Sexto carnaval

En su agujero, lejos del mundo, el hombre escucha música. En el aire flotan las notas del minuetto de la Sinfonía N° 5 de Franz Schubert. Encerrado en su caja de metal, el hombre escucha atentamente las notas tocadas por los arcos, imagina el movimiento de brazos de los músicos y la concentración de la orquesta mientras interpreta la sinfonía. Ahora su imaginación planea como una skycam cinematográfica que se mueve en el espacio y en el tiempo. De pronto ya no está en su lugar secreto, sino en un gran salón de paredes y bóvedas decoradas con frescos, iluminado desde arriba por la luz de cientos de velas en enormes arañas que cuelgan del techo. Dirige la mirada hacia la derecha; la imagen es muy nítida, tan verdadera que parece real. Su mano estrecha la de una mujer que se mueve junto a él, con él, al ritmo sinuoso de la danza, hecha de pasos elegantes, de pausas y reverencias ensayadas una y otra vez para que fluyan como el vino que se echa en una copa. La mujer no es capaz de resistir la fijeza de su mirada, que promete la creación del mundo y su destrucción. De vez en cuando vuelve sus ojos de largas pestañas hacia los espectadores, buscando que le confirmen esa increíble sensación de ser ella la elegida. Hay admiración y envidia en los ojos de todos los presentes, que, de pie a los lados del salón, los contemplan bailar.

El sabe que esa noche será suya.

En la claridad incierta de la estancia, a la luz danzante de una vela, confusa entre los encajes y puntillas de la enorme cama con dosel la verá emerger de las sedas que la cubren como el cáliz de un capullo de rosa.

Son los derechos del rey.

Pero ahora todo eso no cuenta. Ahora bailan y son hermosos Y lo serán todavía más cuando…

«¿Estás ahí, Vibo?»

La voz llega dulce, como siempre, ansiosa como solo esa voz sabe ser. Su sueño, la imagen que se ha creado con los ojos cerrados se pierde, se apaga.

Es el regreso a la realidad, la presencia del otro, la preocupación, la responsabilidad. Ha sido solo un instante de pausa, desvanecido como unos copos de nieve primaveral. No hay lugar para los sueños; nunca lo ha habido, nunca lo habrá. En otro tiempo podían soñar, cuando vivían en aquella gran casa entre las colinas, cuando lograban escabullirse lejos de los cuidados obsesivos de aquel hombre que los quería ya adultos, cuando ellos solo deseaban ser niños. Cuando deseaban correr, no marchar. Pero, también en aquel tiempo, había una voz capaz de romper cualquier encanto que su imaginación hubiera logrado crear.

– Sí, estoy aquí, Paso.

«¿Qué haces? No te oía.»

– Solo estaba reflexionando…

El hombre deja que la música continúe. Que sea el último apéndice de sus pobres espejismos. Ya no bailará con una mujer hermosa. Se levanta y va a la otra habitación, donde un cuerpo sin vida yace en el ataúd de cristal.

Pulsa el interruptor de la luz. Un reflejo se enciende en la arista del cofre transparente. Se apaga cuando él avanza y cambia la perspectiva. Se enciende otro, pero es solo y siempre lo mismo. Pobres, pequeños espejismos. Ya sabe qué encontrará. Otra ilusión rota, otro espejo mágico hecho pedazos, a sus pies.

Se acerca al cuerpo desnudo tendido en el interior, desliza la mirada por los miembros resecos que tienen el color del pergamino viejo, lentamente, de los pies hasta la cabeza cubierta por es cara que hasta hace poco pertenecía a otro hombre.

Se le oprime el corazón.

Nada es para siempre. La máscara ya presenta las primeras señales de deterioro. El pelo está seco y opaco. La piel, manchada y rugada. Dentro de poco, a pesar de sus cuidados, será igual a la del rostro que oculta. Contempla ese cuerpo con ternura infinita con los ojos delicados del afecto imborrable.

Entristecido, aprieta las mandíbulas con la furia de la rebelión.

No es verdad que el destino es ineluctable. No es verdad que solo se puede ser espectador de la alternancia del tiempo y los acontecimientos. Él puede cambiar, él debe cambiar esa injusticia eterna, él puede reparar las cosas equivocadas que el destino distribuye a manos llenas en ese nido de serpientes que es la vida humana. Al azar, sin mirar, sin preocuparse si lo que sucede destroza una existencia o la arroja para siempre a la oscuridad.

Oscuridad significa sombra. Sombra significa noche. Y noche significa que la caza debe continuar.

El hombre sonríe. ¡Pobres perros estúpidos! Ladridos y dientes al descubierto para esconder su miedo. Ojos nictálopes para hurgar en la oscuridad, la sombra, la noche, para descubrir de dónde llegará la presa que se ha transformado en cazador.

Él es uno y ninguno. Él es el rey.

El rey no tiene preguntas, solo respuestas. El rey no tiene curiosidad, solo certezas.

La curiosidad se la deja a los demás, a todos los que se preguntan, a todos los que de algún modo la tienen en los ojos, en los gestos, en el jadeo, en el ansia de vida que a veces es tan denso que se puede respirar. La vida tiene un olor tan complejo, y sin embargo es tan fácil de reconocer…

El olor de la vida está en los tranvías del verano, llenos de gente con demasiadas axilas y demasiadas manos. Está en el olor a comida y meados de gato, que en ciertos callejones ahoga. Está en el agudo olor a herrumbre y sal que devora el metal, en el olor a desinfectante y en la nube áspera de la pólvora.

También, y sobre todo, en el presagio de la disolución, hay las preguntas eternas: «¿cuándo?» y «¿dónde?».

Cuando será el último soplo de aliento, retenido con un gruñido animal, con los dientes apretados para no dejarlo salir, porque después no habrá otro, nunca más. Cuándo, a qué hora del día o de che, fijado en un reloj ya sin cuerda, será ese último segundo y no otro, que dejará el resto del tiempo al mundo, que prosigue en otros giros y otras carreras. Dónde, en qué cama, asiento de coche, ascensor, playa, sillón, en qué habitación de hotel el corazón sentirá ese dolor agudo, la espera interminable, curiosa e inútil del siguiente latido, después de ese intervalo que parece cada vez más largo, y todavía más largo, infinito. A veces todo es tan rápido que ese último sobresalto es la calma al fin, pero no la respuesta, porque durante ese relámpago deslumbrante no hay tiempo de entenderla, a veces ni siquiera de sentirla.

