La cabeza del hombre emerge del agua no muy lejos de la proa del Forever. A través del cristal de sus gafas de bucear, identifica la cadena del ancla y braceando con lentitud la alcanza. La aferra con la mano derecha y se queda observando el barco, cuyo casco de fibra de vidrio refleja la luz de la luna llena. Su respiración es acompasada y tranquila.
La botella de cinco litros que carga a la espalda no permite inmersiones largas, pero es ligera, manejable y garantiza una autonomía suficiente para sus necesidades. Viste un mono de neopreno negro, anónimo, sin inscripciones ni accesorios de color, suficientemente grueso para brindarle una buena protección del frío durante el tiempo que permanezca en el agua. No puede usar una linterna, pero la claridad casi descarada del plenilunio le permite prescindir de ella sin dificultad. Intentando evitar el menor chapoteo, se desliza de nuevo bajo la superficie del agua, bordea la silueta del casco sumergido, cuya larga deriva, que se prolonga hacia las sombrías profundidades, se dibuja a contraluz. Luego emerge del lado de la popa de la elegante embarcación y se agarra a la escalerilla, que ha quedado baja.
Bien.
Esto le evitará inútiles acrobacias para subir a bordo. Desenrolla la cuerda que lleva alrededor de la cintura. Engancha un mosquetón a la escalerilla y ata al otro extremo de la cuerda el maletín con cierre hermético que ha traído consigo. Rápidamente comienza a quitarse la botella, las aletas y el cinturón de plomo, que deja atados a la escalerilla, a un metro por debajo de la superficie del agua.
No puede correr el riesgo de entorpecer sus movimientos, aunque conjetura que el factor sorpresa jugará a su favor: ya que es muy probable que los dos ocupantes del barco estén dormidos, debería resultarle bastante fácil cumplir con su cometido.
En el instante en que va a sacarse los plomos oye unos pasos sobre el puente. Se aparta de la escalerilla y se oculta a estribor, donde se vuelve invisible. Desde allí, entre las sombras, ve que la muchacha surge en lo alto de la escalerilla y permanece de pie allí, fascinada por el juego de la luz lunar sobre el mar en calma. Durante unos segundos, su albornoz blanco es un reflejo más; después, con un solo gesto felino, deja que se deslice hasta el suelo y queda desnuda bajo la luna.
Desde su puesto de observación, el hombre ve su perfil y admira su cuerpo esbelto y vigoroso, la línea perfecta de un pecho pequeño y firme; sigue con la mirada la curva de las nalgas, que se funde en las piernas largas y musculosas.
Con movimientos que parecen producir destellos de plata, la joven alcanza la escalerilla, extiende una pierna y con el pie prueba la temperatura del agua.
El hombre sonríe. Es la sonrisa afilada de un tiburón.
Le cuesta creer en su suerte.
Espera ardientemente que la joven no tema enfrentarse con el agua fría y sucumba a la tentación de un baño de mar bajo la luna llena. Como si hubiera leído su pensamiento, la muchacha se da la vuelta, comienza a bajar los peldaños y se desliza con suavidad en el agua; se estremece al contacto del mar frío, que le pone la carne de gallina y le endurece agradablemente los pezones.
Se aleja del barco nadando sin prisa, mar adentro, del lado opuesto al que se halla al acecho la figura con el mono negro. El movimiento silencioso con que el hombre se sumerge en el agua tiene la siniestra agilidad del predador que juega con su presa desprevenida, un juego cruel en el que siempre se apuesta a la muerte.
Ayudándose con las manos, el hombre vacía por completo sus pulmones valiéndose del respirador, para descender más velozmente; luego comienza a nadar en dirección a la muchacha. Muy pronto se encuentra debajo de ella; levanta la cabeza y la ve allá arriba, una mancha oscura a contraluz sobre la superficie del mar, moviendo los pies y las manos para mantenerse a flote. El hombre sube despacio; respira con bocanadas cortas para que las burbujas no delaten su presencia. Cuando la joven está al alcance de su mano, la agarra de los tobillos y tira con fuerza hacia abajo.
Arijane se da cuenta con estupor de la fuerza violenta que la arrastra bajo la superficie. La inmersión es tan súbita que ni siquiera tiene tiempo de llenar de aire los pulmones. De golpe se encuentra un metro bajo el agua, y casi enseguida nota que se afloja la presión en los tobillos. Patea instintivamente, para impulsarse hacia arriba, pero dos manos se apoyan con fuerza sobre sus hombros y la empujan más abajo, hacia el fondo, lejos de la superficie que brilla sobre su cabeza como una promesa sarcástica de aire y luz. Luego dos brazos rapaces le rodean el busto y le presionan el pecho; reconoce el contacto resbaladizo del neopreno de un traje de buzo que se adhiere a su espalda desnuda; nota un cuerpo desconocido junto al suyo, mientras el agresor le rodea la pelvis con las piernas para impedirle todo movimiento.
El terror le bloquea la razón con un muro de hielo.
Comienza a debatirse salvajemente, gimiendo, pero sus pulmones, ya con poco oxígeno, consumen en un instante todas sus escasas reservas. A medida que aumenta la necesidad de aire, Arijane siente que las fuerzas la abandonan poco a poco, mientras su cuerpo, inmovilizado por el apretón mortal de ese otro cuerpo agarrado con tenacidad al suyo, es arrastrado, de manera inexorable, hacia la noche sin luna del fondo del mar.
Se da cuenta de que está a punto de morir, de que alguien la está matando sin que se le conceda saber por qué. De sus ojos escapan lágrimas amargas, saladas, que van a confundirse con los millones de gotas anónimas del mar que, indiferente, la envuelve. Siente que la oscuridad de ese abrazo se dilata y comienza a formar parte de ella, como un frasco de tinta negra derramada en agua limpia. Una mano fría e implacable hurga con frenesí en cada parte de su cuerpo, dentro, fuera, como tratando de extinguir hasta la menor chispa de vida que encuentre, antes de alcanzar su joven corazón de mujer y detenerlo para siempre.
El hombre nota que el cuerpo que aferra se relaja de repente, en el instante mismo en que la vida lo abandona. Espera unos segundos y después gira el cadáver de frente a él, pasa los brazos por debajo de las axilas y comienza a mover los pies, enfundados en las aletas, para emerger al aire. A medida que se acerca a la superficie iluminada, el rostro de la joven deja de ser una mancha oscura y, poco a poco, va cobrando forma ante el cristal de las gafas. Aparecen las facciones delicadas, la nariz fina, la boca entreabierta, de la que salen unas últimas, pocas, burlonas burbujas de aire. Aparecen los espléndidos ojos verdes sin vida, fijos en la instantánea morbosa de la muerte, claramente visibles al aproximarse a esa luz que ya no pueden ver, que ya no les pertenece.
