Último carnaval

Ahora, finalmente, todo es blanco.

El hombre está apoyado con los hombros contra la pared, en el lado más largo de una pequeña habitación rectangular. Está sentado en el suelo, abrazado a las rodillas dobladas, y observa el movimiento de los dedos de sus pies dentro de los calcetines blancos de algodón. Lleva una chaqueta y un pantalón de tela áspera, blanca, como blancos son los muros entre los que está encerrado. Contra la pared, frente a él, sólidamente clavada al suelo, hay una cama de metal tubular.

Es blanca, también.

No hay sábanas, pero blancos son el colchón y la almohada. Y blanca es la luz que llueve del techo, protegida por una pesada rejilla apresuradamente pintada de blanco, que parece ser la fuente misma de la blancura deslumbrante de la habitación.

Esa luz no se apaga nunca.

Levanta despacio la cabeza. Sus ojos verdes miran sin angustia la única, minúscula ventana, colocada a una altura inalcanzable. Es el único reloj de que dispone para marcar el paso del tiempo.

Claro y oscuro. Blanco y negro. Día y noche.

No sabe por qué, pero el azul del cielo no se ve nunca.

La soledad no le pesa.

Por el contrario, experimenta un ligero fastidio cada vez que le llega de fuera una señal del mundo. De vez en cuando se abre una gatera en la parte de abajo de la puerta y por el suelo se desliza una bandeja con tazones de plástico llenos de comida. El plástico es blanco y la comida tiene siempre el mismo sabor. No hay cubiertos. Come con los dedos y devuelve la bandeja y los tazones cuando la gatera vuelve a abrirse. Recibe a cambio un pequeño trozo de tela blanco y mojado con que limpiarse las manos, que debe devolver enseguida.

De tiempo en tiempo una voz le dice que se ponga en el centro de la habitación y extienda los brazos hacia delante. Controlan sus movimientos por una mirilla que hay en el centro de la puerta. Cuando ven que está en la posición indicada, la puerta se abre y entran unos hombres que le meten los brazos en una camisa de fuerza y se la atan apretada detrás de la espalda. Cada vez que le obligan a ponérsela, sonríe.

Percibe que esos hombres fuertes vestidos de verde le tienen miedo y ha notado que siempre intentan evitar su mirada. Casi le parece oler su miedo. Sin embargo, deberían saber que el tiempo de la lucha ha terminado. Se lo ha dicho muchas veces al hombre con gafas que encuentra en la habitación hasta la que lo escoltan, el que quiere hablar, el que quiere saber, el que quiere entender.

Le ha dicho muchas veces que no hay nada que entender.

Solo hay que aceptar lo que ocurre y continuará ocurriendo, del mismo modo que él acepta sin reaccionar estar encerrado en todo ese blanco hasta que él mismo llegue a formar parte de la blancura.

No, la soledad no le pesa.

Lo único que le falta es la música.

Sabe que jamás le permitirán tenerla, de modo que de vez en cuando cierra los ojos y la imagina. Ha tocado, escuchado y respirado tanta que ahora, si la va a buscar, la encuentra intacta, igual que en el momento en que entró en él. Los recuerdos, hechos de imágenes y palabras, míseros colores desteñidos y sonidos roncos bastardeados por la búsqueda de un significado, ahora ya no le interesan. En su prisión, ahora la memoria le sirve solo para encontrar el tesoro escondido de toda la música que posee. Es la única herencia que le ha dejado aquel hombre que en otro tiempo se arrogó el derecho de ser llamado «padre», antes de que él decidiera dejar de ser su hijo y le quitara ese derecho, junto con la vida.

Si se concentra lo suficiente, logra oír, como si lo tuviera cerca, el movimiento de una mano ágil por el mástil de una guitarra eléctrica, el sonido rabioso de un solo semejante a una ascensión por una escalera que gira y gira y sube y no parecen tener fin. Siente el rumor de las escobillas en el platillo de una batería o el aliento húmedo y cálido de un hombre que se abre camino a duras penas por el embudo tortuoso de un saxo y se vuelve una voz de humana melancolía, la punzada aguda de la añoranza por algo bello que poseía y que se ha desmenuzado en sus manos, corroído por el tiempo.

Puede encontrarse sentado justo en medio de una orquesta, entre las cuerdas, y estudiar por encima del hombro el movimiento rápido y ligero del arco del primer violín o meterse a hurtadillas entre las curvas sinuosas de un oboe o detenerse a observar dedos de uñas cuidadas que se agitan nerviosamente detrás de las cuerdas de un arpa, como animales salvajes detrás de las rejas de una jaula.

Puede encender y apagar cuando quiere esa música que, como todas las cosas imaginarias, es perfecta. Allí dentro está todo lo que necesita, todo su pasado, todo su presente, todo su futuro.

La música alcanza y sobra para derrotar a la soledad. La música es la única promesa cumplida, la música es la única apuesta ganada. Se lo había dicho a alguien, alguna vez; que la música lo es todo, es el inicio y el fin del viaje, la música es el viaje mismo. Lo han oído pero no le han creído. Por otra parte, ¿qué se puede esperar de los que reproducen y escuchan música, pero no la respiran?

No, no tiene ningún miedo a la soledad.

Y además no está solo.

Nunca, ni siquiera ahora.

Nadie lo ha entendido hasta ahora y quizá nadie logre entenderlo en lo sucesivo. Por eso han buscado tan lejos lo que estaba delante de sus ojos, como hacen todos, como hacen desde siempre. Por eso él ha logrado esconderse durante tanto tiempo entre esos ojos apresurados, exactamente como el negro se esconde entre los colores. Ninguno de ellos podría aceptar el blanco deslumbrante de una habitación como esta en la que él se encuentra sin ponerse a gritar.

Él no siente la necesidad. No siente siquiera la necesidad de hablar.

Apoya la cabeza en la pared y cierra los ojos. Los aleja solo por algunos instantes de la blancura de la habitación, no porque la tema, sino porque la respeta.

Sonríe, mientras la voz llega fuerte y clara a su cabeza.

«¿Estás ahí, Vibo?»

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