El hombre sabe qué es lo que debe hacer. Ya lo ha hecho y lo hará de nuevo, todas las veces que sea necesario.

Hay tantas máscaras allí fuera, llevadas por personas que no merecen ni esa ni otra apariencia.

«¿Qué pasa, Vibo? ¿Por qué me miras así? ¿Hay algún problema?»

El hombre lo tranquiliza; su boca sonríe, sus ojos chispean, su voz protege.

– No, Paso, absolutamente nada. Te miro y veo que estás guapísimo. Y pronto lo estarás más todavía.

«¿En serio? No me digas que…»

El hombre suaviza con una tierna reserva sus intenciones.

– Calla. Está prohibido hablar. Secreto de los secretos, ¿recuerdas?

«Ah, ¿es un secreto de los secretos? Entonces solo se puede hablar bajo la luna llena…»

El hombre sonríe al evocar sus juegos de niños. En los pocos momentos en que no aparecía aquel hombre a estropearles la fantasía con el único juego que les permitía.

– Ya, Paso. Y la luna llena vendrá pronto. Muy pronto…

El hombre se da la vuelta y se dirige a la puerta. En la otra habitación, la música ha terminado. Ahora hay un silencio que parece la natural continuación de esa música.

«¿Adonde vas, Vibo?»

– Regreso enseguida, Paso.

Se vuelve para mirar con una sonrisa el cuerpo tendido en ataúd de cristal.

– Antes debo hacer una llamada.

30

Estaban todos sentados en la sede de Radio Montecarlo, a la espera, como cada noche. La evolución del caso había provocado tal revuelo que se había triplicado el número de personas que habitualmente se hallaban en el edificio a esa hora.

Se les había sumado el inspector Gottet, con un par de hombres que habían instalado una red de ordenadores mucho más potentes que los que había en la radio. Con él había llegado también un joven de unos veinticinco años, de aire despierto, pelo corto, castaño con mechas rubias, y un piercing en el lado derecho de la nariz. Trabajaba con muchos disquetes y CD-ROM y movía los dedos a tanta velocidad sobre el teclado que a Frank, de pie detrás de él, le costaba seguirlo.

El joven se llamaba Alain Toulouse, pero en el mundo de los piratas informáticos le conocían con el seudónimo de «Pico». Cuando le presentaron a Frank, esbozó una sonrisita de listo y los ojos le brillaron con malicia.

– Del FBI, ¿eh? -dijo-. Entré ahí, una vez. No, más de una vez diría. Antes era fácil; ahora se ha vuelto mucho más complicado ¿Sabes si también a ellos los asesoran piratas?

Frank no supo responder, pero al joven ya no le interesaba la respuesta. Ya había vuelto a su trabajo.

Ahora tecleaba a la velocidad de la luz, al tiempo que explicaba qué iba haciendo.

– Antes que nada, instalaré un firewall para proteger el sistema. Si alguien intenta entrar, me daré cuenta. Por lo general solo se busca impedir el acceso a los ataques externos, pero en este caso se trata de descubrir el ataque sin que el intruso se dé cuenta. He insertado un programa creado por mí, que nos permitirá enganchar la señal y seguir hacia atrás el recorrido que ha hecho. También podría ser un «caballo de Troya»…

– ¿Qué significa «caballo de Troya»? -preguntó Frank.

– Es una forma de denominar a una comunicación enmascarada, que viaja escondida por otra, como algunos virus. Para ello estoy insertando también una defensa en esa parte, pues no querría que la señal que interceptemos, cuando la interceptemos…

Hizo una pausa para desenvolver un caramelo y ponérselo en la boca. Frank observó que Pico no tenía la menor duda de que podría interceptar la llamada; debía de tener mucha confianza. Por otra parte, esa actitud formaba parte de la filosofía de los piratas informáticos. Audacia e ironía, que los llevaba a ejecutar hazañas no exactamente criminales, sino que pretendían demostrar a sus víctimas su capacidad de burlar cualquier vigilancia, cualquier muro de protección. Por sus intenciones, personificaban una especie de modernos Robin Hood con ratón y teclado en lugar de arco y flechas.

Pico reanudó su exposición mientras masticaba vigorosamente el caramelo que se le pegaba a los dientes y al paladar.

– No querría que se introdujera un virus que se liberara cuando se intercepte la señal. Si pasara eso, perderíamos la señal y también la posibilidad de seguirla, junto con nuestro ordenador, por supuesto. Un virus así puede fundir el disco duro. Si este tío es capaz de hacer algo por el estilo, quiere decir que es endiabladamente inteligente y el virus no sería precisamente inofensivo…

Bikjalo, que hasta ese momento había guardado silencio, sentado a un escritorio colocado detrás de los ordenadores, hizo una pregunta:

– ¿Crees que algún colega tuyo podría jugarnos una broma durante la operación?

Frank le lanzó una mirada que el director no vio. Pico hizo girar la silla para mirarlo a la cara, incrédulo ante su abismal ignorancia del mundo telemático.

– Somos piratas informáticos, no delincuentes. Ninguno de nosotros haría nada parecido. Yo estoy aquí porque ese tío no se limita a entrar donde no debiera y firmar «Mierda» para demostrar su paso. Es alguien que mata, es un asesino. Ningún pirata digno de ese nombre haría nunca una cosa semejante.

Frank le apoyó una mano en el hombro, en un gesto de confianza y también de disculpa por las palabras de Bikjalo.

– Desde luego. Continúa. Me parece que en este campo no hay nadie que pueda enseñarte algo.

Se volvió hacia Bikjalo, que se había puesto de pie para colocarse al lado de ellos.

– Aquí no tenemos nada más que hacer. ¿Vamos a ver si ya ha llegado Jean-Loup?

Con gusto le habría pedido que se marchara y les permitiera trabajar tranquilamente. Ya tenían bastantes problemas para añadir uno más. Pero por diplomacia no podía. La atmósfera de colaboración en la radio era perfecta, y no quería estropearla de ninguna manera. Ya había demasiada tensión.

– Buena idea.

El director lanzó una última mirada perpleja al ordenador y a Pico, que ya se había olvidado de ellos y otra vez movía los dedos sobre el teclado, entusiasmado con aquel nuevo desafío. Dejaron el rincón de los ordenadores y llegaron al escritorio de Raquel justo cuando entraban Jean-Loup y Laurent.

