En el gran piso silencioso hay un hombre sentado en un sillón en la oscuridad.
Ha pedido quedarse solo, él, que siempre ha tenido terror a la soledad, a las habitaciones vacías, a la penumbra. Los otros se han ido después de haberle preguntado una última vez, antes de salir, con una nota de ansiedad en la voz, sí estaba realmente seguro de querer quedarse allí, sin nadie que lo cuidara.
Ha respondido que sí, tranquilizador. Conoce tan bien esa gran casa que puede moverse libremente, sin nada que temer.
Las voces se han disuelto en los ruidos de los pasos que se alejan, de una puerta que se cierra, de un ascensor que baja. Poco a poco esos ruidos se transforman en silencio.
Así que ahora está solo, y piensa.
En la calma de esta noche de finales de mayo piensa en el vigor de los años pasados. Piensa en su breve verano, que se precipita hacia el otoño de los años que vendrán, que ya no recorrerá sobre las puntas de los pies, sino con las plantas firmemente asentadas sobre el suelo, aprovechando cualquier sólido asidero para no caer.
Por la ventana abierta entra el perfume del mar. Tiende una mano y enciende una lámpara colocada sobre una mesita, a su lado. Casi nada cambia para sus ojos, que ya se han vuelto un teatro de sombras. Vuelve a pulsar el botón. La luz se apaga, al soplo de su suspiro sin esperanza, como una vela. El hombre sentado en el sillón piensa ahora en lo que le espera. Deberá habituarse al olor de las cosas, a su peso, a su voz, cuando todas queden anegadas en el idéntico color.
El hombre sentado en el sillón es ciego.
Hubo un tiempo en que no era así. Hubo un tiempo en que vivía de la luz, y de su ausencia y de su esencia. Un tiempo en que sus ojos se fijaban un punto que estaba «allá» y con un salto podía transportar su cuerpo hasta allí, mientras la música parecía hecha de luz, una luz que ni siquiera los aplausos podían alterar.
Así de breve ha sido su danza.
Desde el nacimiento de su gran pasión hasta el ansioso descubrimiento de su talento y el fulgor estupefacto del mundo que lo confirmó, transcurrió apenas un instante. Ciertamente, hubo momentos de placer tan intenso que bastarían para colmar una vida entera, momentos que otros no experimentarán nunca, ni aunque vivieran un siglo.
Pero el tiempo, ese estafador que trata a los humanos como juguetes y a los años como minutos, ha volado y le ha arrebatado con una mano lo que con tanta abundancia le había prodigado con la otra.
Multitudes enteras admirando su gracia, la elegancia de sus pasos, las palabras silenciosas de cada gesto suyo, cuando parecía que toda su figura surgía de la música misma, tal era su fusión con la armonía dentro de la cual se movía.
Todavía conserva, en los ojos casi apagados, los recuerdos. Una luz tan fuerte que casi podría reemplazar la que va perdiendo. La Scala de Milán, el Bolshoi de Moscú, el Théátre Princesse Grace de Montecarlo, el Metropolitan de Nueva York, el Royal Theatre de Londres. Una infinidad de telones que se abrían en silencio y se cerraban entre los aplausos de cada éxito suyo. Telones que no se abrirán nunca más.
Adiós, ídolo de la danza.
El hombre se pasa una mano por el pelo brillante y tupido.
Ahora sus manos son sus ojos.
El tejido áspero del sillón, el tejido suave de sus pantalones en las piernas musculosas, la seda de la camisa en el tórax, siguiendo la línea definida de los pectorales. La sensación lisa de la mejilla afeitada por otro, hasta encontrar el hilo incoloro de la lágrima que ahora se la humedece. El hombre ha pedido, y ha conseguido, quedarse solo, él, que siempre ha tenido terror a la soledad, a las habitaciones vacías, a la penumbra.
Y de golpe siente que esa soledad se ha roto, que ya no está solo en el piso.
No es un ruido, no es una respiración, ni unos pasos. Es una presencia que él advierte, con un sentido que ignora poseer, como un primitivo instinto de murciélago. Una mano ha arrebatado, otra mano ha dado.
Ahora puede sentir muchas más cosas.
La presencia se convierte en un andar liviano, ágil, sin ruido. Una respiración tranquila y acompasada. Alguien está recorriendo el piso y se acerca. Ese andar silencioso ahora se ha detenido a su espalda. El hombre domina el instinto de volverse a mirar, pues lo sabe inútil.
Huele el perfume, el agradable olor de una piel mezclado con una buena agua de Colonia. Reconoce la esencia pero no a la persona.
Eau d'Adrien, de Annick Goutal. Un perfume que sabe a cítricos, a sol y a viento. Lo compró para Boris, tiempo atrás, en una tienda de París, cercana a la place Vendóme, el día después de una actuación triunfal en la Opera. Cuando todavía…
Vuelve a oír los pasos. El recién llegado avanza más allá del sillón, que está de espaldas a la puerta. Vislumbra la sombra de su cuerpo mientras se coloca enfrente.
El hombre sentado en el sillón no está sorprendido. No tiene miedo. Solo siente curiosidad.
– ¿Quién eres?
Un instante de silencio; después el hombre que está de píe responde al hombre sentado con una voz profunda y armoniosa:
– ¿Acaso importa?
– Sí, a mí me importa mucho.
– Mi nombre quizá no te diga nada. No es importante que sepas quién soy. Solo quiero que sepas qué soy y por qué estoy aquí.
– Eso lo imagino. He oído hablar de ti. Te esperaba, creo. Quizá dentro de mí esperaba que vinieras.
El hombre sentado se pasa una mano por el pelo. Quisiera pasarla también por el pelo del otro, por su cara, por su cuerpo, porque ahora las manos son sus ojos.
La misma voz profunda, tan rica en armonías, le responde en la oscuridad:
– Ahora estoy aquí.
– Imagino que no hay nada que yo pueda decir o hacer.
– No, nada.
– Entonces ha terminado. Creo que será mejor así, en cierto sentido. Yo nunca habría tenido el coraje.
– ¿Quieres música?
– Sí, creo que sí. No, estoy seguro. La quiero.
Oye una serie de pequeños ruidos, el zumbido del lector de CD que se abre y vuelve a cerrarse, acentuado por la oscuridad y el silencio. No ha encendido la luz. Debe de tener ojos de gato si le basta la débil claridad que llega del exterior y los LED del equipo para orientarse.
Al cabo de un instante las notas de una trompeta se elevan oscilantes, en la habitación. El hombre sentado no conoce el tema, pero ese instrumento le recuerda la melancólica melodía compuesta por Niño Rota para la banda sonora de La strada, de Fellini. Bailó esa música en la Scala de Milán, al inicio de su carrera; era un ballet basado en la película y había una primera bailarina cuyo nombre no recuerda, pero sí la gracia sobrenatural de su cuerpo. El hombre sentado en el sillón se dirige a la oscuridad de la que viene la música, que es la misma en la habitación y en sus ojos.
– ¿Quién es?
– Se llama Robert Fulton. Un músico grandioso…
– Lo oigo. ¿Qué representa para ti?
– Un viejo recuerdo. De ahora en adelante será también tuyo,
Un largo silencio inmóvil. El hombre sentado tiene por un instante la sensación de que el otro se ha ido. Pero cuando le habla, su voz llega de la cercana oscuridad.
– ¿Me permites pedirte un favor?
– Sí, si puedo.
– Quisiera tocarte.
Un leve rumor de tela. El hombre de pie se inclina hacia delante. El hombre sentado siente el calor de su aliento, un aliento que sabe a hombre. Quizá un hombre al que en otros tiempos y en otra ocasión habría procurado conocer mejor…
Extiende las manos, las posa en ese rostro, lo recorre con las yemas hasta encontrar el pelo. Sigue la línea de la nariz, explora con los dedos los pómulos y la frente. Ahora las manos son sus ojos, y ven por él.
No siente miedo. Tenía curiosidad, y ahora solo está sorprendido.
– Así que eres tú -murmura.
– Sí -responde el otro sencillamente, y se levanta.
– ¿Por qué lo haces?
– Porque debo.
El hombre sentado se contenta con esta respuesta. También él, en el pasado, hacía lo que creía que debía hacer. Tiene una última pregunta. En el fondo es solo un hombre. Un hombre que no teme el fin de todo, pero sí el dolor.
– ¿Sufriré?
El hombre sentado no puede ver que el hombre de pie ha extraído una pistola con silenciador de una bolsa de tela que lleva en bandolera. No ve el cañón dirigido hacia él. No ve en el metal bruñido el reflejo amenazador de la poca luz que llega de la ventana.
– No, no sufrirás.
No ve el nudillo que se blanquea cuando el dedo aprieta el gatillo. La respuesta del hombre de pie se mezcla con el silbido sofocado de la bala que, en la oscuridad, le hace estallar el corazón.
– No tengo ninguna intención de vivir prisionero hasta que esta historia haya terminado. ¡Y sobre todo no me gusta que me usen de cebo!
Roby Stricker dejó sobre la mesa su vaso de Glenmorangie, se levantó del sillón y fue a mirar por la ventana de su piso. Malva Reinhart, la joven actriz estadounidense que estaba sentada en el otro sillón, posaba sus fantásticos ojos violeta, justificación de tantos primeros planos, alternativamente sobre él y sobre Frank. Callada y perdida, parecía despojada de golpe del personaje que interpretaba en público, rico en miradas demasiado largas y en escotes demasiado cortos. Había perdido la expresión de agresiva suficiencia que mostró como un trofeo cuando Frank y Hulot los habían abordado a la salida de Jimmi'z, la discoteca más exclusiva de Montecarlo.
Se hallaban en la plazoleta asfaltada contigua al Sporting d'Été, un poco más allá de la puerta de cristal del local, a la izquierda de la luz azul del cartel. Estaban hablando con un hombre. Frank y Hulot habían bajado del coche y se habían dirigido hacia ellos. La Persona con la que él y Malva hablaban en aquel momento se alejo y los dejó solos bajo el resplandor de los faros.
– ¿Roby Stricker? -preguntó Nicolás.
El los miró sin entender.
– Si -respondió con voz no del todo segura.
– Soy el comisario Hulot, de la Süreté Publique, y él es Frank Ottobre, del FBI. Tenemos que hablaros. ¿Podéis acompañarnos, Por favor?
Pareció incómodo al enterarse de quiénes eran. Más tarde Frank comprendió por qué; se hizo el distraído cuando vio que el joven se desembarazaba de un pequeño sobre de cocaína. Stricker indicó con la mano a la joven que se hallaba a su lado, que los miraba sorprendida. Hablaban en francés, y ella no entendió una sola palabra.
– ¿Los dos, o solamente yo?… Ella es Malva Reinhart y…
– No estás arrestado, si es eso lo que te preocupa -intervino Frank, en italiano-. Pero te conviene venir con nosotros, por tu propio interés. Tenemos razones para creer que corres un grave peligro, y quizá también tu amiga.
Poco después, en el coche, le pusieron al corriente de todo. Stricker palideció como un muerto y Frank pensó que, si hubiera estado de pie, se le habrían aflojado las piernas. A continuación lo tradujo al inglés para que se enterara Reinhart, que también perdió las palabras y el color. Una joven y sensual actriz de nuestros días transportada de golpe al mundo del cine mudo en blanco y negro.
Llegaron al piso de Stricker, en La Condamine, cerca de la central, y no pudieron evitar quedarse estupefactos por la audacia de aquel loco homicida. Si su objetivo era en verdad Stricker, había un siniestro y sarcástico desafío en esa elección, ya que se proponía matar a alguien que vivía a un centenar de metros de la sede de la policía.
Frank se quedó con el joven y la muchacha, mientras Nicolás, después de haber inspeccionado el piso, iba a dar órdenes a Morelli y a sus hombres, apostados alrededor del edificio y formando una red de seguridad imposible de atravesar.
Antes de irse, Hulot llamó a Frank a la entrada, para darle un walkie-talkie y pedirle que llevara la pistola. Sin hablar, Frank se abrió la chaqueta para mostrarle la Glock colgada a la cintura. Al rozar el metal frío del arma sintió un leve estremecimiento.
Ahora, Frank dio un paso hacia el centro de la habitación y respondió con paciencia a las protestas de Stricker.
– Antes que nada, tratamos de garantizar tu seguridad. Aunque no la veas, casi toda la policía del principado está apostada en los alrededores. En segundo lugar, no queremos usarte de cebo; solo te pedimos que colabores porque eso podría ayudarnos a atrapar al hombre que buscamos. Te garantizo que no corres riesgo alguno. Vives en Montecarlo, y sabes qué está sucediendo de un tiempo a esta parte, ¿verdad?
Roby se volvió hacia él sin cambiar de posición, de espaldas a la ventana.
– No pensarás que tengo miedo, ¿verdad? Simplemente no me gusta esta situación. Me parece todo tan… ¡tan exagerado!
– Me alegra que no tengas miedo, pero no por eso debes subestimar a la persona a la que nos enfrentamos. Así que aléjate de esa ventana.
Stricker intentó mantenerse impasible pero volvió al sillón fingiendo la frialdad de un consumado aventurero. En realidad su nerviosismo se notaba a simple vista.
Frank le conocía desde hacía menos de una hora, y no le faltaban ganas de marcharse y dejarlo librado a su destino. Stricker encarnaba tan fielmente el estereotipo del hijo de papá que, en otras circunstancias, Frank hubiera creído que allí había una cámara oculta.
Roberto Stricker, «Roby» para la prensa del mundo del espectáculo, era italiano, pero tenía un apellido alemán que podía pasar también por inglés. De poco más de treinta años, era lo que suele definirse como un muchacho guapo. Alto, atlético, bonito pelo, bonita cara, bonito gilipollas. Era hijo de un multimillonario, propietario, entre muchas otras cosas, de una cadena de discotecas en Italia, Francia y España, llamadas No Nukes, que tenían por logo un sol sonriente. De ahí la asociación que había hecho Barbara con «Nuclear Sun», la pieza de música dance que el asesino les había hecho escuchar durante la última emisión, y con Roland Brant, seudónimo inglés del italianísimo locutor Rolando Bragante. Roby Stricker vivía en Montecarlo haciendo lo que su naturaleza y el dinero del padre le permitían: nada de nada. Los periódicos sensacionalistas abundaban en notas sobre sus hazañas amorosas y sus vacaciones, ya fuera esquiando en Saint Moritz con la top model del momento o jugando al tenis en Marbella con Bjorn Borg. Con toda probabilidad el padre le daba dinero suficiente para mantenerlo apartado de los negocios familiares; debía contabilizar aquellas sumas como «mal menor».
Stricker cogió otra vez el vaso, pero volvió a apoyarlo cuando vio que el hielo se había deshecho del todo.
– ¿Qué queréis que haga?
– En realidad, en estos casos no hay mucho que hacer. Solo hay que tomar las medidas adecuadas y esperar.
– Pero ¿por qué ese loco furioso me ha escogido a mí? ¿Pensáis que puede ser alguien que conozco?
«Si ha decidido matarte, no me sorprendería que te conociera Y hasta lo felicitaría, ¡pedazo de inútil!»
En homenaje a Stricker, Frank pensó estas cosas en italiano. Se sentó en un sillón.
– Es probable. Para serte franco, aparte de lo que sabe todo el mundo, incluido tú, no tenemos ninguna información sobre este asesino, salvo sus criterios de elección de las víctimas y lo que les hace después de haberlas matado…
Siguiendo su pensamiento, Frank había hablado de nuevo en italiano, subrayando levemente la crudeza de la palabra «asesino» con el único fin de asustar a Roby Stricker. No creyó oportuno traducir sus palabras al inglés y asustar todavía más a la muchacha, que, del miedo, se estaba mordiendo una uña hasta casi hacerse sangre. Aunque…
«Dime con quién andas y te diré quién eres.»
Si esos dos estaban juntos, por algo sería. Como Nicolás y Céline Hulot. Como Nathan Parker y Ryan Mosse. Como Bikjalo y Jean-Loup Verdier.
Por amor. Por odio. Por interés.
En el caso de Roby Stricker y Malva Reinhart, quizá se tratara de una banal y visceral atracción entre cáscaras vacías.
El walkie-talkie que Frank llevaba a la cintura vibró. ¡Qué extraño! Por prudencia, habían decidido silenciar la radio. Ninguna precaución parecía excesiva, en vista del hombre al que se enfrentaban. Un sujeto capaz de manipular con tanta pericia la telefonía y las comunicaciones seguramente podía introducirse en cualquier frecuencia de radio de la policía. Se levantó del sillón y fue a la entrada del piso antes de sacar el aparato de la cintura y acercárselo la boca. No quería que aquellos dos oyeran su conversación.
– Frank Ottobre.
– Frank, soy Nicolás. Quizá lo hemos atrapado.
Frank se sintió como si hubieran disparado un cañonazo cerca de sus oídos.
– ¿Dónde?
– Aquí abajo, en el cuarto de las calderas. Uno de mis hombres ha sorprendido a un sospechoso que se escabullía por la escalera que va al subterráneo y lo ha detenido. Todavía están ahí. Voy para allá.
– Llego enseguida.
Volvió a la otra habitación como un rayo.
– Quedaos aquí y no os mováis. No abráis a nadie excepto a mí.
Los dejó solos, llenos de estupor y de miedo. Abrió y volvió a cerrar en un solo movimiento la puerta de entrada. El ascensor no estaba en la planta. No tenía tiempo de esperar que llegara. Se dirigió a la escalera y bajó los escalones de dos en dos.
Llegó al vestíbulo en el instante en que Hulot y Morelli entraban en el edificio. Un agente de uniforme vigilaba la puerta del subterráneo.
