– Si ha venido a arrestarme, sepa que ya vivo preso en este jardín. Una celda sería una buena alternativa.

El comisario rió, a pesar suyo.

– ¡Pues a eso le llamo yo no temerle a la policía! Pero… ¿indica una conciencia tranquila o una vida acostumbrada al mundo del crimen?

– Es culpa de las mujeres crueles que tantas veces me han destrozado el corazón. Pero, mientras lloro por mis desdichas personales, ¿qué le parece si entra usted? Los vecinos podrían pensar que pretende venderme una enciclopedia.

Nicolás entró en el jardín y Francis padre cerró la verja a sus espaldas. El dueño de la casa llevaba unos vaqueros desteñidos y una camisa azul de tela ligera; en la cabeza, un sombrero de paja; colgada del cuello, una mascarilla que se había bajado para hablar con el. Debajo del sombrero asomaba el pelo blanco y tupido. Los ojos azules, que destacaban en el rostro bronceado, parecían los de un chiquillo. El conjunto de sus rasgos hacían que el rostro pareciera simpático y fino.

Hulot tendió la mano, y el viejo se la estrechó cordial y vigorosamente.

– No he venido a arrestarlo, si eso lo tranquiliza. Y le robaré apenas unos minutos.

Jean-Paul Francis se encogió de hombros mientras se quitaba el sombrero y la mascarilla. Nicolás pensó que habría podido ser un buen doble de Anthony Hopkins.

– Estaba ocupándome del jardín no por elección sino por aburrimiento. No esperaba más que un pretexto para dejarlo. Venga vayamos a la casa, que está más fresca.

Atravesaron el minúsculo jardín, en el que un sendero de cemento, estropeado por la intemperie y el tiempo, unía la verja de entrada y la puerta de la casa. No era una vivienda de lujo -estaba a años luz de muchas mansiones de la Costa Azul-, pero estaba ordenada y limpia. Subieron tres escalones y entraron. Al fondo una escalera llevaba a las plantas superiores y dos puertas opuestas se abrían de modo simétrico a derecha y a izquierda.

Nicolás, acostumbrado a analizarlo todo a simple vista, tuvo enseguida la impresión de que, si bien el ocupante de aquella modesta casa no era un hombre rico en dinero, sí lo era en cultura, buen gusto e ideas.

Lo supo por la cantidad de libros, los adornos, los pocos cuadros y los carteles enmarcados, reproducciones de pinturas famosas o relacionados de algún modo con el mundo del arte.

Pero lo que más impresionaba eran los discos. Parecían ocupar todas las superficies libres. Hulot miró por la puerta de la derecha entreabierta y vio una sala que albergaba un enorme equipo estéreo, quizá la única concesión al consumismo. También allí, como en la entrada, todo el espacio disponible en las paredes estaba ocupado por estanterías cubiertas de viejos elepés de vinilo y de CD.

– Al parecer, le gusta a usted mucho la música.

– Nunca he sido capaz de elegir mis pasiones, así que he tenido que aceptar que ellas me eligieran a mí.

Francis le precedió y entró por la puerta de la izquierda. Le hizo pasar a la cocina, al fondo de la cual, por una puerta entornada, se entreveía una despensa. En la parte opuesta había un pequeño balcón que daba directamente al jardín.

– Aquí, como ve, nada de música. Estamos en la cocina y no se deben mezclar dos clases distintas de alimentos. ¿Le apetece beber algo? ¿Un aperitivo?

– No, gracias. Ya me ha ofrecido una copa su hijo.

– Ah, ha estado con Robert.

– Sí, ha sido él quien me ha enviado aquí.

Francis notó las manchas de sudor bajo sus axilas. Con la sonrisa lista de un niño que acaba de inventar un juego nuevo, miró el Swatch que llevaba en la muñeca.

– ¿Usted ya ha comido?

– No.

– Le hago una propuesta. La señora Sivoire, mi ama de llaves…

Se interrumpió y frunció el entrecejo con expresión perpleja.

– En realidad es la mujer de la limpieza, pero si la llamo ama de llaves ella se siente halagada y yo me siento más importante. La señora Sivoire, de origen italiano y una magnífica cocinera, me ha dejado lasaña al pesto lista para meter en el horno. Desde un punto de vista estético la señora Sivoire deja mucho que desear, pero le aseguro que sus lasañas están por encima de toda sospecha.

Nicolás no pudo evitar reír otra vez. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza. Desbordaba simpatía por todos los poros. Con ese carácter extraordinario, su vida debía de ser un continuo disfrute… o por lo menos eso parecía.

– No tenía intenciones de quedarme a almorzar, pero si está en juego el orgullo de la señora Sivoire…

– Estupendo. Mientras se calienta la lasaña, yo subiré a darme una ducha. Si no, temo que, cuando levante los brazos, de mis axilas se dispare una descarga de ametralladora. Y después, ¿cómo podría justificar el cadáver de un comisario en mi cocina?

Jean-Paul Francis extrajo del frigorífico una fuente de cristal y la puso en el horno. Reguló la temperatura y el reloj. Por la manera en que manipulaba los electrodomésticos, Nicolás pensó que aquella era la casa de un hombre apasionado por la cocina o de un hombre solo. En todo caso, una cosa no excluía la otra.

– Listo. Comeremos en diez minutos. Quizá quince.

Salió de la cocina y desapareció silbando por la escalera. Desde abajo, Hulot oyó poco después el chorro de la ducha y la voz de barítono de Jean-Paul Francis que entonaba «The Lady is aTramp».

Cuando volvió, iba vestido del mismo modo que antes, pero con un pantalón y una camisa limpios. Tenía el pelo, todavía húmedo, peinado hacia atrás.

– Ya he vuelto. ¿Me reconoce usted?

Nicolás lo miró, perplejo.

– Pues sí.

– Qué raro. Después de la ducha me siento otro hombre. Se nota que es usted un comisario de verdad.

Hulot rió una vez más. Ese hombre tenía la capacidad de contagiar el buen humor. El dueño de la casa preparó la mesa en el pequeño balcón que miraba al jardín. Le alcanzó una botella de vino blanco y un sacacorchos.

– Mientras retiro la comida del horno, ¿qué le parece si abrimos esta?

Nicolás dio cuenta del corcho en el mismo instante en que Jean-Paul Francis depositaba sobre el salvamanteles colocado en el centro de la mesa la fuente humeante de lasaña al pesto.

– Aquí está. Póngase cómodo.

Le sirvió una abundante ración de pasta humeante.

– Empiece, por favor. En esta casa, la única etiqueta que se observa es la de las botellas de vino -dijo mientras se servía una ración idéntica.

– Deliciosa -comentó Hulot con la boca llena.

– ¿Qué le había dicho yo? Aquí tiene la prueba de que, sea lo que sea lo que venga a preguntarme, soy un hombre que dice la verdad.

Esas palabras dieron a Nicolás Hulot pie para plantear el motivo de su presencia allí, y era un motivo que quemaba mucho más que cualquier plato recién sacado del horno.

– Tenía usted una tienda de discos hace algún tiempo, ¿no? -dijo mientras cortaba con el tenedor un cuadrado de pasta.

Por la expresión del hombre se dio cuenta de que había tocado un punto sensible.

– Así es. La cerré hace siete años. Por estas tierras la música de calidad no ha sido nunca un buen negocio…

Hulot se cuidó de no comentar la opinión de Francis hijo sobre el tema; no valía la pena hurgar en una llaga todavía mal curada. Decidió ser franco. El señor Francis le caía bien, y estaba seguro que podía ponerlo al tanto del asunto, al menos en parte.

– En Montecarlo estamos buscando a un asesino, señor Fraricis.

– Y digo yo… Al llegar a estas alturas de la película, ¿los dos héroes no comienzan a tutearse? Me llamo Jean-Paul.

– Y yo, Nicolás.

– ¿Por casualidad te refieres a ese tío que llama a la radio? ¿Ese al que llaman Ninguno?

. -Exacto.

– Entonces te diré que también yo, como millones de otras personas, he seguido toda la historia. Al oír esa voz se me pone la carne de gallina. ¿A cuántos ha matado ya?

– A cuatro. Y de la horrible forma que ya sabes. Lo peor es que no tenemos la menor idea de cómo impedirle que siga haciéndolo.

– Debe de ser más listo que una manada de zorros. Escucha una música pésima pero debe de tener un cerebro de primera.

– En cuanto al cerebro, estoy de acuerdo contigo. Y en cuanto a la música, justamente por eso he venido a verte.

Nicolás buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó las hojas impresas que le había dado Guillaume. Eligió una y se la tendió.

– ¿Conoces este disco?

Francis cogió la hoja y la miró. Nicolás tuvo la certeza de verlo palidecer. El viejo alzó hacia él sus ojos azules de chiquillo, llenos de asombro.

– ¿De dónde has sacado esta foto?

– Sería muy largo de explicar. Solo puedo decirte que creemos que el disco pertenece al asesino y que se vendió aquí…

Le mostró otra hoja, en la que se veía la etiqueta con el nombre de la tienda. Esta vez la palidez de su semblante no fue ya una impresión, sino una realidad. Las palabras no salían de su garganta.

– ¿Pero…?

– ¿Reconoces este disco? ¿Sabes decirme qué significado puede tener? ¿Quién es Robert Fulton?

Jean-Paul Francis apartó el plato e hizo un gesto con ambas manos.

– ¿Que quién es Robert Fulton? Cualquier apasionado del jaz que vaya más allá de Louis Armstrong lo conoce. Y cualquier melómano daría una mano por tener uno de sus discos.

– ¿Por qué?

– Porque en el mundo existen solamente diez, que yo sepa.

Ahora fue Nicolás el que palideció. Francis se sirvió un vaso de vino y se apoyó en el respaldo de la silla. De pronto la lasaña de la señora Sivoire parecía haber perdido todo interés.

– Robert Fulton ha sido uno de los mejores trompetistas de la historia del jazz. Por desgracia, como sucede a veces, musicalmente era un genio, pero estaba más loco que una cabra. Tenía unas ideas muy particulares. Nunca quiso grabar discos, porque estaba convencido de que la música no podía ni debía aprisionarse. Para él el único modo de gozarla era en concierto, in live, como se dice ahora. O sea, la música es una experiencia distinta cada vez, y no se puede fijarla de un modo estático, inmutable.

– Entonces, ¿este disco de dónde sale?

– A eso voy. En el verano de 1960 hizo una breve gira por Estados Unidos tocando en clubes con algunos de los mejores músicos de la época. Fueron unos conciertos históricos. En el Be-Bop Café de Nueva York, unos amigos, de acuerdo con una empresa discográfica, organizaron una grabación en directo a escondidas y a partir de esa cinta editaron quinientos discos, en la esperanza de que, una vez hechos, Fulton cambiara de idea.