Frank observó al locutor. Se le veía un poco mejor que por la mañana, pero seguía habiendo una sombra en sus ojos. Frank conocía esas sombras. Se necesitaría mucha luz y mucho sol, cuando aquel asunto terminara, para disiparlas.

– Hola, muchachos. ¿Estáis listos?

Laurent respondió por los dos:

– Si, el guión está listo. Lo difícil es pensar que la emisión debe seguir adelante de todos modos, que entre las llamadas normales están esas otras. ¿Cómo marchan las cosas por aquí?

La puerta de la entrada se abrió otra vez y la figura de Hulot permaneció un instante encuadrada en el vano como una foto desenfocada. Frank pensó que, desde su llegada a Montecarlo, parecía haber envejecido diez años.

– Ah, estáis aquí. Buenas noches a todos. Frank, ¿puedo hablarte un momento?

Jean-Loup, Laurent y Bikjalo se apartaron un poco para que Frank y el comisario pudieran hablar.

– ¿Qué pasa?

Los dos se acercaron a la pared opuesta, junto a los dos paneles de cristal que cubrían el tablero de las conexiones telefónicas, los empalmes con el satélite y las máquinas de conexión ISDN.

– Todo está en su lugar. La unidad de intervención está alerta En la comisaría de policía hay doce hombres en espera que pueden partir como un rayo a donde sea. Las calles están llenas de agentes de paisano: tíos con expresión inocente, hombres que pasean un perro, parejas con cochecitos de bebé y cosas así. Tenemos cubierta toda la ciudad. Si hace falta, pueden actuar en un instante. Eso, suponiendo que la víctima esté aquí, en Montecarlo. Si, en cambio, el señor Ninguno ha decidido ir a buscar a su víctima a quién sabe dónde, hemos alertado a todas las fuerzas de policía de la costa. Ahora solo nos queda ser más astutos que el asesino. Por lo demás, estamos en las manos de Dios.

Frank señaló a dos personas que entraban en aquel momento, acompañadas por Morelli.

– Y en las manos de Pierrot, a quien Dios ha tratado tan mal…

Pierrot y su madre llegaron hasta donde se hallaban ellos y se detuvieron. La mujer apretaba la mano del joven como si fuera su tabla de salvación. Parecía que, en lugar de ofrecer seguridad, la buscara en la figura inocente del hijo, que vivía aquella historia como una ocasión en la que podía participar en algo de lo que en general quedaba excluido.

Era él, solo él, Pierrot, el muchacho despierto, el que conocía la música que contenía el salón. Le había gustado mucho lo que había sucedido la vez anterior, cuando todos los mayores lo observaban con ansiedad, esperando que les dijera si el disco estaba o no estaba, para pedirle que partiera a buscarlo. Le gustaba estar allí todas las noches, en la radio, con Jean-Loup, mirándolo por el crista aguardando al hombre que hablaba con los diablos, en vez de quedarse en su casa y oír solo la voz que salía del estéreo.

Le gustaba aquel juego, aunque comprendía que no era en realidad un juego.

A veces soñaba con eso por la noche. Por primera vez agradecía no tener, en el pequeño piso donde vivían, una alcoba solo para él sino dormir en la cama grande con su madre. Se despertaban y tenían miedo los dos, y no lograban dormirse hasta que por la persiana se filtraba la luz rosa del alba.

Pierrot se soltó de la mano de la madre y corrió hacia Jean-Loup, su ídolo, su mejor amigo. El locutor le desordenó el pelo.

– Hola, chaval, ¿cómo estás?

– Bien, Jean-Loup. ¿Sabes que mañana quizá pasee en el coche patrulla?

– ¡Qué bien! Entonces, ¿ya eres policía también tú?

– Claro, un policía en horario.

Al oír el nuevo calambur involuntario de Pierrot, Jean-Loup sonrió y le atrajo hacia sí, estrechándole la cabeza contra su pecho y despeinándolo aún más.

– Mirad a nuestro policía «en horario», enfrentándose en un duro cuerpo a cuerpo con su acérrimo enemigo, el terrible «Doctor Cosquillas»…

Empezó a hacerle cosquillas, mientras Pierrot reía sin parar. Luego se alejaron rumbo a la sala de control, seguidos por Laurent y Bikjalo.

Frank, Hulot y la madre contemplaron la escena en silencio. La mujer sonreía encantada al ver la amistad entre Jean-Loup y su hijo, sacó un pañuelo de la bolsa y se sonó la nariz. Frank vio que estaba limpio y planchado. También la ropa de la mujer, aunque modesta, estaba en perfectas condiciones.

– Señora, nunca le agradeceremos lo suficiente la paciencia que tiene con nosotros.

– ¿Yo? ¿Yo, paciencia con ustedes? Soy yo quien debe agradecerles todo lo que están haciendo por mi hijo. Se lo ve tan cambiado… Sí no fuera por esta horrible historia, estaría muy contenta.

Hulot la reconfortó con una voz que transmitía calma. Frank sabía que la calma, en ese momento, era algo de lo que no disponía.

– Quédese tranquila, señora. Terminará todo muy pronto, y será también gracias a Pierrot. Ya buscaremos la forma de que todo el mundo lo sepa. Su hijo se convertirá en un pequeño héroe.

La mujer se alejó por el pasillo, la espalda ligeramente encorvada, con su andar tímido y lento. Frank y Hulot se quedaron solos.

En aquel momento la sintonía de Voices sonó en el pasillo y comenzó la emisión. Sin embargo, esa noche el programa carecía de espíritu, y todos lo percibían, incluido Jean-Loup. Había una tensión casi eléctrica en el aire, pero no se contagiaba al programa Llegaron algunas llamadas, normales, rutinarias, filtradas por Raquel con ayuda de la policía. A todos se les pedía que no hablaran de los crímenes, y si aun así alguien aludía al tema, Jean-Loup desviaba con habilidad la conversación hacia asuntos menos difíciles de tratar. Todos sabían que cada noche millones de oyentes sintonizaban la frecuencia de Radio Montecarlo. El programa, además de en Italia y Francia, ahora se emitía en muchos otros países de Europa, a través de las networks que habían adquirido los derechos. La escuchaban, la traducían y la comentaban, todos a la espera de que sucediera algo. Para la radio era un negocio colosal. El triunfo de la sabiduría latina.

Mors tua, vita mea.