El hombre observa el rostro de la mujer a la que acaba de matar como un fotógrafo contempla cómo se revela una fotografía que le produce particular impaciencia. Cuando está totalmente seguro de la belleza de esa cara, el tiburón vuelve a sonreír.
Al fin la cabeza del hombre emerge del agua. Todavía sosteniendo el cadáver, se acerca a la escalerilla. Coge la cuerda que antes ha anudado a la estructura tubular y rodea el cuello de la muerta, para impedir que se hunda mientras él se quita la botella y el snorkel. El cuerpo se desliza bajo el agua y provoca un ligero remolino. El pelo de la joven flota a pocos centímetros de la superficie, siguiendo el chapoteo de las olas contra el casco, como los tentáculos de una medusa bajo la luz de la luna.
Se saca las aletas, la máscara y los plomos y los apoya con delicadeza sobre la cubierta, sin hacer el menor ruido. Una vez libre, se agarra con la mano izquierda a la escalerilla, suelta la cuerda que sujeta el cadáver y lo aferra con el brazo derecho. Sin esfuerzo aparente, sube los pocos peldaños de madera cargando el cuerpo de su víctima. Lo tiende sobre el puente, perpendicularmente a la eslora de la embarcación. Lo contempla durante un largo momento y luego se inclina para recoger el albornoz que la joven llevaba antes de su baño nocturno.
En un gesto de piedad tardía, lo extiende sobre la mujer acostada boca arriba, como para proteger aquel cuerpo, ya frío, del fresco de una noche que para ella no terminará jamás.
– ¿Arijane?
La voz llega de improviso desde el interior de la embarcación. El hombre gira por instinto la cabeza en esa dirección. Tal vez el compañero de la joven se ha despertado porque ha tenido la sensación de estar solo en la cabina. Tal vez en la cama ha extendido una pierna para buscar el contacto de la piel de su amada y no lo ha encontrado, en la luminosidad blanquecina que esparce la claridad de la luna.
Al no obtener respuesta, sin duda saldrá a buscarla.
Cubierto por el mono negro, que lo convierte en una sombra más oscura que las que proyecta la luna, el hombre se levanta y va a esconderse detrás del mástil mayor.
Desde su lugar de observación ve aparecer primero la cabeza y después el cuerpo del dueño del barco, que ha salido al puente a buscar a su mujer. Está desnudo. El hombre escondido ve que gira la cabeza a un lado y a otro, y luego fija la mirada en la popa, donde ve a su amada, tendida detrás del timón, cerca de la escalerilla. Ella tiene la cara vuelta hacia el lado opuesto y parece dormida, cubierta sin cuidado con su albornoz blanco. Él avanza un paso hacia ella; luego nota el suelo mojado bajo los pies, baja la vista y advierte unas huellas húmedas. Quizá piensa que la joven ha querido darse un baño de mar, y siente una oleada de ternura por ese cuerpo que parece abandonado al sueño bajo la claridad de la luna. Tal vez la imagina nadando con fluidez en el silencio nocturno, tal vez ve su cuerpo mojado recubrirse de reflejos plateados al salir del agua… Se le acerca despacio, acaso con el deseo de despertarla con un beso, llevarla a la cabina y hacerle el amor. Se acurruca a su lado y apoya una mano en el hombro que asoma del albornoz. El hombre del mono negro oye con claridad sus palabras.
– Mi amor…
La mujer no da ninguna señal de haber oído. Su piel está helada.
– Mi amor, no puedes quedarte aquí con este frío…
Tampoco esta vez hay respuesta. Jochen siente que una extraña angustia le produce un agujero en el estómago. Coge con suavidad la cabeza de Arijane entre sus manos, gira el rostro hacia él y encuentra los ojos, la mirada sin vida. El movimiento hace salir un hilo de agua de la boca entreabierta. De inmediato se da cuenta de que está muerta, y un alarido silencioso le atraviesa la mente. Se pone en pie de un salto y en ese preciso instante siente un brazo húmedo contra la garganta. Una presión violenta le obliga a arquear la espalda e inclinarse hacia atrás.
Jochen es un hombre de estatura apenas superior a la media y su cuerpo es el de un deportista, entrenado por largas sesiones de gimnasio y muchas horas de jogging, indispensables para soportar la enorme exigencia física de un Gran Premio. Pero su agresor es más alto que él e igualmente vigoroso; además, cuenta con la ventaja de la sorpresa y el aturdimiento provocado por el hallazgo de la muerte de Arijane. El piloto alza las manos de forma instintiva y aferra el brazo negro que le aprieta la garganta y le corta la respiración; trata con todas sus fuerzas de aflojar la presión que le ahoga. Con el rabillo del ojo ve un reflejo centelleante a su derecha. Una fracción de segundo después, el cuchillo que empuña el agresor, afilado como una navaja, atraviesa el aire con un leve silbido y describe un rápido arco de arriba hacia abajo.
El cuerpo de Jochen se agita con un estremecimiento cuando la hoja penetra entre las costillas y le traspasa el corazón. Nota en la boca el sabor de su propia sangre y muere mientras en sus ojos se refleja la sonrisa gélida de la luna.
El hombre sigue haciendo presión con el cuchillo hasta que el cuerpo de Jochen se convierte en un peso muerto entre sus brazos. Solo entonces afloja la mano y sostiene a su víctima por las axilas para amortiguar la caída sobre el puente. Se detiene un instante a contemplar los dos cuerpos sin vida a sus pies, mientras respira despacio para calmar su jadeo. Después agarra el cadáver del hombre por los brazos y comienza a trasladarlo a la cabina.
Tiene poco tiempo y mucho trabajo que hacer antes de que salga el sol.
Lo único que echa de menos en ese momento es la música.
Roger salió al puente del Baglietto y respiró el aire fresco de la mañana. Eran las siete y media, y el día se anunciaba espléndido. Después de la semana del Gran Premio, los propietarios del yate en el que había embarcado de tripulante se habían ido y habían dejado la embarcación a su cuidado hasta el crucero estival, que por lo general duraba un par de meses. Él se quedaría en Montecarlo otros dos meses por lo menos, totalmente tranquilo, sin la presencia agobiante del armador y su esposa, una pelma tan cargada de joyas que bajo el sol era necesario mirarla con gafas oscuras.
Donatella, la camarera italiana del Restaurant du Port, estaba terminando de poner las mesas de la terraza. Pronto llegarían a desayunar los empleados de las oficinas y las tiendas del puerto. Roger la observó en silencio hasta que ella se percató de su presencia. Le sonrió y con un gesto imperceptible se abrió un poco más la blusa.