– Por eso el álbum se llama Stolen Music

– Exacto. Música robada. Solo que los amigos no habían previsto su reacción. Fulton se enfureció y destruyó todos los discos; luego exigió que le entregaran las matrices y las maquetas, y las destruyó también. La historia corrió por el mundillo musical y se convirtió en una especie de leyenda que cada uno enriquecía a su modo cuando la contaba. Lo único cierto es que de todos esos discos se salvaron solo diez, que se vendieron a precio de oro a coleccionistas de grabaciones raras. Y era uno de ellos.

– ¿Quiere decir que todavía tiene el disco?

– He dicho «era», no «soy». Pasé por momentos difíciles…

Francis se miró las manos bronceadas, manchadas por la edad. Evidentemente no eran buenos recuerdos los que volvían a su mente.

– Mi mujer enfermó de cáncer, y después murió. El negocio andaba mal en aquella época. Particularmente mal, quiero decir. Yo necesitaba dinero para los tratamientos, y ese disco valía mucho, así que…

Francis dejó escapar un fuerte suspiro, como después de toda una vida de apnea.

– Cuando lo vendí, con todo mi pesar, pegué en la cubierta la etiqueta de la tienda. Una manera simbólica de no perderlo del todo. Ese disco ha sido una de las pocas cosas que he sentido verdaderamente mías en toda mi vida, aparte de mi mujer y mi hijo. Tres cosas son ya una auténtica fortuna en la vida de un hombre.

El corazón de Nicolás Hulot latía como el pistón de un motor de gran cilindrada. Eligió bien las palabras e hizo una pregunta, con el tono de voz de quien teme la respuesta.

– ¿Recuerdas a quién se lo vendiste, Jean-Paul?

– Han pasado unos quince años, Nicolás. Recuerdo que el cliente era un tío extraño, de mi edad, más o menos. Iba a la tienda y compraba discos, cosas raras, de coleccionista. No parecía tener problemas de dinero, por lo que te confesaré que algunas veces le cobraba de más. Cuando se enteró de que yo poseía una copia de Stolen Music, me persiguió durante meses para que se la vendiera. Yo siempre me negaba, pero al final, como te he dicho… La necesidad hace al ladrón. O al vendedor. A veces, a los dos.

– ¿Te viene algún nombre a la mente?

– Soy un hombre, no un ordenador. De ese disco no me olvidaría ni aunque viviera mil años. Pero del resto…

Se pasó una mano por el pelo blanco y levantó la cabeza para mirar hacia el techo. Nicolás se apoyó en la mesa y subrayó:

– De más está que te diga lo importante que puede ser esto, Jean-Paul. Hay vidas humanas en juego.

Se preguntó cuántas veces todavía debería usar esa expresión, cuantas veces debería recordar a alguien la importancia de algo para salvar a otros seres humanos, antes de que toda aquella historia terminara.

– Quizá…

– ¿Quizá qué?

– Ven conmigo. Veamos si eres un tío con suerte.

Hulot siguió a Jean-Paul fuera de la cocina; observó su espalda, derecha a pesar de la edad, y su nuca cubierta de tupido pelo blanco, mientras una corriente ligera le llevaba el perfume de su desodorante. En la entrada doblaron a la izquierda, y el hombre enfiló por una escalera que llevaba al semisótano.

Bajaron una decena de escalones y se encontraron en una habitación que debía de ser el cuarto comodín de la casa. En un la que había una lavadora y un fregadero, una bicicleta de mujer colgada en la pared y un banco de bricolaje con una prensa y utensilios para trabajar la madera y el hierro. En el otro, una hilera de anaqueles metálicos con botes de conserva y botellas de vino. Una parte estaba dedicada a archivadores y cajas de cartón de diversas medidas y colores.

– Soy un hombre que vive de recuerdos. Un coleccionista. Y casi todos los coleccionistas somos unos estúpidos nostálgicos, exceptuando a los que coleccionan dinero.

Jean-Paul Francis se detuvo delante de una estantería llena de cajas y se quedó un instante mirándola, con expresión perpleja.

– Mmmm, a ver…

Tras hacer su elección, sacó del estante más alto una caja de cartón azul bastante voluminosa. La tapa llevaba adherida la etiqueta dorada de una vieja tienda de discos llamada Disque a Risque. La apoyó en el banco de trabajo, junto a la pequeña prensa.

Encendió una luz que colgaba de lo alto.

– Aquí dentro está todo lo que queda de mi actividad comercial y de un pedazo de mi vida. Más bien poco, ¿no?

«A veces, con esto basta -pensó Nicolás-. Hay gente que al final del viaje ni siquiera necesita una caja, por pequeña o grande que sea. A veces incluso sobran los bolsillos.»

Jean-Paul abrió la caja y se puso a hurgar dentro; había hojas que parecían viejas licencias comerciales, pequeños programas de conciertos, catálogos de discos de coleccionista.

Al fin sacó una tarjeta azul doblada por la mitad; la abrió y leyó lo que había escrito; después se la tendió a Nicolás.

– Ten. Hoy es tu día de suerte. Esta tarjeta la escribió de puño y letra el comprador de Stolen Music. Me había dejado su número cuando supo que yo poseía una copia. Ahora que lo pienso después de comprar el disco fue a la tienda un par de veces más, después nunca más he vuelto a verlo…

Nicolas leyó lo que estaba escrito en la tarjeta. Una letra decidida y precisa había apuntado un nombre y un número de teléfono:

Legrand 04/4221545.

Hulot encontró extraño aquel momento. Después de tanto correr, después de tantas voces distorsionadas, tantos cuerpos camuflados, pistas desconocidas, pasos sin eco, después de tantas sombras sin rostro y tantos rostros sin cara, por fin tenía en la mano algo humano, lo más banal del mundo: un nombre y un número de teléfono.

Miró a Jean-Paul Francis y se sintió vacío. No lograba encontrar las palabras adecuadas. El dueño de la casa, el que quizá era su salvador y el de otras víctimas inocentes, le sonrió.

– Por tu cara, diría que estás trastornado, pero en un sentido positivo. Si estuviéramos en una película creo que en este momento debería sonar una música emocionante.

– Mucho más, Jean-Paul. Mucho más…

Sacó el móvil, pero su nuevo amigo lo detuvo.

– Aquí abajo no hay cobertura. Ven, subamos.

Subieron la escalera. Mientras la mente de Nicolás Hulot corría a cien por hora, Francis completaba la información con los últimos detalles que lograba evocar.

– Si mal no recuerdo, el hombre era de un lugar no muy lejos de aquí, de la zona de Cassis. Era un tío fuerte, alto pero no demasiado, y daba la impresión de tener un vigor físico fuera de lo común. Tenía aspecto de militar, no sé si me explico… Lo que más me impresionaba de él eran sus ojos; daban la sensación de mirar sin permitir que se los mirara… Sí, no se me ocurre una descripción más justa. Recuerdo que me parecía extraño que un tío así fuera un apasionado del jazz…

– Dices que no eres un ordenador, pero por lo que veo andas muy bien de memoria -comentó Hulot.

Mientras subía la escalera, Jean-Paul Francis se volvió hacia él. Sonreía.

– ¿Te parece? Pues no sé por qué, pero comienzo a sentirme orgulloso de mí mismo.

– Creo que tienes muchos motivos para sentirte orgulloso de ti mismo. Lo de hoy es solo uno más.

Volvieron a la planta baja y a la luz del día. En la mesa de la cocina la pasta estaba fría, y el vino, tibio. Un triángulo de sol había alcanzado el suelo del balcón y trepaba como una hiedra por una pata de la mesa.

Hulot miró el móvil. La pantalla indicaba que había vuelto la señal. Se preguntó si podía correr el riesgo. Tal vez su temor a las escuchas telefónicas fuera una simple paranoia. Pulsó el botón para marcar un número almacenado en la memoria y esperó a oír la voz del otro lado.

– Hola, Morelli. Habla Hulot. Necesito dos cosas de ti: información y silencio. ¿Es posible?

– Pues claro.

Una cualidad indiscutible de Morelli era su capacidad de no hacer preguntas inútiles.

– Te daré un nombre y un número de teléfono. Puede que el número ya no esté en servicio. Debería pertenecer a la zona de Provenza, para ser precisos. ¿Me dices a qué dirección corresponde, en cuanto la hayas conseguido?

– Inmediatamente.

Hulot le dictó los datos y cerró la comunicación. Luego se volvió hacia Francis y le pidió una confirmación que en realidad era un simple reflexión.

– ¿La zona de Cassis, has dicho?

– Me parece. Cassis, Auriol, Roquefort… No recuerdo bien, pero creo que era esa zona.

– Entonces me parece que deberé darme una vuelta por allí-

Hulot contempló la casa, como si quisiera imprimir cada detalle en la retina, y volvió a mirar a Francis a los ojos.

– Espero que no te ofendas si me voy como un ladrón. Como podrás imaginar, tengo mucha prisa.

– Sé cómo te sientes. Es decir, no, no lo sé, pero puedo imaginarlo. Ojalá encuentres lo que buscas. Ven, te acompaño a la verja.

– Lamento haberte estropeado el almuerzo.

– No has estropeado nada, Nicolás. Al contrario. En los últimos tiempos no me ha sobrado la compañía… Cuando llegas a cierta edad, llegan también ciertas reflexiones. Te preguntas cómo puede ser que si el tiempo pasa tan deprisa haya momentos en los que parece no pasar nunca…

Mientras escuchaba a Jean-Paul, habían atravesado el jardín y llegado a la verja de hierro forjado. Nicolás miró su coche aparcado un poco mas adelante, bajo el sol. Sin duda, por dentro seria un horno. Del bolsillo de la chaqueta sacó una tarjeta de visita.

– Ten. Si vas a Montecarlo, en mi casa siempre habrá para ti una cama y un tazón de sopa.

Jean-Paul la cogió y la guardó sin decir nada. Nicolás sabía que no la tiraría. Quizá nunca más se vieran, pero estaba seguro de que no la tiraría.

Le tendió la mano y encontró su apretón enérgico.

– A propósito… Hay algo más que quiero decirte. Es una curiosidad mía, que no tiene nada que ver con esta historia.

– Dime.

– ¿Por qué Disque á Pvisque?

Esta vez fue Francis quien rió.

– Ah, eso… Cuando abrí la tienda, no tenía la más remota idea de cómo me iba a ir. El riesgo no lo corrían los clientes, ¡lo corría yo!

Hulot se fue sonriendo y meneando la cabeza, mientras Francis lo miraba desde la verja abierta.

Cuando llegó al coche, metió la mano en el bolsillo para buscar las llaves y sintió bajo los dedos la consistencia del cartón de la tarjeta azul que le había dado Jean-Paul, con el nombre y el número e teléfono. La sacó y la miró un instante con expresión distraída.

Pensó que Disque a Risque, una tienda de discos raros, acaso hubiera cosechado su mayor éxito algunos años después de haber cerrado.

42

Mientras atravesaba Carnoux-en-Provence rumbo a Cassis, llegó la llamada de Morelli. El dispositivo electrónico del móvil interfirió con la radio, sintonizada en Europe 2, que comenzó a emitir por los altavoces un ligero repiqueteo. Un segundo después comenzó a sonar el móvil. Hulot lo cogió del asiento del acompañante y activó la recepción.