Bajaron a la débil luz de una serie de lamparillas empotradas en la pared y protegidas por una rejilla. Frank pensó que todos los edificios de Montecarlo tenían las mismas características: muy cuidados en las fachadas, miserables en los detalles menos visibles. Hacía calor allí abajo, y olía a basura.
El agente los precedió. Detrás de un recodo del pasillo encontraron a un agente que montaba guardia junto a un hombre sentado en el suelo, apoyado en la pared, levemente inclinado, con las manos tras la espalda. El policía llevaba un par de gafas infrarrojas para visión nocturna.
– ¿Todo en orden, Thierry?
– Sí, comisario, yo…
– ¡Oh, no, santo cielo!
El grito de Frank interrumpió las palabras del policía.
El hombre sentado en el suelo era el periodista pelirrojo que había visto frente a la central de policía cuando se había descubierto el cadáver de Yoshida, y luego ante la casa de Jean-Loup Verdi.
– Es un periodista, maldita sea.
El reportero aprovechó la ocasión para hacerse oír.
– Pues claro que soy periodista. Rene Coletti, de France Soir ¡Es lo que le he repetido a este cabeza dura desde hace diez minutos! Si me hubiera permitido mostrarle mi carnet, habríamos evitado toda esta gilipollez.
Hulot, furioso, se agachó frente a Coletti. Frank temió que fuera a golpearlo. Si lo hubiera hecho, lo habría entendido y lo habría defendido ante los tribunales de los hombres y de Dios.
– Si te hubieras quedado en tu lugar esto no te habría sucedido, imbécil. Por si te interesa saberlo, en estos momentos estás en serios problemas.
– Ah, ¿sí? ¿Qué delito he cometido?
– De momento, obstaculizar una investigación policial. Después, con más calma, encontraremos alguna otra cosa. ¡Como sino bastara con que nos rompamos el lomo para dar caza a ese asesino, encima tenemos que tropezar todo el tiempo con reporteros entrometidos como tú!
Hulot se levantó e hizo una seña a los agentes.
– Sáquenlo y llévenselo.
Los dos policías ayudaron a Coletti a levantarse. Refunfuñando amenazas de represalias periodísticas, el reportero se puso en pie. Tenía un rasguño en la frente, donde se había golpeado contra la pared. El objetivo de su cámara fotográfica, que llevaba en bandolera, cayó al suelo.
Frank cogió a Hulot por un brazo.
– Nicolás, yo vuelvo arriba.
– Ve, yo me ocuparé de este idiota, i
Frank desanduvo el camino. Sentía que la desilusión le trituraba el estómago como una piedra de molino. Comprendía la rabia de Hulot. El trabajo de todo el equipo, la espera en la radio, el esfuerzo por descifrar el mensaje, el despliegue de hombres, la vigilancia, todo se había echado a perder por ese imbécil periodista con su cámara fotográfica. Por su culpa, ellos habían revelado su presencia. Si de veras el asesino se proponía atacar a Roby Stricker debía de haber cambiado de idea. Lo único bueno era que evitado una nueva muerte, aunque al mismo tiempo habían perdido la posibilidad de atraparlo.
Cuando la puerta del ascensor se abrió en la quinta planta, Frank bajó y golpeó a la puerta de Stricker.
– ¿Quién es?
– Soy yo, Frank.
La puerta se abrió. Cuando entró, Frank pensó que Roby Stricker tendría que pasar bastante tiempo en la playa o bajo una lámpara de rayos para hacer desaparecer la palidez de su rostro. El aspecto de Malva Reinhart no era mucho mejor. Estaba sentada en el sillón y sus ojos parecían más grandes y más violeta que de costumbre.
– ¿Qué ha sucedido?
– Nada. Nada de que preocuparse.
– ¿Habéis arrestado a alguien?
– Sí, pero no era la persona que buscamos.
En ese momento el walkie-talkie volvió a zumbar. Frank se lo quitó de la cintura. Después de haber corrido al bajar la escalera, se sorprendió de encontrarlo todavía allí.
– Sí.
Le llegó la voz de Hulot, una voz que no le gustó nada.
– Frank, habla Nicolás. Tengo una mala noticia que darte.
– ¿Muy mala?
– De lo peor. Ninguno nos ha engañado, Frank. Totalmente. Su objetivo no era Roby Stricker.
Frank sintió que se acercaba un mal momento para todos ellos. Acaban de descubrir el cadáver de Gregor Yatzimin, el bailarín. En las mismas condiciones que los otros tres.
– ¡Hostia!
– Te espero en el edificio.
– Llego enseguida
Frank apretó con fuerza el walkie-talkie y por un instante tuvo la tentación de arrojarlo contra la pared. Sentía la ira como si tuviera un bloque de granito en el estómago.
Stricker se le acercó, tan nervioso que no percibió cuan trastorno estaba.
– ¿Qué sucede?
– Debo irme.
El muchacho lo miró desconcertado.
– ¿De nuevo? ¿Y nosotros?
– Vosotros ya no corréis ningún peligro. No eras tú el objetivo
– ¿Cómo? ¿No era yo?
Aliviado, Stricker se apoyó en la pared.
– No. Acaban de descubrir otra víctima.
La certeza de haber eludido el peligro hizo que el joven pasara de la emoción a la indignación.
– ¿Quieres decirme que nos habéis puesto al borde de un infarto solo para decirnos ahora que os habéis equivocado? ¿Qué mientras vosotros estabais aquí el asesino se tomaba tranquilamente su tiempo para matar a otro? ¡Menudos policías! Cuando se entere mi padre hará un…
Frank escuchó en silencio el principio del estallido de cólera.
Pese a todo, las palabras de Stricker eran parcialmente ciertas. Sí, el asesino les había tomado el pelo una vez más. Como a unos imbéciles. Pero al menos ese hombre que acababa de burlarlos corría riesgos, salía de su casa y libraba su batalla, por atroz que fuera.
A Frank le resultaba aún más insoportable que los ridiculizara ese inepto de Stricker, después del esfuerzo que habían hecho todos por salvar su discutible existencia. El hielo que Frank tenía dentro, de golpe se volvió vapor y estalló con toda su fuerza. Cogió al joven por los testículos y apretó con violencia.
– Escúchame, calzonazos…
Stricker palideció mortalmente y se pegó al muro, ladeando la cabeza para evitar la mirada llameante de Frank.
– Si no cierras esa bocaza, te haré ver tus dientes sin necesidad de espejo.
Dio un violento estrujón a los cojones de Stricker, que hizo una mueca de dolor, y continuó con el mismo tono sibilante:
– Si de mí hubiera dependido, con gusto te habría dejado en manos de ese carnicero. Ya que el destino ha querido salvarte, más te vale ser prudente y no tentar al diablo.
Lo soltó. La cara de Stricker empezó a volver lentamente a su coloración normal. Frank vio que tenía los ojos brillantes.
– Ahora me voy. Como te he dicho, tengo cosas más importantes que hacer. Líbrate de esa furcia y espérame aquí; tú y yo todavía tenemos cosas que hablar, a solas. Debes aclararme un par de detalles sobre tus contactos en Montecarlo…
Frank se apartó, y Stricker se deslizó contra la pared hasta quedar sentado en el suelo. Se cogió la cabeza entre las manos y se echó a llorar.
– Y si mientras tanto quieres llamar a papaíto, eres libre de hacerlo.
Se dio la vuelta, abrió la puerta y dejó al muchacho sollozando. En el rellano, mientras esperaba el ascensor, lamentó no haber tenido tiempo para pedirle explicaciones sobre un detalle. Había esperado a quedarse a solas con él para preguntárselo, pero después habían llegado las llamadas de Nicolás.
Lo haría después, con calma. Quería que le aclarara quién era el individuo que estaba hablando con él y Malva Reinhart cuando los habían encontrado frente a Jimmy'z, el que se había alejado al verlos llegar. Frank quería saber de qué hablaba Roby Stricker con el capitán Ryan Mosse, del ejército de Estados Unidos.
El viaje hasta la casa de Gregor Yatzimin fue breve y largo al mismo tiempo.
Frank iba en el asiento del acompañante, con la mirada fija delante y escuchaba lo que le contaba Nicolás Hulot. Su rostro era una máscara de rabia silenciosa.
– Supongo que ya sabes quién es Gregor Yatzimin…
El silencio de Frank fue una afirmación.
– Vive… Vivía aquí, en Montecarlo, y dirigía la Compañía de Ballet. En los últimos tiempos había tenido problemas con la vista.
Frank le interrumpió de pronto, como si no le hubiera oído.
– En el mismo momento en que oí su nombre me di cuenta de hasta qué punto hemos sido estúpidos. Debimos imaginar que ese hijo puta complicaría sus mensajes. El primer indicio, Un hombre y una mujer, resultó relativamente fácil, porque era el primero. El muy desgraciado tenía que darnos una clave de lectura. «Samba para ti» era bastante más complejo. Así que era obvio que el tercero sería todavía más difícil. Además, él mismo nos lo anunció.
A Hulot le costaba seguirlo.
– ¿En qué sentido lo anunció?
– El loop, Nicolás. El loop que gira, gira, gira. El perro que se muerde la cola. Lo ha hecho adrede.
– ¿Adrede para qué?
– Nos dio un indicio que podía ser mal entendido, pues tenía una doble interpretación. Nos ha hecho perseguir nuestra propia sombra. Sabía que llegaríamos a Roby Stricker, por el nombre ingles del locutor, por las discotecas No Nukes… Y, mientras destinamos todas las fuerzas policiales a proteger a ese energúmeno, lo dejamos completamente libre de matar a su verdadera víctima…
Hulot terminó por él.
– Gregor Yatzimin, el bailarín ruso que se estaba quedando ciego por la radiación a la que se expuso en Chernobil, después del accidente de la central nuclear en 1986. «Dance» no hacía referencia a la música de discoteca, sino a la danza. Y «Nuclear Sun», al núcleo radiactivo de Chernobil.
– Exacto. ¡Qué imbéciles hemos sido! Tendríamos que habernos dado cuenta de que no podía ser tan simple. Y ahora cargamos con otro muerto en la conciencia.
Frank pegó un puñetazo contra el salpicadero.
– ¡Maldito cabrón hijo de puta!
Hulot comprendía muy bien su estado de ánimo, pues era también el suyo. También él habría querido gritar y golpear con los puños contra la pared. O sobre el rostro de ese asesino, hasta convertirlo en la misma máscara de sangre de sus víctimas. Tanto Frank como Hulot eran dos policías con gran experiencia, en absoluto estúpidos. Sin embargo, tenían la sensación de que su adversario los dominaba y los movía a su antojo como peones sobre un tablero.
Pero los policías responsables, al igual que los médicos, no piensan nunca en las vidas que han logrado salvar. Solo tienen en la mente las que han perdido. No prestan atención a los elogios o a las acusaciones de la prensa, los superiores o la sociedad. Es un discurso personal, un discurso que todos, cuando se miran al espejo cada mañana, reanudan en el mismo punto en que lo interrumpieron la noche anterior.
El coche se detuvo ante un elegante edificio de la avenida Princesse Grace, poco después del Jardin Japoneis. La escena era la aconstumbrada, la que habían visto demasiadas veces en esos últimos tiempos y que no habrían querido ver también esa noche. El furgón de la brigada científica y del médico forense ya estaban aparcados delante de la casa. El portón estaba vigilado por un par de agentes de uniforme. Ya habían llegado unos periodistas. En breve llegarían todos los demás. Hulot y Frank bajaron del coche y se dirigieron hacia Morelli, que los esperaba ante la entrada. Su cara era la pieza que faltaba en aquella imagen de frustración general.
– Cuéntanos, Morelli -dijo Hulot mientras entraban junto en el edificio.
Morelli señaló con la mano las puertas del ascensor.
– Como las otras veces. La cabeza desollada, la inscripción «Yo mato…» trazada con sangre. La misma técnica que con los otros, más o menos.
– ¿Qué quieres decir con «más o menos»?
– Que esta vez la víctima no ha sido acuchillada. El asesino la ha matado con un disparo de pistola antes de…
– ¿Un disparo de pistola? -Lo interrumpió Frank, incrédulo-. Un disparo en plena noche hace mucho ruido. Alguien habrá oído algo.
– Nada. Nadie ha oído nada.
Llegó el ascensor, silencioso como solo pueden serlo los ascensores de lujo. Las puertas se abrieron sin ningún ruido. Subieron.
– Ultimo piso -indicó Morelli a Hulot, que mantenía el dedo suspendido delante del tablero de botones.
– ¿Quién ha descubierto el cuerpo?
– El secretario de Yatzimin. Secretario y confidente. Y también su amante, me parece. Había salido con un grupo de amigos de la víctima, unos bailarines de Londres. Yatzimin no quiso salir. Quería quedarse solo.
Llegaron al piso y las puertas del ascensor se deslizaron sobre las guías bien engrasadas. La puerta del piso estaba abierta de par en par, y todas las luces estaban encendidas. Dentro, la habitual actividad de la escena de un crimen. Los de la brigada científica se ocupaban de lo suyo mientras los hombres de Hulot lo inspeccionaban todo meticulosamente.
– Por aquí.
Morelli los guió por el piso decorado con lujo y cierto glamour. Llegaron a la puerta de una alcoba, justo cuando salía el medico forense. Hulot vio con alivio que no era Lassalle, sino Coudin. Su presencia significaba que las altas esferas estaban lo bastante preocupadas como para haber llamado al número uno. Sin duda habría un sinfín de llamadas entre bastidores.
– Buenos días, comisario Hulot.
Nicolás se acordó de la hora que era.
. -Es verdad, tiene usted razón, doctor. Buen día. Pero tengo la sospecha de que no lo será, al menos para mí. ¿Qué puede decirme?
. -Nada sensacional. En lo concerniente a una primera observación, se entiende. En cuanto a la tipología del homicidio, ya es otro cantar. Si quiere echar un vistazo, mientras tanto…
Siguieron a Frank, que ya había entrado en la habitación. Una vez más, el espectáculo que había ante sus ojos los dejó de piedra. Ya lo habían visto, con otros detalles y en otras circunstancias, pero costaba habituarse a algo como aquello.
Gregor Yatzimin estaba tendido en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho, en la posición habitual en que se coloca a los muertos. De no haber sido por la cabeza horrendamente mutilada, habría parecido un cadáver preparado por un empresario de pompas fúnebres a la espera de ser enterrado. En la pared, sarcástico como siempre, el mensaje escrito con furor y sangre.
«Yo mato…»
Todos guardaron silencio ante la muerte. Ante esa muerte. Un nuevo homicidio sin motivo, sin explicación, salvo en el cerebro enfermo del que lo había cometido. La cólera se convertía en una hoja incandescente, no menos afilada que la del asesino, que hurgaba en llagas dolorosas.
La voz del inspector Morelli los sacó del trance en que habían caído, subyugados por el hechizo hipnótico del mal en estado puro.
– Hay algo distinto…
– ¿Qué?
– No es más que una sensación, pero aquí no se percibe el delirio de los otros homicidios. No hay sangre por todas partes, no hay furia. Incluso la posición del cadáver… Casi parece que sintiera… respeto por la víctima.
– ¿Quieres decir que este loco es capaz de sentir piedad?
– No lo sé. Tal vez he dicho una estupidez, pero es lo que he pensado al entrar aquí.
Frank apoyó una mano en el hombro de Morelli.
– Tienes razón. La escena es distinta de las de los otros crírnenes. No creo que hayas dicho una estupidez. Y aunque así fuera solo sería una más entre las muchas que hemos dicho y hecho esta noche.
Echaron una última ojeada al cuerpo de Gregor Yatzimin, el etéreo bailarín, el cygnus olor, como le había apodado la crítica de todo el mundo. Incluso en aquella posición y horrendamente desfigurado transmitía una sensación de gracia, como si ni siquiera la muerte pudiera alterar su talento.
Los tres siguieron a Coudin fuera de la habitación.
– ¿Y bien? -preguntó Hulot, sin muchas esperanzas.
El médico forense se encogió de hombros.
– Nada revelador, aparte de la cara desollada, tal vez con un instrumento muy afilado, como un bisturí. El examen de las heridas se efectuará en un lugar más apropiado, aunque puedo decir, a primera vista, que el trabajo se ha hecho con gran pericia.
– Sí. Nuestro amigo ya tiene cierta práctica.
– La causa de la muerte ha sido un disparo de arma de fuego, a corta distancia. De momento solo puedo conjeturar que era un arma de gran calibre, como una 9 mm. La bala ha ido directamente al corazón, y la muerte ha sido casi instantánea. Por la temperatura del cuerpo, diría que ha sucedido hace unas dos horas.
– Justo cuando nosotros estábamos perdiendo el tiempo con ese cabrón de Stricker -gruñó Frank a media voz.
Hulot lo miró para confirmar que había expresado el pensamiento de todos.
– Yo ya he terminado -dijo Coudin-. En lo que a mí concierne, podéis llevaros el cuerpo. Os haré llegar cuanto antes el informe de la autopsia.
Hulot no lo dudaba. Con toda probabilidad las autoridades también habían presionado a Coudin. Y eso no era nada comparado con lo que le esperaba a él.
– Gracias, doctor. Buenos días.
El médico miró al comisario en busca de un rastro de ironía pero solo vio la mirada opaca de un hombre derrotado.
. -También a usted, comisario. Buena suerte.
Los dos sabían cuánto la necesitarían.
Mientras Coudin se marchaba, llegaron los encargados de llevarse el cuerpo. Hulot les hizo una seña con la cabeza y los hombres entraron en la alcoba y desplegaron una bolsa para transportar el cadáver.
– Vayamos a hablar con ese secretario, Morelli.
– Mientras tanto, yo echaré un vistazo por el piso -dijo Frank, absorto.