– Qué buena vida, ¿eh?
Roger se sumó enseguida al jueguecito de seducción que ambos practicaban desde hacía algún tiempo. Adoptó una expresión afligida.
– Sí, pero podría ser mucho mejor…
Donatella cruzó los pocos metros que separaban la terraza del restaurante y la popa de la embarcación y se detuvo debajo de donde se hallaba Roger. La blusa abierta dejaba entrever el surco entre los pechos; Roger lo recorrió con la mirada. La muchacha se dio cuenta pero no dio la menor señal de fastidio.
– ¡Pues claro! Si en vez de usar tanto los ojos usaras mejor las palabras… Eh, pero ¿qué hace ese loco?
Roger giró la cabeza, siguió la mirada de la camarera y vio un Beneteau de dos mástiles que avanzaba directamente hacia los barcos anclados, a toda velocidad. En el puente no había nadie.
– Malditos imbéciles.
Dejó a Donatella, corrió a la proa del Baglietto y empezó a agitar los brazos con frenesí y a gritar:
– ¡Eh, los del dos mástiles! ¡Prestad atención!
Del barco no llegó ninguna señal de vida. Continuaba su curso, la punta enfilada hacia el muelle, sin disminuir la velocidad. Ya estaba a pocos metros y el choque parecía inevitable.
– ¡Eh, vosotros!
Roger lanzó un último grito desesperado y después se aferró a la barandilla, a la espera del impacto. Con un ruido seco, la proa del Forever golpeó al Baglietto en el costado izquierdo, se deslizó un poco más adelante y se encajó entre el casco del yate y el de la embarcación anclada al lado, inclinándose un poco. Por fortuna, el motor no tenía potencia suficiente para causar daños graves y las defensas ayudaron a amortiguar el golpe, pero, aun así, en el impecable barniz del yate quedó un largo rasguño parduzco. Roger, furioso, gritó en dirección al Forever.
– ¿Estáis locos, idiotas?
No hubo respuesta. Roger saltó del puente del Baglietto a la proa del Forever, mientras una pequeña multitud de curiosos se reunía en el muelle. Cuando alcanzó la popa vio algo que le dejó perplejo. La barra del timón estaba bloqueada. Alguien la había trabado con un bichero, firmemente sujeto con una cuerda. Un rastro rojizo salía del puente y bajaba por la escalerilla que conducía a la cabina. Había algo extraño y siniestro en todo aquello, y Roger sintió frío en el estómago. Bajó con lentitud la escalera, siguiendo la línea, que terminaba en un charco más oscuro al pie de la mesa. A Roger se le puso la carne de gallina cuando se dio cuenta de que era sangre. Se acercó, con las piernas temblorosas. Sobre la mesa, alguien había escrito dos palabras con sangre:
«Yo mato…»
La amenaza que contenía la inscripción y los puntos suspensivos eran aterradores. Roger tenía veintiocho años y no era un héroe; sin embargo, algo más fuerte que él le empujó hacia la puerta de lo que probablemente era el dormitorio. Se detuvo un instante, con la boca seca por la tensión, ante la hoja entornada, y después la empujó con un gesto decidido.
Notó una tufarada de olor dulzón, que le cogió de la garganta y le provocó náuseas. Ni siquiera tuvo fuerzas para gritar. Durante los años que le quedaran de vida, aquella visión le provocaría pesadillas cada noche.
El policía que estaba subiendo a bordo y la gente reunida en el muelle le vieron salir al puente como loco, doblarse por encima de la borda y vomitar en el mar; su cuerpo se sacudía con violentas convulsiones histéricas.
Frank Ottobre se despertó y tomó conciencia de su cuerpo, tendido entre las sábanas de una cama que no era la suya, en una casa que no era la suya, en una ciudad que no era la suya.
Un instante después, el recuerdo se filtró en su cabeza como el sol entre las persianas; el dolor seguía intacto, como la noche anterior. Si todavía había un mundo y en ese mundo había una forma de olvidar, su mente le prohibía ambas cosas. Comenzó a sonar el teléfono inalámbrico apoyado en la mesilla de noche, a su izquierda. Ottobre se volvió en la cama y tendió la mano hacia el aparato y su titilante señal roja.
– ¿Diga?
– Hola, Frank.
Cerró los ojos y enseguida vio el rostro que le evocaba esa voz. Nariz roma, pelo color arena, ojos grises, olor a loción para después de afeitar, andar indolente, gafas oscuras en ocasiones, y un traje gris que era casi un uniforme.
– Hola, Cooper.
– Ya sé que para ti es temprano, pero estoy seguro de que ya estabas despierto.
– Ya… ¿Qué sucede?
– Aquí, en este momento, prácticamente de todo. La locura total. Estamos de servicio durante las veinticuatro horas. Si fuéramos el doble de los que somos, todavía necesitaríamos el doble de hombres para hacerle frente. Todos realizan un gran esfuerzo por simular que no ha sucedido nada, pero tienen miedo. Y no podemos reprochárselo, porque nosotros también tenemos miedo.
Una breve pausa.
– ¿Y cómo estás tú?
«Sí, ¿cómo estoy yo?»
Frank se planteó la pregunta como si en ese preciso instante hubiera recordado que estaba vivo.
– Bien, supongo. Me divierto con la jet set de Montecarlo. El único peligro es que, entre tantos millonarios, corro el riesgo de creerme rico también yo. Me iré cuando me den ganas de comprarme un yate de cuarenta metros y encima me parezca algo normal.
Se levantó de la cama, desnudo, fue al baño en penumbras, con el teléfono pegado a la oreja, y se puso a orinar.
– Si consigues comprarlo, cuéntame cómo lo has hecho; quizá pruebe yo también.
Cooper no se había dejado engañar por su ironía, pero prefería seguirle el juego. Frank se lo imaginó sentado en su despacho, con una sonrisa tensa y, pintada en el rostro, la pena que sentía por él. Cooper era el de siempre. Él, en cambio, era un hombre que se estaba yendo a pique, y ambos lo sabían.
Otro instante de silencio; después, a Frank casi le pareció oír con claridad el silbido con que se deshinchaba el fingido buen humor de Cooper. Su voz se volvió más dura, más ansiosa.
– Frank, ¿no crees…?
Ya sabía lo que iba a decirle, y le interrumpió enseguida.
– No, Cooper. Todavía no. No quiero volver. Es demasiado pronto.
– ¡Frank, Frank, Frank! Ya ha pasado casi un año. ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para…?
En la cabeza de Frank, las palabras del amigo se perdieron en el enorme espacio que se abría entre Montecarlo y Estados Unidos. Oía solo las voces de sus pensamientos.