– Sí.

– Comisario, soy Morelli. He encontrado la dirección que busca. He tardado un poco porque tenía usted razón: el número ya no está en uso. Se trata de una numeración vieja. He tenido que retroceder bastante en el tiempo con France Télécom.

Hulot hizo un gesto de contrariedad.

– ¿Entonces?

– El número corresponde en realidad a una finca agrícola, Domaine La Patience, Chemin de l'Hiver, Cassis. Pero hay algo, sin embargo…

– ¿Qué?

– El teléfono ha sido cortado, pero nunca se ha dado de baja. En un momento dado se interrumpieron los pagos, y la empresa después de diversas reclamaciones que nunca tuvieron respuesta, decidió cortar la línea. La persona con la que hablé no ha podido decirme más. Para más detalles se necesitaría hacer una búsqueda más profunda, y no me ha parecido el caso…

– No hay problema, Claude. Está bien así. Gracias.

– No hay de qué, comisario.

Del otro lado, una leve vacilación. Hulot percibió que Morelli esperaba una señal de su parte.

– Dime.

– ¿Va todo bien?

– Sí, Morelli, va todo bien. Mañana podré informarte si va todavía mejor. Te llamaré por la mañana.

– Hasta mañana, entonces, comisario. Y cuídese.

Hulot dejó el móvil en el asiento del pasajero. No necesitaba apuntar los datos que acababa de proporcionarle Morelli; ya estaban grabados en su mente, y lo estarían durante mucho tiempo. Mientras salía de Carnoux, pequeña ciudad de la Provenza, moderna, limpia y ordenada, dejó que otros recuerdos acudieran libremente a la memoria.

Había hecho aquel mismo camino, directo a Cassis, con Céline y Stéphane, muchos años atrás, durante unas vacaciones en las que habían reído y bromeado y él se había sentido enormemente feliz, por no usar palabras más grandilocuentes. Comparada con su vida actual, la de aquella época era la felicidad auténtica, como jamás había vuelto a experimentar, tanta era la energía que había dedicado a añorar el pasado.

Su hijo, en aquel entonces, tenía siete años o poco menos. Llegaron a Cassis y Stéphane sintió inmediatamente la emoción que se apodera de todos los niños cuando llegan a un lugar de la costa. Aparcaron el coche en las afueras del pueblo y bajaron al mar por un estrecho callejón, mientras una fuerte brisa les hacía revolotear el pelo y la ropa.

En el puerto los recibió una multitud de mástiles de veleros. Al fondo se veía el faro con la cúpula pintada de verde; más allá del malecón de cemento que protegía el embarcadero, se divisaba el mar abierto.

Comieron un helado, dieron un paseo en barco para visitar las calamques, angostas ensenadas que caían a pique en el mar, pequeños fiordos que hablaban francés, de agua limpia y transparente. Durante la excursión él fingió sentirse mareado, y Céline y Stéphane rieron a más no poder con sus muecas, sus ojos en blanco y sus falsos ataques de vómito. Aquel día se olvidó completamente de que era un funcionario de la policía; únicamente era un marido, un padre y un payaso.

«Basta, papá, ¡me haces morir de la risa!»

Hulot pensó que, si la vida era una obra de teatro, el autor de los guiones tenía un extraño y a veces macabro sentido del humor Mientras vagaba por las calles del pequeño puerto, muchos años atrás, con su mujer y su hijo, feliz y despreocupado, tal vez en aquel preciso momento, en alguna parte, un hombre recibía la llamada del propietario de una tienda de discos en apuros que aceptaba venderle su copia de una grabación rarísima. Quizá mientras paseaban se lo habían cruzado. Quizá, al salir de Cassis, incluso habían seguido durante un tramo del camino su coche, que iba rumbo a Aix a buscar su disco.

Cuando llegó a los alrededores de la ciudad, detuvo junto con el coche los recuerdos de un pasado feliz. Desde la última planta del aparcamiento en que había dejado el 206, y que un cartel azul bautizaba como «Parking de la Viguerie – 310 plazas», miró a su alrededor.

Cassis no parecía muy distinta de como la recordaba. Habían reforzado los malecones del puerto, restaurado alguna casa, otras se habían deteriorado, pero había cal y pintura suficientes para hacer olvidar a los turistas el paso del tiempo.

En el fondo, ese era el sentido de las vacaciones: olvidar…

Se preguntó cómo debía proceder. Lo más simple sería pedir información a la policía, pero la suya se había transformado en una especie de investigación privada, por lo que no quería atraer la atención más de lo necesario. Por otra parte, un tío que andaba de aquí para allá haciendo preguntas, aunque lo hiciera en un pueblo atestado de turistas, tarde o temprano dejaba de pasar inadvertido. Cassis era, en esencia, un pueblo pequeño donde todos se conocían, y él iría a cavar justo en medio del parterre.

Bajó al puerto por el mismo callejón que había recorrido en otro tiempo con su familia. Un viejo que llevaba un cesto de mimbre lleno de erizos de mar subía despacio en sentido contrario Hulot se detuvo y le habló. Al contrario de lo que cabría esperar, viejo no mostraba el menor signo de cansancio.

– Disculpe…

– ¿Qué pasa? -preguntó con brusquedad el viejo.

– Necesito una información, por favor.

El hombre apoyó el cesto en el suelo y lo miró como si temiera que los erizos se escaparan. Luego miró de mala gana a Hulot.

– Diga.

– ¿Conoce usted una finca llamada La Patience?

– Sí.

Hulot pensó un instante si su respeto por las personas mayores era realmente mayor que la profunda irritación que le provocaban los imbéciles, fueran jóvenes o viejos. Con un suspiro, decidió conservar la calma.

– ¿Sería usted tan amable de indicarme dónde queda?

El viejo señaló vagamente con la mano un lugar más allá de las casas.

– Fuera de la ciudad.

– Lo suponía…

Hulot tuvo que esforzarse para no cogerlo por el cuello. Esperó pacientemente, aunque la expresión de su rostro aconsejaba a su interlocutor que no tirara demasiado de la cuerda.

– ¿Tiene coche?

– Sí.

– Entonces salga del pueblo siguiendo la circunvalación. En el semáforo doble a la derecha, en dirección a Roquefort. Cuando llegue a una rotonda encontrará, siempre a la derecha, la indicación Les Janots. Por ese camino, a la izquierda, verá enseguida un camino de tierra que pasa por un puente de piedra que atraviesa la vía férrea. Siga por allí, y cuando se bifurque doble a la derecha. El camino termina en La Patience.

– Gracias.

Sin una palabra, el viejo recogió su cesto de frutos de mar y prosiguió su camino.

Hulot sentía otra vez la emoción de seguir una pista. Subió el callejón a buen paso; cuando llegó al coche, notó que estaba agitado. Siguió las indicaciones del viejo -que, aunque dadas de mala eran precisas- y enfiló por el camino de tierra que subía hacia el macizo rocoso que dominaba Cassis. La vegetación mediterránea, compuesta de alerces y olivos, escondía casi por completo una especie de cañada por donde corrían las vías férreas. Mientras pasaba por el puente de piedra que le había indicado el viejo, un perro de color castaño claro, vagamente parecido a un labrado corrió al lado del Peugeot durante un rato, ladrando. Cuando llegaron a la bifurcación, creyendo probablemente que ya había cumplido con su deber, dejó de perseguirlo y de ladrar y se marchó al trote hacia una granja que había a la izquierda.

Hulot continuó por el camino que subía cada vez más, bordeado por una tupida arboleda que en algunos tramos ocultaba la vista del mar. Las manchas coloridas de las flores habían ido desapareciendo a medida que salía de la ciudad, reemplazadas por el verde de las coniferas y los arbustos y el perfume penetrante del sotobosque mezclado con el olor del mar.

Siguió el camino durante algunos kilómetros, tantos que comenzó a sospechar que el viejo le había indicado mal, por el simple gusto de que se perdiera en las montañas. Tal vez en aquel momento estaba en su casa riéndose de aquel turista gilipollas que andaba dando vueltas por las montañas.

Mientras pensaba en ello, el camino llegó a una curva, y poco después vio La Patience.

Dio las gracias mentalmente a Jean-Paul Francis y a su caja mágica. Se prometió que, si lograba conseguir ese disco de Robert Fulton, se lo devolvería. Con el corazón latiéndole en la garganta, recorrió el tramo que lo separaba de la construcción que se elevaba contra la roca de la montaña, en la que parecía apoyarse.

Pasó bajo un arco de ladrillos cubierto de plantas trepadoras y enfiló por el acceso que llevaba a la entrada de la gran casa colonial de dos plantas. Mientras se acercaba, la decepción reemplazó poco a poco la sensación de triunfo que le había provocado la visión de finca. La maleza había invadido casi por completo el camino grava, salvo dos huellas parcialmente libres, semejantes a carriles por las que avanzaban las ruedas del coche. Mientras conducía, podía oír los arbustos que raspaban la parte inferior del coche, con un ruido que sonaba extrañamente siniestro en aquel silencio.

Ahora que la perspectiva había cambiado, veía que la parte trasera de la casa se hallaba en ruinas. Del techo, hundido, solo quedaba en pie un sector del frente. Unas vigas ennegrecidas se elevaban al cielo como dedos oscuros de cantantes de un coro de gospel, sobresaliendo de lo que quedaba de la antigua estructura. Las tejas se amontonaban sobre una masa indistinta de escombros, y las pareces, desmoronadas y cubiertas de hollín, daban testimonio de que en la casa había habido un gran incendio, que la había destruido casi por completo; solo quedaba la fachada, como si fuera la falsa construcción de una escenografía teatral.

Debía de haber sucedido hacía mucho tiempo, ya que la maleza y las trepadoras habían tenido el tiempo suficiente para tomar posesión del terreno que nunca había dejado de pertenecerles. Parecía que la naturaleza, poco a poco, tejiera una delicada y paciente trama vegetal para cubrir la herida que los hombres le habían infligido.

Hulot detuvo el coche en el patio y bajó a mirar a su alrededor. Desde allí la vista era magnífica. Abarcaba todo el valle, salpicado de casas aisladas y viñedos que se alternaban con manchas de vegetación espontánea, en un degradado de tonos verdes que llegaba hasta Cassis, blanca y hermosa, y que, apoyada en la costa como una mujer en un balcón, miraba el mar que delimitaba el horizonte. En el terreno de la casa, Hulot vio los restos consumidos de un jardín, herrumbrosas estructuras de hierro forjado que testimoniaban el pasado esplendor de la casa. En la época de floración, el jardín debía de haber sido un maravilloso espectáculo; ahora todo estaba invadido por matas de lavanda silvestre.

Las persianas cerradas, los muros marcados por el fuego, la grama que metía sus raíces en las grietas como un carterista que deslizaba los dedos en los bolsillos de su víctima desprevenida, daban una sensación sobrecogedora de desolación y abandono.