Hulot siguió a Morelli hasta el final del pasillo, a la derecha de la alcoba. El piso estaba dividido en una zona nocturna y otra diurna. Hulot y Morelli cruzaron unas habitaciones cuyas paredes se hallaban cubiertas con carteles y fotos del desdichado dueño de la casa. El secretario de Gregor Yatzimin estaba sentado en la cocina, en compañía de un agente.
Por los ojos enrojecidos se notaba que había llorado. Era poco más que un muchacho, de cuerpo frágil, con una piel muy clara y el cabello de color arena. En la mesa que tenía delante había una caja de pañuelos de papel y un vaso con un líquido ambarino, tal vez coñac. Cuando los vio entrar se puso de pie.
– Soy el comisario Nicolás Hulot. No se levante, señor…
– Boris Devchenko. Soy el secretario de Gregor. Yo…
Hablaba francés con un fuerte acento eslavo. Mientras volvía a sentarse sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas. Bajó la cabeza y cogió a ciegas un pañuelito.
– Discúlpeme, pero lo que ha sucedido es tan espantoso…
Hulot cogió una silla y se colocó frente a él.
– No tiene por qué disculparse, señor Devchenko. Trate de calmarse. Necesito hacerle unas preguntas.
Devchenko levantó de repente el rostro bañado en lágrimas.
– No he sido yo, señor comisario. Yo estaba fuera, con unos amigos; me han visto todos. Yo quería a Gregor, nunca habría sido capaz de hacer algo… algo como esto.
Hulot sintió una ternura infinita por aquel muchacho. Tenía razón Morelli; sin duda eran amantes. Pero ello no cambiaba en su consideración. El amor es el amor, en cualquier modo que se manifieste. Él mismo había conocido a muchas parejas de homosexuales que vivían historias de amor de una delicadeza de sentimientos difícil de encontrar en otras relaciones más convencionales.
Le sonrió.
– Tranquilícese, Boris. Nadie le está acusando de nada. Solo quería unas aclaraciones que me ayuden a entender qué ha sucedido aquí esta noche.
Boris Devchenko pareció calmarse un poco al ver que nadie lo acusaba.
– Ayer por la tarde llegaron unos amigos de Londres. Debía venir también Roger Darling, el coreógrafo, pero en el último momento lo retuvieron en Inglaterra. Al principio estaba previsto que Gregor bailara interpretando el papel de Billy Elliot, pero después se agravaron muchos sus problemas de vista…
Hulot recordó que había visto esa película en el cine, con Céline.
– Fui a buscarlos al aeropuerto de Niza. Luego vinimos aquí y cenamos en casa. Cociné yo. Después propusimos a Gregor que nos acompañara, pero él no quería. Estaba muy cambiado desde que sus ojos habían empeorado.
Miró al comisario, que con un movimiento de cabeza le confirmó que conocía la historia del bailarín. La exposición a las radiaciones de Chernobil le había causado una degeneración irreversible del nervio óptico que le había llevado a una ceguera total. Su carrera terminó cuando resultó evidente que nunca más lograría moverse sin ayuda sobre un escenario.
– Nosotros salimos y él se quedó solo. Quizá, si también yo me hubiera quedado, todavía estaría vivo.
– No se culpe. No hay nada que hubiera podido hacer en un caso como este.
Hulot no creyó oportuno mencionar que, de haber permanecido en el piso, muy probablemente ahora habría dos cadáveres en vez de uno.
– ¿No ha notado usted nada extraño estos días? ¿Alguna persona que han encontrado por casualidad más de una vez, una llama da extraña, algún detalle insólito, algo…?
El propio Devchenko estaba demasiado desesperado para admitir la nota de desesperación en la voz de Hulot.
– No, nada. Pero tenga usted en cuenta que yo me ocupaba de Gregor todo el tiempo. Cuidar a un hombre casi ciego requiere total dedicación.
– ¿Tienen personal de servicio?
– Nadie fijo. Hay una mujer que viene todos los días a hacer la limpieza, pero se va a media tarde.
Hulot miró a Morelli.
– Apunte el nombre de esa persona, aunque estoy seguro de que no sacaremos nada. Señor Devchenko…
El tono de voz del comisario se suavizó cuando se dirigió de nuevo al muchacho.
– Le pediremos que pase por la comisaría para firmar la declaración; también confío en su disponibilidad para ayudarnos a resolver este asunto. Y le agradeceremos que no salga usted de la ciudad.
– Pues claro, comisario. Cualquier cosa con tal de castigar al que ha matado a Gregor de este modo.
Por el tono con que habló, Hulot no tuvo dudas que, de haber estado en el piso, Boris Devchenko habría arriesgado su vida para salvar la de Gregor Yatzimin. Y la habría perdido.
Hulot se levantó y dejó a Morelli hablando con Devchenko. Volvió a la sala, donde la brigada científica terminaba su registro. Se le acercaron dos agentes.
– Comisario…
– ¿Sí?
– Hemos interrogado a los vecinos. Nadie ha visto ni oído nada.
– Sin embargo, hubo un disparo.
– En la planta de abajo viven dos ancianos, que toman sedantes para dormir. Me han dicho que no oyeron siquiera los fuegos artificiales del Campeonato del Mundo, así que mucho menos un disparo. En el piso de enfrente vive una señora sola, también baste mayor. En este momento está de viaje, y ha dejado aquí a su nieto de París, un muchacho de unos veintidós o veintitrés años, ha pasado toda la noche en discotecas. Llegaba cuando estaba llamando a la puerta. Obviamente no ha visto ni oído nada.
– ¿Y el piso de aquí al lado?
– Está vacío. Hemos despertado al encargado y le hemos pedido las llaves. Es probable que el asesino haya pasado por ahí y haya saltado por el balcón que comunica con el de este piso. No hay rastros de allanamiento. Nosotros no hemos entrado, para no contaminar la escena. Irá la científica apenas haya terminado aquí.
– Bien -repuso Hulot.
Frank volvió de su ronda de inspección. Hulot supuso que se había alejado unos momentos para quedarse a solas y calmarse. Y para reflexionar. Sin duda imaginaba que no habían encontrado ninguna huella del asesino, pero aun así se había entregado a su intuición, a esa sensación que a veces transmite el lugar de un delito, más allá de la simple y normal percepción sensorial.
En ese momento, Morelli salió de la cocina,
– Por lo que parece, tu sensación era exacta, Morelli.
Lo miraron en silencio, esperando que continuara.
– No hay una sola mancha de sangre en toda la casa, aparte de las pocas de la colcha. Ni una. Y, como ya hemos tenido ocasión de comprobar, desgraciadamente, en un trabajo como este se derrama mucha sangre.
Frank volvía a ser el de siempre. Parecía que la derrota de aquella noche no hubiera dejado huella, aunque Nicolás sabía muy bien que no era así. Nadie puede olvidar tan deprisa que ha tenido la posibilidad de salvar una vida humana y no lo ha logrado.
– Nuestro hombre lo limpió todo perfectamente cuando terminó de hacer lo que debía hacer. Estoy seguro de que un análisis con Luminol revelará los rastros de sangre.
– ¿Por qué crees que lo ha hecho? ¿Por qué no ha querido dejar huellas de sangre?
– No tengo la menor idea. Quizá por lo que ha dicho Morelli.
– Me pregunto si un monstruo así pudo haber sentido alguna forma de piedad por Gregor Yatzimin. Si este puede ser el motivo
– Eso no cambia nada, Nicolás. Es posible, aunque no tiene ninguna importancia. Dicen que también Hitler amaba tiernamente a su perro, y sin embargo…
Volvieron a la entrada en silencio. Por la puerta abierta, vieron en el amplio rellano a los ayudantes del médico forense que habían encerrado el cuerpo de Yatzimin en la bolsa de tela y subían al ascensor, para no bajar las seis plantas a pie cargando el cadáver.
Fuera amanecía. Sería un nuevo día, hermano de sangre de todos los que habían pasado desde el comienzo de esa historia. Abajo rodeando el edificio de Gregor Yatzimin, encontrarían una multitud de periodistas. Saldrían entre una avalancha de preguntas y una artillería antiaérea de «sin comentarios». Poco después saldrían a la calle los medios. Los superiores de Hulot estallarían. Roncaille perdería un poco de su bronceado, y el rostro blancuzco de Durand adoptaría una coloración de lagarto. Mientras bajaban a pie, Frank Ottobre pensaba que cualquiera que arremetiera contra ellos tendría sobradas razones.
Frank dejó el Peugeot de Nicolás a las puertas de la casa de Roby Stricker, en un lugar de aparcamiento prohibido. Extrajo del salpicadero el rótulo de «Coche patrulla en servicio» y lo puso en el cristal bajo el parabrisas. Bajó del coche mientras un agente ya se acercaba para hacer que lo moviera. Al ver el cartel, incluso antes de reconocerlo, levantó la mano derecha para decirle que no había ningún problema.
Frank lo saludó en silencio con un movimiento de cabeza y cruzó la calle hacia Les Caravelles.
Había dejado al comisario y a Morelli enfrentándose a los periodistas que habían llegado como moscas a la miel al saber la noticia del nuevo homicidio. Las vallas que los agentes habían dispuesto delante de la entrada no conseguían contener a los reporteros, que, al ver a Hulot y al inspector detrás de los cristales de la entrada, habían comenzado a empujar. Parecía la repetición de la escena del puerto, tras la muerte de Jochen Welder y Arijane Parker, al comienzo de aquella desagradable historia.
Frank pensó que parecían una plaga de saltamontes que devoraban todo lo que encontraban a su paso. Sin embargo, no hacían más que cumplir con su trabajo. Todos podían esgrimir esa justificación. Incluido el asesino, ese que los manejaba a su antojo.
Frank tenía que salir de allí. Había echado una mirada al otro lado de los cristales y luego se había detenido en el centro del vestíbulo.
– Claude, ¿hay una salida de servicio?
– Claro, está la entrada para los proveedores.
– ¿Cómo llego hasta allí?
Morelli le había indicado un lugar situado a su espalda.
– Detrás de la escalera está el ascensor de servicio. Pulsa «S» y encontrarás en el patio, al lado de la bajada que lleva al garaje. Torna a la derecha, sube la rampa y estarás en la calle.
Hulot lo miraba sin entender. Frank no había creído oportuno darle excesivas explicaciones. No por el momento, al menos.
– Tengo un par de cosas que hacer, Nicolás, y no querría tener en los talones a la prensa de media Europa. ¿Puedes prestarme tu coche?
– Claro. Puedes usarlo; durante un rato no lo necesitaré.
Le tendió las llaves sin añadir más. El comisario estaba tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para sentir curiosidad. Los tres llevaban la barba crecida y tenían el aspecto de refugiados de un terremoto, que se intensificaba aún más al saber que también habían perdido aquella última batalla.
Frank los había dejado para seguir el recorrido indicado por Morelli. A través de un semisótano que olía a moho y gasóleo, había salido a la calle, alcanzado el coche y aparcado del otro lado de la avenida Princesse Grace, exactamente detrás del grupo de periodistas que aturdía con preguntas al pobre Nicolás Hulot.
Por fortuna, nadie había advertido su presencia.
Empujó la puerta y entró en el edificio. El encargado no estaba en la portería. Miró la hora. Las siete. Contuvo a duras penas un bostezo. El cansancio de aquella larga noche en blanco comenzaba a hacerse sentir. Primero el programa, después la búsqueda de Roby Stricker, la vigilancia, la esperanza, la desilusión, el nuevo homicidio, el cadáver mutilado de Gregor Yatzimin.
Del otro lado de la puerta de cristal, el cielo y el mar teñían de azul el comienzo de ese nuevo día. Habría estado bien olvidarse de todo, acostarse en la cama del cómodo piso del Pare SaintRornan, cerrar los ojos y las persianas y olvidar la sangre y las inscripciones en las paredes.
«Yo mato…»
Recordó la nueva amenaza escrita en la alcoba de Yatzimin. Si no le detenían ellos, ese maldito no pararía nunca. Llegaría un momento en que no habría suficientes paredes para contener las inscripciones ni cementerios para enterrar a los muertos.
Todavía no era tiempo de dormir, en el caso de que lo lograra. Debía aclarar aquel asunto con Stricker. Quería saber cómo y por qué Ryan Mosse se había puesto en contacto con él, aunque se lo imaginaba. Debía saber si las investigaciones del general estaban más adelantadas o atrasadas que las de ellos, y qué podía esperarse por ese lado.
Miró a su alrededor. En ese momento el encargado salió de la que debía de ser la puerta de su vivienda en el edificio; se abotonó la chaqueta y tragó apresuradamente un bocado que estaba masticando. Lo había sorprendido en flagrante delito de desayunar. Entro en la portería y lo miró, tras la mampara de cristal.
Era un tío con bigote y pelo oscuro, de unos cuarenta años; no parecía muy despierto pero tenía esa actitud de suficiencia del que trabaja en un lugar donde viven personas ricas.
– ¿Deseaba?
– Busco a Roby Stricker.
– Mis instrucciones dicen que a esta hora duerme,
Frank sacó su placa de la chaqueta, de tal modo que el encargado viera la Glock que llevaba en la cintura.
– Y esto dice que ahora usted lo despierta.
De pronto el encargado cambió de actitud. El nudo de saliva que mandó garganta abajo parecía más grande que el bocado que había tragado hacía un instante, pero bajó mucho más veloz. Descolgó el teléfono y marcó un número con un único movimiento nervioso. Dejó que la campanilla sonara varias veces antes de pronunciar el veredicto,
– No responde.
Qué extraño. Después de aquella cantidad de timbrazos, Stricker, aunque durmiera, debería haberse despertado. Frank no lo creía tan osado como para escaparse, y consideraba haberle asustado lo suficiente para hacerle desistir de cometer cualquier tontería. Si huía sería una complicación, pero no un desastre. De necesario, encontraría a ese idiota en un santiamén, aunque se escondiera detrás de los mejores abogados que el padre pudiera contratar.
– Pruebe de nuevo.
El encargado se encogió de hombros.
– Todavía está sonando, pero no responde nadie.
De repente, Frank tuvo un terrible presentimiento. Tendió una mano hacia el encargado.
– Déme la llave maestra, por favor.
– Pero no estoy autorizado a…
– He dicho que me dé la llave maestra, por favor. Si hace falta, puedo pedírselo de manera mucho menos amable -lo interrumpió bruscamente Frank. Su tono no admitía réplica. Y su mirada tampoco. El encargado volvió a tragar saliva.
– Y después salga a la calle y dígale al agente que está ahí fuera que suba inmediatamente al piso de Roby Stricker.
El pobre hombre se apresuró a abrir el cajón y le dio una llave colgada en un llavero de BMW. Hizo ademán de levantarse de la silla.
– ¡Vaya! -lo apremió Frank.
Se dirigió hacia la puerta del ascensor y lo llamó.
«¿Por qué los ascensores nunca están ahí cuando uno los necesita? ¿Y por qué están siempre en la última planta cuando se tiene prisa? Maldito sea Murphy y sus leyes…»
Por fin la puerta se abrió; Frank subió y pulsó el botón de la planta de Stricker.
Durante la eternidad que duró la subida, rogó estar equivocado. Rogó que la sospecha que le había cruzado por la cabeza como un relámpago no fuera realidad.
Cuando llegó a la quinta planta, el ascensor se abrió con un débil soplo. Frank vio que la puerta del piso del playboy estaba entorna. Llegó de un solo paso, o así se lo pareció. Sacó la Glock, empujo el batiente con el caño para no tocar el picaporte, y entró.
El vestíbulo era la única parte del piso que estaba en orden. En donde había hablado con Stricker y la muchacha reinaba el caos, la cortina de la puerta corredera estaba medio arrancada, colgando como una bandera de capitulación; en el suelo, un vaso, y la botella de whisky que Stricker había estado bebiendo, hecha pedazos sobre la moqueta gris perla.
El contenido se había esparcido por el suelo y había dejado una gran mancha oscura. Un cuadro caído revelaba una pequeña caja fuerte empotrada en la pared; extrañamente, el cristal se había separado sin romperse y descansaba en el piso junto al marco torcido. Un cojín del sillón se había resbalado de su lugar y yacía vertical en el suelo. En la habitación no había nadie.
Frank pasó al breve pasillo que llevaba a la alcoba. A la izquierda, la puerta abierta del cuarto de baño, desierto; al menos parecía estar en orden. Cuando llegó al umbral del dormitorio sintió que le faltaba el aliento.
– ¡Hostia, hostia, hostia, mil veces hostia! -dijo, conteniendo el impulso de continuar la obra de destrucción que se había hecho en el lugar.
Avanzó paso a paso, prestando mucha atención dónde ponía los pies. En el centro de la estancia, tendido en el suelo de mármol, estaba el cuerpo de Roby Stricker, en medio de un charco de sangre que parecía cubrirlo todo. Llevaba la misma camisa que cuando lo había dejado, solo que ahora estaba empapada de rojo y pegada al cuerpo. En la espalda se veían numerosas cuchilladas. En el rostro tenía cardenales y un profundo corte en la mejilla izquierda. La sangre coagulada le ensuciaba la boca, y el brazo izquierdo estaba roto, doblado en un ángulo antinatural.
Frank se agachó y le tocó la garganta. Ningún latido. Roby Stricker estaba muerto. Se puso de pie con los ojos nublados de lágrimas de rabia.
Otro. En la misma noche. Otro jodido homicidio pocas horas después del otro. Maldijo en silencio al mundo, el día, la noche y su destino de cazafantasmas. Maldijo a Nicolás, que le había metido en aquella historia, y a sí mismo, que se lo había permitido. Maldijo todo lo que le venía a la mente.