Frank pensó que hechos como el que estaban viviendo eran un poco la muerte de todos. Nadie salía realmente vencedor.

Se sorprendió al descubrir el sentido de lo que acababa de pensar.

Nadie sale verdaderamente vencedor.

Recordó la astucia de Ulises. El significado intrínseco de la definición que el asesino daba de sí mismo, la ironía, el sentido sarcástico del desafío. Se convenció aún más de que se enfrentaban a un hombre fuera de lo normal, y debían atraparlo lo antes posible. En la primera ocasión que se presentara.

Tocó con gesto instintivo su pistola, que tenía colgada al costado, bajo la chaqueta. La muerte de ese hombre, ya fuera en sentido real o figurado, significaba para muchos, verdaderamente, la vida.

Se encendió la luz roja de la línea telefónica. Laurent pasó la llamada a Jean-Loup.

– ¿Diga?

Un silencio, y después una voz deformada.

– Hola, Jean-Loup. Mi nombre es uno y ninguno…

Todos los presentes se quedaron petrificados. Jean-Loup, detrás del cristal de la cabina de emisión, se puso pálido, como si toda su sangre hubiera desaparecido de golpe. Barbara, sentada al mezclador se alejó de golpe del aparato como si se hubiera convertido en un peligro mortal.

. – ¿Quién eres? -preguntó, turbado.

– No importa quién soy. Lo importante es que esta noche golpeo de nuevo, pase lo que pase…

Frank se levantó como si hubiera descubierto que estaba sentado en una silla eléctrica.

Cluny, sentado a su izquierda, se levantó a su vez y le cogió de un brazo.

– No es él, Frank -le susurró.

– ¿Cómo que no es él?

– Se ha equivocado. Este ha dicho «Mi nombre es uno y ninguno». El otro dice: «Soy uno y ninguno»

– ¿Y cuál es la diferencia?

– En este caso, es una gran diferencia. Además, la persona que está hablando es inculta, comete errores gramaticales. Esto es una broma de algún imbécil.

Casi como confirmación de las palabras del psicopatólogo, se oyó una risotada pretendidamente satánica y la comunicación se interrumpió. Morelli entró a la carrera.

– ¡Lo tenemos!

Frank y Cluny lo siguieron al pasillo. Hulot, que en ese momento estaba en el despacho del director, llegaba también corriendo seguido a un paso de distancia por Bikjalo.

– ¿Sí?

– Sí, comisario. La llamada procede de los alrededores de Mentón.

Frank enfrió el entusiasmo generalizado; por un instante, también él se había dejado llevar.

– El doctor Cluny dice que podría no ser él, que podría tratarse de un imitador.

El psicopatólogo consideró que debía intervenir. El uso del condicional dejaba abierta una puerta que Cluny se apresuró a cerrar.

– Aunque la voz suena igualmente deformada, el lenguaje no es el mismo que el de la persona que ha llamado otras veces. Estoy seguro de que no es él.

– Maldito, quienquiera que sea. ¿Ya has advertido al comisario de Mentón? -preguntó el comisario a Morelli.

– Enseguida, en cuanto hemos localizado la llamada. Han salido para allá como un rayo.

– Por supuesto. No iban a dejar escapar la posibilidad de cogerlo ellos…

El comisario evitaba mirar a Cluny, como si no tenerlo en su campo visual excluyera la posibilidad planteada por el psicopatólogo.

Transcurrió un cuarto de hora interminable. Oían, por los altavoces del fondo del pasillo, la música y la voz de Jean-Loup, que proseguía la emisión a pesar de todo. Sin duda decenas de llamadas estarían obstruyendo la centralita. Sonó el aparato de radio que Morelli llevaba a la cintura, y el inspector se tensó como una cuerda de violín.

– Inspector Morelli.

Se quedó escuchando. La desilusión se pintó en su rostro como una nube que poco a poco esconde el sol. Ya antes de que le pasara el aparato, Hulot sabía que habían fracasado.

– Comisario Hulot.

– Hola, Nicolás. Habla Roberts, de Mentón.

– Hola. Dime.

– Estoy en el lugar. Nada, falsa alarma. Ha sido un capullo más colocado que una chimenea que quería impresionar a su chica. ¡Fíjate que el gilipollas ha hecho la llamada directamente desde su casa! Cuando los hemos cogido casi se han cagado encima del miedo, él y la muchacha…

– Ojalá se mueran del miedo, esos dos imbéciles. ¿Puedes arrestarlos?

– ¡Pues claro! Además de entorpecer la investigación, este cabrón tiene en la casa un bonito pedazo de queso.

Con ese término Roberts quería decir que tenía hachís.

. -Bien. Llévatelos y mételes un buen susto. Y haz que se entere la prensa. Para que sirva de ejemplo. Si no, dentro de poco nos volverán locos con esta clase de llamadas. Te lo agradezco, Roberts.

– De nada. Lo lamento, Nicolás.

– La verdad, yo también. Adiós.

El comisario cortó la comunicación y miró a Cluny; en sus ojos la esperanza se había apagado de golpe.

– Tenía usted razón, doctor. Una falsa alarma.

Cluny parecía incómodo, como si se sintiera culpable de haber acertado.

– Pues yo…

– Buen trabajo, doctor -intervino Frank-. Muy buen trabajo. Lo que ha sucedido no es culpa de nadie.

Volvieron lentamente a la cabina de control, al fondo del pasillo, donde se reunieron con Gottet.

– ¿Y?

– Nada. Una pista falsa.

– Me parecía extraño que resultara tan simple. Pero en un caso como este puede pasar cualquier cosa.

– Va todo bien, Gottet. Lo que acabo de decirle al doctor Cluny vale también para ti. Buen trabajo.

Entraron en la cabina de control, donde todos estaban a la espera de noticias. Al ver la desilusión pintada en sus rostros, tuvieron la respuesta antes de hacer la pregunta. Barbara se distendió un poco y se apoyó en el mezclador. Laurent se pasó una mano por el pelo, en silencio.

En ese momento la señal roja comenzó a relampaguear otra vez. El locutor, tenso, bebió un sorbo de agua del vaso que tenía sobre la mesa y se acercó al micrófono. Primero solo hubo un silencio. Ese silencio que todos habían aprendido a reconocer. Después, el sonido ahogado, el eco antinatural.

Al fin llegó la voz. Todos giraron lentamente la cabeza hacia los altavoces, como si esa voz les hubiera entumecido los músculos del cuello.