«Sí, ¿cuánto tiempo, Cooper? ¿Un año, cien años, un millón de años? ¿Cuánto necesita un hombre para olvidar que destruyó dos vidas?»
– Además, Homer ha dicho claramente que puedes volver al servicio cuando quieras, si eso te sirve de algo. En todo caso, nos serviría a nosotros. Sabe el cielo cuánto necesitamos a gente como tú en este momento… ¿No crees que estar aquí y volver a sentirte parte de algo…, llegar al final de todo esto…?
De pronto la voz de Frank fue como una hoja muy afilada que cortaba cualquier tentativa de acercamiento:
– Cooper, al final de todo esto hay una sola cosa.
El silencio de Cooper daba a entender que había una pregunta que gritaba en su cabeza, y que temía formularla, incluso en susurros. Al fin recuperó la voz, y la distancia que separaba Montecarlo de Estados Unidos no era nada comparada con la que se abría entre ambos.
– ¿Qué es, Frank? Por el amor de Dios…
– Dios no tiene nada que ver aquí. Es algo que me atañe a mí. A mí y solo a mí. Y tú sabes que es una lucha sin prisioneros.
Se apartó el teléfono de la oreja y se quedó mirando en la penumbra el dedo que presionaba la tecla para cortar la comunicación.
Alzó la vista hacia el cuerpo desnudo que se reflejaba en el gran espejo del cuarto de baño. Unos pies descalzos sobre el mármol frío del suelo; unas piernas musculosas; los ojos apagados, y el tórax, con cicatrices rojizas que lo atravesaban.
Movida como por voluntad propia, la mano derecha se alzó con lentitud para tocarlas. Sin hacer nada por reprimirlo, dejó que llegara el soplo cotidiano de muerte que habitaba en él.
Cuando se despertó, lo primero que vio fue el rostro de Harriet. Después, lentamente, también el de Cooper emergió de la niebla. Cuando logró enfocar el cuarto, vio a Homer Woods, sentado, impasible, en un pequeño sillón apoyado contra la pared frente a la cama; el pelo peinado hacia atrás; sus ojos azules le miraban sin expresión detrás de unas gafas con montura de oro.
Volvió la cabeza hacia su mujer y se dio cuenta, como en un sueño, de que se encontraba en una habitación de hospital. Distinguió la luz verdosa que se filtraba por las persianas venecianas, un ramo de flores en la mesa, los tubos que salían de su brazo, el bip monótono de un aparato; todo giraba. Trató de hablar, pero la voz no salía.
Harriet se inclinó y acercó su cara a la de él. Le apoyó una mano en la frente. Él sintió la mano pero no oyó las palabras, porque volvió a hundirse en ese lugar profundo del que apenas había emergido.
Cuando al fin volvió en sí y pudo hablar y saber, Homer Woods estaba allí, de pie al lado de Harriet.
Pero Cooper no.
La luminosidad de la estancia parecía distinta, pero era todavía -o de nuevo- luz de día. Frank se preguntó cuántas horas habían pasado desde su último despertar, y si Homer había permanecido allí todo aquel tiempo. Tenía el mismo traje, y también la misma expresión. Aunque Frank recordó que nunca le había visto otro traje ni otra expresión. Tal vez en su casa tenía un armario lleno de trajes y de expresiones todos iguales. En la oficina lo llamaban «Mister Husky» por sus ojos azules, que parecían de vidrio, como los de un husky.
Harriet volvió a ponerle una mano en la frente; una lágrima bajaba por su rostro. Una lágrima que parecía formar parte de ella, como si estuviera allí desde el principio de los tiempos.
– Hola, amor. Bienvenido.
Se levantó de la silla junto a la cama y posó sus labios sobre los de él, en un suave beso salado. Frank aspiró su aliento como un marinero el perfume de la costa, el aire del hogar al que regresa.
Con discreción, Homer retrocedió un paso.
– ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estoy? -preguntó Frank con una voz afónica que no le parecía la suya. Sentía un dolor raro en la garganta y no recordaba nada. La última imagen que conservaba era la de una puerta que él abría de una patada mientras sus manos apuntaban el arma hacia el interior de una habitación. Después, un relámpago y un trueno y la sensación de que una mano enorme lo lanzaba por el aire, hacia una oscuridad sin dolor.
– Estás en el hospital. Has estado en coma durante una semana. Nos has dado un buen susto.
Ahora la lágrima parecía incrustada en el rostro de su mujer, como una arruga de la piel. Resplandecía como su dolor.
Ella se apartó un poco y miró de soslayo a Homer, dejándole tácitamente el resto de la explicación. Él se acercó a la cama y contempló a Frank a través del filtro de las gafas.
– Los dos Larkin habían hecho correr el rumor de que aquella noche habría un importante intercambio entre ellos y sus contactos. Un gran intercambio de mercancía y dinero, en un almacén abandonado. Lo habían tramado así para atraer a Harvey Lupe y a su banda; querían tentarlos a irrumpir en el lugar y llevárselo todo, las drogas y la pasta. El almacén estaba lleno de explosivos. La idea era desembarazarse de una vez por todas de sus principales rivales, con unos bonitos fuegos artificiales. Pero, en lugar de Lupe y sus secuaces, llegasteis tú y Cooper. El todavía estaba fuera, en el lado sur, cuando tú entraste por la parte de las oficinas. Cuando estalló el edificio, Cooper quedó parcialmente protegido por la estructura de un andamio y logró salir casi ileso; solo sufrió unos rasguños y unas quemaduras superficiales. Tú, en cambio, recibiste el mayor impacto de la explosión; fue una verdadera suerte que los Larkin fueran buenos traficantes pero pésimos pirotécnicos. Estás vivo de milagro. Ni siquiera puedo reprocharte que no esperaras a los refuerzos: si hubierais entrado todos juntos habría sido una matanza.
Ahora lo sabía todo, pero todavía no recordaba nada. Solo podía pensar en que él y Cooper habían trabajado durante dos años para atrapar a los Larkin, pero que, al final, los Larkin, sin querer, los habían atrapado a ellos.
Más exactamente, a él.
– ¿Qué tengo? -preguntó Frank, que recibía, sensaciones muy confusas de su cuerpo y veía, como si perteneciera a otro, su pierna derecha escayolada.
Le respondió un médico, que entró en la habitación a tiempo de oír la pregunta. Tenía el pelo precozmente salpicado de canas, pero el rostro y la actitud eran de un chaval. Le sonrió, ladeando la cabeza en un gesto ceremonioso.