Cogió el walkie-talkie y pulsó el botón de llamada.
– Frank Ottobre para Nicolás Hulot.
Un chasquido, un rumor, y por fin la voz del comisario.
– Aquí Nicolás. Dime, Frank.
– Ahora soy yo el que debe darte una mala noticia, Nic. Muy, muy mala.
– ¿Qué coño ha sucedido ahora?
– Roby Stricker está muerto. En su piso. Asesinado.
Hulot dejó escapar una serie de imprecaciones capaces de apagar la luz del sol. Frank comprendía perfectamente lo que sentía, cuando su furia se aplacó, el comisario le hizo la pregunta que le quemaba los labios.
– ¿Ninguno?
– No. Asesinado y punto. La cara sigue en su lugar y no hay inscripción en la pared.
– ¿Qué ha sucedido?
– Por lo que puedo deducir a simple vista, la muerte no debe de haber sido instantánea. Lo han agredido y apuñalado. Hay señales de lucha por todas partes y un enorme charco de sangre en el suelo. El asesino le ha creído muerto y se ha ido cuando todavía estaba vivo. Te parecerá extraño, pero el pobre imbécil de Roby Stricker ha hecho, mientras moría, mucho más que lo que consiguió hacer en vida…
– ¿Es decir?
– Antes de morir ha escrito en el suelo el nombre de su asesino.
– ¿Lo conocemos?
Frank bajó un poco el tono de voz, como si quisiera ayudar a Hulot a digerir mejor lo que estaba a punto de decirle.
– Lo conozco yo. En tu lugar, llamaría a Durand y le haría expedir una orden de captura para Ryan Mosse, capitán del ejército de Estados Unidos.
La puerta se abrió y Morelli entró en la pequeña habitación, desnuda y sin ventanas.
Se acercó a la mesa de fórmica gris a la que se hallaban sentados Frank y Nicolás Hulot y dejó ante ellos un paquete de fotos en blanco y negro, todavía húmedas. Frank las cogió, las hojeó, eligió una, la apoyó en la mesa y la giró hacia el hombre sentado frente a él. Inclinándose hacia delante, la empujó hasta el otro lado de la mesa.
– Tenga. A ver si esto le dice algo, capitán Mosse.
Ryan Mosse, esposado a su silla, apenas miró la fotografía, como si aquello no le concerniera. Volvió a dirigir a Frank sus ojos inexpresivos.
– ¿Y bien?
El tono de su voz hizo estremecer a Morelli, apoyado en la puerta, al lado del gran espejo que cubría toda la pared. Al otro lado de este se encontraban Roncaille y Durand, que habían llegado deprisa a la central al enterarse de los dos nuevos homicidios y del arresto.
Frank realizaba el interrogatorio en inglés y los dos hablaban a bastante velocidad. Morelli, aunque de vez en cuando se perdía alguna palabra, conocía suficientemente bien el idioma para ver que el hombre al que habían arrestado no tenía nervios, sino cables acero.
A pesar de las pruebas, demostraba una calma y una frialdad que serían la envidia de un iceberg. En general, hasta los delincuentes más endurecidos, en una situación como aquella, bajaban los brazos y empezaban a gimotear. Este, en cambio, infundía temor con solo mirarlo, incluso con las esposas en las muñecas. Morelli pensó en el desafortunado Roby Stricker, que se lo había encontrado frente a frente, con un cuchillo en la mano. Un asunto feo, muy feo Introducido como una cuña en una historia aún peor.
El inspector no conseguía olvidar el pobre cuerpo desfigurado de Gregor Yatzimin, acostado en su cama por la piedad tardía de su asesino.
Frank se apoyó en el respaldo de su silla.
– Esto que hay en el suelo parece un cadáver. ¿O no?
– ¿Y bien? -repitió Mosse.
– ¿No le parece extraño que al lado del cadáver esté escrito su nombre?
– Se necesita mucha fantasía para ver mi nombre en ese borrón.
Frank apoyó los codos sobre la mesa.
– Se necesita tu cabeza llena de mierda para no verlo, diría yo.
Mosse sonrió. Era la sonrisa del verdugo mientras mueve la palanca para abrir la trampa.
– ¿Qué pasa, señor Ottobre? ¿Es que te están traicionando los nervios?
La sonrisa de Frank era la de un hombre ahorcado que ve cómo se corta la cuerda.
– No, capitán Mosse. Esta noche los nervios te han traicionado a ti. Te he visto hablar con Stricker frente a Jimmy'z, cuando fuimos a buscarle. No sé cómo llegaste hasta él, pero también me propongo descubrirlo. Cuando nos viste te largaste, pero no lo bastante deprisa. Si quieres, te diré qué sucedió a continuación. Tenías vigilado el domicilio de Stricker. Cuando nos fuimos, esperaste todavía un poco. Viste salir a la muchacha. Subiste. Discutisteis. Ese desdichado debió de ponerse nervioso, y también tú; luchasteis y lo acuchillaste. Lo creíste muerto y te fuiste, pero él tuvo tiempo de escribir tu nombre en el suelo.
– Son alucinaciones tuyas, y lo sabes, señor Ottobre. No sé qué te han dado para curarte, pero me parece que se han pasado con la dosis. See ve que no me conoces…
La mirada de Mosse parecía de acero puro.
– Si decido usar el cuchillo con un hombre, antes de irme me aseguro de que esté muerto.
Frank hizo un gesto con las manos.
– Quizá hasta tú comienzas a errar algunos golpes, Mosse.
– Creo que a estas alturas tengo derecho a no responder más preguntas sin la presencia de un abogado. Eso vale también en Europa, ¿no?
– Por supuesto. Si quieres un abogado, estás en tu derecho.
– Entonces podéis iros a la mierda. No pienso deciros ni una palabra más.
Mosse bajó el telón. Fijó los ojos en su reflejo en el espejo y su mirada se volvió ausente. Frank y Hulot se miraron; sabían que ya no le sacarían nada más. Frank recogió las fotos de la mesa; luego se levantaron de sus sillas y se dirigieron hacia la puerta. Morelli la abrió para dejarlos pasar y los siguió al exterior.
En la habitación contigua, Roncaille y Durand estaban sobre ascuas. Roncaille se dirigió a Morelli.
– ¿Nos disculpa usted un instante, inspector?
– Claro. Iré a tomar un café.
Morelli salió y los cuatro se quedaron a solas. Del otro lado del espejo se veía a Mosse, sentado, inmóvil, en el centro de la otra habitación, con la actitud de un soldado que ha caído en manos del enemigo.
«Capitán Ryan Mosse del ejército de Estados Unidos, número de matrícula…»
Durand lo señaló con un movimiento de cabeza.
– Un hueso duro de roer -declaró.
– ¡Joder! Y un hueso duro de roer que sabe que cuenta con todo el apoyo del mundo. Pero, aunque tenga el apoyo de la Santísima Trinidad, a este lo encerramos.
El procurador general cogió una de las fotos y la examino por enésima vez.
Se veía el cuerpo de Stricker tendido en el suelo de mármol de su alcoba, el brazo derecho doblado en ángulo recto, la mano apoyada en el suelo. La muerte le había sorprendido con el dedo índice todavía extendido para trazar la inscripción que acusaba a Ryan.
Mosse.
– Es un poco confuso.
– Stricker se estaba muriendo y tenía el brazo izquierdo roto…
Con un dedo indicó en la foto el brazo doblado de manera antinatural. Frank había experimentado en persona la habilidad de Mosse en la lucha cuerpo a cuerpo. El militar sabía muy bien cómo ocasionar ese tipo de lesiones al adversario.
– En su piso hemos encontrado unas fotos de Stricker jugando al tenis. Se ve con claridad que era zurdo. Esto lo ha escrito con la mano derecha, por lo que no es extraño que no le haya salido bien.
Durand continuó mirando la foto, perplejo.
Frank esperaba. Miró a Hulot, cansado, apoyado en silencio en la pared. También él esperaba lo que sabía que vendría.
Durand se decidió. Dejó de dar vueltas y encaró el asunto, como si estudiar la foto le hubiera indicado que aquel era el momento justo para hacerlo.
– Esta historia corre el riesgo de convertirse en un sonado casus belli. Dentro de poco se pondrá en movimiento una maquinaria diplomática que hará más ruido que la salida del Gran Premio. Si decidimos inculpar al capitán Mosse, debemos tener pruebas irrebatibles, de modo que no hagamos el ridículo. Ya hemos hecho bastante mal papel con lo de Ninguno.
Durand quería dejar claro que el arresto del probable asesino de Roby Stricker no había cambiado en nada su interpretación personal del homicidio de Gregor Yatzimin: un nuevo fracaso de la policía del principado, que estaba en la primera línea de las investigaciones. La presencia de Frank representaba una simple colaboración entre organismos de investigación. La responsabilidad principal seguía siendo de la Süreté monegasca. Y era esta el blanco de los títulos sarcásticos de los periódicos y de los comentarios cáusticos de los medios televisivos.
Frank se encogió de hombros.
– En lo que concierne a Mosse, la decisión depende de ustedes. Por mi parte, si de algo sirve mi parecer, creo que tenernos elementos más que suficientes para proseguir por el camino que hemos emprendido. Está la prueba de que Ryan Mosse conocía a Stricker; yo mismo lo vi hablar con él en la puerta de Jimmy'z. Y su nombre es bien visible en la foto. No veo qué más pueda hacer falta…
– ¿Y el general Parker?
Frank se hallaba presente cuando, aquella mañana, habían ido a Beausoleil a detener al capitán. Al llegar, Frank vio que, salvo algunos detalles insignificantes, la casa era casi idéntica a la de Jean-Loup. Fue una observación al vuelo, pues enseguida lo absorbieron otras preocupaciones. Esperaba que el general montara un gran escándalo, pero se dio cuenta de que lo había subestimado. Parker era demasiado inteligente para hacer eso. Los recibió vestido de punta en blanco, como si estuviera esperándolos, y, cuando le pidieron ver a Mosse, se limitó a asentir y llamarlo. Ante los policías que le ordenaron que los siguiera a la central, Mosse se tensó como una cuerda de violín y dirigió una mirada interrogativa al viejo.
«Espero órdenes, señor.»
Frank sospechó que, si Parker se lo hubiera pedido, Mosse se habría arrojado como una furia contra los hombres que habían ido a arrestarlo. Pero el general movió en forma imperceptible la cabeza, y la tensión del cuerpo de Mosse se aflojó. Tendió las muñecas hacia delante y aceptó en silencio que le pusieran las esposas.
Luego Parker consiguió quedarse a solas con Frank, mientras llevaban al capitán al coche.
– Están cometiendo una estupidez, y usted lo sabe, Frank.
– Temo que la estupidez la cometió su hombre anoche, gene al. Y muy grande, además.
– Yo podría declarar que el capitán Mosse no ha salido en ningún momento de esta casa desde ayer por la tarde.
– Si lo hace y se descubre que no es cierto, ni el presidente en persona lo librará de una acusación de complicidad y encubrimiento. Nadie, en Estados Unidos, correría el riesgo de protegerlo, ¿Quiere un consejo?
– Le escucho.
– Si yo fuera usted, me quedaría quieto, general. El capitán Mosse irá a prisión, y ni siquiera usted podrá sacarlo. A veces es necesario abandonar a un hombre a su destino, para evitar pérdidas mayores. Creo que figura en todos los manuales de táctica militar.
– Ninguno puede darme lecciones de táctica militar. Y mucho menos usted, Frank. Me he enfrentado a personas mucho más duras de lo que jamás será usted, y las he destruido como papel en una máquina trituradora. Usted será solo uno más, se lo garantizo.
– Cada uno hace sus elecciones y corre sus riesgos, general. Es la regla de toda guerra, me parece.
Dio media vuelta y se marchó. Al salir se cruzó con la mirada de Helena, que se hallaba de pie en la puerta del salón; no pudo evitar pensar que era muy hermosa. Haberse despertado de improviso no parecía haberle afectado; nada quitaba luminosidad a su rostro y sus ojos. Su pelo rubio parecía recién peinado.
Al pasar a su lado, sus miradas se cruzaron. Frank vio que sus ojos no eran azules, contrariamente a lo que había pensado al verla la primera vez, sino grises. Y contenían toda la tristeza del mundo.
Mientras volvían el centro, Frank se recostó contra el respaldo del asiento del coche y miró fijamente el revestimiento de plástico del techo. Trataba de quitarse de la mente dos rostros que en aquel momento se superponían.
Harriet y Helena. Helena y Harriet.
Los mismos ojos. La misma tristeza.
Intentó pensar en otra cosa. Mientras entraban en la central, volvio a recordar la siniestra ironía de las palabras del general: «Ninguno puede darme lecciones de táctica militar». El general no había reparado en la verdad involuntaria contenida en lo que había dicho. En aquel momento había en la ciudad un asesino llamado Ninguno que podía darle lecciones de táctica a cualquiera.
– ¿Qué hará el general Parker, según usted? -insistió ahora Durand.
Frank se dio cuenta de que, inmerso en sus pensamientos, había tardado más de la cuenta en responder a su pregunta.
– Discúlpeme, doctor Durand… Creo que Parker hará por Mosse cuanto esté en su poder, pero no tanto como para comprometerse. Desde luego el consulado se meterá por medio, pero hay un hecho innegable: Mosse ha sido arrestado por un agente del FBI, un estadounidense, y los trapos sucios los lavamos en familia. No olvide que Estados Unidos es el país que inventó el impeachment y siempre ha tenido el valor de usarlo…
Durand y Roncaille se miraron. El razonamiento de Frank era lógico. Al menos por esa parte parecía no haber problemas.
Durand reanudó su discurso.
– Desde luego su presencia aquí garantiza que haya buenas intenciones por parte de todos, Frank. Pero, por desgracia, a veces las buenas intenciones no bastan. En este momento nosotros, la policía del principado, tenemos una necesidad urgente de resultados. El caso de Roby Stricker, según parece, no tiene nada que ver con el asesino al que perseguimos…
Frank sentía a sus espaldas la presencia de Nicolás Hulot. Los dos sabían adonde quería llegar Durand.
– … y sin embargo anoche hubo otra víctima, la cuarta. No podemos quedarnos quietos mientras nos llueven encima cubos de basura, literalmente. Repito: su colaboración es gratamente bienvenida, Frank…
«Cortésmente tolerada, Durand. Solo cortésmente tolerada. ¿Por qué no usas la palabra justa?, aun cuando acabo de sacarte las castañas del fuego con el asunto del general Parker y su esbirro.»
Durand prosiguió su camino, que lo llevaba a descargar un carro de estiércol en el patio de Hulot.
– Pero comprenderéis que las autoridades no pueden asistir semejante cadena de homicidios sin tomar medidas, por desagradables que sean.
Frank observó a Nicolás. Estaba apoyado en la pared, de pronto se encontraba solo en aquel campo de batalla, con la expresión del condenado a ser fusilado que rechaza la venda para los ojos. Durand tuvo la decencia de mirarlo a la cara mientras hablaba.
– Lo lamento, comisario. Sé que usted es un gran policía, pero me veo obligado a suspenderlo.
Hulot no reaccionó. Probablemente se sentía demasiado cansado Se limitó a asentir con la cabeza.
– Comprendo, doctor Durand. Por mi parte, no hay problema.
– Puede usted tomarse unas vacaciones. Esta investigación debe de haberle agotado. Por supuesto, para la prensa…
Hulot lo interrumpió.
– No se esfuerce. No hace falta que me dore la píldora. Somos adultos y conocemos las reglas del juego. El departamento puede llevar el asunto como mejor le parezca.
Si a Durand le hizo mella la respuesta de Hulot, no lo demostró. Se dirigió a Roncaille. El director, hasta aquel momento, escuchaba en silencio.
– A partir de hoy las investigaciones están en sus manos, Roncaille. Manténgame al corriente de todo, hasta de lo más insignificante. A cualquier hora del día y de la noche. Buenos días, señores.
El procurador general Alain Durand se llevó de la estancia su inútil elegancia, dejando tras de sí un silencio que se alegraba de no compartir.
Roncaille se pasó una mano por el pelo peinado impecablemente.
– Lo lamento, Hulot. Le aseguro que esto no me complace en absoluto.
Frank pensó que las palabras del jefe de la policía eran más sinceras de lo que podían parecer. Verdaderamente no se sentía complacido, pero no por los motivos que daba a entender, sino porque ahora era él quien se encontraba en la jaula con el látigo en la mano, y debía demostrar que era capaz de domar a los leones.
– Vayan ustedes a dormir; creo que a los dos les hace falta. Después querría verlo en mi despacho, en cuanto sea posible, Frank. Hay algunos detalles que quiero discutir con usted.
Con la misma calma aparente de Durand, Roncaille se apresuro a salir. Frank y Hulot se quedaron solos.
– ¿Has visto? Me detesto cuando me oigo decir: «Te lo advertí… el problema es que no puedo echarle la culpa a nadie.
– Nicolás, no creo que Roncaille o Durand, en nuestro lugar hubieran obtenido mejores resultados. Es la política lo que se ha puesto en movimiento, no la lógica. Pero yo sigo dentro.
– Tú sí. Pero ¿yo qué hago ahora?
– Tú sigues siendo comisario, Nicolás. Solo te han apartado de una investigación; no te han despedido. Tómate las vacaciones que te han ofrecido. Así tendrás una ventaja que no tienen los demás.
– ¿Cuál?
– Veinticuatro horas al día para continuar tus investigaciones sin rendir cuentas a nadie, sin tener que perder el tiempo escribiendo informes.
– El que sale por la puerta entra por la ventana, ¿eh?