– Hola, Jean-Loup. Tengo la impresión de que estaban esperándome…

Cluny se inclinó hacia Frank.

– ¿Oye? Construcción perfecta. Propiedad del lenguaje. Este sí es él.

Esta vez Jean-Loup no vaciló. Sus manos apretaban tan fuerte la mesa que sus nudillos estaban blancos, pero nada de eso se reflejaba en su voz.

– Sí, te estábamos esperando. Sabes que te esperábamos.

– Aquí me tenéis, pues. Los perros ya estarán agotados de correr tras las sombras. Pero la caza debe continuar. La mía y la de ellos.

– ¿Por qué dices «debe»? ¿Qué sentido tiene todo esto?

– La luna es de todos, y todos tienen derecho a aullarle.

– Aullar a la luna significa dolor. Pero también se le puede cantar. Se puede ser feliz en la oscuridad, a veces, si se ve una luz. Santo cielo, también se puede ser feliz en el mundo, créeme.

– Pobre Jean-Loup. También tú crees que la luna es verdadera, cuando es solo una ilusión… ¿Sabes qué hay en la oscuridad del cielo, amigo mío?

– No, pero supongo que me lo dirás tú.

El hombre no reparó en la ironía amarga de esa frase. O quizá sí, pero se sentía superior.

– Ni Dios ni luna, Jean-Loup. La palabra justa es «nada». No hay absolutamente nada. Y yo estoy tan acostumbrado a vivir en esa nada que ya no le presto atención. Por todas partes, adondequiera que dirija la mirada, está la nada.

– Estás loco -dejó escapar Jean-Loup a pesar suyo.

– También yo me lo he preguntado muchas veces. Es muy probable que así sea, aunque he leído en alguna parte que no es de locos dudar si uno lo es. Pero no sé qué significa desear serlo, como me ocurre a veces.

– También la locura puede terminar, puede curarse. ¿Que podemos hacer para ayudarte?

El hombre desdeñó la pregunta, como si no existiera solución.

– Pregúntame qué puedo hacer yo para ayudaros a vosotros. Toma, este es el nuevo hueso. Para los perros, que se persiguen la cola tratando desesperadamente de morderla. En un loop. Un bonito loop que gira, gira, gira… Como en la música. Donde también hay un loop que gira, gira, gira…

La voz se desvaneció con un efecto de fundido. Por los altavoces; como la vez anterior, de pronto salió la música. Ninguna guitarra esta vez, ninguna música de rock con sabor a revival, sino un tema dance muy actual. El triunfo de la electrónica y las mezclas. La música terminó de forma tan abrupta como había comenzado. El silencio que le siguió destacó la importancia de la pregunta de Jean-Loup.

– ¿Qué significa? ¿Qué quiere decir?

– Yo he planteado la pregunta; la respuesta debéis darla vosotros. La vida está hecha de esto, amigo mío: preguntas y respuestas. Solo preguntas y respuestas. Cada hombre se arrastra detrás de sus preguntas, a partir de las que lleva escritas desde su nacimiento.

– ¿Qué preguntas?

– Yo no soy el destino. Yo soy uno y ninguno, pero soy fácil de entender. Cuando el que me ve comprueba quién soy, en una fracción de segundo resuelve esa pregunta: saber cuándo y dónde. Yo soy la respuesta. Para él, yo significo «ahora». Para él, significo «aquí».

Una pausa. Después, la voz silbó una nueva condena.

– Por eso yo mato…

Un clic metálico cortó la comunicación, dejando en el aire un eco que parecía el de la hoja de una guillotina. En su mente, Frank vio caer una cabeza degollada.

«No, esta vez no, por Dios.»

El inspector Gottet ya estaba hablando con los suyos.

– ¿Lo han localizado?

La respuesta, que repitió un instante después, fue como la fórmula de un maleficio que les quitó el poco aire que tenían en los pulmones.

– Nada. Imposible. Ninguna señal enganchable. Pico dice que este individuo debe de ser un auténtico fenómeno. No ha logrado ver nada. Si viene de la web, la señal está tan bien enmascarada que nuestros aparatos no consiguen distinguirla. Esa escoria nos ha engañado otra vez.

– ¡Maldito sea! ¿Alguien ha reconocido el fragmento?

El que calla otorga. En este caso, el silencio general tenía Un significado negativo.

– Hostia. Barbara, una cinta con la música, cuanto antes. ¿Dónde está Pierrot?

Barbara ya se había puesto en movimiento y estaba haciendo la copia.

– En la sala de reuniones -dijo Morelli.

Reinaba una ansiedad febril. Todos sabían que debían actuar deprisa, deprisa, deprisa. Quizá en aquel mismo momento el autor de la llamada ya salía para emprender una nueva cacería. Alguien en alguna parte, estaba viviendo, sin saberlo, los últimos minutos de su vida. Fueron a buscar a Rain Boy, el único de ellos capaz de reconocer esa música a la primera.

En la sala de reuniones, Pierrot estaba sentado cerca de su madre, cabizbajo. Cuando llegaron los miró con ojos llenos de lágrimas y volvió a bajar la cabeza.

Frank, como la vez anterior, se puso en cuclillas junto a la silla. Pierrot levantó un poco la cara como si le avergonzara que lo vieran con los ojos acuosos.

– ¿Qué ocurre, Pierrot? ¿Algo anda mal?

El muchacho hizo un gesto afirmativo.

– ¿Te has asustado? No debes tener miedo; estamos todos aquí, contigo.

Pierrot tenía una expresión desolada.

– No tengo miedo. Ahora también yo soy policía…

– Entonces, ¿qué ocurre?

– No conozco la música -respondió, afligido.

En su voz había auténtico dolor. Paseó la mirada a su alrededor, como si acabara de perder la gran oportunidad de su vida. Le caían lágrimas por la cara.

Frank se sintió perdido. Pese a todo, se esforzó por sonreírle.

– Tranquilízate, no tienes por qué preocuparte. Te la haremos oír de nuevo, y verás cómo la reconoces. Es difícil, pero puede lograrlo. Estoy seguro de que lo lograrás.

Barbara entró casi a la carrera, con un disco en la mano. Lo puso en el lector y lo hizo girar.

– Escucha atentamente, Pierrot.