– Buenos días, estimado señor. Soy el doctor Foster, uno de los responsables de que siga usted en este mundo. Espero que no me odie por ello. Yo le diré qué es lo que tiene. Unas costillas fracturaos, una lesión en la pleura, una pierna con fractura doble, agujeros de diversas características por todas partes, heridas serias en el tórax, traumatismo craneal. Y hematomas en todo el cuerpo, por lo que casi se le podría confundir con una persona de color. Además, tiene… o, mejor dicho, tenía… una esquirla de metal que se detuvo a un milímetro del corazón y que nos hizo sudar la gota gorda para quitársela.
Mientras hablaba había levantado el historial clínico colgado al pie de la cama; se acercó a la cabecera y pulsó un botón. Frank sintió el olor de su camisa recién lavada.
– Y ahora, si los presentes nos disculpan, creo que es hora de echar un vistazo a lo que hemos hecho para remediar el desastre.
Harriet y Homer Woods se encaminaron hacia la puerta en el mismo momento en que entraba una enfermera negra que empujaba un carrito cargado de material médico. Harriet, antes de salir, dirigió una mirada inquieta al monitor que controlaba el ritmo cardíaco de su esposo, como si juzgara que su presencia era indispensable para hacer funcionar a ambos. Luego volvió la cabeza y cerró la puerta.
Mientras el médico y la enfermera se atareaban alrededor de su cuerpo lleno de vendas y drenajes, Frank pidió un espejo. La enfermera, sin hacer comentarios pero sonriendo, cogió el que se hallaba colgado junto a la puerta y se lo puso delante.
Con una extraña ausencia de emoción, vio el rostro pálido y los ojos sufrientes de Frank Ottobre, agente especial del FBI, todavía vivo.
Espejo sobre espejo, ojos sobre ojos.
El presente se superpuso al recuerdo y, en el gran espejo del cuarto de baño, Frank reencontró su tiempo presente y sus ojos actuales, mientras se preguntaba si en verdad había valido la pena que todos aquellos médicos hubieran hecho tanto solo para devolverle esa vida.
Volvió a la alcoba y encendió la luz. Buscó el botón de las persianas en la hilera de interruptores que había al lado de la cama. Lo pulsó y, con un leve zumbido, la persiana comenzó a levantarse; la luz del sol se mezcló con la luz eléctrica.
Fue a la puerta cristalera, apartó las cortinas, tiró de la manija de la puerta corredera y el cristal se abrió suavemente.
Salió a la terraza.
A sus pies se extendía Montecarlo, cubierta de oro e indiferencia. Frente a él, bajo el sol que comenzaba a salir, un mar azul reflejaba el cielo sin verlo. Volvió a pensar en la conversación con Cooper. Del otro lado de ese mar, su país estaba en guerra. Una guerra que le concernía a él, a otros hombres como él, y a todos los que aspiraran a vivir bajo la luz del sol, sin sombras y sin miedos. Y él debería estar allí, para defender ese mundo y a esa gente.
En otro momento, lo habría hecho; en otro momento, habría estado en la primera fila con Cooper, Homer Woods y todos los demás. Ahora ese momento había pasado. Casi había dado la vida por su país, y las cicatrices que tenía encima lo testimoniaban.
Y Harriet…
Un soplo de brisa fresca llegó del mar y le hizo tiritar. Se dio cuenta de que todavía estaba desnudo. Mientras volvía a entrar se preguntó qué podría hacer el mundo por Frank Ottobre, agente especial del FBI, cuando ni él sabía qué hacer consigo mismo.
Al bajar del coche, el comisario Nicolás Hulot, de la Süreté Publique del principado de Monaco, vio el barco de vela encajado entre los otros dos, ligeramente inclinado hacia un lado.
Mientras avanzaba por el muelle, el inspector Morelli fue a su encuentro recorriendo el puente del Baglietto, embestido por el dos mástiles. Cuando se reunieron, el comisario se sorprendió de verle tan trastornado. Morelli era un excelente policía. Había hecho cursos de adiestramiento con el Mossad, el servicio secreto israelí. Había visto de todo. Sin embargo, estaba pálido y mientras le hablaba le costaba sostenerle la mirada, como si lo que pasaba fuera culpa suya.
– ¿Y bien, Morelli?
– Es una carnicería, comisario. En mi vida había visto nada semejante…
Soltó un largo suspiro y por un segundo Hulot tuvo la impresión de que iba a vomitar.
– Claude, cálmate y cuéntame. ¿Qué entiendes por «carnicería»? Me han dicho que se trata de un homicidio.
– Dos, comisario. Hay un cuerpo de hombre y uno de mujer… o al menos lo que queda de ellos.
El comisario Hulot se volvió para mirar a la multitud de curiosos reunida detrás de las vallas que delimitaban la zona. Tuvo un mal presentimiento. El principado de Monaco no era un lugar donde sucedieran aquellas cosas. Su policía era una de las más eficientes del mundo y el índice de criminalidad era tan bajo que solo existía allí y en los sueños de todo ministro del Interior. Había un policía por cada sesenta habitantes, y discretas cámaras de vídeo en todas partes. Todo se hallaba bajo control. Allí las personas se enriquecían o se arruinaban, pero no se mataban las unas a las otras. No había robos, ni homicidios, ni hampa.
En Montecarlo, por definición, nunca sucedía nada.
– ¿Alguien ha visto algo?
Morelli señaló con la mano a un hombre de unos treinta años que estaba sentado en la terraza del bar, entre un agente y un ayudante del médico forense. El local, que por lo general a esa hora rebosaba de gente y ropa de marca, estaba semidesierto. Habían retenido a todos los que podían ser útiles como testigos, pero se había prohibido la entrada a los clientes. El propietario, de pie en la entrada junto a una camarera de busto abundante, se retorcía nerviosamente las manos.
– Aquel muchacho es el marinero del Baglietto, el barco que embistió el dos mástiles. Se llama Roger no sé qué. Después de la colisión, subió a bordo para increpar a los tripulantes. No encontró a nadie en cubierta, de modo que bajó a la cabina, y allí los encontró. Todavía está conmocionado, pero dudo que sepa algo más. El agente Delorme, que es nuevo, subió a la embarcación después de él. Ahora está sentado en el coche; su estado no es mucho mejor.
El comisario volvió a mirar a los curiosos apiñados entre las vallas y el bulevar Albert Premier, donde una cuadrilla de operarios terminaba de desmontar la estructura de los boxes y de las tribunas erigidas para el Gran Premio. Iba a echar de menos el bullicio de la carrera, la agitación de la multitud y las pequeñas molestias que todo aquello implicaba a veces.
– Pues bien, vayamos a ver.
Subieron a la pasarela inestable del Baglietto y desde allí, gracias a otra pasarela tendida entre los puentes de las dos embarcaciones, pasaron al Forever. Hulot vio enseguida el timón bloqueado con el bichero, y luego el rastro de sangre ya coagulada que recorría el suelo de teca, descendía y desaparecía en las sombras de la cabina. A pesar de que el sol ya calentaba con fuerza, de pronto sintió que tenía las puntas de los dedos heladas.