Vió que un coche llegaba por el camino y enfilaba por el sendero de acceso. De pie en el centro del patio, Hulot esperó. Poco después un Renault Kangoo amarillo aparcó junto al Peugeot. Bajaron dos hombres vestidos con ropa de trabajo, uno viejo, de unos sesenta años, y el otro de unos treinta, un sujeto rechoncho, con cara de idiota y barba oscura y larga. El más joven, sin dignarse mirarlo, fue a abrir el maletero y comenzó a descargar unos utensilio de jardinería.

El otro le dio unas instrucciones.

– Comienza tú, Bertot; yo voy enseguida.

Después de haber establecido la jerarquía, fue hacia Hulot. Al verlo de más cerca, pensó que tampoco su cara reflejaba demasiada inteligencia. Parecía una réplica más delgada del otro.

– Buenos días.

– Buenos días.

Hulot trató de atajar cualquier protesta con una actitud humilde.

– Espero no haber cometido ninguna infracción, y si lo he hecho le pido disculpas. Creo que me he confundido de camino, mucho más abajo. He seguido buscando un lugar donde dar la vuelta, hasta que he llegado aquí. He visto la casa en ruinas, y he sentido curiosidad, así que me he detenido a echar una ojeada. Me voy enseguida.

– No hay problema, no está usted causando ninguna molestia. Aquí no ha quedado nada que valga la pena robar, aparte de la tierra y la maleza. Usted es turista, ¿verdad?

– Sí.

– Me lo imaginaba.

«Menuda imaginación, hombre. Acabas de pasar junto a un coche con matrícula de Montecarlo. Lo habría adivinado hasta un ciego.»

El hombre se encogió de hombros en señal de modestia.

– A veces alguien sube hasta aquí. Por casualidad, como usted, o por curiosidad, como la mayoría. Los de Cassis no vienen de buena gana. Tampoco yo, a decir verdad, doy saltos de alegría cada vez que me toca venir. Después de lo que sucedió aquí… Pero que quiere usted, el trabajo es el trabajo, y en estos tiempos no es cosa de andar reparando en pequeñeces. Aun así, por si acaso, siempre venimos dos. Han pasado muchos años, pero este lugar todavía da escalofríos…

– ¿Por qué? ¿Qué sucedió?

– ¿No conoce la historia de La Patience?

Lo miró como si creyera imposible que alguien de este planeta ignorara la historia de La Patience. Seguramente, si lo hubiera visto alejarse en un platillo volador, solo habría comentado: «Claro, ya lo decía yo…».

Nicolás le dio cuerda.

– No, no creo haber oído hablar nunca de esa historia.

– ¿De veras? Pues bien, aquí hubo un crimen, o, mejor dicho, una serie de crímenes. ¿En serio no sabe usted nada?

Hulot sintió que se le aceleraba el pulso.

– Pues no.

El hombre sacó un paquete de tabaco y comenzó con bastante destreza a liar un cigarrillo. Como suelen hacer las personas simples cuando tienen la posibilidad de contar una historia interesante, comenzó su relato con estudiado énfasis.

– No conozco todos los detalles de la historia, porque en esa época no vivía en Cassis. Pero parece que el tío que vivía en esta casa mató a su hijo y al ama de llaves; después lo quemó todo y se pegó un tiro en la cabeza.

– ¡Caramba!

– Pues sí, no es broma. En el pueblo dicen que ese tío estaba medio loco y que en veinte años los debieron de ver no más de veinte veces, a él y al hijo. Era la mujer la que bajaba a hacer la compra, pero no hablaba con nadie. ¡Buenos días, buenas noches y si te he visto no me acuerdo! Ni siquiera cultivaba ya la tierra, y eso que tenia un buen terreno. Lo administraba una agencia inmobiliaria que se encargaba de alquilarlo a productores de vino de la zona, vivía solo como un ermitaño, en la cima de esta montaña. Yo creo que con el tiempo fue volviéndose majareta y por eso hizo lo que hizo…

– ¿Tres personas, ha dicho usted?

– Aja. Al hombre y a la mujer los encontraron completamente carbonizados. El cuerpo del chaval, en cambio, lo recuperaron intacto cuando lograron apagar el fuego. Y menos mal que vio el incendio a tiempo, pues de lo contrario se habría incendiado media montaña.

Señaló con un dedo al hombre más joven que había llegado con él.

– Me ha dicho el padre de Bertot, que en aquella época era bombero, que cuando encontraron el cuerpo del chaval estaba en un estado aterrador, hasta tal punto que hubieran preferido encontrarlo carbonizado como los otros dos. Y tenga usted en cuenta que el cuerpo del padre estaba tan cocido que la bala con que se había saltado los sesos se había fundido en el cráneo…

– ¿Qué quiere decir con «estado aterrador»?

– El padre de Bertot me ha dicho que ya no tenía cara, no sé si me explico… como si se la hubieran arrancado de la cabeza. Y después que me digan que el tío ese no estaba loco…

Hulot sintió que las entrañas se le anudaban en el vientre, como las plantas trepadoras en los muros ennegrecidos de La Patience.

«¡Dios santo, el muchacho ya no tenía cara, como si se la hubieran arrancado de la cabeza!»

Como diapositivas infernales, una serie de rostros descarnados pasó delante de sus ojos. Jochen Welder y Arijane Parker. Alien Yoshida. Gregor Yatzimin. Veía sus ojos sin párpados abiertos de par en par, condenando a quien los había matado y a quien no había sabido impedir que aquello sucediera.

Le pareció oír una voz que susurraba en sus oídos, con un aterrorizador efecto estéreo, aquellas dos palabras malditas:

«Yo mato…»

Pese al aire cálido de la tarde de verano, sintió que se estremecía bajo la chaqueta de algodón liviano. Un hilo de sudor se deslizó por su espalda hasta la cintura.

– ¿Y después qué sucedió? -preguntó con voz temblorosa.

El hombre se dio cuenta de su alteración, pero la tomó por a reacción normal de tantos otros turistas, que se impresionaban con los hechos de sangre.

– Pues bien, los hechos eran bastante evidentes, por lo que, después de excluir otras posibilidades, archivaron el caso como doble asesinato y suicidio. Ciertamente no ha sido una buena publicidad para La Patience…

– ¿No hay herederos?

– Eso es exactamente lo que estaba diciendo. No había ningún heredero, por lo que la finca ha pasado a formar parte del patrimonio público. La pusieron en venta y así sigue todavía, porque ¿quién va a quererla, después de lo ocurrido? Yo no la querría ni regalada. El ayuntamiento ha encargado que la administre la misma agencia que se ocupaba, y se ocupa todavía, del alquiler de la tierra. Con lo que recaudan cubren su comisión y los gastos de mantenimiento. Yo vengo de vez en cuando, para impedir que la maleza devore por completo lo que queda de la casa.

– ¿Y dónde están sepultados los cuerpos de las víctimas?

Hulot trataba de dar a sus preguntas un tono de normal curiosidad de hombre de pueblo, pero con aquel sujeto no hacía falta andarse con sutilezas. Estaba tan enfrascado en su relato que con toda probabilidad habría terminado su historia aunque él se hubiera marchado y le hubiera dejado hablando solo.

– Creo que en el cementerio del pueblo, el que está sobre el puerto, en la colina. Si ha dado una vuelta por esa parte, sin duda lo habrá visto.

Hulot recordaba vagamente haber visto un camposanto cerca del aparcamiento donde se había detenido al llegar.

– ¿Y cómo se llamaban los que vivían en la casa?

– Ah, eso no lo recuerdo. Era un nombre que empezaba por Le… Le algo, Legrand o Le Normand, me parece.

Hulot miró ostensiblemente su reloj.

– ¡Caramba, qué tarde se ha hecho! Es increíble cómo pasa el tiempo cuando se escucha un relato interesante. Mis amigos estaran preguntándose qué me ha ocurrido. Le agradezco la historia.

– No hay de qué.

– Buenas vacaciones.

El hombre se dio la vuelta y fue a unir su ciencia a la de Bertot. Mientras subía al coche, Hulot oyó que lo llamaba.

– ¡Eh, usted, oiga! Si esta noche quiere comer buen pescado, vaya con sus amigos a La Coquille d'Or, en el puerto. Si en otra parte lo estafan, después no venga a lamentarse. Recuerde: La Coquille d'Or. Es de mi cuñado. Dígale que lo envía Gastón; lo atenderá muy bien.

«Vaya, hombre, con recomendación y todo. Parece que hoy es mi día de suerte», pensó Hulot mientras ponía en marcha el motor.

Ya camino a Cassis, con la firme intención de ir a visitar el cementerio local, Nicolas Hulot pensó que la buena suerte debería durarle todavía un tiempo, para, saldar ciertas cuentas.

43

Nicolás Hulot retiró el tíquet de aparcamiento del expendedor automático y aparcó el coche exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado antes.

Desde allí se veía, a la izquierda con respecto al parking de la Viguerie, un poco más arriba sobre el flanco de la colina, un pequeño cementerio delimitado por cipreses.

Emprendió el camino de subida, que parecía la continuación del callejón que había bajado poco antes. Mientras andaba vio, por debajo del camposanto, una explanada de cemento donde se veían dibujadas en la tierra las divisiones de un par de pistas de tenis y una de baloncesto. Un grupo de muchachos jugaban con una pelota, empeñados en disputar un partido con un cesto solo.

Le resultó extraña la presencia de un campo de juego bajo un cementerio. Extraña, pero en sentido positivo. En el fondo no era una falta de respeto, sino la simple convivencia de la vida y la muerte, sin traumas, sin falsos pudores. Si él creyera en fábulas, diría que aquella proximidad era para los vivos un medio de compartir un poco de vida con los que ya no la tenían.

Llegó al sendero del cementerio.

Un cartel azul, colgado de un farol, advertía que se encontraba en Allée du Souvenir Francais. En la pared excavada en la colina frente a él, un cartel blanco ribeteado en rojo y azul recordaba lo mismo.

Recorrió las pocas decenas de metros de camino de tierra que llevaban a la verja de acceso, bajo un arco de piedra, a la izquierda.

Al lado, colgado de un poste consumido por la intemperie, un cartel advertía que el guardián, en invierno, estaba disponible de 8 a 17 Hulot pasó bajo el arco y entró; la grava crujió bajo sus zapatos.

De inmediato percibió el silencio.

No importaba que un poco mas abajo un grupo de muchacho alborotara en el entusiasmo del juego, que el pueblo estuviera lleno de turistas y de murmullos de verano, que se oyera no muy lejos el rumor de los automóviles.

Parecía que el muro que rodeaba el lugar hubiera sido construido con un material que absorbía los sonidos, que no eliminaba los ruidos sino que cambiaba su naturaleza, como si pasaran a formar parte integrante del silencio que se respiraba allí.