Las percusiones electrónicas del tema inundaron la estancia. El martilleo reiterativo de la música dance, era semejante al latido del corazón humano. Ciento treinta y siete golpes por minuto. Un corazón acelerado por el miedo, un corazón que en alguna parte podía detenerse de un momento a otro.

Pierrot escuchó en silencio, con la cabeza baja. Cuando la música terminó, alzó la cara y una tímida sonrisa asomó en su boca.

– Está -dijo despacio.

– ¿La has reconocido? ¿Está en el salón? Ve a buscarla, por favor.

Pierrot asintió, se levantó de la silla y salió con su andar entrecortado. Hulot hizo una señal a Morelli, que fue a acompañarlo.

Al cabo de una espera que les pareció interminable, ambos regresaron. Pierrot apretaba un CD entre las manos.

– Aquí está. Es una compilación.

Pusieron el disco en el lector y pasaron las pistas hasta que lo encontraron.

Era exactamente el mismo tema que el asesino les había hecho oír poco antes. Pierrot fue festejado como un héroe. La madre fue a abrazarlo como si acabaran de concederle el premio Nobel. En sus ojos había una luz de orgullo que a Nicolás Hulot le encogió el corazón.

Frank leyó el título en la cubierta de la compilación.

– «Nuclear Sun», de Roland Brant. ¿Quién es este Roland Brant?

Nadie lo conocía. Se precipitaron todos hasta un ordenador. Tras una rápida búsqueda en internet, el nombre apareció en un sitio de Italia. Roland Brant era el seudónimo de un locutor italiano, Un tal Rolando Bragante, y «Nuclear Sun» era un tema musical que había tenido cierto éxito en las discotecas hacía unos años.

Mientras tanto, Laurent y Jean-Loup habían concluido la emisión y se habían reunido con ellos. Ambos estaban conmocionados como si acabaran de pasar un temporal y aún llevaran dentro un poco de esa tormenta.

Laurent los puso al tanto de las características de la música dance, un ambiente con sus propias peculiaridades dentro del mercado discográfico.

– Es habitual que los locutores adopten un seudónimo. A vece es una palabra inventada, pero en la mayoría de los casos es un nombre inglés. Hay tres o cuatro también en Francia. Por lo general son músicos que se han especializado en música de discoteca.

– ¿Qué significa «es un loop»? -preguntó Hulot.

– Es un término que se usa en música electrónica cuando se emplea el ordenador. El loop sirve de base, es la esencia de la pieza. Se coge un fragmento rítmico y se lo hace girar sobre sí mismo, de modo que sea siempre perfectamente igual.

– Ya, tal como ha dicho ese cabrón. Un perro que se persigue la cola.

Frank cortó esas reflexiones para volver sobre la urgencia del momento. Había algo mucho más importante que debían descifrar.

– Tenemos un trabajo que hacer. ¿No os viene nada a la mente? Pensad en alguien famoso, de entre treinta y treinta y cinco años, que pueda tener algo en común con los elementos que nos ha dado el asesino. Aquí, en Montecarlo.

Frank, obsesionado, se paseaba entre ellos repitiendo esas palabras. Su voz parecía perseguir una idea, como los ladridos de una jauría de perros al perseguir un lobo.

– Un hombre joven, atractivo, famoso. Alguien que frecuenta esta zona. Que vive aquí o está aquí en este momento. CD, compilación, «Nuclear Sun», discoteca, música dance, un locutor italiano con nombre inglés, un seudónimo. Pensad en los periódicos, en la prensa amarilla, en la jet set…

Su voz era como la fusta de un jinete que incita a su cabalgadura a una carrera desenfrenada. La mente de cada uno de ellos galopaba de la misma manera.

– ¡Vamos, deprisa! ¿Jean-Loup?

El locutor meneó la cabeza. Se lo veía agotado y resultaba evidente que ya no se podía esperar nada de él.

– ¿Laurent?

– Lo lamento, no se me ocurre nada.

De pronto Barbara alzó la cabeza y agitó su cabellera roja. Frank vio que se le iluminaba el rostro.

Se acercó a ella.

– Díganos, Barbara.

– No sé… quizá…

Frank se lanzó como un halcón sobre su expresión dubitativa.

– Barbara, no hay «quizá». Diga un nombre, si se le ha ocurrido alguno. No importa si se equivoca.

La muchacha paseó un instante la mirada por los presentes, disculpándose por si decía una estupidez.

– Pues… creo que podría ser Roby Stricker.

31

Rene Coletti tenía unas ganas tremendas de mear.

Respiró profundamente por la nariz. La vejiga llena le estaba provocando unas terribles punzadas en la barriga. Le parecía estar en una de esas películas de ciencia ficción científica, donde las tuberías de la astronave comienzan a perder vapor y aparece una señal roja de peligro mientras una voz metálica repite: «Atención, en tres minutos esta nave se destruirá, atención…».

Era normal que esa necesidad fisiológica llegara en el momento menos oportuno, según la lógica destructiva de la casualidad, que, siempre que puede tocar los cojones a los seres humanos, lo hace.

Estuvo tentado de bajar del coche e ir a hacerlo a cualquier rincón en penumbra, indiferente a la poca gente que paseaba por el muelle o al otro lado de la calle. Miró con avidez el muro que se alzaba a su derecha.

Encendió un cigarrillo para distraerse y sopló el humo del Gitanes sin filtro por la ventanilla abierta. En el cenicero del coche había suficientes colillas para testimoniar que su espera duraba ya un buen rato. Alargó la mano para apagar el estéreo sintonizado en Radio Montecarlo, puesto que el programa que le interesaba ya había terminado.

Había aparcado su Mazda MX-5 en el puerto, cerca de la Piscine, mirando hacia el edificio en que se hallaba la sede de la radio, que en aquel momento debía de estar abarrotada de policías. Había seguido la emisión y había escuchado con los oídos muy abiertos la llamada del asesino. Estaba sentado en el coche, a la espera, como muchos de sus colegas de la redacción de su periódico, France Soir, que ahora sin duda navegaban por internet a la caza de información- En aquellos momentos, una multitud de cerebros funcionaban a pleno rendimiento para poder descifrar el nuevo mensaje lanzado a través del éter por «Ninguno», como le habían bautizado en la prensa escrita. Un apodo que ya había pasado a ser de uso corriente; ahora todos lo llamaban así. El poder de los medios. Quizá los policías, entre ellos, también lo llamaban así antes de que el nombre les fuera impuesto por la fantasía de un periodista.