¿Qué diablos había sucedido en ese barco?
Morelli le señaló los peldaños que llevaban a la cabina.
– Si no le molesta, le espero aquí, comisario. Con una vez me basta y me sobra por hoy.
Mientras bajaba los escalones revestidos con madera antideslizante, casi chocó con el doctor Lassalle, el médico forense, que se disponía a subir. El cargo que Lassalle desempeñaba en el principado era una sinecura, y su experiencia profesional era extremadamente limitada. Hulot no sentía por él ninguna estima, ni como persona ni como profesional. Había obtenido su puesto gracias a los contactos y las relaciones de su mujer, y disfrutaba de un buen salario y un cómodo tren de vida casi sin hacer nada. Para Hulot, era solo un médico «decorativo», que apenas cumplía con su trabajo. Su presencia allí solo significaba que era el único profesional disponible en aquel momento.
– Buenos días, doctor Lassalle.
– Buenos días, comisario.
El médico parecía aliviado de verle. Resultaba evidente que se encontraba ante una situación que le superaba.
– ¿Dónde están los cuerpos?
– Allí. Vaya usted a ver.
Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, Hulot vio que el rastro de sangre continuaba por el suelo y desaparecía detrás de una puerta abierta. A su derecha había una mesa plegable abierta, donde alguien había escrito dos palabras con sangre:
«Yo mato…»
Hulot sintió que las manos se convertían en dos pedazos de hielo. Se obligó a respirar profundamente por la nariz para calmarse. Le llegó entonces el olor dulzón de la sangre y de la muerte, ese olor que atrae angustia y moscas.
Siguió el rastro de sangre y entró en la cabina que se abría a la izquierda. Cuando fue hacia la puerta y vio lo que había en el interior, el frío de las manos se apoderó de todo su cuerpo, y lo convirtió en un único bloque de hielo.
Tendidos en la cama, uno al lado del otro, estaban los cadáveres de un hombre y una mujer, completamente desnudos. El cuerpo de la mujer no presentaba heridas aparentes, pero en el del hombre, a la altura del corazón, se veía una gran mancha rojiza que había empapado de sangre la sábana. Había sangre por todas partes: en las paredes, en las almohadas, en el suelo. Parecía imposible que aquellos dos pobres cuerpos sin vida pudieran contener tanta sangre.
El comisario se obligó a mirar las caras de los dos muertos. Pero ya no las había. El asesino había quitado por completo la piel de la cabeza, cuero cabelludo incluido, igual que se desuella un animal.
Se quedó un momento observando, impresionado, los ojos desmesuradamente abiertos hacia un techo que no veían, los músculos faciales enrojecidos de sangre coagulada, los dientes expuestos en una sonrisa macabra que la ausencia de labios no apagaría jamás.
Hulot tuvo la sensación de que su vida iba a detenerse allí para siempre, que él permanecería eternamente de pie en el umbral de aquella cabina, ante aquel espectáculo de horror y muerte. Por un instante rogó al cielo que la persona capaz de cometer semejante carnicería hubiera tenido al menos la misericordia de matar a esos dos desafortunados antes de infligirles tan atroz suplicio.
Se recobró a duras penas y fue a la cocina, donde Lassalle le esperaba. Morelli había hecho acopio de valor y había bajado; se hallaba de pie junto al médico y escrutaba el semblante del comisario para ver sus reacciones.
Hulot se dirigió primero al médico.
– ¿Su opinión, doctor?
Lassalle se encogió de hombros.
– La muerte tuvo lugar hace algunas horas. El rigor monis apenas ha comenzado, como parecen confirmarlo las manchas hipostáticas. Presumiblemente, el hombre murió por arma blanca, de un golpe limpio que le atravesó el corazón. En cuanto a la mujer, aparte de… -El médico hizo una pausa para tragar saliva-.Aparte de las mutilaciones, no se observan heridas, al menos en la parte frontal. No he movido los cuerpos, porque estamos esperando a la policía científica. Sin duda la autopsia aclarará muchas cosas.
– ¿Se sabe quiénes eran las dos víctimas?
Esta vez fue Morelli quien respondió.
– En el libro de navegación la embarcación está a nombre de una sociedad de Montecarlo. Todavía no lo hemos investigado.
– Los de la científica nos echarán la bronca. Con toda la gente que ha entrado y salido de este barco, la escena del crimen se ha contaminado, y quién sabe cuántas cosas se habrán perdido.
Hulot miró el suelo, el rastro de sangre. Aquí y allá había huellas de pisadas que no había visto antes. Cuando volvió la mirada hacia la mesa, le sorprendió darse cuenta de que lo hacía con la absurda esperanza de que la horrible inscripción ya no estuviera allí.
Oyó dos voces alteradas que provenían de cubierta. Subió los pocos escalones y se encontró de golpe en otro mundo, de sol, de luz, de vida, de aire fresco y salobre, sin ese olor a muerte que se respiraba abajo.
De pie en el puente, un agente se esforzaba por detener a un hombre de unos cincuenta y cinco años que gritaba en francés con fuerte acento alemán y que intentaba pasar el cordón policial.
– ¡Déjeme pasar, le digo!
– No se puede; está prohibido. No puede pasar nadie.
El hombre se debatía con fuerza contra el agente que le sujetaba los brazos. Tenía la cara roja y su actitud era casi histérica.
– ¡Le digo que tengo que pasar! Tengo que saber qué ha suc…
Cuando vio al comisario, el agente mostró una visible expresión de alivio.
– Disculpe, comisario, pero no hemos conseguido detenerle abajo.
Hulot le hizo un gesto para indicar que estaba todo en orden, y el agente soltó la presa. El hombre se acomodó el terno con expresión ultrajada y fue directo hacia el comisario; mostraba de forma ostensible su satisfacción de poder, al fin, hablar con alguien de igual jerarquía. Se detuvo ante él y se quitó las gafas de sol para mirarle directamente a los ojos.
– Buenos días, comisario. ¿Puedo saber qué está pasando en este barco?
– ¿Y yo puedo saber con quién estoy hablando?
– Me llamo Roland Shatz y le garantizo que es un nombre con cierto peso. Soy amigo del propietario de esta embarcación. Exijo una respuesta.
– Señor Roland Shatz, yo me llamo Hulot y es probable que mi nombre pese mucho menos que el suyo, pero soy comisario de la policía. Eso significa que, en este barco, el que hace las preguntas y exige respuestas, hasta nueva orden, soy yo.
Hulot vio con claridad la cólera en los ojos de su interlocutor. Shatz se le acercó un poco más y su voz se volvió baja y sibilante.