– Exacto. Hay algo que todavía debemos comprobar, y en este momento tú me pareces la persona indicada. Creo que todavía no les he mencionado el detalle de la cubierta del disco que salía en la filmación…
– Frank, eres un cabrón. Un grandísimo cabrón.
– Pero un cabrón amigo tuyo. Y esa te la debo.
Hulot cambió el tono y movió la cabeza en círculos para aliviar la tensión del cuello.
– Pues bien, creo que iré a dormir. Ahora puedo hacerlo, ¿no crees?
– Y a mí me importa un comino que Roncaille me espere en su despacho «en cuanto sea posible». Ya me veo acostado en mi cama.
Mientras salían, aquella imagen despertó lo mismo en la mente de ambos: el cuerpo sin vida de Gregor Yatzimin, tendido con el rostro desfigurado sobre las sábanas blancas de su lecho. Y sus ojos que miraban el techo de la alcoba, esos ojos ya ciegos aun antes de morir.
Frank se despertó y miró el rectángulo azul encuadrado en la ventana. Al volver al piso del Parc Saint-Román estaba tan cansado que no había tenido fuerzas ni para ducharse; se había desnudado y se había echado sobre la cama, sin siquiera cerrar las persianas.
«No estoy aquí, en Montecarlo -pensó-. Todavía estoy en la casa en la orilla del mar, tratando de reponerme. Harriet está fuera, en la playa, no muy lejos, tendida sobre una lona tomando el sol, con el viento en el cabello y una sonrisa en los labios. Ahora me levantaré e iré hacia ella y no habrá ninguna figura vestida de negro. No habrá nadie que se interponga entre nosotros.»
– Nadie… -dijo en voz alta.
Volvieron a su memoria los dos muertos de la noche anterior. Se levantó con la desgana de Lázaro después de la resurrección. A través de los cristales se veía una línea de mar, sobre la cual las ráfagas de viento dibujaban manchas de gamuza. Fue a la ventana y la abrió; un soplo de aire tibio infló la liviana cortina y ahuyentó los residuos de las pesadillas nocturnas. Miró el reloj. Era más de mediodía. Había dormido pocas horas, y sentía la necesidad de dormir Para siempre.
Fue al cuarto de baño, se dio una ducha, se afeitó y se puso ropa interior limpia. Se preparó un café mientras reflexionaba en las nuevas complicaciones de la investigación, ahora que Nicolás quedaba fuera de juego. No creía que Roncaille estuviera en condiciones de llevarla adelante. Sin duda era un mago para las relaciones públicas y las relaciones con la prensa, pero la investigación de campo no era su punto fuerte. Quizá lo había sido, pero ahora era más político que policía. Sin embargo, contaba con buenos colaboradores que podían trabajar en su lugar. No en vano la policía; del principado se consideraba una de las mejores del mundo, bla, bla…
Su propia presencia en el principado, mientras tanto, se había transformado en una exigencia diplomática que no había que descuidar, lo que implicaba ventajas y desventajas, como todos. Frank estaba seguro de que Roncaille buscaría tener el máximo de unas v el mínimo de otras. Frank conocía muy bien los métodos de la policía de Montecarlo, un lugar donde nunca nadie decía nada pero donde se sabía todo.
«Todo, salvo el nombre de un asesino…»
Decidió que no le importaba un ardite. Como desde el principio, por otra parte.
Aquella historia no era una investigación realizada conjuntamente por dos policías. Ni por Roncaille y Durand -que aunque representaban la autoridad, no tenían mucho que ver en todo aquello- ni, mucho menos, por Estados Unidos y el principado. Era un asunto personal entre él, Nicolás Hulot y un hombre vestido de negro que coleccionaba las caras de sus víctimas como si fueran máscaras de un delirante y sanguinario carnaval. Los tres habían puesto su vida en suspenso, a la espera del resultado de aquella lucha entre tres muertos en un lugar donde todos se declaraban vivos.
Fue a sentarse ante el ordenador. Había un correo electrónico de Cooper con unos documentos adjuntos. Sin duda se trataba de la información sobre Nathan Parker y Ryan Mosse. Ya no servia de mucho, con Mosse en prisión y Parker reducido a la inactividad por un tiempo. Por un tiempo, se repitió. No se hacía ilusiones en cuanto al general. Parker era uno de esos hombres a los que solo se puede considerar muertos cuando los han devorado los gusanos-
En el mensaje del correo electrónico había una nota de Coope
Cuando tengas un momento entre tus carreras por los mares tu nuevo yate, llámame. A cualquier hora. Necesito hablarte.
Coop
Se preguntó qué podría ser tan urgente. Miró la hora y lo llamó casa. No había peligro de molestar a nadie ya que Cooper vivía solo en una especie de loft a orillas del Potomac.
– ¿Diga? ¿Quién es?
– Coop, soy Frank.
– Hola, holgazán, ¿cómo estás?
– Ha explotado un superpetrolero cargado de mierda, y ahora la mancha se extiende hasta donde me alcanza la vista.
– ¿Qué ha sucedido?
– Otros dos muertos, anoche.
– ¡Hostia!
– Y que lo digas. Uno, obra de nuestro asesino, con su ritual de costumbre. Es el cuarto. A mi amigo, el comisario, lo han destituido con la elegancia y el savoir faire de Nerón… Al otro tío lo ha puesto en la lista de las necrológicas el bueno de Ryan Mosse. Ahora está en prisión, mientras el general hace todo lo posible para sacarlo.
Cooper ya se había despertado por completo.
– ¡Joder, Frank! ¿En qué clase de lío andáis metidos? La próxima vez me dirás que ha estallado la guerra nuclear.
– Todavía no excluyo esa posibilidad… Y tú, ¿qué es eso tan urgente que tienes que decirme?
– Hay novedades en el asunto de los Larkin. La investigación nos ha llevado a sospechar que hay una bonita tapadera en alguna parte; se prepara algo gordo, pero todavía no hemos conseguido determinar qué. Y de Nueva York ha llegado Hudson McCormack. ¿Quién es? ¿Y qué tiene que ver con los Larkin? Es lo que nosotros querríamos saber. Oficialmente ha venido a defender a Osmond Larkin. Lo que nos sorprende es que este carbón podría permitirse algo mucho mejor, es decir, uno de esos abogados que cobran honorarios de seis ceros. McCormack, en cambio, es un abogaducho mediocre, de treinta y cinco años, más famoso por haber formado parte del equipo Stars and Stripes en la copa Louis Vuitton que por sus éxitos en el campo legal.
– ¿Lo habéis investigado?
– ¡Pues claro! Pero no hemos encontrado nada de nada. Lleva una vida acorde a sus ingresos, sin gastar de más. Ningún vicio, ni mujeres, ni coca. Fuera de su trabajo solo le interesa la náutica. Y de pronto salta como un muñeco de una caja de sorpresa para recordarnos qué pequeño es el mundo.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que en estos momentos Hudson McCorrnack está volando hacia Montecarlo.
– Me alegro por él, aunque no es el mejor momento para venir.
– Va por una regata bastante importante, según parece. Sin embargo…
– ¿Sin embargo?
– Frank, ¿no te parece raro que un modesto abogado de Nueva York, hasta ahora desconocido, que tiene por primera vez en su vida un caso importante lo deje de lado, aunque solo sea por un tiempo, para ir a Europa a pasear en velero? Cualquier otro, en su lugar, ni siquiera dormiría para poder trabajar las veinticinco horas.
– Visto así, tienes razón. ¿Y yo qué tengo que ver?
– Tú estás ahí y conoces la historia. En este momento ese hombre es la única conexión de Osmond Larkin con el resto del mundo. Tal vez no sea más que su abogado, pero también podría ser otra cosa. Hay montañas de droga y de dólares en juego. Todos sabemos lo que es Montecarlo en cuanto a blanqueo de dinero… Tú estás colaborando con la policía de Monaco; no te costaría nada pedir que vigilen a McCormack, de manera discreta pero eficaz…
– Veré qué puedo hacer…
No le dijo a Cooper que allí casi todos, incluido él mismo, se hallaban bajo discreta pero eficaz vigilancia.
– Te he enviado por correo electrónico una foto para que puedas verle la cara. Y toda la información que hemos reunido sobre la estancia de McCormack en Montecarlo.
– Vale. Vuelve a tu siesta. Los tíos poco inteligentes como tú necesitan recargar las pilas para rendir como es debido.
– Hasta pronto, idiota. Rómpete la pierna.
Cortó la comunicación y dejó el inalámbrico al lado del ordenador. Otra vuelta, otra carrera, otras dificultades. Guardó el archivo adjunto en un disquete con los datos relativos a Huodson McCormack, sin siquiera abrirlo. Le puso una etiqueta que encontró en el cajón del mueble y escribió «Cooper». Ningún otro nombre a la vista.
Por un instante, la breve conversación con su colega lo devolvió a su país, aunque este era un concepto vago en aquel momento de su vida. Sentía como si su cuerpo astral, sin emociones, merodeara por las ruinas de su existencia a millares de kilómetros de distancia, con la transparencia de los fantasmas que ven sin que los vean. Estaba en casa de Cooper y al mismo tiempo en el despacho que durante tanto tiempo habían compartido en el Bureau, y en su casa desierta hacía meses, y caminando por las calles de Washington sumergidas en la oscuridad.
«¿Para qué sirve todo esto? ¿Hay alguien, en toda esta miserable historia de pobres seres humanos, que haya comprendido algo? Y si lo ha comprendido, ¿por qué no lo ha explicado a los demás?»
Quizá la respuesta fuera que nadie le habría creído…
Cerró los ojos y recordó una conversación que había mantenido con el padre Kenneth, un sacerdote y psicólogo de la clínica donde se había recuperado después del suicidio de Harriet. Cuando no estaba en terapia o en análisis, iba a sentarse a un banco del parque de aquella especie de manicomio de lujo; miraba al vacío, luchando con el deseo de seguirla por el mismo camino. El padre Kenneth se acercó sin ruido y se sentó a su lado en el banco de hierro forjado y tablas de madera oscura.
– ¿Cómo estás, Frank?
Lo miró con atención antes de responder. Estudió aquel rostro largado y pálido, de exorcista, los ojos agudos y conscientes de la complejidad de ser a un tiempo un hombre de ciencia y de fe. Vestido de civil, podía pasar por un pariente de un paciente cualquiera.
– No estoy loco, si es eso lo que quiere oírme decir.
– Ya sé que no estás loco, y tú sabes muy bien que no es eso lo que quisiera oírte decir. Cuando te pregunto cómo estás, de veras quiero saber cómo estás.
Frank abrió los brazos en un gesto que abarcaba cualquier cosa o todo el mundo.
– ¿Cuándo podré irme de aquí?
– ¿Estás listo para marcharte?
El padre Kenneth había respondido a su pregunta con otra pregunta.
– Si me lo planteo, mi respuesta es que no lo estaré nunca por eso se lo he preguntado a usted.
– ¿Eres creyente, Frank?
Se volvió para mirarle con una sonrisa amarga.
– Por favor, padre, no caiga en esas banalidades, como «Mira hacia Dios, y Dios mirará hacia ti». Últimamente, cuando le he mirado, Dios ha desviado los ojos.
– No ofendas mi inteligencia, y sobre todo no ofendas la tuya Te obstinas en darme un papel que recitar, quizá porque también tú has decidido recitarme uno. Tengo un motivo para haberte preguntado si crees en Dios…
Frank se puso a observar a un jardinero que podaba un arce.
– No me interesa. Yo no creo en Dios, padre Kenneth. Y no es una ventaja, pese a lo que pueda pensar la gente.
Volvió a mirarlo.
– Significa que no hay nadie para perdonarme por el mal que hago.
«Y en efecto siempre he creído que no lo hacía -pensó-, y en cambio lo he hecho. Poco a poco le he quitado la vida a la persona a la que amaba, a quien debería haber protegido más que cualquier otra cosa.»
Mientras se ponía los zapatos, el sonido del teléfono lo devolvió al presente…
– Hola.
– Hola, Frank, soy Nicolás. ¿Estás despierto?
– Despierto y listo para la acción.
– Bien. Acabo de llamar a Guillaume Mercier, el chaval del que te hablé. Me está esperando. ¿Quieres venir?
– ¡Por supuesto! Me vendrá bien antes de enfrentarme a otra noche en Radio Montecarlo. ¿Ya has leído los periódicos?
– Sí. Y dicen de todo. Ya puedes imaginar con qué tono…
– Sic transit gloria mundi. Que no te importe un ardite. Tenernos otras cosas que hacer. Te espero.
– En dos minutos estoy allí.
Fue a escoger una camisa limpia. Mientras estaba desabrochando el botón del cuello sonó el interfono. Cruzó el salón para ir a responder.
– ¿Monsieur Ottobre? Le busca una persona.
Frank pensó que Nicolás, cuando decía «dos minutos», se lo tomaba al pie de la letra.
– Sí, ya sé, Pascal. Por favor, dígale que enseguida estoy listo. Si no quiere esperar abajo, hágale subir.
Mientras se ponía la camisa oyó que el ascensor se detenía en su planta.
Fue a abrir la puerta y se la encontró frente a frente. Helena Parker estaba allí, en el umbral, con aquellos ojos grises nacidos para reflejar las estrellas y no aquel dolor. De pie en la penumbra del pasillo, le miraba. Frank sostenía los bordes de la camisa abierta sobre el tórax desnudo.
A Frank le pareció la repetición de la escena con Dwight Durham, el cónsul, solo que los ojos de la mujer se detuvieron largamente en las cicatrices de su tórax antes de volver a su rostro. Se apresuró a cerrarse la camisa.
– Buenos días, señor Ottobre.
– Buenos días. Disculpe que la haya recibido así, pero creía que era un amigo.
– No hay problema. Ya lo había imaginado, por su respuesta al encargado. ¿Puedo pasar?
– Por supuesto.
Frank se apartó de la puerta; Helena entró rozándolo con un brazo y pudo oler su perfume delicado, sutil como un recuerdo. Por un instante pareció que la estancia se llenara solo con su presencia.
Su mirada cayó en la Glock que Frank había dejado sobre un mueble al lado del estéreo. El se apresuró a esconderla en un cajón.
– Lamento que esto sea lo primero que haya visto al entrar aquí.
– No hay problema. He crecido en medio de armas de fuego.
Frank tuvo una visión fugaz de Helena, de niña, en la casa de Nathan Parker, el soldado inflexible al que el destino había osado ofender con el nacimiento de dos hijas.
– Me lo imagino.
Terminó de arreglarse la camisa, contento de tener algo que hacer con las manos. La presencia de aquella mujer en su casa le planteaba una serie de preguntas imprevistas. Hasta el momento, era Nathan Parker y Ryan Mosse quienes le preocupaban, persona que tenían voz, peso, un andar que dejaba huellas, un cuchillo fuera y dentro de la funda, un brazo capaz de golpear. Helena, en cambio, había sido solo una presencia muda. El recuerdo conmovedor de una belleza triste. El porqué no tenía interés para Frank, y no quería que llegara a tenerlo.
Frank rompió el silencio. Su voz sonó más dura de lo que habría deseado.
– Supongo que habrá un motivo para su visita.
Helena Parker tenía ojos, pelo, rostro y perfume, y Frank le dio la espalda al tiempo que se ponía la camisa dentro del pantalón, como si ese gesto bastase para dar la espalda a todo lo que ella era. Su voz le llegó desde atrás, mientras se ponía la chaqueta.
– Sí. Necesito hablar con usted. Creo que necesito su ayuda, si es que alguien puede ayudarme.
Cuando se volvió, Frank ya había pedido y obtenido la complicidad de un par de gafas oscuras.
– ¿Mi ayuda? ¿Vive usted en casa de uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos y necesita mi ayuda?
Una sonrisa amarga asomó a los labios de Helena Parker.
– Yo no vivo en la casa de mi padre. Allí soy una prisionera.
– ¿Es por eso que le tiene miedo?
– Hay tantos motivos para tenerle miedo a Nathan Parker… No sabría por cuál empezar. Pero no es por mí que tengo miedo. Es por Stuart.
– ¿Stuart es su hijo?
Helena vaciló un instante.
– Sí, mi hijo. Es él mi problema.
– ¿Y yo qué tengo que ver?
Sin previo aviso, la mujer se acercó, levantó las manos y le sacó las Ray-Ban. Lo miró a los ojos con una intensidad que Frank sintió que le penetraba como un cuchillo mucho más afilado que de Ryan Mosse.
– Usted es la primera persona que he conocido capaz de hacer frente a mi padre. Si hay alguien que puede ayudarme, es usted…
Antes de que Frank consiguiera pronunciar una respuesta, el teléfono sonó otra vez. Cogió el inalámbrico con el alivio de quien encuentra un arma para defenderse de un enemigo.
– Sí.
– Nicolás. Estoy abajo.
– Vale. Bajo enseguida.
Helena le tendió las gafas.
– Quizá no he venido en el momento más oportuno.
– Ahora debo salir. No terminaré hasta tarde y no sé…
– Usted sabe dónde vivo. Puede encontrarme cuando quiera, incluso por la noche.
– ¿Le parece que Nathan Parker aceptaría una visita mía, en estas circunstancias?
– Mi padre está en París. Ha ido a hablar con el embajador y a buscar un abogado para el capitán Mosse.
Una breve pausa.
– Se ha llevado a Stuart, como… como compañía. Por eso he venido sola.
Por un instante, Frank había esperado que Helena pronunciara la palabra «rehén». Quizá era ese el significado que encerraba el término «compañía».
– De acuerdo. Ahora debo irme. No querría, por diversas razones, que la persona que me espera abajo nos viera salir juntos. ¿Podría esperar unos minutos antes de bajar?
Helena asintió. La última imagen que Frank tuvo de ella antes de cerrar la puerta fue la de sus ojos claros y la leve sonrisa que solo una pequeña esperanza puede provocar.