A los investigadores, la lógica; a los periodistas, la imaginación. Pero el que poseía una no carecía necesariamente de la otra.

Él mismo era un caso evidente de ello. O al menos así lo esperaba.

Comenzó a sonar el móvil, apoyado en el asiento del pasajero. El timbre era una canción de Ricky Martin que su sobrina le había obligado a adoptar, tras bajarla de internet. Odiaba esa musiquilla, pero nunca había aprendido lo suficiente sobre el funcionamiento del móvil para poder cambiarla.

Fantasía y lógica, pero horror a la técnica.

Cogió el móvil y activó la comunicación.

Sus tuberías deberían aguantar todavía un poco.

– ¿Diga?

– Coletti, soy Barthélémy.

– Te escucho.

– Tenemos un indicio. Un increíble golpe de suerte. Giorgio, nuestro corresponsal en Milán, es amigo de la persona que compuso la pieza, la que Ninguno ha hecho oír por la radio. Hace dos minutos nos han llamado de Italia y nos dan todavía algunos minutos de ventaja antes de advertir a la policía.

«Estupendo. Esperemos que a nadie le cueste el pellejo. Y esperemos que yo no me mee encima.»

– ¿Entonces?

– Se titula «Nuclear Sun». El autor es un italiano, un locutor que se llama Rolando Bragante, alias Roland Brant. ¿Has entendido?

– Pues claro que he entendido, no soy imbécil. Mándame un texto con los datos, por si acaso.

– ¿Dónde estás?

– Frente a la radio. Todo bajo control. Hasta ahora no ha sucedido nada.

– Mantente alerta. Si los polis se dan cuenta se pondrán locos.

– Ya sé cómo se ponen.

– Nos vemos -le saludó Barthélémy, lacónico.

– Avísame si hay novedades.

Apagó el teléfono. Un locutor italiano con seudónimo inglés. Un tema de música de discoteca titulado «Nuclear Sun».

¿Qué diablos quería decir?

Sintió una punzada en el vientre. Se decidió. Arrojó la colilla por la ventanilla, abrió la puerta y se apeó del coche. Fue hasta el otro lado, bajó un par de escalones y se escondió en un rincón oscuro, oculto por el coche. Aprovechó un entrante del muro, al lado de una persiana metálica cerrada de una tienda. Se desabrochó la bragueta y se liberó, con un suspiro de alivio. Le pareció que volaba. Miró a sus pies el reguero amarillento de orina que bajaba como un arroyo por el terreno en ligera pendiente.

Dejarse ir, en un caso así, era un placer casi sexual, una satisfacción de la parte física y lúdica de un ser humano. Como cuando era niño y hacía pipí con su hermano en la nieve, dibuj…

Un momento. Le vino una imagen. La nieve. ¿Qué tenía que ver la nieve? Vio una foto en una revista, una figura masculina con traje de esquí fotografiada al pie de un remonte con una bella muchacha al lado. Había nieve, mucha nieve. Tuvo una intuición tan precisa que le dejó sin aliento.

Mierda. Roby Stricker. Tenía que ser él. Y si era él, la exclusiva era suya.

Sus evoluciones fisiológicas no daban señales de aplacarse. La emoción del hallazgo le provocó un ataque de nerviosismo. Interrumpió el chorro, aun a riesgo de ensuciarse las manos. Ya se había metido a veces en asuntos en los que el riesgo de ensuciarse las manos era casi una certeza; este no sería el más desagradable. Pero ¿dónde encontraría a Roby Stricker a esa hora?

Dio una enérgica sacudida a su instrumento y lo guardó en el calzoncillo. Volvió deprisa al coche, sin abotonarse la bragueta.

«Hay un asesino dando vueltas por esta ciudad, Rene -se dijo-. ¿A quién le importa si llevas los pantalones abotonados o no?»

Se sentó y cogió el móvil. Llamó a Barthélémy, a la redacción.

– Otra vez Coletti. Necesito un dato.

– Dime.

– Roby Stricker. S-t-r-i-c-k-e-r, con «c» y «k». Roby debería de corresponder a Roberto. Vive aquí, en Montecarlo. Si tenemos mucha suerte, podría figurar en el listín. Si no, encuéntralo como sea, pronto.

El periódico no era desde luego la policía, pero también ellos disponían de sus canales de información.

– Espera un momento, no cuelgues.

Pasaron unos momentos que a Coletti le parecieron interminables, más largos incluso que los que había pasado con la vejiga llena. Al fin Barthélémy volvió al aparato.

– ¡Bingo! Vive en el edificio Les Caravelles, en el bulevar Albert Premier.

Coletti contuvo el aliento. No podía creer en su buena suerte. Quedaba a un centenar de metros del lugar donde él había aparcado.

– Estupendo. Sé dónde es. Hablamos luego.

– Rene, te lo repito: mantente alerta. No solo por los polis. Ninguno es un tipo peligroso; ya ha liquidado a tres personas.

– Pues cruza los dedos, hombre. Quédate tranquilo, que me cuidaré. Pero si esto termina como creo, daremos un golpe sensacional…

Cortó la comunicación.

Por un instante volvió a oír la voz por la radio.

«Yo mato…»

A pesar suyo, se estremeció. Aun así, la fuerza de la exaltación y a adrenalina anulaban toda prudencia. Como hombre, Coletti tenía muchos límites, pero como periodista conocía bien su oficio y estaba dispuesto a correr cualquier riesgo. Sabía reconocer una noticia bomba cuando se presentaba. Una noticia para perseguir, par abrir como una ostra y hacer ver a todo el mundo si contenía una perla o no. Y esta vez la perla estaba allí, grande como un huevo de avestruz.

Cada uno tiene sus drogas; esa era la suya.

Miró la fachada iluminada de Radio Montecarlo. Había algunos coches patrulla aparcados en la explanada frente a la entrada. Se encendió la luz azul de uno de los faros giratorios y un automóvil se puso en movimiento. Coletti se relajó. Era el coche escolta que todas las noches acompañaba a Jean-Loup Verdier a su casa. Los había seguido varias veces y ya sabía qué harían: subirían hasta la casa del locutor, se meterían por la verja y buenas noches a todos. Los agentes permanecerían de guardia y harían imposible cualquier tentativa de contacto.

Habría pagado la mitad de la fortuna de Bill Gates para poder entrevistar a ese hombre, pero era imposible, por el momento. El lugar estaba blindado, a la entrada y a la salida. Había vigilado esa casa lo suficiente para saber que era imposible.