– Señor comisario… -dijo a pocos centímetros de su cara. Había un desprecio infinito en sus palabras-. Esta embarcación pertenece a Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, de quien soy el manager y amigo personal. También soy amigo personal de su alteza el príncipe Alberto, por lo que usted me dirá de inmediato qué ha sucedido en este barco y a sus ocupantes.
Hulot dejó que estas palabras quedaran flotando un instante entre ellos. Después su mano saltó con la velocidad del rayo, agarró a Shatz por el nudo de la corbata y la retorció hasta cortarle la respiración. La cara del otro se puso violácea.
– Ah, ¿así que quiere usted saber? Pues bien, ¡entonces venga a ver qué ha pasado, cabrón!
Estaba furioso. Sacudió con violencia al manager y le obligó a seguirle hasta la cabina.
– ¡Venga, amigo personal del príncipe Alberto! ¡Venga a ver con sus propios ojos qué ha pasado en este barco!
Se detuvo ante la puerta de la cabina y por fin le soltó. Le señaló con la mano los dos cuerpos tendidos en la cama.
– ¡Mire!
Roland Shatz recobró la respiración, para volver a perderla al instante. Cuando tomó conciencia de la escena que tenía ante sí, su rostro adquirió una palidez mortal. El blanco de sus ojos brilló como un breve relámpago en la penumbra, y luego cayó al suelo, desmayado.
Mientras bajaba hacia el puerto a pie, Frank vio el grupo de curiosos que observaba los coches de policía y los hombres de uniforme atareados en las embarcaciones atracadas en el muelle. Oyó a su espalda el sonido de una sirena que iba aumentando de volumen. Aminoró un poco el paso. Tamaño despliegue de fuerzas debía de significar algo más grave que lo que él alcanzaba a ver, un simple choque entre dos yates.
Además, estaban los periodistas. Frank tenía la suficiente experiencia para reconocerlos a primera vista. Merodeaban olfateando y buscando noticias con un frenesí que solo algo importante podía provocar. La sirena, que al principio sonaba lejana como un presentimiento, se convirtió en una realidad ensordecedora.
Dos coches de policía surgieron de golpe de la Rascasse, bordearon el muelle y frenaron delante de las vallas, que un agente se apresuró a retirar para dejarlos pasar. Los vehículos se detuvieron detrás de una ambulancia que estaba aparcada cerca del muelle, con las puertas posteriores abiertas.
A Frank le parecieron las fauces abiertas de una bestia dispuesta a engullir a su presa.
De los automóviles salieron varios hombres, algunos de uniforme, dos o tres de paisano. Se dirigieron a la popa de un gran yate anclado un poco más allá. De pie ante la pasarela, Frank vio al comisario Hulot. Los recién llegados se detuvieron un momento a hablar con él, y luego subieron juntos al puente del barco encajado entre los otros dos.
Frank rodeó con lentitud la muchedumbre y fue a apoyarse en el muro del lado derecho del bar. Desde allí podía observar con comodidad toda la escena.
De la cabina del dos mástiles subieron unos hombres, que transportaban a duras penas, sobre el puente inclinado, dos grandes bolsas de plástico herméticamente cerradas. Frank reconoció de inmediato los contenedores para cadáveres.
Siguió con los ojos el transporte de los cuerpos hasta la ambulancia, con una extraña indiferencia. Antes, las escenas de crímenes eran su habitat natural. Ahora contemplaba el espectáculo como algo que no le concernía, sin ese sentimiento de desafío que experimenta todo policía en presencia de un crimen, sin el estremecimiento de horror que provoca la muerte violenta en la gente común.
Mientras las puertas de la ambulancia se cerraban sobre su carga, el comisario Hulot y sus acompañantes bajaron en fila india la pasarela del Baglietto.
Hulot se encaminó enseguida hacia la pequeña multitud de periodistas que a duras penas conseguían retener dos agentes. Había reporteros de la prensa gráfica, cronistas de emisoras de radio, representantes de la televisión. El comisario llegó a ellos como un huracán sobre un cañaveral. Desde lejos, Frank imaginó el entrecruzamiento de preguntas, los micrófonos tendidos con movimientos espasmódicos hacia la boca del policía, con la esperanza de arrancarle alguna información, aunque solo fueran fragmentos a los que pudieran agregarse palabras que avivaran el interés del público. Cuando los periodistas no podían ofrecer la verdad, se contentaban con despertar la curiosidad.
Mientras hacía frente a la prensa, Hulot giró la cabeza hacia su lado y Frank se dio cuenta de que le había visto. El comisario abandonó a los periodistas con la expresión del policía que repite incansablemente «sin comentarios». Se marchó perseguido por un revuelo de preguntas que no podía o no quería responder. Se detuvo cerca de una valla e hizo señas a Frank para que se aproximara. De mala gana, el estadounidense se apartó de la pared, se abrió paso entre la gente, llegó ante Hulot y se detuvo del otro lado de la barrera de hierro.
Los dos se miraron. Sin duda no hacía mucho que el comisario había levantado, pero ya se le veía cansado, como si hiciera más de cuarenta y ocho horas que no dormía.
– Hola, Frank. Ven conmigo un momento.
Hizo una seña al agente apostado cerca de ellos, que apartó la barrera para permitirles pasar, y se sentaron a una mesa de la terraza del Restaurant du Port, bajo una sombrilla. Hulot dejó vagar su mirada por el lugar, como si aún no lograra entender qué pasaba. Frank se quitó las Ray-Ban y esperó.
– ¿Y bien?
– Dos muertos, Frank. Salvajemente asesinados -dijo sin mirarle.
Una pausa. Después volvió la cara hacia él.
– Y no se trata de dos muertos cualesquiera. Jochen Welder, el piloto de Fórmula Uno. Y Arijane Parker, su amiga del momento, una campeona de ajedrez bastante famosa.
Frank no dijo nada. Presentía que Hulot no había terminado.
– Ya no tienen cara. El asesino los ha desollado como a animales. Es un espectáculo horrible. Jamás en mi vida había visto tanta sangre.
Mientras tanto, la partida quejumbrosa de la ambulancia y del furgón de la policía científica hicieron comprender a los curiosos que ya no había nada más que ver, y fueron alejándose poco a poco, vencidos por el calor y llamados por otras ocupaciones. También los periodistas, que ya habían recogido todo lo que era posible obtener, iban dispersándose.
Hulot hizo una nueva pausa. Miró a Frank a los ojos, y en silencio dijo muchas cosas.
– ¿Quieres echar una ojeada?
Frank quería decir no. Dentro de él, todo decía no. Nunca más quería ver huellas de sangre o muebles volcados, ni tocar la garganta de un hombre tendido en el suelo para comprobar que estaba muerto. Él ya no era policía, ni siquiera era ya un hombre. No era nada.