Avanzó despacio por el sendero, en medio de las tumbas. La emoción por sus pequeños progresos se había calmado durante el breve trayecto desde La Patience. Ahora era el momento de ser racional, de conservar la calma y de reflexionar. Ahora era el momento de recordarse que la vida de alguien dependía de él y sus próximos descubrimientos.

El cementerio era muy pequeño; estaba compuesto de una serie de senderos en forma de damero entre las tumbas. A la derecha, para aprovechar mejor el poco espacio disponible, una escalera de cemento subía hacia unas terrazas en las que se adivinaban otras sepulturas, diseminadas en la colina que se elevaba hacia lo alto, más allá de la valla.

En el centro, un enorme ciprés subía hacia el cielo sereno. A la derecha y a la izquierda, apoyadas en el muro que rodeaba el cementerio, había dos pequeñas construcciones con el techo de tejas rojas. La de la derecha, a juzgar por la cruz en lo alto, parecía una capilla. La otra tal vez fuera un cobertizo. Mientras la miraba, la puerta de madera se abrió y salió un hombre. Hulot se dirigió hacia él, mientras se preguntaba qué papel debía representa. Como a menudo sucede a los actores y a los policías, maestros la mentira, decidió dejarse llevar por la intuición y por la improvisación.

Abordó al hombre, al que entretanto se había acercado.

– Buenos días.

– Buenas tardes.

Hulot miró el sol, que se encaminaba hacia un triunfal ocaso y advirtió que las horas habían pasado sin que él se diera cuenta.

– Ya. Tiene usted razón. Buenas tardes. Oiga…

Decidió hacer el papel de turista curioso, y adoptó una expresión inocente.

– ¿Usted es el guardián?

– Sí.

– Verá usted, en el pueblo he oído una historia terrible, que sucedió aquí algún tiempo atrás…

– ¿Se refiere a lo que pasó en La Patience? -lo interrumpió el guardián.

– Pues sí. Me preguntaba si por casualidad sería posible echar una ojeada a las tumbas.

– ¿Es usted policía?

Nicolás, desconcertado, miró al hombre como si de golpe le hubiera salido una segunda nariz. Por su expresión, el otro supo que había acertado, y sonrió.

– No se preocupe; no es que lo lleve escrito en la frente. Pero fui bastante pillo en mi juventud, y tuve algunos encuentros con la policía, por lo que sé reconocerlos…

Hulot ni confirmó ni desmintió nada.

– Así que quiere usted ver las tumbas de los Legrand, ¿eh? Venga conmigo.

No hizo preguntas. Si ese hombre tenía un pasado turbio que lo había llevado a vivir allí, en un pequeño pueblo donde hay gente que quiere saberlo todo y gente que no quiere saber nada, resultaba bastante claro de qué parte había decidido estar.

Lo siguió hasta la escalera que iba a las terrazas. Subieron unos escalones y, llegados al primer nivel, el guardián dobló a la izquierda Y se detuvo ante una hilera de tumbas. Hulot recorrió con la mirada las lápidas apoyadas en el suelo, levemente inclinadas. Cada una llevaba una inscripción muy simple, un nombre y una fecha esculpidos en la piedra.


Laura de Dominicis 1943-1971

Daniel Legrand 1970-1992

Marcel Legrand 1992

Franqoise Mautisse 1992


En las tumbas no había fotografías; había observado que había otras que tampoco las tenían. No lo encontró extraño, pero hubiera preferido tener caras para recordar y guardar como referencia.

Pareció que el guardián le hubiera leído el pensamiento.

– En las lápidas no hay fotos porque se quemaron todas en el incendio.

– ¿Y por qué solo dos tienen la fecha de nacimiento?

– Son de la madre y el hijo. Las otras dos, creo que no las tuvieron a tiempo para el entierro. Y después…

Hizo un gesto que daba a entender que después ya no hubo nadie a quien le interesara añadirlas.

– ¿Cómo sucedió? -preguntó el comisario, sin levantar los ojos de las losas de mármol.

– Una historia fea, y no solo por el hecho en sí. Legrand era un tío raro, un solitario. Llegó al pueblo después de comprar esa finca, La Patience, con la mujer embarazada y una especie de ama de llaves. Se instaló, y enseguida quedó claro cuál iba a ser su actitud: total aislamiento. La mujer parió en la casa, sola, seguramente asistida por él y el ama de llaves.

Señaló la tumba con un gesto.

– La mujer murió unos meses después del parto. Quizá, si hubiera parido en un hospital, no habría sucedido. Por lo menos es lo que dijo el médico que determinó su muerte. Pero ese hombre era así. Parecía que odiaba a la gente. Al hijo no se lo veía casi nunca, no lo bautizaron, no iba al colegio. Debía de tener profesores particulares, tal vez el mismo padre, porque aprobaba los exámenes final de cada curso.

– ¿Usted lo vio alguna vez?

El guardián asintió con la cabeza.

– Muy de vez en cuando venía con el padre a dejar flores n la tumbal de la madre. En general era la mujer de la casa la que se ocupaba. Una vez sucedió algo…

– ¿Qué?

– Algo insignificante, pero que daba mucho que pensar sobre cómo debía de ser la relación entre padre e hijo. Yo estaba allí dentro…

Señaló con un gesto de la mano la pequeña construcción de donde Hulot le había visto salir.

– Cuando salí, lo vi… al padre, me refiero… de pie delante de la tumba, vuelto de espaldas. El niño estaba al lado, apoyado en el muro, mirando hacia abajo, a los niños que jugaban al fútbol. Cuando me oyó salir, volvió la cabeza hacia mí. Era un niño normal, bastante guapo, diría, pero tenía unos ojos extraños, no sé cómo decirlo… unos ojos tristes. Sí, eso, tristes, diría. Los ojos más tristes que había visto nunca. Debió de haber aprovechado un momento de distracción del padre para llegar hasta allí, atraído por las voces de los otros niños. Me acerqué a hablarle, pero el padre vino hecho una furia. Gritó el nombre del niño y… ¿Me permite decirle algo?

El guardián hizo una pausa. Lo miró fijamente como si no lo estuviera viendo a él sino reviviendo aquel momento.

– Cuando ese hombre gritó: «¡Daniel!», lo hizo con la voz con que uno grita: «¡Fuego!» a un pelotón de fusilamiento. El niño se volvió hacia el padre y se puso a temblar. Temblaba como una hoja. Legrand no dijo nada. Se limitó a mirar a su hijo con los ojos muy abiertos, como loco. Temblaba de rabia casi tanto como su hijo temblaba de terror. No sé qué sucedía en aquella casa; solo sé que en ese momento ¡el niño se meó encima!

El guardián bajó por un instante la mirada al suelo.

– Como imaginará usted, años después, cuando pasó lo que paso, no me sorprendió en absoluto saber que Legrand había cometido aquella matanza. ¿Entiende lo que le quiero decir…?

– Según me han dicho, se suicidó después de matar al ama de llaves y al hijo y prender fuego a la casa.

– Así fue, sí. O por lo menos esa fue la conclusión de la policía. No había motivos para sospechar otra cosa, y el comportamiento de ese hombre apoyaba sobradamente esa hipótesis. Pero aquellos ojos…

Miró al vacío sacudiendo la cabeza.

– Aquellos ojos de loco no lograré quitármelos nunca de la cabeza.

– ¿Hay alguna otra cosa que pueda decirme? ¿Recuerda algún otro detalle?

– Pues sí, han sucedido cosas extrañas desde entonces. Bastantes, diría.

– ¿Como cuáles?

– El robo del cuerpo, por ejemplo. Después, el asunto de las flores…

Por un instante Hulot creyó haber entendido mal.

– ¿Qué cuerpo?

– El suyo.

El hombre indicó con un dedo la lápida de Daniel Legrand.

– Aproximadamente un año después de la tragedia, una noche profanaron la tumba. Cuando llegué, por la mañana, encontré la verja forzada, la lápida suelta y el ataúd abierto. Del cuerpo del chaval no había ni rastro. La policía pensó en un maníaco necrófilo que…

– Ha hecho usted referencia también a unas flores… -lo interrumpió Nicolás.

– Ya, también está eso. Un par de meses después del entierro recibí una carta escrita a máquina. Me la entregaron aquí porque estaba dirigida al guardián del cementerio de Cassis. Dentro había dinero. No un cheque, sino billetes envueltos en la hoja de la carta.

– ¿Y qué decía la carta?

– Que el dinero era mi remuneración por el cuidado de la tumba de Daniel Legrand y la madre. Ni una palabra sobre el padre o el ama de llaves. El que escribió la carta me pedía que mantuviera siempre limpias las lápidas y que no faltaran nunca flores frescas. El dinero ha seguido llegando aun después del robo del cuerpo.

– ¿Hasta ahora?

– La última la recibí el mes pasado. La próxima debería llegar dentro de poco.

– ¿Ha conservado la carta? ¿O alguno de los sobres?

El guardián se encogió de hombros y meneó la cabeza.

– No creo. De la carta han pasado muchos años. Debería mirar en casa, pero no creo. Los sobres, no sé… quizá todavía tenga alguno. En todo caso, puedo hacerle llegar el que recibiré dentro de poco, si lo recibo.

– Se lo agradecería. Y le agradecería también si no hablara usted con nadie de nuestra conversación.

El guardián hizo un gesto dando a entender que eso se sobrentendía.

– No se preocupe.

Mientras ellos hablaban, una mujer vestida de oscuro, con un pañuelo en la cabeza, subió la escalera con un ramo de flores en la mano. Con pequeños pasos llegó a una tumba de piedra, en la misma fila que las de los Legrand. Se inclinó, acarició con gesto afectuoso el mármol de la lápida y se puso a hablar en voz baja.

– Discúlpame si hoy he llegado tarde, pero he tenido algunos problemas en casa. Ahora iré a buscar agua y luego te explico.

Dejó el ramo sobre la piedra, quitó del florero las flores marchitas y extrajo el recipiente de la tumba. Se alejó para ir a llenarlo. El guardián siguió la mirada de Nicolás y se anticipó a su pregunta. Había pena en su rostro.

– Pobre mujer, ¿verdad? Aquella fue una época muy desafortunada para Cassis. Poco antes de que pasara lo de La Patience, a ella también le ocurrió una desgracia. Fue una banalidad, si es que la muerte de una persona se puede definir así. Un accidente durante una inmersión. El hijo se había sumergido a coger erizos, para vender a los turistas en un tenderete del puerto. Un día no regresó. Encontraron su barca anclada un poco más allá de las calanques, abandonada, con su ropa dentro. Cuando el mar devolvió el cuerpo, le hicieron la autopsia y dijeron que había muerto ahogado, probablemente por un malestar repentino durante la inmersión. Después de la muerte del chaval, ella…

El guardián hizo una pausa y giró significativamente contra la len el índice de la mano derecha.

– … perdió la cabeza, junto con el hijo.

Hulot contempló a la mujer, que estaba arrojando a la basura las flores marchitas de la tumba.

Pensó en Céline, su esposa. También a ella le había sucedido lo mismo, después de la muerte de Stéphane. La definición del guardián era perfecta.