Demasiadas cosas se habían revelado imposibles últimamente, Había tratado por todos los medios de que el periódico lo enviara a Afganistán a cubrir la guerra. Era una historia que él sentía en los huesos, y sabía que habría podido contarla mejor que cualquier otro, como ya había hecho con la ex Yugoslavia. Pero habían preferido a Rodin, quizá porque creían que era más joven y estaba más hambriento, más dispuesto a arriesgarse. Quizá había detrás algún chanchullo político, alguna recomendación de alguien, de la que él no estaba al tanto.

Abrió la guantera del salpicadero y sacó su cámara digital, una Nikon 990 Coolpix. La puso en el asiento del acompañante y Ia revisó como hace un soldado con su arma antes de una batalla. Las baterías estaban cargadas y tenía cuatro tarjetas de 128 megas. Podía fotografiar la tercera guerra mundial, de haber sido necesario. Bajó del Mazda sin preocuparse de echarle la llave. Escondió la cámara bajo la chaqueta, para que no se notara. Dejó atrás el coche y la Piscine y se encaminó en la dirección opuesta. Unos metros más adelante se encontró ante la escalera que conducía a la Promenade. Allí un coche normal pero con la luz intermitente de la policía en el techo salió de la Rascasse y pasó velozmente delante de él.

Coletti alcanzó a ver que en el interior iban dos personas. Imagino quiénes serían: el comisario Hulot y el inspector Morelli. O quizá ese tío moreno de cara sombría al que había visto salir aquella mañana de la casa de Jean-Loup Verdier y que le había miado al pasar en coche ante él. Cuando los ojos de ambos se cruzaron, Coletti había experimentado una sensación extraña.

Era un hombre que parecía llevar el diablo dentro. Coletti sabía mucho de demonios, y también sabía reconocer a quienes los acarreaban consigo. Quizá valiera la pena averiguar algo más de ese personaje…

Hacía tiempo que el periodista había renunciado a seguir a los coches patrulla. Los policías no eran estúpidos, y le habrían descubierto enseguida. Lo habrían detenido, y adiós a su exclusiva. No debía cometer ningún error.

Además, debido a la falsa alarma de la primera llamada, los polis debían de andar de muy mal talante. Coletti no habría querido estar en el lugar del que la había hecho, si le habían cogido. Y él no pensaba arrojarse de cabeza en una situación parecida.

Si la siguiente víctima de ese maníaco era realmente Roby Stricker, lo usarían de cebo, y el único lugar donde podían hacerlo era su casa. De modo que él solo debía encontrar un lugar adecuado donde colocarse, desde el cual poder ver sin ser visto. Si sus deducciones eran justas y atrapaban a Ninguno, sería el único testigo ocular y el único reportero que tendría la foto de la captura.

Si lo lograba, valdría su peso en oro.

En los alrededores no había casi nadie. Seguramente todo el mundo en la ciudad había escuchado el programa y oído la nueva llamada de Ninguno. Sabiendo que había un asesino suelto, no habría mucha gente que quisiera salir a dar un tranquilo paseo nocturno.

Coletti fue hacia la entrada iluminada de Les Caravelles. Cuando llegó delante de la puerta de cristal soltó un suspiro de alivio: la cerradura era normal, y no una de clave numérica. Hurgó en un bolsillo, como un inquilino cualquiera que busca las llaves.

Sacó un llavero que le había regalado un informador, un tío listo al que en una ocasión había ayudado a salir de un aprieto. Era un hombre que adoraba el dinero, viniera de donde viniera, ya fuera el que el periodista le daba por los datos que le pasaba, o el que él mismo que se procuraba entrando a robar en pisos sin vigilancia.

Metió el utensilio en la cerradura y la puerta se abrió. Coletti entró en el vestíbulo del edificio de lujo y echó una mirada a su alrededor. Espejos, sillones de piel, alfombras persas en el suelo de mármol. A esa hora no había vigilancia, pero durante el día debía de haber un encargado inflexible.

Sintió que el corazón se le aceleraba.

No era miedo.

Era adrenalina pura. Era el paraíso en la tierra. Era su trabajo.

A su derecha había dos puertas de madera. Una tenía una placa de latón en la que ponía: «Conserje». La otra, en el ángulo opuesto, debía de llevar al subterráneo. Ignoraba en qué piso vivía Roby Stricker, y despertar al encargado a esa hora para preguntárselo no le parecía la mejor táctica. Pero podía coger el ascensor de servicio, ir hasta la última planta y desde allí bajar por la escalera hasta identificar el piso que buscaba. Después encontraría un buen lugar desde donde observar, aunque tuviera que colgarse del exterior de una ventana, como ya había hecho en alguna ocasión.

Las Reebok que calzaba no hicieron ningún ruido mientras alcanzaba la puerta del subterráneo. La empujó, rogando que no estuviera cerrada. Tenía su utensilio, es cierto, pero cada segundo ahorrado era un segundo ganado. Lanzó un suspiro de alivio. La puerta estaba entornada. Del otro lado, oscuridad total. Bajo el reflejo de las luces del vestíbulo se veía la escalera que bajaba hacia las sombras. Dispuestas a intervalos regulares, brillaban como ojos de gato las pequeñas luces rojas de los interruptores eléctricos.

No podía encender la luz. Bajó los dos primeros escalones a tiempo que acompañaba la puerta que se cerraba. Agradeció mentalmente la eficiencia del que mantenía tan bien engrasadas las bisagras. Giró sobre sí mismo y se movió a tientas, buscando la pared con la mano. Comenzó a bajar despacio, prestando atención par no tropezar. El corazón le latía tan fuerte que no le habría sorprendido que resonara en todo el edificio. Extendió el pie y se dio cuenta que había llegado al final de la escalera. Tanteando con una mano la pared de revoque áspero, comenzó a avanzar con lentitud. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta y se dio cuenta de que, con el nerviosismo, se había olvidado en el coche, junto con los cigarrillos, el mechero Bic de dos liras, que ahora habría podido serle muy útil. Confirmó una vez más que la prisa es siempre mala consejera. Continuó avanzando a tientas. Apenas había dado algunos pasos en aquella oscuridad absoluta cuando sintió que una mano de hierro le apretaba la garganta y su cuerpo golpeaba con violencia contra la pared.

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