Mientras bajaba en el ascensor, Frank se miró al espejo. En sus ojos veía todavía el reflejo del rostro de su mujer. No había lugar. No había lugar para otros rostros, para otros ojos, para otro pelo, para otros dolores. Y soobre todo, él no podía ayudar a nadie, porque nadie podía ayudarle a él.
Salió a la luz del sol que llegaba a través de las puertas de cristal y atravesó el vestíbulo de mármol del Pare Saint-Román. Fuera le esperaba el coche de Hulot.
Cuando abrió la puerta, vio en el asiento posterior un montón de periódicos. «Mi nombre es Ninguno», decía con ironía el titular más visible, en grandes caracteres. Los otros debían de ser más o menos parecidos. Nicolás daba la impresión de no haber dormido mejor que él.
– Hola.
– Hola, Nic. Disculpa si te he hecho esperar.
– No tiene importancia. ¿Te ha llamado alguien?
– Silencio absoluto. No creo que en tu departamento den saltos de alegría ante la idea de verme, aunque oficialmente Roncaille me está esperando para un cara a cara.
– Bien, antes o después deberás dejarte ver.
– Es cierto. Por un montón de razones. Pero mientras tanto, creo que tenemos un asunto privado de que ocuparnos.
Hulot arrancó y recorrió el breve trecho de entrada del edificio hasta llegar al espacio donde se podía dar marcha atrás.
– He pasado por mi despacho. Entre las cosas que he cogido de mi escritorio está el original de la cinta, que todavía seguía en su lugar. Lo cambié por una copia.
– ¿Crees que se darán cuenta?
Hulot se encogió de hombros.
– Siempre puedo decir que me equivoqué. No me parece un delito grave. Sería mucho más grave si descubrieran que tenemos una pista y no se lo hemos dicho a nadie.
Mientras pasaban delante de la puerta de cristal de la entrada, Frank vio solo el reflejo del cielo. Giró la cabeza para mirar por la ventanilla trasera. Antes de que el coche dejara atrás el acceso para girar a la izquierda y bajar por la calle des Girollées, distinguió fugazmente la silueta delgada de Helena Parker que salía del Par Saint-Román.
Cuando llegaron a la casa de los Mercier, en Eze-sur-Mer, Guillaume los esperaba en el jardín. Apenas vio que el Peugeot llegaba a la verja, apuntó el mando que tenía en la mano y los batientes comenzaron a abrirse. A su espalda había una casa blanca de una sola planta, de tejado oscuro y persianas de madera azul, de estilo provenzal, no demasiado rebuscada pero sólida y funcional.
El jardín era bastante grande; casi podía decirse que era un pequeño parque. A la derecha, delante de la casa, había un gran pino piñonero circundado por matas bajas de siempreverdes. Más allá de la sombra del árbol, una hilera de lantanas blancas y amarillas en plena floración circundaba un limonero, de frutos en continua maduración. Alrededor de la propiedad se alzaba un seto de laurel que superaba la reja encastrada en el muro del cerco e impedía la vista desde fuera.
Por todos lados había macizos y matas de arbustos en flor, sabiamente alternados sobre un césped inglés atravesado de senderos de piedra, iguales al suelo del patio donde los esperaba Guillaume.
El conjunto daba una impresión de serenidad y solidez, económica y familiar, una sensación de bienestar sin ostentación, algo que para muchos parecía ser una obligación en la Costa Azul.
Apenas franquearon la entrada, Hulot dobló a la derecha y aparco el coche bajo un cobertizo de madera laminada, junto a un Fiat y una moto BMW de gran cilindrada.
Guillaume fue hacia ellos con andar distendido. Era un muchacho atlético, de rostro no guapo pero simpático, y lucía el bronceado de alguien que practica mucho deporte al aire libre. Los brazos musculosos y el pelo aclarado por el sol daban testimonio de ello. Vestía camiseta y bermudas de tela verde militar, con bolsillos a los lados, y calzado náutico amarillo, sin calcetines.
– Hola, Nicolás.
– Hola, Guillaume.
El muchacho estrechó la mano del comisario.
Nicolás indicó con un movimiento de cabeza la presencia de su acompañante.
– Este señor callado que está a mi espalda es Frank Ottobre, agente especial del FBI.
Guillaume tendió la mano al tiempo que lanzaba una especie de silbido apagado.
– Ah, así que los del FBI existen también en la vida real, no solo en las películas. Encantado de conocerte.
Mientras le daba la mano, Frank se sintió inmediatamente aliviado. Le miró los ojos, oscuros y profundos, y el rostro en el que el bronceado había hecho aparecer algunas pecas, y supo instintivamente que Guillaume era la persona indicada para lo que necesitaban. Ignoraba si era bueno en su trabajo, pero intuyó que, si se lo pedían debidamente, haciéndole entender la importancia y la gravedad de la situación, sabría callar.
– Sí, en Estados Unidos somos parte integrante de las películas y del paisaje. Y ahora comienzan también a exportarnos, como lo testimonia mi presencia aquí.
Guillaume esbozó una sonrisa que disfrazaba a duras penas su curiosidad por la presencia de los dos hombres en su casa. Probablemente intuía que debía de haber un motivo importante para que Nicolás Hulot fuera a verlo como policía y no como amigo de la familia.
– Gracias por haber aceptado echarnos una mano -dijo Hulot.
Guillaume hizo con los hombros un gesto como diciendo «no hay de qué» y los precedió, indicándoles el camino.
– No tengo demasiado trabajo estos días. Me estoy ocupando de la edición de un par de documentales submarinos, cosa fácil que requiere poca concentración. Y además no podría negar nada a este hombre…
Con el pulgar de la mano derecha señaló al comisario, que le seguía.
– ¿Has dicho que tus padres están fuera?
– ¿Fuera? Fuera de sus cabales, dirás. Después de que mi padre dejó de trabajar, los viejos descubrieron que todavía había pasión en su matrimonio, y ya deben de andar por su décimo viaje de bodas, creo. La última vez que me llamaron estaban en Roma. Deberían volver mañana.
Cruzaron el césped por un sendero de piedra hasta una pequeña construcción a un lado del jardín. A la derecha, bajo el toldo azul de un cenador también de madera laminada, había una zona para comer al aire libre. En la mesa de hierro forjado se veían los restos de una cena, seguramente la de la noche anterior.
– Cuando los gatos no están el ratón baila, ¿eh?
Guillaume siguió la mirada de Nicolás y se encogió de hombros.
– Anoche invité a unos amigos, y hoy no ha venido la mujer de la limpieza…
– Sí, unos amigos… No olvides que soy policía. ¿Crees que no veo que la mesa estaba puesta para dos?
El muchacho abrió los brazos en un gesto fatalista.
– Mira, viejo; no bebo, no juego, no fumo y no caigo en la tentación de los paraísos artificiales. ¿Podrías dejarme al menos una diversión?
Abrió la puerta corredera de madera ante la cual se había detenido y los invitó a pasar. Los siguió y cerró. En cuanto entraron, Hulot se estremeció bajo su chaqueta veraniega.
– Hace bastante fresco aquí dentro.
Guillaume señaló los aparatos dispuestos contra la pared frente las ventanas que daban al jardín, bajo las cuales zumbaban a tope dos acondicionadores de aire.
– Mis equipos son bastante sensibles al calor, y por eso me veo obligado a hacer trabajar la instalación de aire a toda potencia. Si tienes problemas de reumatismo, puedo ir a buscarte algún abrigo de mi padre.
Nicolás lo cogió de repente por el cuello y lo dobló hacia delante. Sonrió mientras le agarraba la cabeza en un apretón de broma.
– Si no muestras un poco de respeto por los ancianos, no oirás el crujido de mi artritis sino el de tu cuello que se rompe.
Guillaume levantó los brazos en señal de rendición.
– Está bien, está bien. Me rindo…
Cuando Hulot le soltó, el muchacho se dejó caer resoplando en un sillón giratorio de piel, con ruedas, situado delante de las máquinas. Después se acomodó el pelo e indicó a ambos hombres un sofá apoyado contra la pared, entre las dos ventanas. Apuntó a Nicolás con un dedo acusador.
– Te advierto que me he rendido solo por consideración a tus canas, que me impiden reaccionar como es debido.
Hulot se sentó y se recostó contra el mullido respaldo del sofá.
– Menos mal, porque, entre nosotros, temo que hayas acertado en eso del reumatismo…
Guillaume hizo medio giro con el sillón y volvió a girar hacia Frank y Hulot. Los miró con expresión súbitamente seria.
«Bien -pensó Frank-. Un chaval que tiene sentido común.»
Se sintió aún más convencido de que habían encontrado a la persona indicada. Ahora no quedaba más que esperar que fuera tan hábil como había dicho Nicolás. Y esperar otro montón de cosas. Ahora que habían llegado al motivo de la reunión, Frank se dio cuenta de que su corazón latía de forma más acelerada. Miró un instante por la ventana los reflejos del sol en la superficie de la piscina. La paz de aquel lugar lo hacía parecer todo tan lejano, tan lejano…
Su historia, la historia de Helena, la historia de un general que no quería perder ninguna guerra, la historia de un comisario sin más ambiciones que encontrar una razón para sobrevivir al hijo, historia de un asesino insaciable, cuya locura y ferocidad lo había llevado a ser lo que era.
Y pensar que todo habría podido ser tan fácil si solo…
Su mente volvió a la estancia. Su voz superó a duras penas sonido de los acondicionadores.
– ¿Por casualidad has seguido la historia de Ninguno?
Guillaume hizo balancear el respaldo del sillón.
– ¿Te refieres a los homicidios en el principado? ¿Y quién no? Todas las noches escucho Radio Montecarlo o Europe 2. Calculo que a estas alturas tendrán una audiencia increíble…
Frank contempló otra vez el jardín. A la derecha, una brisa vivaz agitaba el seto de laureles contra el cerco. Se dio cuenta de que no era el viento sino el ventilador externo de la instalación de aire acondicionado.
Se volvió y miró a Guillaume.
– Ya han muerto cinco personas. Cuatro, atrozmente desfiguradas. Y nosotros no hemos hecho un buen papel, porque no tenemos la menor idea de quién pueda ser el asesino ni de qué hacer para detenerlo. Aparte de ciertos indicios que nos ha proporcionado por su propia voluntad, este loco de atar no ha dejado el menor rastro. Salvo un pequeño detalle…
Con su silencio cedió la palabra a Nicolás. El comisario se sentó en el borde del sofá y tendió a Guillaume una cinta VHS que había extraído del bolsillo de la chaqueta.
– Esto contiene la única verdadera pista que tenemos. En esta cinta hay algo que quisiéramos que examinaras. Es sumamente importante, Guillaume. Tanto, que de ello podría depender la vida de otros seres humanos. Por eso necesitamos tu ayuda y tu absoluta discreción, ¿comprendes?
Guillaume asintió. Cogió con cuidado la cinta de manos de Hulot y la sostuvo entre los dedos, como si fuera a explotar de un momento a otro.
– ¿Qué contiene?
Frank lo miró atentamente. No había rastro de ironía en la voz del muchacho.
– Ya lo verás. Pero tengo que advertirte que no es un bonito espectáculo. Te lo digo para que estés preparado.
Guillaume no respondió. Se levantó y fue a cerrar las cortinas, Para proteger las pantallas del reflejo del sol. Una luminosidad ámbar se difundió por la habitación. Volvió a sentarse en el sillón y encendió el ordenador y una pantalla de plasma. Introdujo la cinta en un reproductor situado a su izquierda y pulsó un botón En la pantalla aparecieron primero las barras de colores y después las primeras imágenes.
Mientras el asesinato de Alien Yoshida comenzaba a pasar ante los ojos de Guillaume, Frank decidió dejarle ver la filmación entera. Habría podido ir directamente al punto que les interesaba, sin más explicaciones, pero ahora que le conocía quería que el muchacho comprendiera con quién debían vérselas y la importancia de su papel en el asunto. Se preguntó qué pensamientos cruzaban la mente de Guillaume mientras veía aquella filmación, si experimentaba el mismo horror que él y Hulot cuando la vieron por primera vez. Debía admitir, a pesar suyo, que era una suerte de diabólica obra de arte -hecha para destruir, no para crear-, que, aun así, no podía evitar provocar emociones.
Al cabo de un minuto de proyección, Guillaume pulsó el botón de pausa. El asesino y su víctima ensangrentada se detuvieron en la posición que el azar y una máquina les habían impuesto.
Se volvió y los miró con los ojos muy abiertos.
– Pero… ¿es una película o es todo real? -preguntó con un hilo de voz.
– Desgraciadamente, es todo real. Te advertí que no era un bonito espectáculo.
– Sí, pero esta carnicería supera lo imaginable. ¿Cómo es posible una cosa semejante…?
– Es posible, sí. Lamentablemente es una realidad, como puedes ver tú mismo. Y nosotros hemos venido, precisamente, para tratar de impedir que siga con esa carnicería, como la has llamado.
Frank observó bajo las axilas del muchacho dos manchas de sudor que antes no estaban. La temperatura de la habitación excluía la posibilidad de que se debieran al calor. Se trataba casi con toda certeza de una reacción a lo que acababa de ver.
«La muerte es fría y caliente al mismo tiempo. La muerte es sudor y sangre. La muerte es, por desgracia, el único modo verdadero que ha elegido el destino para recordarnos continuamente que existe la vida. Sigue adelante, muchacho, no nos decepciones.»
Como si le hubiera leído el pensamiento, Guillaume volvió hacer girar su sillón, con un ligero chirrido. Se apoyó en el respaldo del sillón, como si ese gesto le ayudara a defenderse, a tomar distancia de las imágenes que continuaría viendo. Pulsó de nuevo el botón de pausa y las figuras abandonaron la inmovilidad que las había fijado durante unos instantes, para volver a moverse ante sus ojos, hasta la sarcástica reverencia final y el efecto de nieve que indicaba el fin de la grabación. Detuvo la cinta.
– ¿Qué queréis que haga? -preguntó sin volverse.
En el tono de su voz se percibía que habría preferido no estar allí, no haber visto aquella danza de muerte y la reverencia con que el asesino parecía pedir un aplauso a un público de condenados.
Frank se acercó y se puso detrás del muchacho sentado en la silla.
– Retrocede la cinta, pero de modo que se vea la filmación.
Guillaume hizo girar una perilla y las imágenes comenzaron a correr velozmente hacia atrás. Pese al efecto casi cómico que suele ocasionar el retroceso acelerado, el dramatismo de aquella película se conservaba intacto.
– Ahí. A ver… ahí… Detente.
Bajo el toque prudente de los dedos de Guillaume, la proyección se detuvo algunos fotogramas demasiado atrás.
– ¿Puedes avanzar despacio, solo un poco?
Guillaume manipuló con delicadeza el aparato y la película avanzó cuadro por cuadro, como una serie de fotos que se superponen lentamente.
– ¡Detenía ahí!
Frank se colocó al lado de Guillaume y señaló con el índice un punto de la pantalla.
– Aquí está. En esta zona, en el mueble, hay algo que parece la cubierta de un disco. La imagen no se distingue bien. ¿Puedes aislarla y ampliarla de modo que podamos leer las letras?
Guillaume se desplazó a un lado hasta llegar ante el teclado del ordenador, a su derecha, mientras sus ojos no se apartaban del punto indicado por Frank.
– Mrnmm, puedo probar. ¿Esta cinta es la original o una copia?
– La original.
– Mejor. El VHS no es un buen soporte, a menos que sea el original. Antes que nada debo digitalizar la imagen. Se pierde un poco de calidad, pero podré trabajarla con más facilidad.
Su voz era firme y tranquila. Ahora que había entrado en su terreno, Guillaume parecía haber superado la impresión de lo que acababa de ver. Manipuló el ratón, y en el monitor apareció la misma imagen que Frank miraba en la pantalla. Guillaume volvió a teclear durante unos instantes, y la figura se volvió más nítida.
– Listo. Ahora vamos a aislar la parte que nos interesa.
Con la flecha del ratón abrió un cuadrado sombreado que contenía el fragmento de figura que le había indicado Frank. Pulsó un botón del teclado y la pantalla se llenó de una especie de mosaico electrónico, carente de sentido.
– No se ve nada.
El comentario escapó casi sin querer de los labios de Frank, que se arrepintió de inmediato. Guillaume giró hacia él, arqueando las cejas.
– Calma, hombre de poca fe. Apenas hemos comenzado a trabajar.
Al cabo de algunos tecleos y manipulaciones apareció en el monitor, lo bastante nítida para poder distinguirla, la cubierta oscura de un disco. En el centro, a contraluz, la silueta de un hombre tocando la trompeta, doblado hacia atrás con la tensión del músico que busca una nota imposible. El instante supremo en que el artista olvida el lugar y el tiempo y va solo en pos de la música, de la que es víctima y verdugo al mismo tiempo. Abajo había unas letras en blanco.
– Robert Fulton. Stolen Music.
Frank leyó en voz alta lo que aparecía en la pantalla, como si en aquella estancia fuera el único que se hallaba en condiciones o hacerlo.
– Robert Fulton. Stolen Music. Música robada. ¿Qué significa?
– No tengo la menor idea -dijo Hulot, que se había levantado del sofá y se les había acercado-. ¿Y tú, Guillaume, conoces ese disco?
La voz de Nicolás le sobresaltó. Mientras Guillaume manipúlala el ordenador se había levantado del sofá y se había colocado a su espalda sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
El muchacho continuaba mirando la imagen del monitor.
– En absoluto. Jamás he oído nombrar a ese Robert Fulton. Pero a simple vista diría que es un elepé de jazz bastante antiguo. Lo lamento, pero es un tipo de música que no conozco mucho.