«Perdió la cabeza, junto con el hijo.»

Con el corazón encogido, se preguntó si alguien se habría referido alguna vez a ella haciendo girar el índice junto a la sien. La voz del guardián lo devolvió al cementerio.

– Si no me necesita usted para nada más…

– Ah, sí, discúlpeme, ¿señor…?

– Norbert, Luc Norbert.

– Le pido disculpas si he abusado de su tiempo. Imagino que tiene que cerrar.

– No, en verano el cementerio queda abierto hasta tarde. Iré después a cerrar la verja, cuando se haga oscuro.

– Entonces, si no le molesta, querría quedarme unos minutos más.

– Quédese, tranquilo. Si me necesita, me encontrará aquí, o puede preguntarle a alguien del pueblo. Me conocen todos y cualquiera le indicará mi casa. Buenas tardes, ¿señor…?

Hulot comprendió y sonrió. Decidió que el señor Norbert merecía una pequeña recompensa.

– Hulot. Comisario Nicolás Hulot.

El hombre vio confirmada su intuición pero no dejó ver ninguna expresión particular. Solo hizo un pequeño gesto con la cabeza, como si no pudiera ser de otra manera.

– Ya, comisario Hulot. Pues bien, buenas tardes, comisario,

– Buenas tardes a usted, y muchísimas gracias.

El guardián le dio la espalda y se marchó. Nicolás le siguió con la mirada mientras se alejaba. La mujer vestida de oscuro estaba llenando el florero con agua del grifo que había junto a la capilla. Una paloma se posó en el muro. En lo alto, hacia el mar, volaba una gaviota. Mendigos del mar y de la tierra, que se repartían el alimento entre los desperdicios que los humanos, esos pobres seres incapaces de volar, dejaban a su paso.

Volvió a mirar las lápidas, como si pudieran hablar, mientras una avalancha de pensamientos le invadía la mente. ¿Qué había sucedido en aquella casa? ¿Quién había robado el cuerpo desfigurado de Daniel Legrand? ¿Qué vinculaba un drama ocurrido hacía diez años con un loco asesino que desfiguraba a sus víctimas del mismo modo?

Se dirigió hacia la salida. Mientras recorría el sendero de cemento pasó ante la tumba del muchacho ahogado más o menos en la misma época. Se detuvo un instante frente a la lápida. Miró la foto. Un joven moreno, de expresión vivaz, sonreía desde un retrato de cerámica en blanco y negro, sin duda retocado para la ocasión. Se agachó para leer el nombre del muerto. Sus ojos se posaron en la inscripción y Nicolás Hulot se quedó sin aliento. Le pareció oír el estruendo de un trueno, y tuvo la impresión de que la inscripción se agigantaba hasta ocupar toda la superficie de la lápida.

En un único, breve y largísimo instante lo entendió todo.

Y supo quién era Ninguno.

Oyó el eco de unos pasos que se acercaban. Pensó que sería la mujer vestida de oscuro que volvía a la tumba de su hijo.

Inmerso en sus pensamientos, atontado por la emoción del descubrimiento, con el corazón retumbándole en los oídos como un timbal de orquesta, no prestó atención al sonido de los pasos que avanzaban a su espalda.

No les prestó atención hasta que oyó la voz.

– Felicidades, comisario. No creía que llegara hasta aquí.

El comisario Nicolás Hulot se dio la vuelta lentamente. Cuando vio la pistola apuntando hacia él, pensó que tal vez, por aquel día, su buena suerte se había agotado.

44

Cuando Frank se despertó, fuera todavía estaba oscuro. Abrió los ojos y por enésima vez se encontró en una cama ajena, en una habitación ajena, en una casa ajena. Pero esta vez todo era distinto. El regreso a la realidad no conducía solo a un nuevo día cargado con los mismos pensamientos que el anterior. Giró la cabeza hacia la izquierda y, a la luz azulada de la lámpara, vio a su lado el cuerpo dormido de Helena. La sábana la cubría solo en parte, y Frank admiró la curva de sus músculos bajo la piel, los hombros torneados, la línea estilizada de los brazos. Se puso de lado y se le acercó como un vagabundo se aproxima con cautela al alimento que le ofrece un desconocido, de modo que antes que nada le llegara el perfume natural de su piel.

Era la segunda noche que pasaban juntos.

La noche anterior habían vuelto a la casa y bajado del coche de Frank casi temerosos, como si abandonar aquel espacio restringido pudiera cambiar algo, como si lo que se había creado en el interior del vehículo fuera a disolverse al contacto con el aire.

Entraron en la casa sin hacer ruido, casi como furtivos, con la extraña sensación de no tener derecho a vivir lo que estaban viviendo.

Frank maldijo aquella sensación enfermiza, y a la persona y el motivo que la habían provocado.

No probaron ni la comida ni el vino prometidos por Helena.

Desde el primer momento, fueron solo ellos dos, y su ropa pronto excesiva, caída en el suelo con la naturalidad de las promesas cumplidas. Había otra hambre y otra sed durante largo tiempo insatisfechas, había un vacío por llenar que solo ahora, mientras trataban de colmarlo, comprendían qué grande era.

Frank apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Las imágenes comenzaron a fluir libremente detrás de sus párpados cerrados.

La puerta.

La escalera.

La cama.

La piel de Helena, única en el mundo, en contacto con la suya, que al fin hablaba un idioma conocido.

Aquellos ojos tan hermosos, velados por una sombra.

La mirada de pronto asustada cuando Frank la estrechó entre sus brazos.

Su voz, un soplo rozando sus labios.

«Te ruego que no me hagas daño», le había pedido.

Frank sintió que los ojos se le humedecían de emoción. En vano buscó ayuda en las palabras. Helena había pedido la misma ayuda y tampoco la había encontrado. El único idioma que hablaron fue el fuego y la dulzura con que se buscaron, con que se reconocieron, necesitados el uno del otro. La poseyó con toda la delicadeza de que era capaz; deseó ser un dios capaz de volver el tiempo atrás y cambiar el curso de las cosas. Y descubrió, mientras se perdía en ella, que podía hacerlo, que ella podía darle la fuerza para convertirse en ese dios, para ella y para sí mismo.

Borró el sufrimiento, si no los recuerdos.

Los recuerdos…

Después de Harriet no había habido ninguna otra mujer. Era como si una parte de él se hubiera echado a un lado y solo quedan activas las funciones vitales primarias, las que le permitían beber, comer, respirar, circular por el mundo como un autómata de carne y hueso. La muerte de Harriet le había enseñado que el amor no podía imponerse. Nadie podía imponerse no volver a ama. Y sobre todo nadie podía imponerse amar todavía. No basta la voluntad, por férrea que fuese; se necesitaba el azar, esa suma de cosas que miles de años de experiencias y charlas y poesía aún no conseguían explicar del todo. Solo servían para confirmar si existencia.

Helena era un regalo del destino, un silencioso «¡oh!» de sorpresa mientras su planeta ya árido y consumido giraba inerte alrededor de un sol que parecía brillar solo para los demás. Era la emoción de descubrir que, entre las piedras y la tierra reseca, brotaba una única y milagrosa brizna de hierba. No era todavía un regreso a la vida, sino una pequeña promesa susurrada a flor de labios, una posibilidad para volver a tener esperanza, que en sí misma no trae felicidad, sino ansiedad.

– ¿Duermes?

La voz de Helena lo sorprendió mientras perseguía recuerdos recientes que pendían de su mente como fotos aún húmedas. Se volvió hacia ella y la vio al contraluz cómplice de la lámpara de la mesita de noche. Helena lo observaba con la cabeza en la mano, el codo apoyado en la cama.

– No, no duermo.

Se acercaron, y el cuerpo de Helena se deslizó entre sus brazos con la naturalidad del agua que vuelve a fluir en el cauce de un río después de haber luchado contra un obstáculo que bloqueaba su curso. Frank sintió de nuevo el milagro de la piel de Helena contra la suya. Ella apoyó el rostro en su pecho y lo olió a su vez.

– Eres bueno, Frank Ottobre. Y eres guapo.

– ¡Pues claro que soy guapo! Soy la versión real de George Clooney. El problema es que nadie lo nota…

Los labios de Helena sobre los suyos le dieron la certeza de que ella sí lo notaba y pretendía tenerlo en exclusividad. Hicieron de nuevo el amor, con la pereza sensual de los cuerpos todavía un poco adormecidos, arrancados de su reposo por un deseo más mental que físico.

Después se olvidaron del resto del mundo, como solo el amor permite hacerlo.

Al regreso de ese viaje debieron pagar el precio de su evasión. Permanecieron acostados en silencio, mirando en el techo claro las sombras oscuras de otras presencias que parecían flotar en la ambarina del cuarto. Presencias que no era posible disipar simplemente cerrando los ojos.

Frank había pasado el día en la central de policía, siguiendo el desarrollo de las investigaciones y constatando hora tras hora que las pistas que tenían oscilaban entre la nada y el cero absoluto; pero, de todos modos, se esforzaba por mostrarse activo y concentrarse aunque su mente quisiera vagar por otros rumbos.

Pensaba en Nicolás Hulot, que se encargaba de seguir una pista escrita en una hoja, tan endeble que se reflejaba en ella el ansia pintada en sus rostros. Pensaba en Helena, prisionera de un chantaje abominable y de un carcelero igualmente abominable, en la sarcástica e inexpugnable cárcel de aquella casa con puertas y ventanas abiertas de par en par al mundo.

Hacia la noche volvió a subir a Beausoleil y la encontró en el jardín; tuvo la sensación de recompensa de un viajero que al fin ve aparecer la meta de su peregrinación tras una larga y fatigosa travesía por el desierto.

Mientras Frank estaba con Helena, Nathan Parker llamó de París un par de veces. La primera, él se apartó discretamente, pero Helena le retuvo, cogiéndole de un brazo, con un gesto tan imperioso que le sorprendió. La oyó conversar con el padre -en realidad solo respondía con monosílabos-, mientras sus ojos no conseguían esconder un miedo que Frank temía que no perdiera nunca.

Después, el general le pasó con Stuart, y el rostro de Helena se iluminó al hablar con su hijo. Frank se dio cuenta de que, para ella, Stuart había sido una tabla de salvación durante todos aquellos años, un lugar donde refugiarse, un escondite secreto donde escribir cartas para entregar algún día a alguien que no sabía si llegaría alguna vez. También supo que el camino al corazón de Helena pasaba por el corazón de su hijo. No era posible tener a uno sin tener al otro. Se preguntó, mientras un soplo de inquietud se mezclaba con su respiración, si sería capaz de conquistarlo.

La mano de Helena se posó en la cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo, un tramo de piel que sobresalía, rosada, sobre el resto de la epidermis, apenas más bronceada. Helena sintió al tactom de era una piel distinta, una piel que había crecido después, como si formara parte de una coraza que, como todas las corazas, tenía la ventaja de detener los golpes pero que también atenuaba el toque delicado de las caricias.