– No, Nicolás. No quiero.
– No te lo pido por ti. Te lo pido por mí.
Frank Ottobre miró a Nicolás Hulot como si le viera por primera vez, aunque le conocía desde hacía años. En el pasado habían colaborado en una investigación conjunta entre el Bureau y la Süreté Publique, una historia de blanqueo internacional de dinero ligado al tráfico de drogas y al terrorismo. La policía monegasca, por su naturaleza y su eficiencia, mantenía vínculos constantes con las policías de todo el mundo, incluido el FBI. Frank, que hablaba muy bien tanto el francés como el italiano, había sido el encargado de seguir la investigación en el lugar. Se había sentido bien con Hulot, y enseguida se habían hecho amigos. Después de eso habían permanecido en contacto y, un verano, Frank y Harriet habían pasado unas vacaciones en Europa, en casa de Hulot y su esposa. A su vez, los Hulot estaban planeando un viaje a Estados Unidos cuando sucedió «lo de Harriet»…
Frank pensó que todavía no lograba dar nombre a los hechos, como si bastara con no mencionar la noche para que la oscuridad no llegara. En su cabeza, lo que había ocurrido era todavía «lo de Harriet».
Cuando se enteró, Hulot le llamó casi todos los días, durante meses. Hasta que al fin le convenció para que abandonara su reclusión y fuera a pasar algún tiempo en la Costa Azul, en su casa. Con la discreción de los verdaderos amigos, le procuró el piso que ahora ocupaba en Montecarlo, propiedad de André Ferrand, un hombre de negocios que pasaría algunos meses en Japón.
Ahora Hulot lo miraba como un marinero en dificultades mira a un salvavidas. Frank se preguntó quién de los dos era el marinero, y quién el socorrista. Eran dos hombres solos contra la fantasía cruel de la muerte.
Volvió a ponerse las gafas y se levantó con brusquedad, antes de que le dominara el impulso de volverle la espalda y huir.
– Vamos.
Como un autómata siguió al amigo hasta el Forever; notaba que el corazón le latía cada vez más fuerte. El comisario le indicó los peldaños que llevaban al interior del dos mástiles y le dejó pasar primero. Vio que el amigo se había fijado en el detalle del timón bloqueado pero no había dicho nada. Cuando llegaron al interior Frank miró a su alrededor, moviendo los ojos tras las gafas oscuras.
– Un barco de lujo, al parecer. Todo informatizado. Preparado para un navegante solitario.
– Ya. Por cierto que al propietario no le faltaba dinero. Pensar que se lo ganó arriesgando el pellejo durante años en un coche de carreras, para después terminar así…
Frank vio las pisadas del asesino, y también las que había dejado la brigada científica en su afán de encontrar otras huellas, más engañosas y menos evidentes. Había rastros de los que habían tomado huellas digitales, hecho mediciones y registros minuciosos. Aunque habían abierto todos los ojos de buey, todavía flotaba en el aire el olor a muerte.
– Los dos cuerpos fueron encontrados allí, en la habitación, acostados el uno junto al otro. Las huellas de pisadas corresponden a suelas de caucho. De un traje de submarinismo, tal vez. No hay huellas digitales. El asesino llevaba guantes y no se los quitó en ningún momento.
Frank recorrió el pasillo, hasta la cabina, y se detuvo en el umbral. Fuera todo estaba en calma, pero dentro era un infierno. A menudo había visto escenas como aquella. Había visto sangre salpicada hasta el techo, había visto auténticas matanzas. Pero en aquellas ocasiones se trataba de hombres que peleaban contra otros hombres, de forma despiadada, por motivos humanos: poder, dinero, mujeres o cosas semejantes. Eran criminales que luchaban contra otros criminales. En todo caso, hombres contra hombres.
Lo que observaba allí, en cambio, era la batalla de un individuo con sus demonios más íntimos, esos que devoran la mente como la herrumbre devora el hierro. Nadie mejor que Frank para comprenderlo.
Notó que le costaba respirar y volvió sobre sus pasos. Hulot esperó a que se acercara y reanudó su relato.
– En el puerto de Fontvieille, donde estaban anclados, nos han dicho que Jochen Welder y Arijane Parker salieron al mar ayer por la mañana. Como no regresaron, suponemos que decidieron echar anclas en algún lugar de la costa. No demasiado lejos, probablemente, ya que no tenían mucho combustible. El desarrollo del crimen no está del todo claro, pero tenemos una hipótesis bastante verosímil. Hemos encontrado un albornoz en el puente. Quizá la joven salió a tomar el aire, tal vez se dio un baño en el mar. El asesino debió de llegar desde tierra, a nado. De cualquier modo, la sorprendió, la arrastró bajo el agua y la ahogó. El cuerpo de la mujer no presenta heridas. Después, el asesino atacó a Welder en el puente y le apuñaló. Arrastró los dos cadáveres hasta la habitación y allí, con toda calma, realizó este… este trabajo, ¡santo Dios! Para terminar, llevó la embarcación hacia el puerto, bloqueó el timón de modo que apuntara al muelle, y se fue como había llegado.
Frank guardó silencio. A pesar de la penumbra, no se había quitado las gafas. Con la cabeza inclinada, parecía observar la línea de sangre que pasaba entre ellos.
– ¿Qué piensas?
– Si las cosas han ocurrido como tú dices, el tipo debió de actuar con mucha sangre fría.
Quería irse de allí, quería volver a su casa, quería no haber visto lo que había visto, quería no decir lo que estaba diciendo. Quería volver al muelle y proseguir con tranquilidad, bajo el sol, su paseo hacia la nada. Quería respirar sin darse cuenta de que lo hacía. Sin embargo, siguió hablando.
– Si llegó a nado hasta el barco, significa que no lo hizo en un ataque de locura sino que fue algo premeditado y preparado con cuidado. Sabía dónde estaban sus dos víctimas, y es muy probable que no las eligiera al azar, que fueran exactamente ellos a quienes quería matar.
El otro asintió como si acabara de oír algo que también él había pensado.
– Eso no es todo, Frank. Ha dejado esta especie de comentario sobre lo que ha hecho.
Hulot se apartó con un movimiento casi teatral, para revelar lo que había a su espalda. Ante los ojos de Frank apareció la mesa de madera y la inscripción delirante que parecía trazada por la mano de Satanás.
«Yo mato…»
Frank se quitó las gafas, como si la penumbra le impidiera comprender el significado de aquellas palabras.
– Si todo ha ocurrido según tu hipótesis, esta inscripción no es solo un comentario de lo que hizo, Nicolás. Significa que lo hará otra vez.