Nicolás volvió a sentarse. Frank se pasó una mano por el mentón. Dio unos pasos adelante y atrás por la habitación, con los ojos entreabiertos. Comenzó a hablar, pero se notaba que solo pensaba en voz alta; el monólogo de un hombre que camina bajo un enorme peso.
– Stolen Music. Robert Fulton. ¿Por qué Ninguno ha tenido la necesidad de escuchar este disco mientras asesinaba? ¿Por qué después se lo ha llevado? ¿Qué tiene de especial?
Cayó en la habitación el silencio de las preguntas que no encuentran respuesta, el silencio del que la mente se nutre mientras devora distancias infinitas en busca de una indicación, una huella, una señal, el silencio de unos ojos fijos que persiguen un punto que en vez de acercarse se aleja cada vez más.
En su cabeza se agitaba el espectro siniestro de un deja vu, sus propios semblantes atónitos ante la cubierta muda de un disco de mensaje indescifrable, esperando en silencio el timbrazo amenazador de una llamada telefónica que anunciaba un nuevo homicidio…
El ruido de los dedos de Guillaume en el teclado interrumpió ese momento de pausa, solo alterado por el rumor de los acondicionadores.
– Aquí podría haber algo más…
Frank giró de repente la cabeza hacia él, como un hipnotizado al oír el chasquido de los dedos que le hacen salir del trance.
– ¿Qué?
– Esperad, dejadme comprobar…
Retrocedió la cinta hasta el inicio y volvió a pasarla muy despacio, deteniendo las imágenes de vez en cuando y utilizando el zoom para observar algún detalle que le interesaba.
Frank notaba que le latían las sienes. No entendía qué quería hacer Guillaume, pero, fuera lo que fuese, hubiera querido que lo hiciera deprisa, mucho más deprisa.
Al fin el muchacho congeló la imagen en un momento en que el asesino estaba inclinado hacia Alien Yoshida, en una actitud que, en otra situación, habría podido tomarse por un intercambio de confidencias. Tal vez le estaba susurrando algo al oído; Frank lamentó que la filmación no tuviera sonido, si bien Ninguno era demasiado astuto para proporcionarles una muestra de su voz, aunque esta se filtrara por la trama de lana de un pasamontañas.
Guillaume volvió al ordenador y transfirió al monitor de cristal líquido la imagen que había congelado en la pantalla. Con la flecha del ratón seleccionó una parte y pulsó algunas teclas. Apareció una mancha como la de antes, que parecía compuesta por elementos coloreados dispuestos en forma desordenada por un artista borracho.
– Lo que estáis viendo son los píxeles. Son como pequeñas teselas que componen la imagen, una especie de rompecabezas. Cuando se amplían mucho se vuelven confusos y no se entiende nada. Pero nosotros…
Empezó a teclear con arrebato, alternando las teclas con el ratón.
– Nosotros tenemos un programa que examina los píxeles dañados por la ampliación y los reconstruye. Por algo me ha costado una fortuna este juguetito. Anda, amigo, no me decepciones…
Pulsó la tecla ENTER. La imagen se aclaró un poco, pero seguía confusa e incomprensible.
– ¡No, hostia! ¡Ahora veremos quién es el más listo de los dos¡.
Acercó la silla al monitor, con expresión amenazadora. Se pasó una mano por el pelo y volvió a posar los dedos en el teclado. Tecleó furiosamente durante unos diez segundos; después se puso de pie y comenzó a manipular otro aparato dispuesto en un estante ante él; pulsaba botones, giraba mandos y hacía relampaguear LED rojos y verdes.
– Ya. Ahora comprobaremos si he visto bien…
Volvió a sentarse en su sillón y lo desplazó de nuevo hasta el monitor en el que había bloqueado la imagen. Pulsó un par de botones y aparecieron dos imágenes, una junto a la otra: la de cubierta del disco y la que acababa de aislar. Tocó con un dedo la primera.
. -Aquí está, ¿lo veis? Lo he verificado, y este es el único fotograma donde se ve la cubierta del disco casi entera. No del todo, porque, como podéis ver, arriba a la izquierda está cubierta en parte por la manga del hombre con el puñal. No lo hemos visto en la ampliación porque el color del traje es oscuro como la cubierta, pero en las paredes opuestas de la habitación hay espejos, y el reflejo del disco rebota de uno a otro. Me ha parecido que había una ligera diferencia cromática con respecto a la que he sacado directamente de la grabación…
Guillaume hizo correr otra vez los dedos por el teclado.
– Tengo la impresión de que en la imagen reflejada en el espejo, la que se ve casi completa, aquí arriba, en el centro, podría haber una etiqueta pegada en la cubierta…
Pulsó una tecla con cautela, como si con ese gesto fuera a lanzar un misil destinado a destruir el mundo. Lentamente, delante de sus ojos, la mancha confusa fue cobrando forma. Surgió, sobre un fondo dorado, una inscripción oscura, algo distorsionada y desenfocada, pero legible.
– La etiqueta de la tienda que ha vendido el disco, por ejemplo -dijo Guillaume-. Aquí está. Disque á Risque, Cours Mirabeau, Aix-en-Provence. El número de la calle es muy pequeño y no se puede leer. Y mucho menos el número de teléfono. Lo lamento, pero eso deberéis encontrarlo solos.
Había una nota de triunfo en la voz de Guillaume. Se volvió hacia Hulot con un gesto que podría haber sido el de un acróbata que saluda al público después de un triple salto mortal.
Frank y Nicolás no tenían palabras.
– ¡Guillaume, eres un fenómeno!
El muchacho se encogió de hombros y sonrió.
– No exageremos. Soy simplemente el mejor que hay en el mercado.
Frank se inclinó sobre el monitor y releyó, incrédulo, la inscripción. Después de tanto tiempo sin nada, por fin tenían algo. Después de tanto errar por el mar había, lejana en el horizonte, una línea oscura que podía ser tierra pero también un montón confuso de nubes. Y la contemplaban con los ojos dudosos de quien teme una nueva desilusión.
Nicolás se levantó del sofá.
– ¿Puedes imprimirnos estas imágenes?
– Pues claro. ¿Cuántas copias?
– Cuatro bastarán.
Guillaume manipuló el ordenador y una impresora se puso en marcha con un chasquido seco. Mientras las hojas se depositaban una a una en la bandeja, se levantó del sillón.
Frank, frente al muchacho, lo miró, pensando que a veces, con algunas personas, las palabras están de más.
– No tienes ni idea de lo que has hecho por nosotros y seguramente por muchas otras personas. ¿Hay algo que nosotros podamos hacer por ti?
Guillaume le dio la espalda, sin hablar; extrajo la cinta de la grabadora, se volvió y se la tendió a Frank, sosteniéndola firmemente en la mano, sin rehuir la mirada.
– Una sola cosa. Atrapad al hombre que ha hecho todo esto.
– Prometido. Y será también mérito tuyo.
Hulot cogió las fotos de la bandeja de la impresora. Por primera vez en mucho tiempo, su voz sonaba optimista.
– Bien, creo que ahora tenemos que hacer. Mucho que hacer. No te molestes en acompañarnos; tú también tienes trabajo. Conozco el camino.
– Por hoy, basta de trabajo. Lo cerraré todo y me iré a dar una vuelta en moto. Después de lo que he visto, no tengo ningunas ganas de quedarme aquí solo…
– Adiós, Guillaume, y gracias una vez más.
Fuera los acogió la languidez del crepúsculo en aquel jardín que parecía encantado después de la crudeza de las imágenes acababan de volver a ver. La brisa tibia del inicio del verano soplaba del mar, las manchas coloreadas de los macizos de flores el verde brillante de la hierba, el verde más oscuro del seto laureles.
Frank observó que, por una extraña casualidad cromática, no había ni una sola flor roja, el color de la sangre. Lo consideró un buen augurio y sonrió.
– ¿Por qué sonríes? -le preguntó Nicolás.
– Un pensamiento estúpido. No me hagas caso. Un leve ataque de optimismo, gracias a Guillaume.
– Buen chaval. El…
Frank calló. Sabía que su amigo no había terminado.
– Era el mejor amigo de mi hijo. Se parecían mucho. Cada vez que veo a Guillaume no puedo dejar de pensar que, si Stéphane estuviera vivo, muy probablemente habría sido como él. Una manera un poco retorcida de seguir sintiéndome orgulloso de mi hijo…
Frank evitó mirarlo, para no ver en los ojos de Nicolás el brillo de las lágrimas que notaba en su voz.
Recorrieron en silencio el breve camino hasta el coche. Una vez dentro, Frank cogió las hojas impresas que el comisario había apoyado en el salpicadero y se puso a mirarlas, para darle tiempo a recuperarse. Mientras Hulot encendía el motor, volvió a dejarlas donde estaban y se apoyó contra el respaldo.
Se abrochó el cinturón y reparó en que se sentía entusiasmado.
– Nicolás, ¿conoces Aix-en-Provence?
– No, no he ido nunca.
– Entonces será mejor que te compres un mapa. Creo que deberás hacer un pequeño viaje, amigo mío.
El automóvil de Hulot se detuvo en la esquina de las calles Princesse Florestine y Suffren Raymond, a pocos metros de la central de policía. Por una ironía del destino, al lado de ellos había un cartel publicitario que anunciaba: «Peugeot 206 – Enfant terrible».
Nicolás lo señaló con el mentón. En sus labios asomaba una sonrisa maliciosa.
– Mira, el coche justo para el hombre justo.
– Ya, ya, enfant terrible. A partir de este momento todo está en tus manos. Anda, ponte a trabajar.
– Si descubro algo, te llamaré enseguida.
Frank abrió la puerta y se apeó. Por la ventanilla abierta apuntó al comisario con un dedo acusador.
– Si encuentras algo, no. Cuando encuentres algo. ¿O te has creído realmente lo de las vacaciones?
Hulot lo saludó llevándose dos dedos a la frente. Frank cerró la puerta y se quedó un instante contemplando el coche que se alejaba y desaparecía en el tranco.
La imagen obtenida de la filmación había introducido un soplo de optimismo en el aire estancado de la investigación, pero era todavía demasiado leve para representar algo sustancioso. Por el momento, Frank solo podía cruzar los dedos.
Luego echó a andar por la calle Suffren Raymond, rumbo a central. Mientras regresaban de Eze-sur-Mer, le había llamad Roncaille para convocarlo a su despacho a una reunión en la que se tomarían «decisiones importantes». Por su tono, ya imaginaba el tenor de la conversación. Aun a pesar de la destitución de Nicolás Hulot, tras el fracaso de la noche anterior, con una nueva víctima -mejor dicho, dos nuevas víctimas-, hasta Roncaille y Durand debían de pensar que peligraban sus puestos.
Cuando llegó ante la puerta del despacho de Roncaille llamó; desde el interior, la voz del director lo invitó a entrar.
Frank abrió la puerta y no le extrañó encontrar al procurador general Durand. Sí le sorprendió, en cambio, la presencia de Dwight Durham, el cónsul estadounidense. No porque fuera injustificada, sino porque creía que las negociaciones diplomáticas se trataban a otro nivel, muy superior al que su condición de investigador que colaboraba en las investigaciones permitía presuponer. El hecho de que Durham se hallara en aquella sala era una señal evidente de la intervención del gobierno de Estados Unidos, ya se debiera a los hilos que pudiera haber movido Nathan Parker, de manera extraoficial, entre sus conocidos personales, o al asesinato de ciudadanos estadounidenses en el territorio del principado. Además, la nada halagüeña situación de un capitán del ejército de Estados Unidos acusado de homicidio y detenido en una cárcel monegasca complicaba todavía más las cosas.
Cuando lo vio entrar, Roncaille se puso de pie, como hacía siempre con cualquiera, por otra parte.
– Pase usted, Frank; me alegro de verlo. Imagino que, después de la noche que ha pasado, le habrá costado dormir, como a todos nosotros.
Frank estrechó las manos que le tendieron. La rápida mirada que le dirigió Durham encerraba muchos mensajes, que no le costo captar. Se sentó en un sillón de cuero. El despacho era algo más amplio que el de Hulot y contaba con un sofá, aparte de los sillones pero no era sustancialmente distinto de la mayoría de los despachos de la central. Como única concesión al cargo de director de la Sureté, había un par de cuadros en las paredes, sin duda auténticos pero cuyo valor Frank no supo evaluar. Roncaille volvió a sentarse.
– También imagino que habrá visto usted los periódicos y lo que han escrito después de los últimos acontecimientos.
Frank se encogió de hombros.
– No, confieso que no he tenido esa necesidad. Los medíos tienen una lógica propia, que normalmente trata de satisfacer a los ciudadanos y a los editores; rara vez resultan útiles para los investigadores. No es mi trabajo leer los periódicos. Ni procurarles a toda costa algo sobre lo que escribir…
Durham se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa Durand interpretó que las palabras de Frank aludían a la destitución de Hulot, y se sintió en el deber de aclarar aquella cuestión.
– Frank, sé que se siente afectado por la destitución del comisario Hulot. Tampoco a mí me ha gustado tener que tomar una medida que juzgo impopular. Sé que Hulot es muy estimado en el cuerpo de policía, pero debe usted comprender…
Frank lo interrumpió, con una leve sonrisa dibujada en los labios.
– Por supuesto que lo comprendo. Perfectamente. Y no es mi intención hacer un problema de eso.
Roncaille, consciente de que la conversación adquiría un tono que podía ser peligroso, se apresuró a calmar la situación según una precisa predisposición personal.
– No hay ni debe haber ningún problema entre nosotros, Frank. La demanda y el ofrecimiento de colaboración son sinceros y bienintencionados. El señor Durham está aquí para confirmárselo.
El cónsul se apoyó en el respaldo del sillón y se pasó el dedo índice por la punta de la nariz. La suya era una posición de privilegio y se esforzaba por no hacerla demasiado evidente, pero al mismo tiempo logró transmitir a Frank la positiva impresión de que no estaba solo. Frank sintió por él una renovada simpatía y mayor respeto aún que durante la breve visita al Pare Saint-Román.
– Frank, es inútil tratar de ocultar la realidad. La situación no podría ser más embrollada. Lo era ya antes de que se produje este…, digamos, incidente del capitán Mosse, que ha complica todavía más las cosas. De cualquier modo, en este asunto hemos pasado página, pues lo resolverán las respectivas diplomacias de la manera y en los términos que juzguen correctos. En lo que ata al señor Ninguno, como lo ha bautizado la prensa…
Se volvió hacia Durand, para cederle la tarea de concluir el discurso. El procurador miró a Frank, que tuvo la sensación de que habría preferido mostrar el culo por televisión en horario de máxima audiencia a tener que pronunciar las palabras que debía decir.
– De común acuerdo hemos decidido dejar en sus manos el desarrollo de las investigaciones. Nadie, a estas alturas, está más calificado que usted: es un agente con un historial excelente, incluso excepcional, que ha seguido la investigación desde el principio, conoce a los protagonistas y a las personas involucradas, y goza de toda nuestra confianza. Contará con la ayuda del inspector Morelli, como representante de la Süreté y como vínculo con las autoridades del principado, pero por lo demás tiene usted carta blanca. Presentará sus informes a Roncaille y a mí; su objetivo es también el nuestro: debemos atrapar a ese asesino antes de que ataque a otras víctimas.
Durand terminó de hablar y se quedó mirándolo con la cara del que acaba de hacer una concesión inconcebible, como permitir a un niño desobediente que se sirva una doble ración de dulce.
Frank adoptó el aire de circunstancias que Roncaille y Durand esperaban de él, cuando en cambio los habría entregado de buena gana a los centuriones romanos y se habría ido a disfrutar de los sesenta denarios de recompensa sin el menor remordimiento.
– Gracias. Me siento muy honrado. Lamentablemente, la astucia del asesino al que perseguimos parece sobrehumana. Hasta ahora no ha cometido ni un solo error. Y eso que ha hecho muchos movimientos, y en un territorio pequeño y bien vigilado por un excelente control policial…
Roncaille acogió este reconocimiento de las fuerzas de policía locales como algo debido. Apoyó los codos en el escritorio y se inclinó un poco hacia Frank.
– Puede usted usar el despacho del comisario Hulot. El inspector Morelli, como ya le he dicho, está a su disposición. Encontrara allí toda la documentación del caso, los informes de la brigada científica sobre los dos últimos asesinatos, incluido el de Roby Stricker. Los informes de la autopsia llegarán mañana por la mañana. Si lo necesita, se pondrá a su disposición un automóvil personal y un coche patrulla en servicio.
– No le niego que me sería muy útil.
– Cuando salga usted, Morelli le buscará uno. Una última cosa… ¿Va usted armado?
– Sí, tengo una pistola.
– Muy bien. Le haremos una identificación de policía temporal que le dará pleno derecho a actuar en el territorio del principado. Buena suerte, Frank.
Para Frank, la reunión había terminado, al menos en lo que a él se refería. Las cuestiones que debieran aún discutir los otros tres aunque le concernieran, no le interesaban en absoluto. Se levantó estrechó la mano de los presentes y salió al pasillo. Mientras bajaba al despacho de Hulot pensó en las novedades de aquella tarde.
La principal era el hallazgo que les había proporcionado Guillaume Mercier. En el reino de los ciegos el tuerto es el rey, y en el mundo de la ignorancia un nombre y una dirección pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte de alguien. Al contrario que Nicolás, Frank pensaba en esa pista más con ansiedad que con esperanza. Era como si cien manos lo empujaran a correr, mientras cien voces confusas susurraban palabras sin sentido en sus oídos. Palabras que debería entender y no entendía, durante una carrera que no lograba detener.