– ¿Duele? -le preguntó mientras, con suavidad, seguía el con torno con los dedos.

– Ya no.

Hubo un instante de silencio, durante el cual Frank pensó que en ese momento Helena no estaba tocando sus cicatrices, sino las de los dos.

«Estamos vivos, Helena, apaleados y enterrados, pero vivos. Y de fuera llega el ruido de alguien que está excavando para sacarnos de aquí. Apresuraos, os lo ruego, apresuraos…»

Helena sonrió y un pequeño sol se sumó a la luz de la habitación. Se dio la vuelta de golpe y trepó encima de él como si quisiera coronar una conquista personal. Le mordió delicadamente la nariz.

– ¡Imagínate! ¡Si te la saco, George Clooney ganará por una nariz!

Frank le cogió la cara entre sus manos. Helena trató de resistírsele, sin mucha convicción, pero su boca soltó la nariz de Frank. Frank volvió a mirarla con toda la ternura que los ojos de un ser humano pueden transmitir.

– Temo que de ahora en adelante, con nariz o sin ella, me costará mucho imaginar mi vida sin ti…

Una sombra pasó por el rostro de Helena. Sus ojos grises adquirieron el color de la hoja de Excalibur. Con suavidad le cogió las muñecas con las manos y le soltó la cara. Frank imaginó sin esfuerzo qué pensamientos se ocultaban tras aquella mirada, y trato de aliviar la tensión.

– Eh, ¿qué pasa? Lo que he dicho no es nada tan terrible. Todavía no te he pedido que te cases conmigo…

Helena se acurrucó en el hueco de su hombro; el tono de su voz le hizo comprender que aquel breve intervalo de despreocupación había terminado.

– Ya estoy casada, Frank. O, mejor dicho, lo estuve.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabes cómo es el mundo de la política, Frank. Igual que el del espectáculo. Es todo una ficción, una representación. Y en Washington, como en Hollywood, uno puede hacer lo que quiera siempre que no sea del dominio público. Un hombre de carrera no puede aceptar el escándalo de una hija que trae al mundo un hijo sin tener al lado a un marido.

Frank guardó silencio, esperando. Sentía el calor húmedo del aliento de Helena que le acariciaba la espalda mientras hablaba. La voz de Helena le llegaba por encima del hombro, pero era como si saliera del fondo de un pozo sin eco.

– Y mucho menos si ese hombre es el general Nathan Parker. Por eso, oficialmente, soy la viuda del capitán Randall Keegan, caído en la guerra del Golfo, mientras su esposa, en Estados Unidos, esperaba un hijo que no era suyo.

Se incorporó y volvió a la posición de antes, su cara muy cerca de él. Lo miró a los ojos, con una leve sonrisa, como si solo Frank pudiera concederle el perdón. Frank nunca habría imaginado que en una sonrisa pudiera haber tanta amargura.

Helena dio una definición de sí misma como si hablara de otra persona, una mujer que le inspiraba una mezcla de piedad y desprecio.

– Soy la viuda de un hombre al que vi por primera vez el día de la boda y luego nunca más, salvo en un ataúd cubierto por una bandera. No me preguntes cómo lo hizo mi padre para convencer a ese hombre de que se casara conmigo. No sé qué le prometió a cambio, pero es fácil imaginarlo. Un casamiento casi por mandato, que debía durar el tiempo suficiente para servir de plausible cortina de humo, y después un divorcio liberador. Mientras tanto, una carrera fácil, con alfombra roja y ascensos… ¿Y sabes qué es lo cómico?

Frank aguardó en silencio. Sabía perfectamente que no tendría nada de cómico.

– El capitán Randall Keegan murió en la guerra del Golfo sin haber disparado nunca un solo tiro. Cayó heroicamente durante las operaciones de descarga, atropellado por un Hammer al que se le estropearon los frenos mientras bajaba por la rampa de un avión de transporte. Uno de los peores casamientos de la historia. Y adema con un idiota…

Frank no tuvo tiempo de responder. Todavía estaba tratando de asimilar aquella nueva demostración de la perfidia y el poder de Nathan Parker, cuando el móvil, sobre la mesita de noche, comenzó a vibrar. Frank logró cogerlo antes de que comenzara a sonar Miró la hora. Las agujas del reloj anunciaban problemas. Abrió la tapa del teléfono.

– ¿Diga?

– Frank, habla Morelli.

Helena, tendida a su lado, vio que se le contraía el semblante.

– Dime, Claude. ¿Malas noticias?

– Sí, Frank, pero no las que imaginas. El comisario Hulot ha sufrido un accidente.

– ¿Cuándo?

– Aún no lo sabemos con exactitud. Acaba de avisarnos un agente de la policía de tráfico francesa. Han encontrado el coche por la zona de Auriol, en Provenza, en un camino rural, al fondo de una hondonada. Le encontró un cazador que había salido a adiestrar a sus perros.

– ¿Y cómo está él?

El silencio de Morelli fue elocuente. Frank sintió que el desconsuelo se apoderaba de su corazón.

«¡No, Nicolás, tú no, ahora no! No de esta forma de mierda, y en un momento en que tu vida se iba a pique. Así no, enfant terrible…»

– Ha muerto, Frank.

Frank apretó las mandíbulas con tanta fuerza que le rechinaron los dientes. Los nudillos se le pusieron blancos alrededor del móvil. Por un instante Helena creyó que el teléfono se haría pedazos en su mano.

– ¿Han avisado a su mujer?

– No, todavía no. Pensé que quizá prefirieras hacerlo tú.

– Gracias, Claude. Has hecho bien.

– Habría preferido no recibir ese cumplido.

– Lo sé, y te lo agradezco también en nombre de Céline Hulot.

Helena lo vio ir hasta el sillón sobre el cual habían dejado la ropa. Frank comenzó a ponerse el pantalón.

Ella se sentó en la cama, cubriéndose el pecho con la sábana. Frank no reparó en ese gesto de pudor instintivo ante una desnudez que Helena todavía no sentía del todo como un hecho natural.

– ¿Qué pasa, Frank? ¿Adonde vas?

Frank la miró, y Helena leyó en su semblante un dolor amargo, Él se sentó en la cama para ponerse los calcetines. Su voz le llegó desde detrás de una espalda cubierta de cicatrices.

– Al peor lugar del mundo, Helena. Voy a despertar a una mujer en plena noche para explicarle por qué su marido nunca más volverá a casa.

45

El día del funeral de Nicolás Hulot llovía.

Parecía que el tiempo hubiera decidido interrumpir aquel luminoso verano y derramar del cielo las mismas lágrimas que se derramaban por él en la tierra. Una lluvia recta y sin concesiones, como recta y sin concesiones había sido también la vida de un anónimo comisario de policía, dedicada a su pequeña misión de hombre común.

Ahora conseguía, quizá sin saberlo, la única recompensa que había deseado en vida: la de descender a la misma tierra que acogía el cuerpo de su hijo, acompañado por palabras de esperanza pronunciadas para consolar a quienes siguen vivos.

Céline se hallaba de pie al lado de la fosa, junto al cura, el rostro compuesto en la firmeza del dolor, despojada ya de voluntad ante las tumbas del marido y el hijo. Cerca de ella, la hermana y el marido, llegados precipitadamente de Carcasona tras la noticia de la muerte del cuñado.

Las exequias se llevarían a cabo en privado, según había sido siempre la voluntad de Nicolás. Aun así, un pequeño gentío había subido hasta el cementerio de Eze para asistir al rito fúnebre. A cierta distancia y un poco más arriba del lugar donde se había cavado la fosa, Frank observaba a la gente que rodeaba al joven sacerdote que oficiaba la ceremonia, con la cabeza descubierta a pesar de lluvia.

Estaban los amigos, los conocidos, algunos habitantes de Eze todas las personas que habían apreciado la honradez y la bondad del hombre al que saludaban por última vez. Quizá también había algunos curiosos.

Estaba Morelli, cuyo rostro expresaba un sufrimiento tan intenso que sorprendió a Frank. Estaban Roncaille y Durand, en representación de las autoridades del principado, y todos los hombres de la Süreté que no estaban de servicio. Frank vio a Froben, al otro lado, también con la cabeza descubierta. Cerca, Bikjalo, Laurent, Jean-Loup, Barbara y gran parte del personal de Radio Montecarlo. Incluso estaban, algo apartados, Pierrot y su madre.

La avidez sensacionalista de los pocos periodistas presentes se había quedado en el exterior, gracias a los agentes del orden, aunque sin dificultades. La muerte de un hombre en un accidente de automóvil era algo demasiado banal para resultar interesante, aun cuando se tratara del comisario que se había encargado, hasta hacía poco tiempo, de la investigación de Ninguno y que posteriormente había sido suspendido del cargo.

Frank miró el ataúd de Nicolás Hulot. Bajaba poco a poco a la fosa cavada como una herida en la tierra, acompañado por agua de lluvia mezclada con agua bendita, como una bendición conjunta del cielo y de los seres humanos. Dos sepultureros con un impermeable verde comenzaron a echarle paletadas de tierra, que tenía el mismo color de la madera del ataúd.

Frank permaneció allí hasta que la última paletada cayó sobre la fosa ya llena. Pronto la tierra se aplanaría y alguien que cobraría por hacerlo pondría sobre ella una lápida de mármol, igual a la que había al lado, con una inscripción que indicaría que Stéphane Hulot y su padre Nicolás, de algún modo se habían reencontrado.

El sacerdote dio la última bendición y todos hicieron la señal de la cruz.

A pesar de todo, Frank no logró pronunciar la palabra «amén».

Rápidamente la gente comenzó a dispersarse. Los más cercanos a la familia cumplieron con el ritual de los saludos a la viuda y se alejaron. Mientras recibía el abrazo de los Mercier, Céline lo vio. Saludó a Guillaume y a sus padres, recibió las apresuradas condolías de Durand y Roncaille, se volvió y susurró algo a la hermana que la dejó sola y se encaminó con el marido hacia la entrada del cementerio. Frank contempló la figura agraciada de Céline que avanzaba hacia él, con paso tranquilo, con los ojos enrojecidos a los que había negado el consuelo de un par de gafas oscuras.

Sin una palabra, Céline se refugió en su abrazo. Notaba en el hombro su llanto silencioso, mientras se concedía finalmente una pausa de lágrimas que no podría reconstruir su pequeño mundo hecho pedazos.

Céline se separó de él y lo miró. En sus ojos brillaba como un sol incandescente la estrella del dolor.

– Gracias, Frank. Gracias por estar aquí. Gracias por haber sido tú quien me lo dijo. Sé cuánto te ha costado.

Frank no respondió. Después de la llamada de Morelli, había dejado a Helena, subido hasta Eze y llegado a casa de Nicolás. Se quedó cinco largos minutos delante de la puerta de los Hulot antes de reunir el valor suficiente para llamar al timbre. Cuando Céline le abrió, mientras cerraba los bordes de una bata ligera sobre el camisón, lo entendió todo solo con verlo. Al fin y al cabo, era la esposa de un policía. Ya debía de haber imaginado aquella escena muchas veces, como una posibilidad funesta, y siempre la habría expulsado de su mente como un pensamiento de mal agüero. Ahora Frank estaba allí, en el umbral de su casa, con expresión dolida y su silencio era la confirmación de que también su marido, después de su hijo, de ahora en adelante estaría en otro lugar.