Ahora la suerte de la investigación se hallaba en manos de Nicolás Hulot, comisario de vacaciones, que tendría más posibilidades de descubrir algo durante ese tiempo libre que durante el tiempo que oficialmente había podido dedicar a la investigación.
Su segundo pensamiento fue para Helena Parker. ¿Qué quería de él? ¿Por qué tenía tanto miedo de su padre? ¿Y qué relación había entre ella y el capitán Mosse? A juzgar por la manera como la había tratado el día de la pelea, resultaba evidente que iba más allá de la relación normal entre la hija de un general y un subalterno aunque se le considerara casi uno más de la familia. Y, sobre todo ¿hasta qué punto eran verdaderas las afirmaciones del general en cuanto a la fragilidad psicológica de la joven?
Estas preguntas asaltaban la mente de Frank aunque tratara de apartar los pensamientos sobre Helena Parker; la joven podía ser un elemento perturbador que amenazaba con distraerlo de Ninguno y de la investigación, en la que desde ese momento estaba totalmente involucrado.
Abrió la puerta del despacho de Nicolás sin llamar; ahora era el suyo. Y podía hacerlo. Morelli, sentado al escritorio, se puso de pie de inmediato al verlo llegar. Hubo un momento de incomodidad entre ellos. Frank decidió que era necesaria una explicación, para que quedara claro exactamente de qué parte cada uno de ellos había decidido estar.
– Buenos días, Claude. ¿Te has enterado de las novedades?
– Sí, me lo ha contado Roncaille. Me alegra que tú te encargues de la investigación, aunque…
– ¿Aunque?
Morelli respondió, firme como el peñón de Gibraltar.
– … aunque considero que lo que le han hecho al comisario Hulot ha sido una auténtica guarrada.
Frank sonrió.
– Para serte franco, lo mismo pienso yo, Claude.
Si se trataba de un examen, ambos lo habían aprobado. La atmósfera de la habitación se relajó sensiblemente. Enfrentado a una elección, Morelli había optado por la que Frank esperaba. Se preguntó, sin embargo, hasta qué punto podía confiar en él y ponerlo al tanto de las últimas novedades y de los últimos movimientos extraoficiales de Nicolás. Decidió que de momento no lo haría; no necesitaba tentar a la suerte. Morelli era un policía preparado y competente, pero seguía perteneciendo a la Süreté Publique del principado de Monaco. Revelarle demasiadas cosas podía meterlo en un buen lío si surgían nuevos problemas. Y eso era algo que el bueno de Morelli no merecía.
El inspector señaló los papeles que había sobre el escritorio.
– Han llegado los informes de la científica.
– ¿Ya los has leído?
– Les he echado una ojeada. No hay nada que no sepamos ya. Gregor Yatzimin ha sido asesinado igual que los otros, sin dejar el menor rastro. Ninguno prosigue su camino sin cometer errores.
«No es así, Claude, no del todo. Hay música robada en el aire».
– Entonces no tenemos mucho que hacer. Solo podemos vigilar la radio. Esto significa alerta máxima, equipo especial en estado de alarma y todo eso. ¿Estás de acuerdo?
– Pues claro.
– Pero tengo un favor que pedirte.
– Dime, Frank.
– Si no hay problema, esta noche te dejaré solo controlando la situación en la radio. No creo que suceda nada. El homicidio de anoche ha cargado las baterías de nuestro cliente, y no reaparecerá hasta que el efecto se haya agotado; en general es así como actúan los asesinos en serie. Yo escucharé la emisión y estaré en todo momento disponible en el móvil, pero necesito una noche libre. ¿De acuerdo?
– Por supuesto.
Frank se preguntó cómo estaría desarrollándose la incipiente relación entre Morelli y Barbara. Le había parecido que la joven no era indiferente a la simpatía que le mostraba el inspector, pero era probable que, tras los últimos sucesos, el idilio hubiera pasado a un segundo plano. Morelli no parecía ser de los que descuidan el trabajo por divagaciones sentimentales, aunque las provocara una persona tan atractiva como Barbara.
– Me han prometido un coche personal. ¿Puedes comprobar si ya lo tengo?
– Está bien.
El inspector se retiró y Frank se quedó solo. Cogió la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y sacó una hoja doblada en dos. Era parte de la carta que el general Parker le había dejado en la conserjería después de su primer encuentro en la plaza de Eze; en ella estaban apuntados sus números de teléfono.
Miró un instante los números y se decidió. Cogió el móvil y marcó el número de la casa. Al cabo de algunos timbrazos oyó voz de Helena Parker.
– ¿Diga?
– Hola. Soy Frank Ottobre.
Una ligera pausa antes de la respuesta.
– Me alegra oírle.
Frank no hizo comentarios.
. – ¿Ya ha cenado?
– No, todavía no.
– ¿Es una práctica que ha decidido abandonar, o cree que podría formar parte de su programa para esta noche?
– Es una hipótesis viable.
– Entonces podría pasar a recogerla en una hora, si le parece bien.
– Perfecto. Le espero. Recuerda dónde está la casa, ¿verdad?
– Claro. Hasta pronto.
Frank cortó la comunicación y se quedó mirando el móvil como si la pantalla encerrara la posibilidad de seguir los movimientos de la mujer en su casa, en ese momento. Mientras cerraba la tapa del Motorola, no pudo menos que preguntarse en qué nuevo lío se estaba metiendo.
Frank se detuvo al final del breve camino de tierra que llevaba a la casa de Helena Parker y apagó el motor del Mégane que le había facilitado la policía. El coche no llevaba ninguna clase de identificación policial, salvo el aparato de radio que le permitía comunicarse con la central. Morelli le había explicado cómo usarlo y le había indicado la frecuencia que empleaba la policía.
Mientras subía hacia Beausoleil había llamado a Helena para avisarle de su llegada.
Antes había acompañado a Morelli hasta la radio y juntos habían comprobado que todo se hallara en orden. En el momento de partir, Frank había llevado aparte a Pierrot, para hablarle en el pequeño despacho cercano a la puerta de cristal junto a la entrada.
– Pierrot, ¿eres capaz de guardar un secreto?
El muchacho lo miró temeroso, con los ojos entornados, reflexionando sobre si la pregunta estaba a su alcance.
– ¿Un secreto quiere decir que no debo decírselo a ninguno?
– Exacto. Y además, ahora que también tú eres policía y participas en una investigación, debes saber que los policías no pueden contar sus secretos a nadie. Top secret. ¿Sabes lo que significa?
El muchacho negó enérgicamente con la cabeza, agitando graciosa cabellera lacia, necesitada de un buen corte de pelo.
– Quiere decir que es algo tan secreto que solo podemos saberlo tú y yo. ¿De acuerdo, agente Pierrot?
– Sí, señor.
Se llevó una mano a la frente a la manera de un saludo militar, como debía de haber visto en las películas de la televisión. Frank extrajo la imagen del disco impresa por Guillaume.
– Ahora te mostraré la cubierta de un disco. ¿Puedes decirme si está en el salón?
Puso la imagen ante la cara de Pierrot, que apretó los ojos, como acostumbraba hacer cuando se concentraba. Después de haber observado la imagen durante algunos segundos, miró a Frank sin la expresión satisfecha que indicaba un resultado positivo. Negó con la cabeza.
– No está.
Frank ocultó su desilusión para no transmitírsela a Pierrot, y fingió considerar la negativa como un éxito.
– Muy bien, agente Pierrot. Muy, muy bien. Ahora puedes irte. Y recuerda: ¡secreto absoluto!
Pierrot cruzó los índices sobre sus labios para indicar un juramento de silencio y se marchó rumbo a la cabina de dirección. Frank volvió a guardarse la hoja en el bolsillo y se fue, dejando a Morelli a cargo de la situación. Al salir vio que Barbara, que llevaba un vestido negro particularmente seductor, se acercaba a hablar con el inspector.
Mientras pensaba en las muy comprensibles inclinaciones de Morelli, se abrió la verja de la casa y poco a poco apareció la figura de Helena Parker.
Primero su figura agraciada, el rumor de sus pasos en la grava, el andar sin vacilaciones pese al terreno levemente irregular. Luego su rostro, la cabellera rubia, y los ojos, esos ojos en los que alguien parecía haber instalado la tristeza. Frank se preguntó qué habría detrás de ese velo desgarrado. Qué sufrimientos, cuántos momentos de soledad no buscada o de compañía no pedida, cuánta mera supervivencia en vez de una vida de verdad.
Probablemente en breve lo sabría, pero se preguntó hasta qué punto deseaba averiguarlo. De golpe se dio cuenta de qué representaba para él Helena Parker. Le costaba confesarse que sentía miedo. Temia que la historia de Harriet lo hubiera vuelto definitivamente un cobarde. Si así era, podía recorrer el mundo con mil armas, y arrestar y matar a mil hombres, podía pasarse toda una vida corriendo, pero nunca lograría alcanzarse a sí mismo. Si no hacia algo, si no sucedía algo, ese miedo no le abandonaría jamás.
Bajó del coche y lo rodeó para abrir la puerta. Helena Parke llevaba un conjunto oscuro de chaqueta y pantalón, de reminiscencias orientales. Su atuendo, sin embargo, no denotaba riqueza sino simplemente buen gusto. Frank vio que casi no llevaba joyas y que el maquillaje era, tanto esta vez como las otras veces que la había visto, tan leve que resultaba invisible.
Llegó a su lado precedida por un perfume intenso que parecía surgir de la noche misma.
– Buenas noches, Frank. Le agradezco que haya bajado para abrirme la puerta, pero no se sienta obligado a hacerlo cada vez.
Helena se sentó en el coche y levantó el rostro hacia él, que había permanecido de pie junto a la puerta abierta.
– No es simple cortesía…
Frank indicó el Mégane con un movimiento de cabeza.
– Este es un coche francés. Si uno no cumple con ciertas exigencias de galantería el motor no arranca.
Helena dio la impresión de apreciar el comentario y lo demostró con una risita.
– Me sorprende usted, señor Ottobre, en una época en que los hombres ingeniosos parecen ser una especie en vías de extinción.
La sonrisa que ella le dirigió le pareció más preciosa que cualquier joya, y le hizo sentirse de pronto solo y desarmado.
Mientras ponía en marcha el motor se preguntó cuánto tiempo se prolongaría aquel intercambio de cortesías antes de que abordaran el verdadero motivo del encuentro. Se preguntó también cual de los dos tendría el valor de enfrentarlo primero.
Contempló el perfil de Helena, que era luz y oscuridad bajo el destello de los faros de los coches con los que se cruzaban, como luz y oscuridad eran los pensamientos del hombre que iba sentado a su lado. Ella le devolvió la mirada. En la penumbra, toda apariencia de alegría se había borrado de sus ojos, que habían vuelto a ser los de siempre.
Frank supo que sería ella quien comenzaría a hablar.
– Conozco su historia, Frank. Mi padre me ha obligado a escucharla. Todo lo que él sabe debo saberlo yo, todo lo que él es debo serlo yo. Lo lamento mucho; me siento una intrusa en su vida, y no es una sensación agradable.
A Frank le vino a la mente el dicho popular que atribuía a los hombres, en su relación con las mujeres, el papel de cazadores. Con Helena Parker advertía que ese papel se había invertido. Aquella mujer era una auténtica cazadora, sin siquiera saberlo, quizá porque siempre la habían tratado como a una presa.
– Lo único que puedo ofrecerle a cambio es la mía, mi propia historia. No encuentro otra justificación para este encuentro y para las preguntas que planteo, por cierto muy difíciles de responder.
Frank escuchaba la voz de Helena y conducía despacio por la carretera de Roquebrune a Mentón. Había vida en torno de ellos, había luces y existencias normales, personas que paseaban por aquel cálido y luminoso tramo de la costa, personas a la búsqueda de alguna satisfacción fútil, sin más motivación que el placer igualmente fútil de la búsqueda en sí.
«No hay tesoros, no hay islas ni mapas; solo la ilusión, mientras dura. Y a veces el fin de la ilusión es una voz que murmura dos simples palabras: "Yo mato…".»
Casi sin darse cuenta, tendió una mano para apagar la radio, como si temiera que de un momento a otro saliera una voz antinatural para devolverlo a la realidad. La ligera música de fondo calló.
– No me molesta que usted sepa mi historia. El verdadero problema es que esa historia exista. Espero que la suya sea distinta.
– Si fuera muy distinta, ¿cree usted que ahora estaría aquí?
De pronto la voz de Helena se volvió muy dulce. Era la voz de Una mujer en guerra que buscaba la paz y la proponía.
– ¿Cómo era su mujer?
A. Frank le sorprendió la naturalidad con que se lo había preguntado. Y la facilidad con que él respondió.
– No sabría decirle cómo era. Como todos, era dos personas al mismo tiempo. Podría decirle cómo la veía yo, pero ya no serviría de nada.
Frank guardó silencio, y durante un tramo del camino su silencio se unió al de Helena.
– ¿Cómo se llamaba?
– Harriet.
Helena dio la impresión de escuchar ese nombre como el de una vieja amiga.
– Harriet. Aunque nunca la haya conocido, siento como si supiera muchas cosas de ella. Quizá se pregunte usted por qué…
Una pequeña pausa. Después, de nuevo la voz de Helena, llena de amargura.
– Nadie como una mujer débil para reconocer a otra.
Miró un instante por la ventanilla. Sus palabras eran un viaje que de algún modo iba llegando a su fin.
– Mi hermana, Arijane, había logrado ser más fuerte que yo. Ella lo entendió todo y se fue, escapó de la locura de nuestro padre. O tal vez a él no le importaba tanto encontrar un modo de encerrarla en la misma prisión que a mí. Yo, en cambio, no podía escapar…
– ¿A causa de su hijo?
Helena escondió la cara entre las manos. Su voz llegó amortiguada por esa pequeña jaula de dolor.
– No es mi hijo.
– ¿No es su hijo?
– No, es mi hermano.
– ¿Su hermano? Pero usted me ha dicho…
Helena levantó el rostro. Nadie podía llevar dentro tanto dolor sin morir, sin haber ya muerto hacía tiempo.
– Le he dicho que Stuart es mi hijo, y es la verdad. Pero es también mi hermano…
Mientras Frank, sin aliento, comenzaba a comprender, Helena dio libre desahogo a su llanto. Su voz era un susurro, pero en el reducido habitáculo del coche resonó como un grito de liberación reprimido durante mucho, demasiado tiempo.
– ¡Cabrón hijo de puta! Maldito seas, Nathan Parker. ¡Ojala te pudras en el infierno por toda la eternidad!
Frank vio un área de descanso al otro lado de la calle, en una obra, y aparcó el coche. Apagó el motor pero dejó las luces encendidas.
Se volvió hacia Helena. Como si fuera lo más natural del mundo ella buscó la protección de su abrazo, la tela de su chaqueta para enjugar las lágrimas, la caricia de su mano en el cabello que tantas veces le había escondido el semblante avergonzado tras las noches de infamia.
Se quedaron así durante un rato que a Frank le pareció interminable.
En su mente mil imágenes se mezclaban, mil historias de mil vidas, fundiendo la realidad con la imaginación, el presente con el pasado, lo verdadero con lo probable, los colores con la oscuridad, el perfume de las flores con la tierra impregnada del olor punzante de la putrefacción.
Se vio de pequeño en la casa de sus padres, y vio la mano de Nathan Parker tendida hacia la hija, y las lágrimas de Harriet, y un puñal alzado contra un hombre atado a una silla, y la hoja de un cuchillo en su propia nariz, y la mirada azul de un niño de diez años que vivía entre monstruos feroces, sin saberlo.
En su mente el odio se transformó en una luz deslumbrante, y poco a poco esa luz fue un grito silencioso tan fuerte como para hacer estallar todos los espejos en los que se reflejara la maldad humana, todos los muros tras los cuales se escondiera la cobardía, todas las puertas cerradas a las que golpearan los que pedían entrar en busca de ayuda para su desesperación.
Helena no pedía más que olvidar. Lo mismo que necesitaba Frank, allí, en ese coche aparcado junto a unos escombros, en ese abrazo, en ese sentimiento de encuentro entre muro y hiedra, que solo podían describir, dos simples palabras: por fin.
Frank nunca sabría quién se apartó primero. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, los dos supieron, incrédulos, que había sucedido algo importante. Se besaron, y en ese primer beso sus labios se unieron en el temor, no en el amor. El temor a que nada era verdadero, a que fuera la desesperación la que pronunciaba el nombre de la ternura, a que fuera la soledad la que daba una voz distinta a las palabras, a que nada fuera lo que parecía.
Sintieron el impulso de volver a hacerlo y volver a hacerlo una vez más antes de creer. Antes de que la sospecha se convirtiera en una pequeña esperanza, porque ninguno de los dos podía todavía permitirse el lujo de una certeza.
Luego se miraron un rato, sin aliento. Fue Helena la que se repuso antes. Le acarició la cara.
– Di algo estúpido, te lo ruego. Algo estúpido pero vivo.
– Pues… temo que hemos perdido la reserva en el restaurante.
Helena lo abrazó otra vez y Frank sintió en el cuello los pequeños estremecimientos de su risa aliviada.
– Siento vergüenza de mí misma, Frank Ottobre, pero no puedo dejar de pensar cosas buenas de ti. Da la vuelta y volvamos a mí casa. Hay comida y vino en el frigorífico. No tengo ninguna intención de compartirte con el mundo esta noche.
Frank arrancó y desanduvo el camino que acababan de recorrer. ¿Cuándo había sucedido? Quizá una hora, quizá una vida atrás. En aquel momento el tiempo no tenía sentido. Solo estaba seguro de una cosa: si en aquel instante se hubiera encontrado frente al general Parker, sin ninguna duda lo habría matado.