– Le ha sucedido algo a Nicolás, ¿verdad?

Frank asintió en silencio.

– ¿Está…?

– Sí, Céline. Está muerto.

Céline cerró un instante los ojos y su rostro adquirió una palidez mortal. Se balanceó un poco, y él temió que fuera a desmayarse. Dio un paso adelante para sostenerla, pero ella se recobró enseguida. Frank vio que le temblaba una vena en la sien mientras pedía detalles que habría preferido ignorar.

– ¿Cómo ha ocurrido?

– Un accidente de carretera. No sé mucho. El coche se salio del camino y se precipitó por una hondonada. Debió de morir el acto. Si te sirve de consuelo, no ha sufrido.

Mientras las pronunciaba, Frank era consciente de la futilidad de aquellas palabras. No, no era un consuelo, no podía serlo, aunque Frank supiera por Nicolás cuánto habían sufrido Nicolás y Céline por la agonía de Stéphane, en coma, ya reducido a un vegetal, conectado a una máquina que lo había mantenido con vida hasta que la piedad venció a la esperanza y dieron la autorización para apagarla.

– Entra, Frank. Debería hacer un par de llamadas, pero una de ellas puedo dejarla para mañana por la mañana… Tengo que pedirte un favor…

Cuando se volvió a mirarlo, los ojos de aquella mujer todavía enamorada de su marido estaban llenos de lágrimas.

– Lo que quieras, Céline.

– No me dejes sola esta noche, te lo suplico.

Llamó al único pariente de Nicolás, un hermano que vivía en Estados Unidos y que, a causa de la diferencia horaria, se enteraría de la noticia en plena noche. Le explicó brevemente la situación y murmuró: «No, no estoy sola», que era sin duda una respuesta a la preocupación del que hablaba al otro extremo de la línea. Colgó como si el aparato fuera muy frágil y se volvió hacia Frank.

– ¿Te apetece un café?

– No, Céline, te lo agradezco. No necesito nada.

– Entonces sentémonos en el sofá, Frank Ottobre. Quiero que me abraces mientras lloro…

Y así fue. Se quedaron sentados en el sofá, en la hermosa estancia cuyas puertas correderas daban a la terraza y al vacío de la noche. Frank la oyó llorar hasta que la luz comenzó a teñir de azul el mar y el cielo del otro lado de los cristales. Sintió que el cuerpo extenuado de Céline se deslizaba en una especie de duermevela y la sostuvo así, con todo el afecto que les tenía, a ella y a Nicolás, hasta que, mucho más tarde, la entregó al cuidado de la hermana y el cuñado.

Y ahora estaban allí, de nuevo frente a frente, y él no podía evitar seguir mirándola, como si sus ojos quisieran llegar al fondo de los de ella. Céline supo la pregunta que se escondía en aquella mirada. Le dirigió una sonrisa tierna, por su ingenuidad de hombre.

– Ahora no vale la pena, Frank.

– ¿Qué?

– Creía que tú lo habías entendido…

– ¿Qué era lo que había que entender?

– Mi pequeña locura, Frank. Sabía muy bien que Stéphane estaba muerto; siempre lo he sabido, como sé que ahora tampoco Nicolás estará nunca más a mi lado.

Al ver su expresión confusa, Céline Hulot sonrió con ternura y le apoyó una mano en un brazo.

– Pobre Frank, lamento haberte engañado también a ti. Lamento haberte hecho sufrir cada vez que nombraba a Harriet.

Levantó la cabeza para mirar el cielo gris. Una pareja de gaviotas volaba en lo alto, planeando perezosamente en el viento. Eran dos, estaban juntas. Quizá eso pensaba Céline mientras seguía por un instante la trayectoria de las aves. Un soplo de viento agitó los flecos del chal que llevaba.

Sus ojos volvieron a encontrar los de Frank.

– Era todo una comedia, querido amigo. Una pequeña y estúpida comedia, solo para impedir que un hombre se dejara morir. Mira, después de la muerte de Stéphane… aquí mismo, mientras salíamos del cementerio después del entierro, tuve la certeza de que, si yo no hacía algo, Nicolás acabaría destrozado. Incluso antes que yo. Quizá hasta el extremo de poner fin a su vida.

Céline prosiguió con la voz del que sigue un recuerdo.

– Así que, mientras volvíamos a casa, sentados en el coche, se me ocurrió esa idea. Pensé que si Nicolás se preocupaba por mi, si tenía otras cosas en que pensar, distraería al menos en parte su desesperación por la muerte de Stéphane. Aunque fuera una pequeña distracción, quizá serviría para evitar algo peor. Así comenzó todo, y así continuó. Lo he engañado, y no me arrepiento. Volvería a hacerlo si fuera necesario. Pero, como ves, ya no hay nadie ante quien fingir…

De nuevo caían lágrimas por las mejillas de Céline Hulot. Frank miró en la maravillosa profundidad de aquellos ojos.

En el mundo había personas cuya única meta en la vida era tratar de parecer seda cuando en realidad no eran más que un montón de harapos. Y también había otras que habían hecho cosas grandiosas, cosas que habían cambiado el mundo. Pero pensó que ninguna de ellas podía igualar la grandeza de aquella mujer.

Céline le sonrió otra vez, con ternura.

– Adiós, Frank. No sé qué buscas, pero espero que lo encuentres pronto. Deseo tanto que seas feliz… te lo mereces. Au revoir, buen amigo…

Se puso de puntillas y le rozó los labios con un beso. Su mano dejó una huella dolorosa en el brazo de Frank. Luego le dio la espalda y echó a andar por el sendero de grava.

Frank la contempló alejarse. Al cabo de unos pocos pasos la vio detenerse y regresar hacia él.

– Frank, para mí esto no cambia nada. Nada en el mundo podrá devolverme a Nicolás. Pero todavía puede ser importante para ti. Morelli me ha contado los detalles del accidente. ¿Tú has leído el informe?

– Sí, Céline, con toda atención.

– Claude me ha dicho que Nicolás no tenía abrochado el cinturón de seguridad en el momento del accidente. Esa fue la causa, en su momento, de la muerte de Stéphane. Si hubiera llevado el cinturón abrochado, nuestro hijo probablemente se habría salvado. Desde entonces, Nicolás no ponía ni siquiera las llaves en el contacto sin abrochárselo antes. Me parece extraño que no lo hiciera esta vez…

– No sabía este detalle del accidente de tu hijo. Sí, ahora que lo dices, también a mí me parece extraño.

– Repito: para mí no cambia nada. Pero si existe la posibilidad que lo hayan matado, quiere decir que estaba sobre la pista correcta, que vosotros dos estabais sobre la pista correcta.

Frank asintió con la cabeza, en silencio. Céline se marchó sin volverse. Mientras Frank la contemplaba alejarse, se le acercaron Roncaille y Durand, con cara de circunstancias. También ellos siguieron con la mirada la figura de la esposa de Hulot, una delgada silueta negra bajo la lluvia en el sendero de un cementerio.

– Qué pérdida lamentable, ¿verdad? Todavía no consigo creerlo…

Frank se volvió de repente. Su expresión hizo pasar una sombra por el semblante del jefe de la policía.

– ¿Así que todavía no consiguen ustedes creerlo? ¿Justamente ustedes, que han sacrificado a Nicolás Hulot a las razones de Estado y le han obligado a morir como un hombre derrotado, todavía no consiguen creerlo?

Hizo una pausa que les puso encima una lápida mucho más pesada que todas las que los rodeaban.

– Si son capaces de sentir vergüenza, tienen motivos más que sobrados para hacerlo.

Durand levantó la cabeza de golpe.

– Señor Ottobre, comprendo su resentimiento, teniendo en cuenta su dolor, pero no le permito…

Frank lo interrumpió bruscamente. Su voz sonó seca como el ruido de una rama que se parte bajo el pie.

– Doctor Durand, soy perfectamente consciente de que mi presencia aquí le resulta difícil de soportar. Pero quiero coger a ese asesino más que cualquier otra cosa en el mundo. Por mil motivos, uno de los cuales es una deuda con mi amigo Nicolás Hulot. Lo que usted me permita o no me permita me es completamente indiferente. En otras circunstancias, le garantizo que haría que se tragara toda su autoridad, junto con los dientes.

El rostro de Durand se inflamó. Roncaille intervino para calmar los ánimos. A Frank le sorprendió verlo tomar partido, aunque sus motivaciones podían ser ciertamente discutibles.

– Frank, todos tenemos los nervios bastante alterados por lo que ha sucedido. Creo que sería mejor no dejarnos llevar por las emociones. Tenemos un trabajo que hacer, ya bastante difícil de por sí como para sumarle más obstáculos. De momento nuestras desavenencias personales, sean cuales fueren, deben pasar a un segundo plano.

Cogió a Durand por un brazo, quien opuso solo una aparente resistencia, y se lo llevó hacia la salida. Los dos se alejaron, protegidos por sus paraguas, dejándole solo.

Dio unos pasos y se encontró ante la tumba que contenía los restos mortales de Nicolás Hulot. Se quedó contemplando la lluvia, que ya comenzaba su trabajo de nivelar la tierra removida; sentía que Ia ira hervía en su interior como lava incandescente en la boca de un volcán.

Una breve ráfaga de viento agitó las ramas de un árbol cercano. El soplo del aire entre las ramas llevó a sus oídos una voz que ya había oído demasiadas veces desde el comienzo de todo aquello.

«Yo mato…»

Allí, a sus pies, bajo aquel montón de tierra recién excavada, yacía su mejor amigo. El hombre que lo había visto a la deriva y había tenido la fuerza de tenderle una mano cuando él más lo necesitaba. El hombre que había tenido el valor de confesarle todas sus debilidades y precisamente por ello se había vuelto todavía más grande a sus ojos. Si él, Frank Ottobre, estaba todavía en pie, si estaba todavía vivo, se lo debía exclusivamente a Nicolás Hulot.

Casi sin darse cuenta, comenzó a hablar con quien ya no podía responderle.

– Ha sido él, Nicolás, ¿verdad? No eras una víctima designada, no formabas parte de sus planes; eras solo un obstáculo que se cruzó por azar en su camino. Por eso se vio obligado a hacer lo que ha hecho. Antes de morir, tú descubriste quién es, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer para saberlo también yo, Nicolás? ¿Qué?

Frank Ottobre permaneció mucho rato ante una tumba muda, bajo una constante lluvia, repitiéndose de manera obsesiva esa pregunta. No hubo respuesta alguna, ni siquiera una palabra susurrada en la lengua del viento, ni un sonido que descifrar en el movimiento del aire en la copa de un árbol.

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